Aquella noche la luna me marcó el camino de vuelta y alcancé Pétionville en poco tiempo. Arañando el sinsabor tenebroso de la oscuridad, solo los faros del vehículo iluminaban unas calles que me parecieron más vacías que el cementerio. Aparqué fuera y abrí la verja. El jardín permanecía tranquilo, y cuando llamé a la puerta delantera de la mansión nadie acudió a recibirme. Tuve que dar la vuelta y husmear un poco. En la penumbra, me encontré con Boco durmiendo en su hamaca, le desperté y no se sobresaltó, simplemente me abrazó como si se alegrase de ver a un hermano que llevase años desaparecido, y luego me acompañó hacia el interior de la casa. Entramos por la puerta trasera, la de la cocina, y como no había luz, encendimos una vela. Me dijo que Silví se había dormido, que tenía un enorme problema, y cuando le pregunté qué había ocurrido no quiso contestar, se limitó a encogerse de hombros y me rogó que la esperara un poco.
Decididamente, necesitaba un trago.
En la cocina encontré ron dentro de una alacena repleta de alimentos, desde conservas en lata hasta botes de arroz, montañas de botes de arroz, sin duda el alimento preferido de Silví. Abrí una botella de Barbancourt añejo y vertí un buen chorro en un vaso, sin hielo. Me lo tragué de uno o dos sorbos, y al dar la vuelta, me topé con una figura negra. La vela se había apagado y solo la luz de la luna me ayudó un poco.
Ella me habló pausadamente. Se sentó en una de las sillas de la cocina y me dijo que esa noche le habían partido el alma, que un ciclón le había pasado por encima, que quien me hablaba no era ella, sino un espantajo, un guiñapo sin vida, y que si no se resolvía su problema, se iba a arrojar al canal.
En realidad, yo no hablaba con ella, sino con una sombra, una silueta a la que solo le veía el contorno y, a ratos, la parte blanca de sus ojos, una oscuridad solo rota por la llamarada de los fósforos que compulsivamente encendía para prender un cigarrillo tras otro. Me dolían todos los huesos y como el ron comenzó a hacer efecto, vertí otro chorreón de líquido en el vaso y me resigné a no dormir en toda la noche. Ella hablaba y hablaba, y de vez en cuando lloriqueaba, y entre una cosa y otra no paraba de comparar su mala suerte con la de los Acevedo, como si su fortuna al volver a la casa hubiese sido tocada por una mano negra, un wanga que la estaba moliendo. Al tercer ron, le pedí que me dijese de una vez cuál era su problema, que ya estaba harto de embrujos y conjuros y que si quería mi ayuda antes debía conocer los hechos. Fue ahí cuando se puso a llorar sin contemplaciones. Traté de animarla, incluso hice por acercarme, pero ella levantó una mano y me paró en seco.
—La niña, Bob, mi niña, que se la han llevado.
Le pregunté si tenía idea de quién había sido, y me contestó que por supuesto, que no había ni un hilito de duda.
A priori me pareció un asunto fácil de resolver. Si se trataba de buscar a la pequeña, podríamos idear cientos de iniciativas para encontrarla, pero cuando le pedí más datos, me aclaró que la cosa no iba a ser tan sencilla. Le pregunté por qué pensaba eso.
—Porque ha sido su padre. Se la ha llevado el diablo.
Indirectamente, mi adolescencia también había resultado perjudicada por el canalla de Zankú, aunque solo fuera por las noches que había pasado junto a Hugo cuando le sobrevenían unas pesadillas en las que el monstruo protagonista era casi siempre el superintendente.
Volqué todas mis ideas, algunas absurdas, otras más razonables, y ella me las fue desmontando una a una. Conocía bien al abominable hombre del uniforme y por las pistas que me dio, entendí que ella llevaba tiempo esperando una cosa así. Por eso me había llamado. Dado que yo era el más neutral en la guerra de ese bruto contra los Acevedo, se mostraba convencida de que a un tipo tan inteligente como yo se le tendría que ocurrir algo.
Eso merecía un cuarto trago, y al ingerir el elixir de la caña de azúcar se me ocurrió preguntarle si se le había pasado por la cabeza echar mano de la brujería.
Abrió unos ojos como platos, se levantó, me dio un beso y se volvió a sentar.
—Entre los dos podemos hacer un acto de brujería sin precedentes.
—No te aceleres, que yo no sé nada de magia negra.
—Me refiero a otro tipo de magia…
Estuvimos hablando toda la noche, ideando distintas maneras de actuar, pergeñando un plan disparatado, y solo cuando lo repitió varias veces, comprendí su alocada idea. Me pareció una táctica letal, una sencilla forma de suicidarnos, y la verdad, yo no hubiese concedido la más mínima fiabilidad al proyecto de Silví si no fuera porque me convenció algo que dijo.
Según ella, todo el mundo en Cité Soleil, incluido Zankú, conocía la historia de la pequeña Charité. La hija de Silví fue siempre excepcional, incluso en las entrañas de su madre, un feto que configuró en su portadora una barriga con forma de balón de rugby, diferente a cualquier otra cosa antes vista, tanto que ninguna mujer se atrevió a asistirla cuando la niña decidió venir al mundo. En el momento del parto fue necesario llamar a una mambo, pues todo el barrio presuponía que iban a suceder cosas realmente excepcionales.
Y así fue: la niña quiso venir al mundo en la noche de los muertos.
Ella me preguntó si recordaba lo que eso suponía, y le dije que sí, que de eso me acordaría siempre. En los Estados Unidos, Halloween, la noche de brujas, era una risotada comparada con la noche de los muertos en Haití, y al pensarlo, mis pelos se erizaron.
