6

Me hallaba en una cueva insólita, rodeada de una atmósfera húmeda, sumida en una penumbra verdeazulada, una sensación que me llevó a imaginar que flotaba en el purgatorio. Vi un puñado de formas andrajosas que se arrastraban hacia mí con babosa consistencia, agolpadas a una pared que parecía preceder a un abismo, uno de esos tajos cuyos bordes delatan una profundidad alarmante, de los que te llevan directamente al infierno. Dios mío, ¿qué era aquello? Una imagen horrible, un tortuoso silencio, sin duda, almas de muertos desamparados que merodeaban sin rumbo ante mi decrépita existencia, vagando como los restos de un pavoroso naufragio. Recordaba los días previos a aquella debacle, el fracaso en la misión que me había traído de vuelta, la más que previsible muerte de mi hermano, y al final, me aplastó el pecho una idea simple: no existía ningún lugar al que pudiera huir, estaba sencillamente atrapada, inmersa en un sobrecogedor desenlace, una desazón que acabaría conmigo en cualquier momento, y si mi vida, o más bien mi muerte, no merecía un coro de trompetas celestiales, al menos sí un poco de consideración. Sacudí mi conciencia para salir de aquel marasmo, y sin resignarme, esquivé la primera embestida de unas siluetas recortadas por las fosforescencias del lugar, y evité también la segunda, y la tercera, pero no sabía si resistiría muchas más, porque mi alma se debilitaba cada vez que se acercaban esas horribles criaturas, y si algo no lo remediaba, sabía que acabaría allá en el fondo, hundida en las entrañas de la tierra, sepultada en una fosa. Me esforcé en buscar una salida, y encontré un pasillo que se me antojó larguísimo, con una tenue luz blanquecina al final, y me pregunté si me había llegado la hora, si aquello era mi muerte. Desde luego, podía constatar que mi situación era agónica, rodeada de esa fantasmagórica compañía me daba perfecta cuenta de que me quedaba poco tiempo, o al menos, así me lo pareció, y en ese momento me vino a la cabeza algo que mi hermano pronunciaba a menudo, que todo el mundo es cobarde ante la muerte, hasta el último aliento, y si puedes dar marcha atrás en ese túnel negro, mejor regresar.

Y lo hubiese intentado, pero algo me lo impedía.

Era mi deseo volver, abandonar esa galería de muertos, y nadie me ayudaba. Lloré e imploré con todas mis fuerzas, quería vivir, ayudar a mi hermano, salvarme de aquellas ánimas que querían arrojarme al infierno, y para ello, luché y luché por subsistir.

En esa pesadilla inmunda, escuché al fin una voz dulce, y vi una cara amable, la de Mencía, que me tendía una mano que yo cogí sin pensarlo, y le supliqué que me sacara de allí. Ella me susurró al oído que me ayudaría, que haría todo lo posible, pero que no debía olvidar mi misión, la que me había sido encomendada, la que mi estrella marcaba.

Yo, simplemente, me limité a asentir, porque no sabía de lo que hablaba.

***

Su voz comenzó a elevarse en la quietud de la penumbra. Silví me secó el sudor que impregnaba mi cara y me tranquilizó.

—No pasa nada, doña —dijo—, no pasa nada, solo tiene usted un poco de fiebre, sufre una pesadilla, debe descansar.

Abrí los ojos y reconocí mi habitación, la de la casa de Pétionville, iluminada por una tenue luz matinal. Le pregunté muchas cosas seguidas, el tiempo que había pasado en la cama, por mi hermano, por Mamá Cloe.

—Todos estamos aquí, doña, no la hemos abandonado ni un minuto, vamos, que la queremos mucho, porque usted se ha portado muy bien con nosotros —exclamó con palabras que me sonaron sinceras—. También ha venido ese chico, el que se quedaba junto a su hermano. Ahora está ahí abajo plantando flores con Boco, es simpático, y parece quererle mucho.

—¿Y mi hermano?

