Zankú llegó a Pétionville cinco minutos después de la medianoche. No traía escolta, ni guardaespaldas, solo a Charité agarrada de una mano, y en la otra un pistolón enorme. Se había quitado el uniforme, el pelo revuelto, y una expresión prendida en el rostro mucho más letal que el arma que portaba.
Se encontró con el portón metálico abierto, la puerta de par en par, y dentro, una oscuridad solo rota por las velas que bordeaban dos ataúdes instalados en el centro del salón. Junto a ellos, cuatro mujeres vestidas de negro, rezando sin parar, pronunciando al unísono una misma plegaria, rogándole al Barón Samedi por las almas de los difuntos. La cara del superintendente cambió de repente, jamás hubiese esperado ver algo parecido a eso.
Al verles entrar, una de las plañideras se acercó a él y le ofreció un vaso con un poco de ron y un tazón de maní. Tal vez por la impresión que le había producido la escena, Zankú soltó la manita de Charité y bajó el arma. Instintivamente, tomó el vaso y se lo bebió de un trago, un ritual que se repetía en todas las familias que velaban a un muerto y en su nombre ofrecían una bebida espirituosa a los allegados, el brindis al destino del alma del difunto tradicional de Haití.
Dejó el vaso en una mesita y, sin perder de vista a la pequeña, le indicó que se sentara en una silla junto a la entrada, y para que no se le ocurriese moverse, se pasó en silencio un dedo por la garganta indicándole lo que le haría a ella en caso de que tratase de escapar. Luego avanzó un par de pasos, se detuvo a escasos metros de los finados y los observó como quien contempla un milagro. Dio otro paso en dirección a las mujeres, hizo un intento por interrogar a una de ellas, pero al ver que la oración no había concluido se mostró cauto con la idea de interrumpir a esas señoras mientras rogaban al todopoderoso dios Legba.
Platé poto, papa Legba
sa se zanmi mwen
Mwen ka ale demen
Oui, moins p’r aller
Oui, moins bai ou tout
Moins bai ou lespir. [2]
Zankú, un hombre acostumbrado a las más horripilantes visiones terrenales, bragado en mil asuntos azarosos, no iba a amedrentarse con un asunto tan habitual en su profesión, pero juraría que fue en ese momento cuando comenzó a apoderarse de él un pensamiento funesto, una idea que poco a poco fue prevaleciendo sobre el resto: eso ya lo había vivido.
Con toda seguridad, la sensación de déjà vu debió de ser intensa, aquello le removió las tripas, y a pesar de la oscuridad, cuando logró acercarse a los difuntos para comprobar que el viejo era don Pedro y la mujer la vieja Silví, fue realmente cuando le llegó la convulsión, un sobresalto sin ambages, un efecto que a mí me recompensó por todo lo que había sufrido en esa tarde aciaga.
Extendió una mano, trató de tocar a Acevedo, pero no lo hizo. Se fijó en sus facciones, comprobó que era quien creía, el mismo terrateniente que años atrás fuera uno de sus mejores amigos, un hombre poderoso que incluso después de muerto seguía infundiendo respeto. Luego contempló a la mujer, sin duda se trataba de Silví, la vieja Silví, la mujer que, por muchos años que transcurriesen tras su muerte, le seguiría trayendo grandes recuerdos.
Hubiese jurado que en ese preciso instante el superintendente temblaba, había perdido el semblante de atrevimiento que trajo puesto, y tal vez por el peso de los remordimientos, ese hombre se daba golpes en el pecho, una reacción imprevista a mi plan. Imaginé que ese tipo se culpaba de haber destruido aquella familia. Hugo me había relatado aquella escena mil veces, me la había repetido con tantos detalles que con el transcurso de los años la grabé a fuego en mi subconsciente, y por lo que pude comprobar, con bastante acierto.
Al poco llegó el primer signo que daba paso a la última parte de mi plan. Noté que al tipo se le nublaban los ojos, se refregaba la cara con la camisa, como queriendo desprender el velo que se le estaba formando frente a sus narices.