El alumbramiento comenzó justo antes de la medianoche. La gente comenzó a salir a la calle y como no había muchas atracciones donde acudir, una ristra de vecinos se agolpó a las puertas de la casa de Silví. La mambo, una bruja joven llamada Eloise, procedió a aplicar los remedios convencionales, primero conjuró a una serie de loas que garantizarían el buen desenvolvimiento, luego rezó a una letanía de santos. Aun así, los primeros escarceos con la criatura no fueron muy positivos. El resultado fue preocupante, tanto que la mujer quiso huir de allí y dedicarse a otra cosa. La parturienta le rogó que no se marchase, que a partir de ese momento ella iba a contribuir a que la criatura viniese al mundo. Eloise se quedó, aunque poco convencida de que aquello llegase a buen puerto. Pidió que trajesen agua de rosas, sus campanillas, sus conchitas de mar y sus cartas.
—Yo me preocupé cuando dijo eso —afirmó Silví—. La barriga me iba a estallar, y aquella mujer se empeñaba en tener a su lado esos trastos inútiles.
Según ella, el sufrimiento continuó una o dos horas más. Tendida en la cama, veía a la gente pasear por la calle en aquella noche de ánimas, deseaba soltar el lastre y ponerse a caminar, unirse a la muchedumbre, pero la criatura no acababa de decidirse a salir. Tan solo cuando el dolor se hizo insoportable, Silví le pegó una patada a la mambo y la apartó de entre sus piernas. Las mujeres que la acompañaban comenzaron a gritar, y ella no dudó en hacer lo que hizo.
Se bajó de la cama y salió a la calle. Allí no había espacio para hacer lo que algún loa le había prescrito, sobre todo, porque para cumplir con el cometido de los dioses, todo el mundo conocía que tan solo se podía realizar sobre la tierra, en contacto con la madre naturaleza, al amparo de Agú, bajo la mirada expedita de Ezili.
Entre las chabolas de Cité Soleil, rodeada de un incómodo bullicio, Silví buscó la parte más limpia del terrizo frente a su casa, se puso de cuclillas y gritó.
No corría ni una brizna de aire. La gente la miraba, nadie se atrevía a abrir la boca ni tan siquiera para implorar a los dioses que ayudasen a la joven, tal vez porque conocían que eran precisamente los espíritus los que habían permitido eso que estaba sucediendo.
Silví miró con desesperación al cielo y conjuró a sus loas, a los misterios, a las almas de sus antepasados, y rezó sin contemplaciones, rezó como rezan los haitianos en sus últimos días, como quien ha entrado en ese túnel negro del que solo a veces se sale, y luego elevó las manos hacia el cielo, y continuó rezando. En pocos minutos un séquito de mujeres se había sumado a la plegaria, viejas y jóvenes, creyentes y chismosas, un murmullo silente capaz de inquietar a los dioses, una gigantesca antena orientada al núcleo de los loas. Cualquier cosa podía ocurrir, menos sacarlas de su contumaz concentración. Lo que estaban viviendo solo sucedía una vez cada decena de años.
La parturienta apenas tuvo palabras de agradecimiento a sus vecinas, fue incapaz de prestar atención al coro terrenal que la encumbraba, estaba demasiado pendiente de lo que venía entre sus piernas, y solo cuando el dolor se hizo insoportable, se puso a gritar y cejó en las súplicas.
Acudió en ayuda del siguiente escalafón místico, ese al que los haitianos rinden obediencia tras los espíritus: el culto a los muertos.
Se detuvo unos segundos para pensarlo mejor, como si invocar a los difuntos en presencia de tanta gente no fuese lo correcto, pero al final, Silví recordó que esa noche se celebraba precisamente eso, la noche de los muertos.
Acabó rogando a su madre que la ayudara, gritó con tal fuerza que nadie en el inmenso tugurio de Cité Soleil olvidaría durante años un alarido de aquellas características.
Por fin, como si el encargo hubiese alcanzado su destino, al poco comenzó a salir del útero un piececito negro, luego otro, y cuando ya nadie dudaba de que el bebé venía al mundo de esa forma tan sobrehumana, se escuchó un murmullo creciente entre el gentío, y luego un aplauso, una ofrenda sin bagajes.
La niña nació de pie.
Charité tocó la tierra con sus piernecitas antes de que nadie la tocase a ella. En realidad, porque nadie se hubiese atrevido a ser el primero en poner sus manos en un ser de esas características, y luego, cuando la niña ya estaba fuera de su madre, el gentío aplaudió aún más fuerte, vitoreó sin contemplaciones a la pequeña, clamó por ella en una noche que nadie olvidaría.
Había nacido una niña señalada, una protegida de los dioses.
—¿Sabes de lo que hablo?
—Claro que sí —le respondí.
En Haití, todo el mundo conocía el poder de los loas, de los espíritus, de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y por supuesto, de los niños que nacían de pie. Pues eso, Zankú siempre la consideraría como un ser mágico.
Me miró, comprobó que yo no iba de farol, se aseguró de que me había convencido, y ahí terminó de contar su historia.
Yo también quise acabar. Era mi quinto ron, y el día comenzaba a entrar por la ventana.
Un halo de luz trémula iluminó la cocina.
La miré a los ojos, y le dije que aceptaba, que la ayudaría a quitarle de las manos la niña a la bestia de Zankú, y luego le pregunté si se había dado cuenta de la locura que proponía.
Ella respondió que quien tenía que darse cuenta de algo era yo.
—No sé si te has dado cuenta, Bob, pero tienes las manos manchadas de sangre. Hay mucha sangre en tus manos.
Miré mis manos. Estaban sucias, muy sucias en realidad.
Y también había mucha sangre en mi camisa y en mis pantalones.