Primero entré en la habitación de Hugo. Seguía igual, no encontré un solo indicio a su favor. Luego fui a la de María. Sin señales. Me eché un rato en su cama. La almohada olía a ella, un suave perfume que me relajó hasta conseguir conciliar el sueño. Tuve una pesadilla insólita.
Caminaba por un sendero de tierra, mis pies estaban descalzos y avanzaba animado por una luna que me pedía a gritos que la tomase entre mis manos. Divisé a lo lejos tres seres misteriosos que avanzaban hacia mí. Podía haber huido, haberme introducido en el espeso bosque que guarnecía los flancos del camino, pero algo en mi interior me hizo permanecer allí. Se situaron frente a mí. Dos de ellos llevaban caretas de carnaval pintadas de oro y plata, y el tercero, el tipo del centro, algo más alto que los demás, lucía adornos más sobrios, en varios tonos de gris y negro. Fue ese tipo el que comenzó a hablar. Me preguntó por mi vida, quiso saber si era feliz, si la dicha me había acompañado en mi existencia, y como no supe qué contestar, uno de sus acompañantes hizo un amago por quitarse la careta, pero se reprimió, y en su lugar me lanzó un acertijo. Dime quién ha sido el tipo con más suerte en Jacmel. Si aciertas, conservarás la vida. En caso contrario…
Comprendí que el de la careta gris y negra era el Barón Samedi, y los otros no podían ser más que mi padre y hermano. Al principio sopesé la posibilidad de ignorarlos, de dar media vuelta y salir corriendo, pero algo me impulsaba a participar.
—Yo soy el más afortunado —afirmé.
El tipo más alto me echó la mano por el hombro y me llevó hacia una casa cercana, un caserón de piedra con cierto aire rural. Abrió la puerta y encontramos una mesa lista para cenar, con cuatro sillas curiosamente dispuestas, tres a un lado de la mesa, y una, solitaria, al otro. Yo ocupé el sitio que sabía me correspondía, y los misteriosos seres los suyos. De nuevo habló el de la careta gris y negra, me pareció que el tono de sus palabras era de satisfacción, pero no podía afirmarlo, pues las máscaras rígidas no marcan las expresiones del rostro de quien las lleva puestas.
—Acertaste. Has ganado todo esto para ti…
Abrió sus brazos y señaló hacia los manjares desplegados ante nosotros, desde sabrosas carnes hasta los más ricos frutos del mar.
—Yo me encargaré de servirte lo que quieras comer. Tú tan solo tendrás que ocuparte de la sal, de sazonar convenientemente nuestros platos.
Traté de elevar el salero con una mano y me costó levantarlo tan solo un palmo de la mesa, pesaba una tonelada, y cuando lo observé con detenimiento me sorprendió la gran cantidad de piedras preciosas que llevaba incrustadas. Luego lo agarré con ambas manos y me lo acerqué a la nariz, y no olía a nada en especial.
Apenas había comenzado a volcar unos granitos sobre el plato de uno de ellos, cuando recordé una frase de esas que mi subconsciente tenía grabadas desde tiempos inmemoriales. Tal vez fuese mi madre la que años atrás me lo dijese: jamás se debe poner sal en la comida que se ofrece a los muertos, porque si no, sus cuerpos vagarán para siempre.
Así lo dije, y los tipos de los extremos hicieron un gesto por quitarse la careta. El barón, extendiendo sus manos, les conminó a no hacerlo.
—Vuelves a acertar, pero no lo olvides: tu vida está marcada, los dioses te han condenado para siempre.
El Barón Samedi dejó escapar una aguda carcajada, una risotada tan intensa que incluso los labios de su máscara se movieron, y también sus ojos, y sus pómulos, un nuevo rostro marcado por el sarcasmo, una expresión que me contrarió tanto que cuando desperté no supe cómo interpretarlo.
***
Pasé el día intranquilo, recorriendo la casa de arriba abajo, hablando con Boco acerca de mil cosas mientras Silví regresaba de una visita que había cursado a la loca de las montañas.
