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De nada valía pensar que ese tipo iba a ser incapaz de tan desproporcionada atrocidad, que ningún padre tendría la osadía de extraer el corazón de su hija a modo de vendetta, pero en un país como aquel, donde se producían violaciones en el seno familiar con una facilidad pasmosa, donde se traficaba con órganos humanos como en ningún otro lugar del continente, cuando menos, yo tenía mis reservas. Recordé que María me había explicado decenas de veces la lucha de los países desarrollados contra las adopciones ilegales de pequeños en Haití, un negocio turbio consagrado a oscuros propósitos, un asunto al que ella había seguido la pista cuando se dedicaba a trabajos de investigación periodística.

Una vez dentro del coche, empapada en sudor, Silví se ovilló en el asiento delantero y se apretó fuertemente la cabeza con ambas manos, sollozando como una descosida.

Yo continué farfullando mientras conducía hacia ninguna parte. Rumié ácidamente lo ocurrido, dándole vueltas una y otra vez a mi pronóstico, una empresa que yo sabía de antemano fallida. Luego, por un momento me sumergí en una depresión, pero me duró poco, porque así era yo, tal vez un poco veleta, pero lo cierto fue que enseguida me invadió una oleada de optimismo.

Traté de infundirle una buena dosis de ánimo a mi amiga. Le levanté el mentón, le rogué que dejara de llorar, y entonces le pedí que confiara en mí, le mostré una seguridad de hierro, le aseguré que todo saldría bien.

Yo sabía que ella estaba luchando denodadamente contra el tenebroso demonio de la desesperación, y en ese estado cualquier cosa era mejor que dejarse llevar a los infiernos.

—Estamos metidos en esto hasta el cuello —le dije—. Pero saldremos adelante, ya verás.

—Dime cómo.

—Hum…

Tardé uno segundos en contestar, y en ese tiempo hice lo mejor que siempre he sabido hacer, utilizar mi mejor arma contra los despechos de la vida: la improvisación.

—A continuación del culto a los loas, ¿cuál es la siguiente preocupación de los haitianos?

—Ya lo sabes. El culto a los muertos —Silví me miró con ojos vidriosos, mitad desesperación, mitad esperanza.

—Pues ya está.

Di comienzo al tercer acto con la profunda convicción de que, ocurriese lo que ocurriese, ese sería el último.

***

El primer paso de mi descabellado plan nos llevó hasta Cité Soleil. Allí le pedí a Silví que me llevase hasta el taller de su tío, el carpintero de ataúdes, el único hombre que hasta ese momento la había ayudado a mantener a los pequeños.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Deben de ser las nueve, o las diez a lo sumo —me contestó ella, con un tonillo de desilusión que no me gustó nada.

—Tenemos que hacer un montón de cosas, pero seguro que llegamos a tiempo.

—No vamos a llegar, ya lo verás. Mi tío vive lejísimos, y si tu plan incluye volver luego a Pétionville…

—En dos horas se puede transformar el mundo.

Me hubiese gustado ver un esbozo de sonrisa en sus labios, pero no logré nada parecido.

La morada de René resultó ser un cuchitril inmundo, patético, siniestro, pero claro, allí mismo había instalado la funeraria, un taller en el que el tipo fabricaba féretros, arreglaba los cadáveres y luego los enterraba, un servicio «todo en uno».

El tío de Silví, un hombre alto aunque con un considerable parecido físico con ella, me tendió la mano y yo le correspondí. Le expliqué lo que necesitábamos, dos ataúdes de buena planta y mejor presencia, algo parecido a las cajas en las que presumiblemente debieron de enterrar al viejo Acevedo y a su propia hermana.

—De ese estilo no tengo nada.

La cara del hombre me dejó claro que había visto el ataúd en el que fue enterrada su hermana, y eso para mí era de un valor incalculable en aquel momento.

—Yo me dedico a otro tipo de cajas, las fabrico en pino barato, pero puedo montar algo parecido en un par de horas —propuso.

—En ese plazo mi Charité habrá muerto.

Las palabras de Silví asustaron al hombre.

—¿Media hora irá bien?

—Irá perfecto —dije yo—. ¿Tiene usted teléfono?

Me indicó que pasase al saloncito de su casa, y allí, en la pared, colgaba una reliquia de aspecto atávico, un aparato de esos que, además de allí, solo encontraría en un libro especializado en la historia de la telefonía con hilos.

