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Siempre habíamos formado un trío extraño. Debo reconocer que yo mismo era un tipo raro, de esos que a la gente le cuesta catalogar, que nunca acaba de encajar en los lugares donde habita, pero lejos de ser el típico inmigrante inadaptado, mi forma de ser se acercaba más a la de los pintores bohemios, aunque yo nunca haya pintado nada.

Al menos, me consideraba el más normal de los tres, incluso el más feliz.

Mi amigo nunca paraba de preguntarse en qué se había equivocado, cargaba a cuestas con una confianza que a ratos arrastraba por el fango, algo lógico, pues cuando aún era un pimpollo le quitaron de un plumazo la alfombra roja que pisaba, y aunque supo reponerse por sí mismo, acabar una carrera y conseguir un buen trabajo, yo estaba convencido de que ese giro del destino le había creado una curiosa forma de desequilibrio. A veces se quedaba callado, con la mirada clavada en el techo, abandonado en su propio infierno, en un abismo que yo presumía muy profundo, con galenas sinuosas en las que nadie más podía entrar. Y es que, en el fondo, él y yo fuimos siempre distintos, nunca distantes. Hugo estudiaba, yo salía a tomar tragos. Hugo ahorraba, yo gastaba hasta el último centavo que caía en mis bolsillos. Hugo soñaba con encontrar alguien especial que le hiciera ver las estrellas, yo, simplemente, flirteaba con cualquier chica que se cruzara en mi camino.

Jamás puse en duda que mi amigo terminaría por abrirse paso en el competitivo primer mundo, tenía demasiadas cualidades para fracasar, unos valores demasiados sólidos para que nuevos ramalazos de mala suerte siguieran apartándolo de su camino.

Y sin embargo, yo me aparté de ese mismo sendero desde el principio. La primera vez que me metí en líos él no dudó en acudir en mi rescate, y a diferencia del padre que dejé atrás, mi amigo pulía una y otra vez mis aristas.

El mismo día de nuestra llegada a Puerto Rico, allí, en aquella playa, se abrieron muchas posibilidades y Hugo eligió las que creyó más acertadas.

Mientras él se dejaba el pellejo buscando apoyos entre los amigos de su padre, yo me empeñaba en poner en peligro nuestra huida, rapiñando aquí y allá. Y aunque él hubiese podido abandonarme a mi suerte, cargó conmigo y con la pequeña María como si en esos momentos yo ya fuese parte de su familia, la que había creado con mi hermana Andrea cuando ambos se aliaron para lanzarse al mar. Ese día me dejaron a solas en la calle mientras ellos subían a la casa de un conocido empresario de San Juan a pedir ayuda. Sentado en la acera, me percaté de que un vejete había metido unas compras en el maletero de un vehículo que luego dejó abierto, mientras buscaba desesperado un aseo, así que me permití coger algunas cosas prestadas. El hombre volvió demasiado pronto, y cuando aún no se había cerrado la bragueta, se puso a gritar señalándome como el ladrón que le había birlado los paquetes. Me detuvieron porque no tenía ningún lugar al que ir, en realidad no sabía muy bien qué hacer con aquellos bultos. Fue un momento de desvarío que achaqué al mareo de la yola, pero tampoco era lógico alegar eso en mi defensa. El caso es que Hugo se las arregló para sacarme de aquel entuerto, y no fue la única vez en aquella estadía en la isla vecina. Yo continué despojando de todo lo que podía a los boricuas, se lo puse difícil a mi nuevo hermano, más pendiente de mí que de María. Y a partir de aquel prodigioso viaje con escala, él se ocupó de vigilarme, de corregirme, de asesorarme, de socorrerme en definitiva. Evitó que cayese en las garras que una y otra vez amenazaban con acabar conmigo para siempre.

Luego vino el asunto de María. Las autoridades portorriqueñas, tras estudiar nuestro caso, decidieron separarnos. A ella la enviaron a vivir con una familia que no podía tener hijos, una pareja pudiente del norte de la ciudad acostumbrada a obtener siempre lo que deseaba.