Ese chico era más joven que yo, pero en forma de pensar coincidíamos plenamente, eso era innegable. Tras un desayuno fugaz nos sentamos en el jardín trasero a contemplar unas flores rojizas que él calificó de misteriosas. Según Boco, esas plantas eran capaces de escuchar incluso con mayor detenimiento que los seres humanos, y si les hablabas de forma pausada, con cariño, llegaban a comprender cualquier cosa que les pidiese, desde crecer a lo alto, a lo ancho, o incluso reproducirse ellas solas ocupando la parte del jardín que se quisiera. Cuando le pregunté cómo lo sabía, me sorprendió con una frase sencilla, algo irrebatible, sobre todo dados mis escasos conocimientos de botánica y jardinería.
—¿Cómo podrías explicar que en tan pocos días esta parcela esté tan cubierta de flores?
—Dímelo tú.
—Han sido ellas. Por alguna razón que desconozco, han querido ocupar este espacio.
—Imagino que siempre te has dedicado a esto…
—Es la primera vez que lo hago. Cuando mi prima Silví me pidió que viniese a limpiar la casa, hubo algo que me habló desde este jardín. Yo me acerqué, y esa voz me dijo lo que debía hacer. Y lo hice, simplemente lo hice.
—Define «algo».
—Una corriente de aire, tal vez un espíritu atrapado en esta casa, no sé.
Había oído hablar del animismo, de la creencia de que todos los seres vivos, por más rudimentarios que sean, tienen alma, y en particular, las plantas reciben la información sensitiva que les enviamos y que, por tanto, pueden reaccionar ante ella.
—Las plantas escuchan nuestra voz —me pareció que Boco había leído mis pensamientos—. Las plantas son muy sensibles a todas nuestras palabras, están en permanente atención a nuestros deseos. Y si te digo la verdad, con cuidarlas no basta, es necesario dirigirse a ellas con voz suave y pausada, a corta distancia, y sobre todo, con mucha persuasión.
La conclusión que saqué de aquel encuentro fue que ese chico necesitaba mucho cariño, pero puede que me equivocase.
***
A mediodía me instalé en el porche en espera del regreso de Silví. Ansiaba conocer el plan acordado con Cloe. No me fiaba de ella. Estaba plenamente convencido de que esa mujer había pasado demasiado tiempo hablando con los espíritus.
Tal vez me encontrara un poco nervioso, a decir verdad, no recordaba muy bien el compromiso que había alcanzado con Silví la noche anterior (a partir de ese día me prometí a mí mismo controlar la ingesta de ese ron dorado) y me preocupaba no poder cumplir con sus deseos.
Desde allí dominaba una amplia perspectiva de Puerto Príncipe, un monumental diseminado de casitas grises, la ciudad buena, porque la ciudad mala, la de los suburbios infernales, escapaba a mi vista. Jamás había visto cosa igual a La Saline, ni a Sans Fil, ni tampoco Solino, pero desde luego, la peor parte se la llevaba Cité Soleil. Me sobrecogía la miseria, por supuesto, pero aún me conmocionaba más la normalidad con la que convivían con ella los habitantes de esos tugurios, los montones de basura hedionda, auténticas montañas que la gente parecía no ver, las corrientes de aguas negras fluyendo por las callejuelas sin asfaltar, y las gallinas, las cabras y los cerdos pululando entre los seres humanos, compartiendo toda aquella porquería.
¿Cómo había llegado Haití a ese estado de deterioro? Tiempo atrás, un colega del curro, un norteamericano de ojitos azules, me formuló esa pregunta y me quedé bloqueado, no supe qué responder. Lo intenté, eso sí, pero mis palabras no resultaron convincentes para explicar la razón por la cual el primer país libre de esa parte del continente era precisamente el último en todos los escalafones de progreso.
Me apenaba no poder hacer nada por mi país, me entristecía antes y me dolía ahora, después de haber visto Jacmel y vislumbrar los barrios estrellados de Puerto Príncipe. Tan solo Pétionville quedaba fuera del desgarro, un oasis rodeado de un desierto pavoroso.
Y allí sentado frente a esta estampa gris y negra, me pregunté qué sería de nosotros a partir de ese momento, de Hugo, de María, de Silví, de su pequeña, de mí mismo, y aunque mi forma de ser jamás tendió al pesimismo, reflexioné sobre la posibilidad de que todos estuviésemos muertos, porque si no lo estábamos, reconocí para mis adentros que aquello era como para pegarse un tiro.
