Conduje camino de Pétionville rumiando algo sencillo: la enfermedad más pasmosa de todas las que existen en Haití era sencillamente la demencia. Todos los haitianos han creído desde siempre que la locura es un castigo sobrenatural, la voluntad de unos dioses que a veces no entienden las cosas que hacemos.
Y la verdad, yo no sabía muy bien lo que había hecho esa tarde, la clase de treta que tendría Silví en la cabeza, pergeñada con la ayuda de la mambo. Si alguien se enteraba de que había sido yo quien había puesto precio al órgano más vital del superintendente, sería hombre muerto.
Lo primero que hice al adentrarme en la casa fue abordar a Silví por los hombros y hacerle prometer que en cuanto le relatase el encuentro con Metelius, ella me explicaría el asunto en el que a esas alturas ya estábamos ambos inmersos.
—De acuerdo, pero con pelos y señales —pidió ella.
La vi sonreír un par de veces, me interrogó con mil detalles que ni recuerdo, y aunque se notaba que disfrutaba con la ocurrencia de la fuente de plata, en ningún momento su rostro dejó de reflejar la penuria que llevaba por dentro.
—Ahora te toca a ti —me dispuse a escuchar la tenebrosa telaraña que la mambo había tejido con mi ayuda.
—Celestina Simone —me dijo—. ¿Sabes quién fue?
—Me suena de algo…
—Todos los haitianos hemos oído hablar de Celestina, la hija del presidente de la República, Antoine Simone.
Silví refrescó mi memoria con uno de los mayores rumores de la historia del vudú, de la historia de Haití en realidad. Debió de ocurrir allá por los comienzos del siglo pasado, cuando Simone llegó al poder.
De procedencia humilde, Antoine Simone jamás pudo sacudirse la imagen de hombre rústico, pero los avatares de la vida le transportaron a través de la revolución de mil novecientos ocho a ocupar el sillón presidencial. Desde el sur de la isla, desde las ciudades de Les Cayes y Jacmel, fue ganando posiciones, y quizá porque la alta sociedad haitiana consideraba que un tipo de esas características no les iba a impedir seguir manipulando el país, permitió que un hombre así presidiera la nación.
Antoine Simone, lejos de prosperar hacia posiciones más cercanas a su cargo, se guarneció con gestos de dictador de opereta, tal y como exigir al pueblo que se detuviese a ofrecerle pleitesía a su paso por las calles de Puerto Príncipe. Incluso su vestimenta migró desde el atuendo de labriego hacia las casacas negras con botonadura y charreteras doradas, nada adecuadas a los rigores del trópico.
Pero todo eso quedó en el olvido ante su gran pasión. El presidente jamás negó la práctica de rituales vudú, y aunque no se dedicó a la ardua profesión de brujo, sus hazañas con los hechizos, y, sobre todo, su facilidad para establecer contacto con los loa, empujó a mucha gente a afirmar que el máximo mandatario de Haití era un auténtico hungan..
En realidad Simone no alcanzó el poder a solas, lo hizo con otros dos personajes con los que formó un auténtico triunvirato, un círculo de tres seres mágicos unidos por el vudú. La primera, su hija Celestina, alguien difícil de definir, una mambo de altos vuelos de la que todo el mundo hablaba. Tanta era su fuerza mística que nadie dudaba que Simone había ganado todas sus batallas gracias al diálogo permanente de la chica con el loa Ogú Feraille, el dios de la guerra, que convirtió a su ejército en inmune a las balas y los cuchillos. El presidente jamás tomaba una decisión sin el consentimiento de su hija, por la que manifestaba una predilección especial, le consultaba toda clase decisiones de Estado, y una vez asentados en el palacio presidencial, le permitió seguir practicando sus ceremonias vudú dentro.
El último componente de ese trío mágico no era un ser humano, sino un macho cabrío llamado Simalo que les había acompañado en su periplo por las tierras del sur. Nadie llegó a conocer con certeza los poderes de ese animal, el papel que desempeñaba en los ritos practicados por los Simone, pero lo cierto era que los tres formaban un equipo inseparable. Hubo un tiempo en que el bóvido asistía a los actos públicos, y se le vio en más de una sesión vudú, siempre acompañado de su inseparable compañera. El macho cabrío era tratado con honores regios, participaba en todas las ceremonias, paseaba por el palacio presidencial como un miembro más de la familia.
