Amanecí a solas en la cama de mi padre. Un tímido rayo de sol alcanzó la pared del fondo del dormitorio e iluminó un cuadro con la imagen de mi madre. Salí disparada al baño. En la ducha no logré quitarme de la cabeza lo ocurrido. No había ido a Haití para eso, me encontraba inmersa en una situación alarmante, y yo no había tenido otra cosa más lúcida que hacer que entregarme a un placer irracional. Sin duda, una desatinada elección.
Unos instantes más tarde recibí la primera mala noticia del día. Me costó bastante no interpretar aquello como algún tipo de señal, un castigo divino, un atisbo palmario de mi mal comportamiento.
—María, tienes que venir. Hugo ha empeorado.
A Bob le temblaba la voz. Me dijo que los médicos habían hallado algo excepcional en su sangre, una sustancia que no conocían y que le estaba envenenando sin remedio.
Hice un esfuerzo por contener las lágrimas. Bajé en busca de Silví, pero no la encontré ni a ella ni a nadie. La casa estaba sencillamente vacía.
Alcancé el hospital con el pelo aún mojado, vestida de cualquier manera. Encontré a Bob compungido, hecho un ovillo sobre la cama supletoria de la habitación, mirando al techo inexpresivamente, con la misma ropa que le había visto la última vez. Se levantó y me llevó de la mano a la consulta del médico. El hombre, el mismo de los bolígrafos en el bolsillo, me habló esta vez con voz grave.
—De seguir así, no creemos que pueda sobrevivir.
Aquello me desconcertó y formó un nudo de considerables dimensiones en mi estómago.
—Explíqueme de qué se trata.
Según el doctor el cuerpo de mi hermano estaba generando una sustancia tóxica que circulaba por sus venas, un componente que en los análisis iniciales no había aparecido.
—¿Lo han podido envenenar?
—Imposible. Su amigo no se ha separado de él en todo este tiempo, y el hospital está vigilado.
—¿Entonces?
—Mi teoría es que su cuerpo está segregando ese elemento, lo introduce en su sangre y crea el caldo apropiado para dañarlo. Es algo así como un autoenvenenamiento. Nunca había visto algo parecido.
Renuncié a conformarme con un diagnóstico que me parecía cuando menos impreciso. La ciencia debía tener respuestas, no en aquel país subdesarrollado, pero sí en la primera potencia del mundo y por eso pedí que mandasen una muestra de su sangre a un laboratorio de Estados Unidos. El médico me miró extrañado y me explicó que eso costaría una fortuna. Saqué la cartera de mi bolso y le tiré una tarjeta dorada sobre su mesa.
—Puede usted agotar el saldo, y si no es suficiente, ya buscaré más dinero.
Asintió, se marchó con ella y tardó una eternidad en volver. Lo que me dijo, al menos, me facilitó fuerzas para el resto del día. Las muestras saldrían en el primer vuelo, y los resultados estarían en veinticuatro horas.
Bob permaneció allí. Yo abandoné el hospital con mi segunda opción, la que me dictaba el corazón, que no era otra más que Mamá Cloe.
Si había alguien en el mundo que sabía de ponzoñas, esa era ella.
***
Al llegar a la casa la recorrí entera. Las botellas seguían en el porche (conté cuatro) y los platos sin fregar en la cocina. Revisé la habitación donde debía de haber dormido Silví, en perfecto estado, al igual que la de servicio, si es que Boco había pasado la noche allí.
Saqué el antiguo Mercedes y puse rumbo a la notaría. Encontré en su puesto a la secretaria. Conseguí que la chica me diera la dirección de Silví. Vivía en Cité Soleil, un sitio vedado para mí según ella. Le ofrecí pagar a alguien que me pudiese acompañar, puesto que según afirmó, no había nombres de calles en ese barrio, en realidad no había calles, allí solo encontraría un campo de batalla, un calamitoso espacio del que debía alejarme si quería seguir con vida. Le saqué un billete de cien gourdes y le pedí que buscase ayuda, porque fuese en las condiciones que fuese, iba a ir allí en ese preciso momento. Me miró como si llevase un hacha clavada en la cabeza y marcó un número de teléfono. Consiguió que el joven que limpiaba la notaría me atendiese. Afortunadamente, conocía a Silví.
Partimos antes del mediodía y tardamos unos treinta minutos en llegar. El suburbio era tan aciago como su reputación. El chico señaló con el dedo un grupo de cinco casitas construidas con materiales de desecho y me pidió que aparcara junto a la entrada de una de ellas.
En conjunto, la casa era algo horrible, no horrible por estar desconchada o mal pintada, ni siquiera horrible por no guardar unos principios mínimos de comodidad, sino que era sencillamente un lugar inhabitable. Introduje la mano a través de una cancela de hierro oxidada y golpeé la puerta con cuidado. Se acercó a mí un pequeño desnudo, un chaval de no más de seis o siete años. Le pregunté por Silví y no contestó. Se me acercó otro niño de iguales características, y un tercero, y un cuarto, y un quinto. Dios, allí había decenas de niños y niñas, casi todos desnudos, o semidesnudos, de edades entre dos y diez u once años. Ninguno quería decirme nada, se limitaban a mirarse unos a otros. Tuvo que ser un pobre arrapiezo, sucio y mal vestido, el que se acercó por el terrizo que rodeaba la casa para decirme algo por señas. Cruzaba sus dedos, unos horizontales y otros verticales. Yo le decía que no entendía nada, que hablase, y como no respondía, comencé a elevar la voz.