***
Silví aterrizó por la casa a eso de las dos. Venía exultante, cubierta de una capa de sudor de tal grosor que su piel brillaba como el lucero del alba. Lo primero que expresó fue su deseo de que yo confiara ciegamente en el plan, y aunque muchas de las cosas que íbamos a hacer esa tarde me pareciesen incongruentes, debía aceptarlas y encomendarme a los dioses. Protesté al instante, exigí aclaraciones, y ella, empujada por un objetivo secreto, se limitó a seguir apelando a mi compromiso de ayudarla, y tan solo esbozó tres o cuatro pinceladas de la conversación que había mantenido con la mambo. Como no entendía nada, la presioné un poco, quería que se aclarase, pero tal vez porque ella misma no había terminado de entender el proyecto, por más que se afanase en explicarme los entresijos de la estrategia que había ideado para rescatar a Charité, en claro apenas saqué nada.
—Cuando la esperanza se agota, una se muere. Y Mamá Cloe tiene un plan. Bob, mírame a los ojos, ¿estás conmigo?
Ya no rechisté más en toda la tarde. Incluso cuando me dijo que debía disfrazarme de rico brujo americano, ni tampoco cuando me pidió dinero en grandes cantidades, cifras que ella misma tildó de escandalosas.
Y aunque al principio pensé que lo segundo iba a ser más difícil que lo primero, me equivoqué. Ella se encargó de vestirme a su antojo, seleccionó un conjunto de prendas del viejo Acevedo, y desechó todas las mías. Luego me aplicó un poco de gomina en el pelo y me colocó un gorrito que me pareció árabe, algo que, a falta de mejores palabras, yo definí como un bonete musulmán. Se empeñó en que vistiese chaqueta y pantalón negro, camisa blanca sin corbata, y gafas de sol oscuras, un complemento que no debía quitarme en ningún momento de la entrevista. «¿Qué entrevista?», le pregunté. La que mantendría esa misma tarde con el bokor más influyente del panorama anímico del momento.
El segundo asunto se resolvió en menos tiempo. En mis bolsillos no contaba con más de doscientos dólares. Rebuscamos en toda la casa, y lamenté expoliar las pertenencias de María (Hugo estaba más limpio que un cadáver de la morgue), así que la cifra más escandalosa que conseguimos reunir ascendió a dos mil cien dólares con cuarenta centavos y algunos gourdes añadidos.
—Conservaremos los cien dólares y los gourdes —decidió Silví—. Un par de miles de esos dólares norteamericanos serán suficientes.
Fue en ese momento cuando me asaltó la idea de que la chica estaba poseída por algún loa, absorbida por un espíritu de gran potencia que la había conseguido enajenar a pesar de su gran fortaleza psíquica, pero no pude completar esa idea porque en cuestión de segundos ya me estaba ordenando que limpiara el coche más lujoso de todos los que ocupaban el garaje, y añadió que cuando acabase, le aplicara una buena capa de cera.
—Dime, Silví, ¿de dónde saco cera a estas horas?
—El país americano ese del que vienes te ha convertido en un inútil.
Sin que aún hubiese terminado de pronunciar esas lacerantes palabras, ya se encontraba en la cocina derritiendo unas velas a las que añadía algunos aditamentos con los que yo solamente habría soñado preparar un suculento sancocho. Con el producto resultante en estado pegajoso, me instruyó para que lo extendiese sobre el auto con la mayor urgencia, y yo, vestido como un payaso, le hice caso, no fuese a ocurrir que el potingue se solidificase.
Untando el chasis de aquel bólido con semejante mejunje, me pregunté por qué diablos a aquella mujer no se le habría ocurrido algo más sencillo, como brindar algunas velas a los loas, y cosas así.
Vestido como un actor secundario de cualquier película de Boris Karloff, fijé mis ojos en Silví y ella me devolvió una mirada cargada de súplicas, y no me costó nada comprender que en su corazón anidaba la pasión por estrechar a su hijita entre sus brazos cuanto antes.
***
Acudí a solas a un renombrado brujo dominicano que se hacía llamar Metelius, un hombre que según supe lideraba las conexiones espirituales entre Haití y la República Dominicana, de tal forma que el tráfico mercantil de productos derivados de la santería estaba en sus manos. Eso era más o menos decir que ese bokor desplegaba una influencia notable en los círculos mágicos de Puerto Príncipe.
