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Aporreé la puerta mientras trataba de imaginar el aspecto que tendría mi madre. Había soñado con ella cientos de veces, incluso había intentado comunicarme en muchas ocasiones, pero nadie en aquel distrito tuvo nunca teléfono. Temía decirle que Andrea se había perdido para siempre en el fondo del mar y que a mí me había faltado valor para volver.

La puerta se movió y apareció la figura entrevelada de un anciano.

Al principio no le reconocí. El viejo había perdido un ojo, y en su lugar le quedaba un orificio mal cosido y una cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal. Me entraron arcadas tan solo verle, las moscas le rondaban la cabeza y olía a rayos, a desechos, a alcohol, un signo evidente de que a pesar de los años continuaba ejerciendo la misma profesión.

Llevaba puesta una camiseta que algún día debió de ser blanca, sin mangas, y unos pantalones ajados, con boquetes e hilachos. Iba descalzo.

Como un cíclope maltrecho, fijó su vista en mí y tardó unos segundos en reconocerme. En aquel instante eterno, aún tuve tiempo de ver que era algo más alto que yo.

No me saludó, no me abrazó, ni tan siquiera me preguntó dónde me había metido en todo ese tiempo. Lo primero que hizo cuando supo quién era fue pedirme dinero, me observó con un ojo voraz, y a mí no se me ocurrió otra cosa más que decirle que se dejase de bromas.

Aun así, me hizo señas para que entrase, y yo le obedecí.

Quizá no debí haberlo hecho, pero en el fondo, aquel anciano era mi padre.

***

Al adentrarme en aquella hedionda cueva, él habló antes que yo.

Me dijo que las cosas no habían ido bien por allí, que mis dos hermanos estaban vivos, uno de ellos en la cárcel, Jean, que pronto saldría a la calle. Evité preguntarle qué había hecho, me limité a imaginar una larga lista de delitos relacionados con la subsistencia: robos, hurtos y cosas parecidas. «¿Y mi otro hermano?», le pregunté. «Anda por aquí —me dijo—, Paul anda cerca, en unos momentos le tendremos por aquí».

Mientras me escrutaba con ese ojo que me pareció perverso, yo lamentaba que aún no hubiese preguntado por mi hermana. Tal vez Andrea no se merecía una fiesta en su regreso, pero al menos sí un poco de respeto y consideración. No tenía dónde sentarme, no sabía dónde meter las manos, así que me dediqué a dar vueltas por el cubículo en el que me crié, y cuando ya no sabía qué hacer, le pregunté directamente por mi madre.

—Tu madre, tu madre… Tú no sabes nada de nada.

Al principio no le entendí. Ese viejo balbuceaba, hablaba como un demente, como si hubiese pasado demasiado tiempo a solas perdido entre palmeras en una isla desierta, ahogado en ron. Su estado físico me pareció patético, y cuando continuó hablando me inquietó su estado mental.

—¿Quieres saber dónde está tu madre?

Mi padre se había vuelto loco, eso era evidente, se puso a gritar, creí por momentos que el ojo se le iba a salir de su cuenca, y cuando me convencí de que se iba a lanzar sobre mí para pegarme, se abrió la puerta y apareció Paul.

Mi hermano vestía algo mejor que mi padre, pero olía exactamente igual. Me vi reflejado en él, supuse que debíamos parecemos bastante: el pelo fuerte, la nariz, la piel… Le lancé mi mano buscando amistad, esperando que la estrechase, o incluso que me diese un abrazo, pero solo encontré una mirada envilecida, tal vez emponzoñada, una mirada torcida que desde ese mismo momento supe que me acompañaría hasta el fin de mis días.

—Vuelvo a mi casa y solo encuentro esto —dije.

Aquella frase les arrancó carcajadas a ambos. Mi hermano me mostró una sonrisa cargada de dientes sucios y podridos, y luego, mi padre me sujetó por detrás para que Paul se acercara en busca de mis bolsillos. Me registró sin pudor y como vio que no me dejaba, me pegó un puñetazo en el estómago, y mientras me retorcía se llevó mi cartera. El tuerto me soltó y desde el suelo pude ver que sacaba el dinero y las tarjetas de crédito y despreciaba el resto. Luego comenzó a preguntarme no sé qué cosas, pero, dominado por la cólera, no podía responderle, me sentía demasiado vulnerable.

En ese momento yo ya tenía claro que en la lotería genética aquellos dos habían sacado números muy distintos a los míos.

Achicado en aquel suelo inmundo, lleno de rabia, les solté muchas de las cosas que tenía preparadas. Les hablé de Andrea, de la yola, de Puerto Rico, de Nueva York, de los Acevedo, de mi nueva vida en definitiva.

Vi que alguna de las cosas que dije, lejos de provocarle una oleada de satisfacción, le desencajó el rostro al viejo.