—Está aquí, en su propia casa.

Recuerdo que saqué fuerzas de algún lugar y al menos pude incorporarme. Le pregunté qué había ocurrido, quería que me explicase qué hacía yo allí, y por supuesto, cómo había llegado hasta Pétionville mi hermano.

—La tarjeta, doña, la tarjeta esa suya, que no tenía dinero dentro —dijo—. El médico vino a la habitación y vociferó que el saldo estaba agotado, la vio a usted desmayada, echada junto a su hermano, y gritó que nos fuéramos todos, que no nos quería allí, no porque le cayésemos mal, sino porque él no podía hacer nada, y se lo había dicho, y si usted quería gastar su dinero, pues bien, pero es que no lo tenía, así que a la calle.

Poco a poco fui recobrando el pulso, me incorporé y la miré a los ojos. Silví lucía unas marcadas ojeras, unos círculos negros profundos. Quise saber si había dormido, me contestó que no, que había estado atenta para inyectarle a Hugo lo que el médico le recetó, unas ampollas que ella se había comprometido a administrar cada seis horas, y lo había hecho con puntualidad de reloj. Tambaleante, evité preguntarle dónde había aprendido a poner inyecciones, me levanté y fui a su habitación. Como no le encontré, acudí a la de mi padre, y sí, allí estaba, hecho un guiñapo, pálido como un fantasma. Le toqué la frente y le noté muy frío, aunque probablemente era yo la que estaba destemplada. Me eché a su lado, los dos en la cama de nuestro padre, con la imagen de nuestra madre al fondo.

Silví se situó a mi lado y me pidió que tuviese cuidado, porque con el tiempo, la tristeza se te mete dentro del cuerpo, y ya no se va, te acompaña hasta el cementerio. Trató de convencerme de que Mamá Cloe tenía razón, de que la única que podía hacer algo por Hugo era ella, pero si yo no confiaba ciegamente en la magia, entonces ya nada se podía hacer. Mantuvimos la mirada un buen rato, aquella mujer me parecía honesta, éramos compañeras en el viaje de la muerte, ambas habíamos perdido a seres queridos arrebatados por la brujería, y fue en ese momento cuando me acabé convenciendo de que esa era la única solución. Solo existían dos caminos: o creía en las fuerzas ocultas de aquel país, o dejaba morir a mi hermano y me largaba de allí para siempre.

***

Pasé la mañana tratando de acopiar fuerzas. Tomé varias pastillas y conseguí bajar a la cocina. Saludé a Bob, inseparable de Boco. Nos sentamos a la mesa y Silví se puso a preparar unas tortitas calientes y café, un olor combinado que resucitó mi alma y templó mis nervios.

Nadie parecía tener nada que decir, así que yo pregunté por Mamá Cloe. Me dijeron que había ido a la ciudad en busca de unas hierbas para mí y de otros remedios para mi hermano. De camino, haría unas cuantas consultas a ciertos brujos y visitaría varios humfor. Indagué qué era eso. Los primos (siempre les llamaría así) me explicaron que se trataba de templos vudú, y al parecer, Puerto Príncipe estaba lleno de ellos. Añadí a mi pregunta otra simple cuestión. ¿Cómo podría saber dónde hay uno? «Por los postes —contestó Silví—, por los postes». Las ceremonias se celebran en torno a un poste que sobresale del tejado. Allí dentro se reúnen los dioses, los loa, y cuando quieren, se montan en los creyentes.

A mediodía me sentí mejor, mucho mejor en realidad. Quise salir a la calle y no me dejaron, había que esperar a la mambo. Me dediqué a lavar un poco a Hugo y a explorar la casa. Me resultaba difícil eliminar de mi cabeza el funesto desenlace en el que presumía iba a acabar todo aquello, y además, me escamaba que Mamá Cloe tardase tanto.