Llegué al rozar las tres de la tarde. El tipo habitaba un galpón de planchas reutilizadas de cinc, tal vez robadas, con techo de hojas de palmera. Silví me había sugerido que no me fiase, que ese tipo estaba podrido de millones, pero que conservaba la imagen que los haitianos tienen de un buen brujo por motivos comerciales.
Alrededor de la precaria construcción habían cultivado un huerto de considerables dimensiones, y allí me percaté de que me observaban tres o cuatro campesinos, que trabajaban unas tierras sembradas de yuca, maíz y batatas. Aparqué el cochazo y dejé que lo observasen un rato, y no satisfecho con la posición en que paré el vehículo, volví a arrancarlo y lo coloqué en una postura que supuse aún más atractiva.
Silví me había aleccionado con toda clase de frases que debía decir, e incluso con lo que debía callar, y con esa fortaleza abordé mi misión, con las piernas algo temblequeantes.
El interior del galpón resultó más industrial de lo que aparentaba por fuera, tanto que observé que el techo de hojas de palmera era un puro adorno para que aquella nave pareciese una barraca rústica. Allí dentro el tipo tenía almacenada una auténtica fortuna en botes de líquidos multicolores, en juegos de cartas, en estampitas de santos y, sobre todo, en hierbas secas. En conjunto me pareció un bazar esotérico, un tinglado medianamente organizado donde el bokor cerraba sus transacciones comerciales con los santones de uno y otro lado de la frontera.
Una niña de no más de doce años me indicó que pasara al interior del gabinete, la sala donde el brujo atendía a sus clientes. En realidad, se asemejaba más a un despacho que a un consultorio esotérico. Metelius, un mulato del color de la canela, me habló primero en español, y luego, cuando le devolví un rostro cargado de sorpresa, cambió al francés rápidamente. A partir de ahí me transformé en el personaje que la situación demandaba y resolví la papeleta lo mejor que sabía, y en ese idioma solicité hablar en inglés, con acento del norte. Él respondió que me entendería sin problemas.
El asunto era bien fácil, aunque tan absurdo que me costó trabajo que las primeras palabras tuviesen cierta coherencia.
—Ante todo, muchas gracias por escucharme —utilicé el tonillo de los locutores de la CBS—. Seré rápido, me han afirmado que es usted un hombre de negocios muy ocupado.
Asintió complacido, incluso expectante.
—Vengo a buscar algo muy especial. Me han dicho que es usted el mejor en esto, el profesional que con más acierto puede resolver mis necesidades.
Volvió a asentir, y me hizo un gesto con la mano para que continuase, el tipo quería que fuese al grano, y yo simplemente le obedecí, no sin antes carraspear un par de veces.
—Quiero un corazón humano en bandeja de plata.
El tipo no se molestó en ocultar su sorpresa. Abrió los ojos todo lo que pudo y luego respiró profundamente.
—¿Está usted loco? —me contestó, con un acento que yo había escuchado cientos de veces en Nueva Jersey, el de los inmigrantes de habla hispana.
—No, no lo estoy. Tengo un cliente que pagará cualquier cantidad por practicar lo que usted ya sabe, así que dígame la cantidad y no habrá problemas en cerrar el trato.
El mago parpadeó sin parar, me pareció bloqueado, así que, sin dejarle hablar, le lancé el dardo.
—Veinte mil dólares, el diez por ciento ahora, el resto, cuando me entregue mi bandeja.
Tragó saliva, y luego consiguió centrarse en el negocio.
—¿Qué clase de corazón quiere por ese dinero?
—El de mayor rango posible, por supuesto. Ya sabe de lo que hablo.
—Eso es muy difícil.
—La cantidad es muy alta. Necesariamente tiene que ser el del superintendente.
Saqué los dos mil dólares y los puse sobre la mesa.
—Espero que no tenga problemas en conseguirlo —dije.
—Tendré que repartir ese dinero con otros bokors. Imagino que estará al tanto de cómo funcionan las cosas aquí…
—Sí, soy consciente. Tiene usted veinticuatro horas para negociarlo con sus colegas.
Extendí el brazo y el brujo tomó los billetes sin mirarme a los ojos.
Se limitó a largarme una tarjeta de visita amarillenta con su número de teléfono para que le llamase al día siguiente.
Cuando salí de allí me noté exhausto, no solo mentalmente, sino también físicamente, y tal vez una consecuencia manifiesta era el tembleque de mis músculos, tan trémulos que me costó un par de minutos meter la llave en el contacto.