A los dos chicos nos ubicaron con otra familia, gente de bien, que prefería niños creciditos, un par de abogados que pasaban todo el día fuera, de pleito en pleito. Aunque querían compañía en casa, se resistían a pasar horas pendientes de una niña de seis años.

Hugo jamás lo aceptó. Pataleó hasta lo indecible, y juró recuperarla, prometió hasta la extenuación que no pararía hasta volver a tenerla cerca. Jamás olvidaré el momento que los separaron, cuando se la llevaron llorando un día de abril que llovía a cántaros.

En realidad, a Hugo su nueva familia le inculcó el amor por las leyes, una pasión que le sirvió para dos grandes cosas en su vida. La primera, para que orientara sus estudios hacia la abogacía. La segunda, para poner en orden los asuntos patrimoniales de su padre, y recuperar algo de la fortuna de los Acevedo, un asunto que pacientemente fue resolviendo allá en Puerto Rico. Con el paso del tiempo llegué a comprender que en el interior de mi amigo, en el espíritu de ese tipo indomable, también había rabia, y una tristeza agobiante, no solo por el hecho de la separación, sino por todo lo que ocurrió a continuación.

Ciertamente, él no tuvo culpa de nada. Era casi un niño cuando todo aquello sucedió, y había pasado la mayor parte de aquellos días caminando tras el fantasma de su padre.

Lo de María, si cabe, le pesó aún más en los años siguientes. Hubo un tiempo en que ese era realmente el conflicto que lo angustiaba, algo que le mutilaba el alma. ¿Cómo no luchar por una hermana que día a día se marchitaba a varios kilómetros de donde vivíamos? ¿Cómo no sufrir por la bella María atrapada en aquella vil trampa?

Hugo cuidó de María, hasta que consiguió arrancarla de aquellas garras. Y también de mí. Mi amigo podía con todo.

Sin la presión y el control que Hugo ejerció sobre mí, nunca hubiera recorrido ni la mitad del trayecto. Jamás hice la más mínima introspección sobre mis sentimientos. Nunca le agradecí que me hubiese rescatado del infierno, tan solo me acordaba de comparar su buena ventura con mi mala suerte.

Pero eso cambió en el transcurso de una noche. Vivíamos entonces en un apartamento de Nueva York, nada lujoso, pero con un cuartito para mí solo, una habitación que disponía de la cama donde mejor ha descansado jamás mi trasero. Estábamos solos, llovía mucho y tomábamos unos tragos de ron. Él hablaba poco, yo hablaba mucho, lo normal en nuestra relación. Nos pusimos a recordar el pasado, el día que nos conocimos en la playa, la yola, el mar… y de pronto, se puso a llorar. No como llora un hombre, sino como llora un loco. Le vi derrotado, fue la primera vez que me mostró de una forma abierta la angustia que llevaba por dentro, el dolor que le atenazaba, y desde ese día comencé a sospechar que el más venturoso de los dos era el pobre Bob. Él llevaba una cicatriz enorme en el corazón, un hachazo difícil de reparar, y al final, hubiese jurado que mi mejor amigo había fracasado en la búsqueda de la estabilidad —un andamio que sustentase su existencia—, pero sin embargo alcanzó cotas materiales que yo ambicionaba.

En los años siguientes, Hugo cosechó éxitos en esa parcela que no le producía felicidad, y el pobre Bob apenas tuvo un solo trabajo digno, como si una maldición nos hubiese perseguido a ambos a nuestra salida de la isla.

Nunca sabré cuándo me enamoré de María. Tal vez fuera el día que comencé a comparar sonrisas, y en eso, ella era la campeona, gracias a su espectacular sonrisa triangular. Cuando reía de forma sincera, su labio superior permanecía recto, y el inferior se arqueaba en dos trozos formando una figura geométrica que dejaba entrever los dientes más bonitos del universo.

Sin embargo, cuando su sonrisa no era sincera, esos labios jamás alcanzaban la forma precisa, la proporción áurea de las diosas griegas, o romanas, qué más da. En el fondo era una mujer distinta, más hermosa que cualquier divinidad, incluso que cualquier divinidad haitiana.