Los murmullos en torno a la relación entre Celestina y Simalo eran tan intensos, se les veía tan unidos que nadie dudaba en identificar al animal como su consorte. El rumor prosperó con el tiempo, y tan intenso llegó a ser que tuvo repercusiones para la vida social de los Simone. Al cabo de un año, fue la misma alta sociedad haitiana la que se preguntó la razón por la que el presidente no encontraba un marido humano para Celestina. Sin que nadie supiese cómo iba a acabar aquello, dio comienzo entonces un proceso en el que muchos candidatos pasaron por palacio, especialmente por la Casa de la Montaña, el lugar de veraneo de los presidentes por aquel entonces. El asunto duró un buen tiempo, y aunque los candidatos en liza fueron muchos, ninguno llegó a tomar la determinación de solicitar la mano de Celestina.
Al paso de unos meses murió Simalo. Su fallecimiento fue motivo de un llanto ardiente, pero eso no evitó que el presidente proclamara: «¡Celestina es libre!». Sin duda, Antoine debió pensar que su hija ya no tendría problemas para contraer matrimonio con algún rico heredero, incluso ideó una ceremonia nupcial exprés para ella, pero nada de eso sucedió, sino que, muy al contrario, Celestina no llegaría a casarse jamás, quedaría soltera hasta el fin de sus días.
Era evidente que nadie se quería casar con la viuda del macho cabrío.
El padre, profundo conocedor de la brujería negra, pero seguidor al mismo tiempo de la fe católica, pudo tener mucho que ver en lo que sucedió en la catedral de Puerto Príncipe poco tiempo después.
Un coronel de las fuerzas armadas de Haití feneció un buen día, nada extraño, pues el hombre venía aquejado de una cirrosis hepática, y de acuerdo al protocolo establecido para casos de defunción de altos cargos militares, su sepelio se celebró en el templo central del país, la catedral de Notre Dame. Al acto asistió el presidente de la República, su hija Celestina, y las fuerzas vivas de la nación al completo, todos persignándose devotamente. Al terminar la ceremonia, instalado el féretro en un pomposo coche tirado por seis caballos adornados con plumas, se procedió al sepelio en el cementerio principal de la ciudad. Contaban que el propio presidente y su hija decidieron encabezar la comitiva, y no cejaron en su empeño de acompañar el cadáver del coronel hasta la mismísima tumba.
En el camposanto, el féretro fue rociado con agua bendita, y el obispo le marcó la señal de la cruz, y luego, sin conocerse muy bien la razón, tal vez por el peso del ataúd, o por alguna otra cuestión relacionada con los espíritus, o incluso porque alguien gritase que el olor que despedía no era humano, el gentío se lanzó a abrir el cajón en el que aquel pobre coronel iba a ser enterrado. Nadie disponía de una herramienta adecuada para la labor, el nerviosismo cundió entre los asistentes, y al final, algún lugareño ofreció un largo machete (el arma preferida de los haitianos) para destapar la sospecha.
En el interior no había ni rastro del muerto, nada parecido a un cadáver humano. Sencillamente, se hallaba el cuerpo de un macho cabrío, un enorme animal peludo de aparatosos cuernos.
El alboroto fue terrible. Hubo quien dijo que el escándalo llegó hasta el Vaticano, y que el vudú y el catolicismo jamás habían estado tan cerca del enfrentamiento como entonces, e incluso se afirmó que desde Roma se amenazó con la anatema del presidente. Él se defendió asegurando que habían sido sus adversarios políticos para desprestigiarle, que habían reemplazado los despojos del coronel por los de Simalo, una sucia estratagema para desestabilizar a la República. El asunto dio mucho que hablar, tardó bastante en aplacarse, pues todo el mundo pensaba que Celestina y su padre se hallaban atados a la magia negra, a algún atávico rito vudú, así que nadie fue capaz de aventurar la clase de brujería presente en la mente de la familia Simone a la hora de perpetrar aquel sacrilegio: un animal bendecido por la Iglesia católica.
Las ceremonias vudú continuaron celebrándose en el palacio de verano, en la Casa de la Montaña, y, lejos de abandonar su presencia pública, Celestina incrementó su reputación como gran mambo del vudú, una mujer capaz de allegar a los loas a las necesidades del pueblo haitiano, hasta tal punto que por aquel entonces la llamaban la gran sacerdotisa suprema.