Luego, cuando ya comenzaban a acecharme pensamientos sombríos, ocurrió algo que no tenía previsto, algo que jamás hubiese imaginado ni el mismísimo Hugo, ni María, ni yo mismo en realidad, un rayito de luz entre las tinieblas.
El primer golpe de suerte en toda la noche.
***
Al principio pensé que la reacción de Zankú se debía a la droga que le habíamos añadido al ron, pero instantes más tarde, cuando se arrodilló delante de los ataúdes y comenzó a llorar, me replanteé el asunto.
—Dios sabe que yo no fui, que no tuve nada que ver en esto.
El superintendente pronunció palabras que yo no esperaba, recé para que todo continuase en esa bendita línea, para que el resto de los actores interpretasen el acto como yo lo había diseñado. Cuando algo va bien, lo mejor es no modificarlo.
Pero no, no ocurrió así.
El cadáver de la vieja Silví se irguió y abrió los ojos.
En ese momento yo di por perdida la operación, lamenté que ella no hubiese reinterpretado el papel como la situación requería.
Pero, la verdad, yo ya no sabía qué hacer, tuve que reconocer que mi capacidad de improvisación había llegado al límite.
—¡Yo os quería a los dos! —clamó Zankú—. Jamás os hubiese hecho el más mínimo daño.
El rostro de ese tipo amenazaba con saltar por los aires, los ojos iban a escapar de sus órbitas, un acto de brujería psicológica que llenó de terror la mente del superintendente.
Luego se desplomó, cayó sobre el suelo del salón con tan mala suerte que su cabeza se estampó contra el piso.
Fue ahí cuando las plañideras cesaron en sus rezos, cuando yo me decidí a salir de detrás de la puerta de la cocina, cuando René el sepulturero bajó las escaleras, y cuando Silví se apeó del ataúd.
El único que no se movió de su sitio fue el pobre Hugo, que mostraba una imagen lastimera, embutido en un ataúd inmundo, tal vez el preludio de lo que en unos días se iba a perpetuar para desgracia de todos.
***
Al saltar del féretro, Silví le dedicó a Zankú una mirada capaz de derribar al portaaviones Eisenhower, y casi sin tocar el suelo, se fue hacia él y le propinó una soberana patada en la entrepierna. No acerté a comprender si su empeño consistía en verificar si la bestia estaba realmente dormida o más bien se trataba de hacerle daño, pero la duda duró poco, porque al segundo siguiente se fue a por la botella de ron, la elevó con todas sus fuerzas y la estampó contra la cara del superintendente.
A mí me pareció un acto un poco brutal, merecido, sin duda, pero brutal, y en realidad, nada comparado con lo que sucedió a continuación.
Me tuve que contener cuando Silví cogió un trozo del vidrio roto y le cruzó la cara, le trazó una diagonal desde la frente hasta la barbilla, un tajo que originó un chorro instantáneo de sangre.
En un primer instante me pareció que Silví se había excedido, que por mucha rabia que tuviese acumulada en su interior, esa barbaridad no estaba justificada.
Ella me debió de ver dubitativo, me dijo que no la juzgase por ese gesto, porque lejos de ser un arrebato, lo que había hecho ahorraría un montón de violaciones en el futuro.
—¿…?
—Sí, sí…, con esta cruz en la cara jamás podrá violar a ninguna otra niña. Créeme, este es el código de Cité Soleil, ojo por ojo… Este diablo estará marcado para siempre.
Días atrás, cuando ella me había manifestado que Zankú era en realidad el padre de Charité, evité preguntarle el tipo de relación entre ambos. Ahora comenzaba a vislumbrar el asunto, agua pasada, sin duda, pero lacerante para mi amiga.
—Jamás hará de nuevo lo que ha venido haciendo hasta ahora —sentenció.
Dios, ver allí al tipejo ese sangrando como un cerdo me produjo un revoltijo de tripas que me iba a durar el resto de la noche. Di un par de vueltas a la habitación, miré al techo buscando aliento, y luego me hundí en la desesperación. La violencia no iba conmigo, jamás había podido con eso, y Silví se había excedido con un moribundo incapaz de defenderse, un guiñapo drogado que además me pareció un anciano a esas alturas de la vida.