En esos últimos días en Puerto Príncipe había pensado en pedirle opinión a la sacerdotisa vudú que andaba con ella, incluso se me pasó por la cabeza encargarle un conjuro de amor, uno de esos wangas tan famosos en la ciudad. Pero me pareció que ya teníamos suficientes problemas con la brujería, con todo eso que le estaba pasando a Hugo, y yo no iba a complicar aún más las cosas, así que desistí de pedirle ayuda a Mamá Cloe.

Vivía ahogado en la idea de que algún día tendría que dar el paso y decirle a María que mis huesos se morían por ella, que mi vida se deshacía en pedacitos cada vez que traía del brazo un novio nuevo, ligues y más ligues que circularon por su cama, y por su corazón. Yo empequeñecía cada vez que eso ocurría, me consumía ahogadamente en una absurda subsistencia. Un día me armé de valor, le pedí una cita y me preparé a conciencia. Aún vivía con su hermano y habíamos quedado en un bar de copas cercano a la universidad. Yo había pensado que nuestra cita era eso, una cita, pero apareció acompañada de cuatro o cinco compañeros, todos cargados de libros, y allí, rodeados de dieciochoañeros, tuve que tirar detrás de la barra un ridículo ramo de rositas que le había comprado. No sabría decir si fue aquello lo que destrozó el embrujo, o más bien lo que dijo más tarde.

Me anunció que se independizaba de Hugo y que se iba a vivir con un rubio al que había conocido, un tal Eric. Nunca olvidaré que la miré a los ojos, ella me mantuvo la mirada un buen rato, y como si me hubiese transmitido telepáticamente algo, al final, su sonrisa, ese triángulo perfecto que nunca mentía, me dejó claro que ella lo sabía todo, que jamás habría entre nosotros más que una buena amistad.

A pesar de cosas como esas, los tres nos mantuvimos juntos, pasamos por momentos de embeleso y de apatía, como todas las familias, unidos para siempre, como si nuestros destinos hubiesen sido conjurados, un trío blindado, tocado por el soplo de un loa que mucho tiempo atrás se burló de nosotros dejándonos escapar de una isla encantada.

***

La avenida de Delmas desplegaba un fabuloso corredor de luminosos de neón con gente divirtiéndose a ambos lados de lo que me pareció un río de vida cuando abandoné Puerto Príncipe conduciendo uno de los coches antiguos del garaje. El buenazo de Boco me ayudó a ponerlo a punto, algo que yo no hubiera podido hacer solo, pues mis conocimientos de mecánica eran limitados. Por el contrario, ese chico podía con todo lo que se proponía, desde un cacharrito de feria hasta un avión supersónico. Su semblante siempre estaba serio, tenso como una barra de hierro, y el corazón encogido, embotado de amargura. En las conversaciones que mantuvimos hablamos de muchas cosas, pero evité preguntarle qué clase de asunto le rondaba por dentro, la razón de su eterna pena.

Rumbo a Jacmel, me asaltaba un pelotón de remordimientos, no podía quitarme de la cabeza la idea de que no debía haber dejado atrás Puerto Príncipe, con Hugo moribundo en aquella cama. Si al menos supiese dónde se había metido María, la cosa sería distinta, pero con mis amigos fuera de combate quizá hubiese sido mejor quedarme quietecito en la casa.

En realidad nunca había hecho ese recorrido, jamás había salido de Jacmel antes de abandonar el país cuando aún era un chaval, y bueno, me apetecía un montón regresar por mi tierra.

Camino del sur, iba calando en mi mente la penosa idea de que no había actuado bien, que mi sitio estaba junto a mis amigos, mis auténticos hermanos, y esa losa me sumía en un estado de desaliento que me impulsaba a volver atrás al final de cada uno de los trechos que avanzaba con aquel mastodonte sobre ruedas, un vehículo descapotable que permitía escuchar el sonido de los neumáticos aplastando guijarros sin parar. Boco no había tenido tiempo de revisar el mecanismo de la capota.