Recorrí la mansión de abajo arriba. Comencé por el sótano, que prácticamente no habían limpiado los amigos de Boco, oscuro como la boca de una ballena, sin una sola bombilla, tan solo una trampilla hacia el exterior ofrecía un solitario rayito de luz en un día que presumí nublado, y eso, junto al olor a tierra mojada, tejía una atmósfera espesa.

Contemplé la estancia con detenimiento, me fijé en cada uno de los baúles amontonados, antiguos cacharros de la cocina, útiles del jardín, herramientas y un sinfín de trastos. Salí de allí con la idea de ir al torreón, pero antes le pedí a Silví que pusiese una bombilla en el sótano. Fui al jardín y le rogué a Boco que me acompañara. Subí las escaleras de caracol tras él, y peldaño tras peldaño estuve tentada de interrogarlo, pero no tenía fuerzas para aquellos juegos ese día.

Boco había llegado a la puerta antes que yo y ya estaba pegando sonoros golpes a la cerradura. Tardó bastante, venció a un mecanismo que se le resistió un buen rato, sopló para dejar claro que aquello había sido una tarea complicada, y me dejó allí sola sin tan siquiera mirarme a la cara, sin soltar una sola palabra. Bajó las escaleras como si las flores no pudiesen esperar, y al llamarlo, le ofrecí quedarse conmigo, acompañarme y ver qué había dentro, forzando una camaradería que tal vez no existía, y él simplemente no dijo nada, se limitó a encoger los hombros e irse al jardín.

La estancia no tenía nada de especial, salvo un detalle. Allí había guardado mi padre las pertenencias de mi madre, una montaña de cajas en las que pude ver de todo, desde vestidos a sombreros, pasando por su ropa interior y un sinfín de elementos que alguna vez debieron reposar sobre su tocador.

Nunca había entrado allí, jamás tuve entre mis manos objetos como aquellos, los de una mujer que, como un fantasma del que todo el mundo habla pero nadie ve, había flotado durante muchos años en aquella casa.

No quise torturar mi conciencia más de lo que ya estaba, cerré la puerta y regresé al sótano con la esperanza de contar con un poco más de luz para poder husmear a mis anchas. Cuando descendí las escaleras, Silví las subía con un destornillador en la mano y una sonrisa en la boca. Por alguna razón que desconocía, esa vez no ocultó su exigua dentadura, me guiñó un ojo y se alejó canturreando no sé qué melodía de moda, un ritmo llamado kompas que traía loco a todo el mundo.

La bombilla había modificado de un plumazo el aspecto de la sala subterránea. Di otra vuelta por el lugar, pensando que mi padre era lo suficientemente inteligente como para poner a buen recaudo sus secretos. Ahora veía mejor las paredes y el suelo. Algo me llevó a mover las cajas de sitio. Una a una, las fui transportando hasta el otro extremo del sótano, hasta que la esquina en la que habían permanecido varios lustros quedó expedita. Advertí que alguien las había depositado sobre una alfombra vieja, llena de polvo hasta tal punto que cuando la quise retirar me subió una nube blanca que casi me ahoga. Aquello me costó un buen rato y acabó con las pocas energías que me quedaban, pero mereció la pena: bajo el manto sucio apareció una trampilla de madera con una argolla prendida en uno de sus lados. Tiré de ella hacia arriba, sonó un crujido y un soplo de aire rancio me dio de lleno en la cara. Bajé unas estrechas escaleras de piedra y penetré en una estancia pequeña, de atmósfera mortecina.

Recé para que las bombillas hubiesen resistido. Palpé las paredes y cuando accioné un interruptor apareció ante mí un despacho, una sala de negocios antigua donde se archivaban miles de papeles. Sobre dos únicas mesas cubiertas de polvo se situaban varios ficheros con tarjetas etiquetadas y durante unos segundos pensé en examinarlas una a una, pero casi al instante desistí. Le di un par de vueltas a uno de esos aparatos antiguos y saqué una al azar. Allí figuraban distintos nombres y cantidades, datos que me parecieron irrelevantes, las típicas de un comerciante de la isla. Fui leyendo una ficha tras otra, y al cabo de un buen rato intuí que eran transacciones que mi padre había realizado, a veces prestando dinero, otras, condonando deudas a gente que no me sonaba de nada.