Luego me acordé de algo que yo mismo había hecho días atrás. No me quedó más remedio que claudicar, que comprender que los códigos eran los códigos. Postrado, me doblé por la cintura, Charité se precipitó hacia mí, me clavó la cabecita en el pecho, y se aferró a mí con una fuerza que me impedía respirar.
Primero la miré a ella, sus ojitos expectantes, cargados de vida, y luego miré a su madre, afectada por mi reacción, incapaz de disfrutar de la situación si me veía así, e hice entonces lo único que podía hacer, entender que había poderosas razones para que aquella mujer hiciera lo que había hecho, así que sonreí y solté a la pequeña, que solo entonces se fue a abrazar a su madre.
La pequeña besó a la madre más que la madre a la pequeña. Charité me pareció un torbellino de desenvoltura, una sabihonda sin domar, una máquina imparable de espontaneidad y ternura.
Luego, cuando el lagrimeo escandaloso se acabó, las dos se dirigieron hacia mí y me atropellaron con sus besos, con sus arrumacos, y yo, sin esperar una reacción de ese calibre, o tal vez sin haber sospechado un final tan positivo para los intereses de madre e hija, me entregué a la celebración, me dejé llevar por la misma felicidad que las embargaba.
Me costó un par de minutos quitármelas de encima, y solo lo conseguí al ver al bicho ese tirado en el suelo, una fiera dormida que podía despertar en cualquier momento. Así se lo dije a Silví, y ella me contestó que el policía tenía para mucho, por lo menos hasta el mediodía. Le dediqué una sonrisa y luego me puse a desmontar el tinglado que habíamos instalado en el salón, tal vez porque necesitaba salir de aquel ambiente opresivo.
Las plañideras recibirían cada una diez dólares, una parte importante del escasísimo dinero que nos quedaba. A Hugo lo volvimos a acomodar en su cama. Y con respecto al tío René, después de lo bien que se había portado (todo el éxito de la operación se lo debíamos a él, ataúdes, maquillaje, etcétera), consideré llevarlo hasta el barrio, aunque lo pensé mejor.
—¿Usted conduce? —le pregunté.
—Por supuesto, tengo que transportar cadáveres todos los días.
Le tiré las llaves del Mercedes y le pedí que lo vigilase con cariño, ese coche era una auténtica joya. Me dijo que no tuviese ningún miedo, que nadie robaba al sepulturero de Cité Soleil.
René se llevó a Zankú aún sangrando, tendido en el asiento de atrás, con la intención de dejarlo en su casa, y gracias a nuestra compinche, la mujer que durante años cuidó de él, esa anciana que yo había conocido esa misma tarde, al día siguiente le aseguraría que había pasado toda la noche en su cama, que un loa se había metido dentro de él y le había causado grandes males, incluso físicos, y le había arrancado la promesa de que la niña volvería con su madre, a riesgo de afrontar un terrible castigo si no cumplía su palabra, algo relacionado con la aparición del difunto Acevedo y de la abuela de la niña.
Después de un día tan largo, con tanto traspié y desacierto, a mí todo eso me pareció un poco fantástico, pero perfecto, la guinda que a mi plan le faltaba, no porque a priori me hubiese faltado habilidad para idear algo parecido, sino porque tuve poco tiempo para ello.
***
Acostar a Charité fue una tarea aún más difícil que rescatarla.
La convencimos a fuerza de palabras y palabras, de promesas y ofrecimientos, como se duerme a todos los niños tras una experiencia estresante. Al principio le conté el cuento del lobo feroz con la chica de la caperuza roja, luego el de los cerditos, y bueno, de ahí pasé a relatarle algunas historias personales, asuntos de mi vida pasada que parecieron interesarle más que las fábulas infantiles.
Al cabo de casi una hora de cháchara, de rememorar asuntos que a duras penas recordaba, cuando se le cerraban los ojitos, decidí que era un buen momento para largarme.
Fui hacia el interruptor de la luz, y cuando me volví para mirarla, la pequeña estaba de rodillas en la cama y me tiraba besitos con las dos manos.
***
Quedaba muy poco para el amanecer.
Silví apareció en mi habitación de improviso, vestía unos vaqueros ajustados y una blusa naranja escotada, muy pegada.