Mientras tanto, el aire caliente me golpeaba en la cara y me bañaba en sudor, y solo de vez en cuando avanzaba entre arboledas, y aunque eso no era suficiente para calmar mi sofoco, me aliviaba algo. Un poco más tarde me sorprendieron unas nubes esponjadas que se acercaban desde el oeste, auténticos algodones gigantes de tinte rojizo, de un aspecto tan terrible que temí que la tormenta inundase el interior del coche.

Sin duda, yo sabía que se trataba de un oscuro presagio, un adelanto de lo que presumí encontraría al llegar a mi casa.

***

Entre olor a melaza y ron, el coche rodaba frente a un ingenio de caña, y a través de esa deliciosa atmósfera me propuse recuperar algunos recuerdos, rescatar alguna que otra escena que alumbraba mi pasado, y la verdad, solo encontré una infancia de olvidos superpuestos, olvido tras olvido, olvidos que arremetían contra mi vida en realidad.

Aún me quedaban unos minutos para llegar a mi destino, tenía que armarme de valor y recuperar alguno de esos olvidos. Traté vanamente de insuflarme coraje, pero eso no sirvió de nada. Simplemente, después de tantos años, mi mente había creado una suerte de campana protectora.

Sería absurdo decir que lo había olvidado todo, en ese día nublado, kilómetro a kilómetro, fui recordando las centenares de veces que, metido en la choza en que nací, añoré salir y ver el mundo, un deseo generalizado de los muchachos que vivíamos en el barrio.

Entonces recordé a Andrea, y con ella a mi lado, sí que fue más fácil recuperar esos olvidos, y aunque no fuesen agradables, en el fondo eran mis recuerdos.

Uno a uno, fui enumerándolos: el olvido de los primeros años de vida, de los días de limosna, de las palizas, de la forma en que nos consolábamos cuando un día le tocaba sufrir a uno y al siguiente al otro, del hambre (eso todos los días), de los temporales arrancando trozos de chapa del techo, de las cicatrices horribles que siempre decoraron nuestra piel negra, de los días en el vertedero buscando cualquier cosa que vender a cambio de alcohol para el viejo, de la falta de protección cuando enfermábamos, y en fin, al final, fue imposible terminar la lista, porque mis pensamientos se atascaron sin remedio.

***

Jacmel me pareció una ciudad horrorosa, al menos en la periferia, un cinturón habitacional donde la gente había construido casas sin ton ni son. Aquello había crecido tanto que no era capaz de orientarme y en unos minutos me encontré perdido, e hice lo que me pareció lógico: me dirigí hacia el mar y busqué el puerto. Pronto divisé el paseo de casas coloniales, un frente marino que conocía bien, y que me pareció bonito, nada tenía que envidiarle a las zonas antiguas de Nueva Orleans, y me pregunté cuándo hubo alguna vez riqueza en Jacmel, dinero para construir unas mansiones tan elegantes. Aparqué unos minutos y compré un helado. No tardé ni un minuto en verme observado por cientos de ojos, gente que se preguntaba qué diantre hacía allí un tipo montado en un lujosísimo Mercedes, antiguo pero bien conservado, un automóvil diferente a cualquiera de los cacharros que se arrastraban por todos lados.

No pude terminar el helado. Me puse en marcha y tardé cinco escasos minutos en llegar.

Comparado con algunos sectores de Puerto Príncipe, mi antiguo barrio me pareció un lugar incluso decente. O tal vez tan solo quise imaginar que mi familia había progresado, que habían conseguido salir del pozo. Las casuchas seguían allí, pero pude ver baños adosados y lo que un día fue el estercolero colectivo ahora estaba habitado por más chabolas. Eso sí, los pocos árboles que tiempo atrás circundaban mi casa habían desaparecido, solo los trapos tendidos en cordeles separaban unos tugurios de otros. Dejé el coche en la puerta y acabé de convencerme del paso que tenía que dar.

En el fondo, esa era la casa en la que habitaba mi familia.

Mi auténtica familia.