El camino de mi padre para acceder al éxito consistía en tener la aquiescencia de muchas personas. Allí encontré nombres y más nombres que desconocía. Busqué desesperadamente a Zankú en las listas, pero no le encontré. Luego recordé que su nombre era otro: Nicolás Duverger. Volví a revisar las fichas, pero tampoco. Elevé mis miras y me centré en buscar hombres más relevantes, presidentes de gobierno, secretarios de Estado, y cosas así. Incluso busqué con ahínco al notario, un tipo que me tenía enredada. Las relaciones de mi padre con los más altos mandatarios del país eran inagotables. Leí cosas de la época de Aristide, de sus marionetas, de gente que había jugado papeles significativos en su etapa de salvador de una nación en ruinas.

Pasé varias horas repasando fichas que me parecieron superfluas, tarjetas con cantidades de dinero que iba y venía, y aunque me sorprendió que mi padre no era el comerciante que yo creía, uno de telas, vinos, cosechas de algodón, de azúcar, de índigo, de mil cosas, las típicas de un comercio tropical en las Antillas, descubrí que el pobre Pedro Acevedo luchaba contra todos, y contra todo, siempre tratando de sacar rentabilidad a sus inversiones, incluso dejando de ganar ciertas cantidades cuando debía.

Todo eso me pareció razonable, hasta que encontré la ficha de Cornelius Jasmin. En ella mi padre había anotado pagos y otras cosas que me costó entender. Con mano firme había trazado algunas flechas que llevaban las cantidades entregadas hasta políticos de aquella época. Traté de localizar el nombre del presidente Jean-Bertrand Aristide, el hombre al que hacían regresar al poder una y otra vez, como un fantasma que nunca muere porque su espíritu no acaba de irse al más allá, pero no encontré nada en su contra. Hasta donde pude ver, Jasmin, el diplomático que había estado implicado en diversos asesinatos y desapariciones, había recibido grandes sumas de dinero de las manos de mi padre, cientos de miles de gourdes, una fortuna que no se justificaba con ningún ingreso. Simplemente, se había limitado a recibir dinero que habría rodado por manos sucias. Aquel asunto me pareció que olía mal, por no decir que desprendía una fetidez alarmante.

Exhausta, subí a la cocina en busca de un poco de agua, me faltaba el oxígeno. Encontré a Mamá Cloe discutiendo con Silví, las veía enfrentadas por algo que no entendía, hablaban en puro créole, y vociferaban cosas ininteligibles. Me situé entre ellas y traté de calmarlas.

La negra grande tenía los ojos salidos, exaltada, y supuse que tendría la tensión por las nubes.

La negra pequeña chillaba en un tono más agudo, pero más eficaz. Silví trataba de convencer a Mamá Cloe de algo que a ella no le gustaba. Con arduo esfuerzo conseguí serenarlas tras prometerles que podrían hablar de una en una.

Cuando lo hicieron, comprendí que el problema era yo.

Discutían sobre la posibilidad de llevarme a una ceremonia vudú.

Allí podrían sacar lo que Hugo llevaba dentro. Sin duda, los loa podrían hacer su trabajo y se aclararían muchas cosas, tal vez todo.

Silví aprovechó su turno para decir que no había alternativa. Me dijo que Mamá Cloe había visitado a los mejores brujos de la ciudad recorriendo decenas de humfor para obtener alguna pista acerca del trastorno que estaban sufriendo los Acevedo, pero nadie quería inmiscuirse en un asunto que manejaba la rata de Zankú.

—Vamos, que nadie quiere ayudarnos —dijo Silví—, por eso, la única salida es pedir ayuda a los dioses y que el panteón vudú emita su veredicto.

—¡Ay, dioses míos! —pregonó Mamá Cloe—. ¡Si al menos María fuese negra…!