Fue entonces cuando me dijo que había matado a su mujer. La tachó de puerca, de consentida, de inútil, de mil cosas más, y añadió que se la había cargado porque no era mujer para él, incapaz de atender las necesidades de un hombre. Paul asentía y no le escuché ni un solo reproche, ni un solo argumento en contra de los infundios de aquel demente. Me pareció que mi padre se odiaba a sí mismo con cada palabra que pronunciaba, parecía que el alma se le estaba desubicando, pero por alguna razón que él mismo debía desconocer no podía detenerse, y no tuvo otra mejor manera de terminar que pegarme una patada en el estómago cuando aún permanecía encogido en el suelo de aquel chiquero.

Los dos me observaban con rostros rebosantes de malicia, y al ver que no me movía, uno de ellos se arrodilló frente a mí y comprobó que estaba llorando. Desde arriba me llegaron las palabras más dolorosas.

—No te preocupes. Tu madre no murió en mis manos. La mataste tú, perro inútil.

Anduve a cuatro patas. Salí de allí bufando, me dolía el cuerpo entero, sentía asco, y antes de que tomasen la determinación de robar el coche me apresuré a escapar. Revolucioné el motor hasta que sonó como un tanque.

Volví la cabeza por última vez y les vi a los dos, apoyados uno contra otro, sonriendo como si la situación les resultase hilarante.

Los dos echaron a correr hacia mí, y en la persecución les atacó una extraña risa amarga.

Reían porque, según ellos, Andrea no era mi hermana.

O al menos, no solo era eso.

Sencillamente, ella había sido la persona que me trajo al mundo.

***

Me costó un buen rato digerir todo aquello, me sentí profundamente abatido, mi estómago se hallaba tan agitado como las banderolas en tiempos de tormenta, y al final acabé vomitando en el interior del vehículo. Contuve la respiración, olía tan mal que tuve que pararme cerca de la playa para respirar un poco de aire puro. Aparqué cerca del puerto y abandoné el coche, lo dejé con las puertas abiertas y la capota como estaba, replegada, con la esperanza de que se evaporase el resultado de mi indigestión.

Me tendí en la arena, desplomado como un fantoche. Me habían desgarrado muchas veces el corazón, pero en aquel momento, allí echado, estaba convencido de que un taladro descomunal me había traspasado el pecho, un orificio por el que había volado mi alma.

El sol comenzaba a ocultarse, las nubes no habían llegado a ser tan agresivas como había supuesto esa misma mañana, y el calor remitía. Me pareció la misma playa en la que conocimos a Hugo y María muchos años atrás, y como una broma del destino, allí me encontraba yo solo, sin Andrea, sin Hugo, y sin María. Todos habían desaparecido.

De una u otra forma, aquel anochecer fue el más triste de mi vida. Un momento de tribulación en el que pasó de todo por mi cabeza. Luego me quedé adormilado, o más bien paralizado, hundido en aquella arena blanquecina, pero me repuse antes de que la luna inundase la playa, mucho antes de que fuese medianoche. Miré al mar y me acordé de Andrea, de sus dedos arañando la yola, de la primera espuma que entró en su boca y llenó sus pulmones, de la mirada de esperanza que me dedicó antes de sumergirse. Entonces comprendí que ella murió sabiendo que yo iba hacia un mundo mejor, que su muerte solo tenía sentido si yo vivía, que, en definitiva, se sacrificaba en pos de su retoño.

Lloraba intensamente cuando sonó mi teléfono, pero evité tan siquiera mirarlo.

Profundamente abatido, ahora comprendía a Andrea, habituada a que aquel animal demoliese continuamente sus sueños. Una mujer especialmente sensible a la que recordaba en un perpetuo estado creativo, ya fuera pintando, modelando papel maché o lijando un trozo de madera al que siempre conseguía sacarle vida.

El teléfono sonó de nuevo.

Me sequé las lágrimas y pulsé un botón.

Silví parecía desesperada, acongojada por algo que yo no conseguía entender. Hablaba atropelladamente, la corté y le pregunté por mis amigos.

—Nada de nada, Bob —me dijo—, don Hugo sigue en ese sueño eterno, y doña María no ha dado señales de vida. Tienes que venir por mí, solo por mí. Te lo ruego, tienes que venir.

Suspiré y miré a las estrellas.

—Hazlo por mí —volvió a repetir.

Alicaído, regresé al auto y limpié buena parte de aquel desastre.

La luna reflejada en las aguas de un apaciguado Caribe me recordó la noche en que nos adentramos en ese mar embravecido, y como hipnotizado, tuve un último aliento a favor de la idea que me rondaba la cabeza. Intuí que aún tenía tiempo de apurar mis últimos minutos en Jacmel antes de irme de allí para no regresar jamás.