Saqué de mi pantalón la tarjeta de Metelius y mientras René hacía su trabajo, yo me dediqué a poner en marcha la nueva parte del plan.

***

—Señor Metelius, le habla el tipo que esta tarde le soltó dos mil dólares. Le confirmo que ya tengo el resto.

—El plan ha cambiado un poco…

—Estoy al tanto. Dígale a quien usted sabe que le espero a las doce en punto en la antigua casa de los Acevedo, en Pétionville. Estaré allí con esa suma escandalosa.

—No habrá problema en eso.

—Lo habrá si no viene acompañado de la niña. ¿Podrá usted transmitírselo con claridad a ese hombre?

—Hágalo usted mismo. Está aquí conmigo.

Metelius le pasó el teléfono a Zankú, y a mí me atacó una especie de síncope, un acto reflejo bastante desagradable, como si tuviese en ese preciso momento ante mí el sapo que debía pasar por mi garganta. Incluso un tipo como yo, acostumbrado a improvisar, me vi acorralado en esa faena no prevista.

—Es muy probable que todo marche en una dirección contraria, tal vez sea yo quien tenga la oportunidad de arrancarle el corazón a usted, sabandija inmunda —el tono burlón de Zankú desmontó de un plumazo cualquier cosa que hubiese esbozado—. Nadie me hace esto en mi ciudad, y menos un yanqui de mierda. ¿Comprende?

Me di perfecta cuenta de que salir de aquella situación dependería de mi stock de agallas para continuar la partida.

—La cosa no iba contra usted —mentí—. En el tema del dinero, no habrá problemas. Tráigame a la niña y recibirá el resto de la pasta.

—Serán cincuenta mil dólares.

Tragué saliva.

—De acuerdo. A las doce, en la casa de los Acevedo —respondí.

—¿Por qué ese sitio?

—He adquirido la casa recientemente —volví a mentir—. Luego le contaré la historia.

—Vaya, vaya. Allí estaré con la niña. Pero si me falla, no dude de que le arrancaré el corazón a ella y los huevos a usted. ¿Me ha entendido?

***

Evité exponerle ciertos extremos de la conversación a Silví, bastantes problemas acumulaba ya la pobre.

Al menos, las buenas noticias llegaron pronto: René había concluido en el plazo previsto. Los ataúdes presentaban un aspecto razonable, siempre que se los observase con luz entrevelada. Ni de lejos servirían para enterrar a cualquier persona del primer mundo, pero allí, en Cité Soleil, a esas horas de la noche, eso era lo mejor que podíamos esperar de la industria funeraria haitiana.

Le dimos las gracias, cargamos los féretros en el Mercedes de la mejor forma que pudimos, los tapamos con una lona, y antes de arrancar en dirección a Pétionville, cuando ya solo nos restaba una hora para el encuentro con el diablo, le pedí a René que subiese al auto, que le necesitábamos también a él para tener un mínimo de garantías en mi estrategia. Opuso algo de resistencia, dijo que tenía muchísimo trabajo para el día siguiente, pero bastó una carita de súplica de mi acompañante para que el hombre se embarcara en la aventura.

—Hay una cosa más, un pequeño imprevisto —le dije a Silví—. ¿Podemos conseguir algún tipo de narcótico?

—¿Qué es eso? —su pregunta me pareció sincera.

—Algunos polvos que mareen, o incluso que hagan desvariar y dormir a alguien por un tiempo.

—¡Ah!, un wanga..

Me indicó que disponíamos de un montón de lugares en nuestro camino hacia la salida de Cité Soleil. Nos entretuvimos en el primer establecimiento con el que nos topamos, no más de cinco minutos, plazo en el que Silví obtuvo lo que pedíamos, incluso en cantidades que me parecieron mortales, suficientes para adormecer a todo el ejército norteamericano.

Había cosas imposibles de conseguir en ese sorprendente país, como un certificado de propiedad de la tierra, o incluso un trozo de carne en buen estado, pero meter las manos en cualquier asunto relacionado con envenenamientos y conjuros era más sencillo que acudir a un cajero automático.

Y bueno, con los últimos ingredientes en nuestro poder, sin saber muy bien si todo aquello daría resultado, volé hacia Pétionville con Silví llorando a mi lado, el enterrador detrás, y dos ataúdes destartalados a pique de zozobrar por los vaivenes del terreno.