Esa chica estaba tremenda, realmente sensual y provocativa, pero no fue eso lo que en realidad llamó mi atención, sino sus labios húmedos, pringados con alguna sustancia que me apeteció probar.
Por supuesto, yo sabía que le faltaban los dientes delanteros, los más importantes en la dentadura de una chica, algo que ella ocultaba continuamente con el dorso de su mano.
Se lanzó sin mediar palabra sobre mí, pero antes de saborear esa boca cargada de erotismo me soltó algo que me puso a cavilar.
Me dijo que, la creyese o no, yo era el segundo hombre con el que se acostaba en toda su vida. Luego dejó que se deslizara una pausa, que aprovechó para atusarse el cabello, y cuando lo creyó conveniente, afirmó algo más extraño aún: sería la primera vez que lo hacía de una forma consentida.
Con eso estaba insinuando que me entregaba su virginidad, una afirmación ambigua, sobre todo tras haber escuchado el rocambolesco nacimiento de su hija.
En realidad, yo entendía el trasfondo de sus palabras, lo que no comprendía era el motivo por el que lo soltaba en ese preciso momento.
Afortunadamente, de ahí no pasó el parlamento. Remató la jugada poniéndose de rodillas delante de mí, luego se desprendió de la camisa naranja y del sujetador, y por fin me permitió probar la sustancia que impregnaba sus labios, un regalo a la altura de los dioses.
Fue entonces cuando supe lo que había querido decir. Lo noté por la forma de abordarme con sus vivarachos ojos negros, por la burda forma en que besaba. Al principio lo achaqué a su falta de dientes, pero luego algo me disuadió de esa idea. La verdad, si no era la primera vez que lo hacía, hubiese jurado que su torpeza no tenía límites.
La ayudé a tenderse sobre la cama. Apagué la luz y la desnudé. En ese momento Silví ya temblaba como un pastel de gelatina, y se mordía una mano para silenciar sus gemidos. Le dije que eso no era malo, que me gustaría que expresara abiertamente sus sentimientos.
Incluso en la oscuridad hubiese jurado que le caía un hilillo de saliva por la comisura de los labios, y que los ojos se le habían vuelto, pero todo eso pudo ser producto de mi imaginación desbocada. Lo que sí constaté sin ningún tipo de duda fue el espasmo que sufrió cuando entré en ella, y la verdad, aquella fue la primera vez que me ocurrió al estar con una mujer entre mis brazos, un orgasmo tempranero que me supo a gloria, una liberación para mí, pues siempre me gustó que las chicas disfrutasen con mi trabajo en el catre.
Pero la sorpresa no fue esa, sino lo que vino a continuación: un auténtico recital de placer. Afortunados toqueteos le hicieron alcanzar el cielo una y otra vez, tantas que aquella chica multiorgásmica empapó las sábanas y me dejó exhausto.
Tendido, con la cabeza de Silví sobre mi pecho, me pregunté por qué el mundo era tan cruel para hacer que una mujer tan maravillosa como ella hubiese perdido sus años más valiosos sin disfrutar de ese regalo que le había dado Dios. También me pregunté si ese había sido un castigo de los dioses del vudú, unos espíritus que cada día entendía menos.
***
Incapaz de dormir, me recuperé del esfuerzo cuando entraban los primeros rayos de luz. Se escuchaban algunos pájaros y la respiración de Silví junto a mí. De aquel día guardé muchos recuerdos, la mayoría en forma de rompecabezas deshecho, un amasijo de impresiones dispersas, pero ninguna tan intensa e inolvidable como lo que ocurrió a continuación.
Al principio pensé que los sonidos procedían del cuarto donde dormía la pequeña Charité, conjeturé con la idea de que se había despertado de una terrible pesadilla después de la experiencia por la que había pasado.
Luego imaginé que Boco estaba manteniendo una disputa con las flores, que las regañaba por no haber crecido lo suficiente, por no florecer al ritmo que esperaba de ellas.
Pero no, nada de eso estaba ocurriendo en la mansión de los Acevedo.
Era Hugo quien gritaba.
Por fin, mi amigo había despertado de un larguísimo sueño.