Fue a continuación cuando sucedió la historia más increíble del vudú haitiano, la que a mí me concernía, la que Mamá Cloe utilizó para pergeñar la treta en la que me encontraba atrapado sin saberlo: la historia de la fuente de plata.
Metelius me había mostrado una mirada de ojos confusos, tal vez porque en su prolija vida de brujo desvalijador de almas ajenas nadie le había pedido nada parecido.
Poco a poco fui recordando la quimera que los haitianos atribuían a Celestina, más falsa que un billete de mil gourdes sacado de una impresora casera, pero que a fuerza de pasar de padres a hijos, mucha gente daba por cierta. Según esa historieta, el palacio de verano sirvió para acoger otra de las fechorías espirituales de la hija del presidente. La Casa de la Montaña mostraba aquella noche de primavera un aspecto plácido, y los cuidados jardines bañados por la luna llena invitaban al sosiego más que a lo que pronto iba a suceder. A medianoche, apareció Celestina embutida en un vestido color granate, descalza y con el pelo alborotado, electrizado por la energía que le recorría el cuerpo, y en sus manos portaba una bandeja de plata y una varita de madera. Detrás de ella circulaba un pequeño pelotón encabezado por un sargento seguido de siete soldados. Los hombres formaron en círculo en el césped del jardín, y Celestina, en el centro, tomó la varita y fue marcando uno a uno el pecho de los soldados, silenciosos, expectantes, pendientes de la mujer. Fue un lapso interminable en el que la mambo recitaba sus encantamientos, como una salmodia eterna, y mientras lo hacía daba pequeños saltitos delante de los militares. Solo cuando creyó que había dado con lo que necesitaba, paró delante de uno de ellos y lo señaló con la varita. El oficial le ordenó que se adelantase, el hombre avanzó unos pasos, y sin mediar palabra, le cercenó el cuello con la bayoneta ajustada a la boca del fusil. Nadie fue capaz de gritar, ni tan siquiera de huir, todos permanecieron en sus puestos, despavoridos, observando la respiración estertórea del soldado elegido, ese silbido que suele presentarse en los moribundos, y con el alma de la víctima aún dentro de su cuerpo tendido en la hierba, el sargento tomó el cuchillo y le hizo saltar la casaca. Luego, clavó el arma en sus costillas e introdujo el puño en su pecho. Le arrancó el corazón y lo depositó en la fuente de plata que Celestina sostenía en sus manos.
La mujer, entre risas, se adentró en el palacio.
***
Nadie llegó a conocer jamás el oscuro propósito de Celestina, la razón por la que ansiaba un corazón humano, el tipo de conjuro que habría de realizar con él.
La historia de los Simone fue probablemente la más sorprendente de una familia presidencial en Haití, la más cercana al vudú.
Al final, con el paso de los años, los que habían encumbrado a Simone al poder alcanzaron la conclusión de que ese hombre no era tan manejable como habían supuesto, y eso les llevó a organizar sucias tácticas para forzar cambios. Antoine y Celestina tan solo residieron en el palacio tres años, un periodo muy corto, pero un tiempo en el que el vudú estuvo tan presente en los pasillos de la residencia oficial del gobierno que acabó marcando una época.
Antoine embarcó rumbo a Jamaica, como les sucediera a otros tantos presidentes haitianos, pero Celestina permaneció en Haití hasta el día de su muerte, una solitaria existencia.
No se pudo demostrar que fuese cierta, con toda seguridad se trató de un chisme aireado por los grupos políticos que complotaban contra Simone, pero lo cierto fue que la capacidad de los haitianos para trasladar de padres a hijos los más sórdidos ejemplos de la magia logró perpetuar la historia de la fuente de plata.
Cuando todo eso pasó, la suerte ya estaba echada, los bokors de la isla ya habían asumido el trasfondo del asunto, y por razones diversas, desde entonces, el corazón de un soldado, de un policía, de cualquier guardián, incluso de un hombre del saco, había alcanzado una imagen mágica sin precedentes. De hecho, había subido muchos enteros en los maleficios de los brujos más radicales, una magia tan negra como las cavernas del infierno.
Cuando Silví acabó de relatarme esa historia, yo ya había comprendido muchas cosas, aunque me quedaba alguna duda.
—Dime, Silví, si Zankú es su padre…, ¿por qué tienes tanto miedo de que a la niña le pase algo?
—Mi Charité tiene ahora nueve añitos. Te aseguro de que antes de cumplir su décimo aniversario, si no la rescatamos, su padre la habrá violado.