—No escucha —me dijo mi acompañante—, es sordomudo.
—¿Qué quiere decir con ese gesto?
—Su amiga está en la cárcel. Le está diciendo que no está ahí porque se la llevaron los policías al palacio de justicia.
***
Nos llevó una hora alcanzar el maldito palacio, una institución que languidecía en un edificio desvencijado. Me pareció un terrible chiste que llamasen a ese sitio así. En su interior, pasé dos horas dando vueltas como un fantasma por los pasillos, sudando, agobiada por una atmósfera húmeda y corrosiva. En ese tiempo nadie me había atendido, estaba bañada por el hedor que desprendían los calabozos y la náusea rondaba mi esófago. Exigí hablar con el superintendente, con el segundo al mando y con el tercero, con cualquiera que me pudiera dar información, pero nadie hizo el más mínimo amago por ayudarme. Como no conseguía dar con ella, un profundo desánimo me invadió en varias ocasiones, como para desistir de aquella búsqueda que me pareció baldía.
Hasta que me acordé de lo que una vez me dijo Hugo. En Haití todo se compra y se vende. Me acerqué a un policía, el que de una forma subjetiva consideré proclive a mi propuesta, y le ofrecí diez mil gourdes si sacaba a mi amiga de allí. A continuación le pasé el fajo de billetes por debajo de la nariz. El tipo me escuchó pero no dijo nada. Se puso a contemplar el techo, luego las paredes, y cuando lo creyó conveniente cogió mi dinero y me pidió que le siguiera. Descendimos por unas escaleras en las que, peldaño a peldaño, el olor a inmundicia se intensificaba, hasta tal punto que cuando llegamos al piso más bajo vomité. El hombre no hizo nada por ayudarme, y luego, cuando me repuse, me guió hasta una celda pequeña. Abrió la puerta y no me atreví a entrar. Me pareció ver que Silví estaba echada en el suelo, en un cubículo sin luz ni ventilación. La llamé y ella se arrojó sobre mí dándome besos por todos lados, y sin dejar de hacerlo, lo primero que preguntó fue cuánto había pagado por ella.
—Diez mil gourdes.
—Se ha pasado usted, doña, se ha pasado de precio. Nadie da tanto. Tiene usted que quererme mucho.
Miré a los ojos al policía. El tipo se limitó a extender una mano en señal de que la puerta se encontraba en esa dirección. Salimos de allí corriendo, y en la huida, le pregunté a Silví qué haría ahora ese hombre. Me contestó que normalmente se repartían la mordida entre todos los agentes, pero que como yo me había excedido de largo en el precio, lo más seguro sería que aquel tipo ya hubiese puesto rumbo a su pueblo con la intención de montar algún negocio a mi costa.
Abordamos el viejo Mercedes-Benz. A simple vista, nadie parecía seguirnos, y aun así, al avanzar unos metros, observé por el retrovisor que alguien ponía en marcha una moto con distintivo policial. Aceleré y le pedí a Silví que me guiase. El tipo nos perseguía sorteando a la gente, al tiempo que trataba de no caer en alguno de los boquetes. Propuse negociar con él, darle dinero, la cantidad que ella me dijese. Me hizo un gesto afirmativo, «buena idea, doña», me dijo, pero cuando echó un vistazo a través del cristal trasero, me pidió a gritos que le diese más gas al vehículo.
—¿De quién se trata?
—No quiera saberlo —me contestó antes de poner su brazo delante de mi cara, indicando que girase en la próxima calle a la izquierda.
En la esquina, casi me estampo contra un puesto ambulante que vendía carne, del que pasé tan cerca que algunas plumas de gallina entraron dentro del vehículo. Luego me encontré con un gigantesco charco negro encajonado entre dos viviendas. Solo con mirarla a los ojos entendí la jugada. El coche pasó sin problemas. La moto se quedó anclada en la densidad de un líquido altamente viscoso, y desde allí vociferaba exabruptos un policía incapaz de seguirnos.
Guiñé a Silví y le dije que lo de la noche anterior había sido una estupidez, intentar enfrentarse a un monstruo como Zankú no había sido inteligente. La miré a los ojos, y ella me respondió cubriendo su boca con la palma de la mano.
—Contra la estupidez, incluso los dioses luchan en vano —dijo.
Aquella chica era capaz de porfiar como una leona enojada. Incluso sin dientes, me parecía una indómita rebelde.
Llegamos a su casa completamente empapadas. Me invitó a entrar. Los niños aparecieron de la nada, y en cuestión de segundos aquello se inundó de chiquillos. No me parecieron desnutridos, ni sucios, pero más de la mitad caminaban desnudos.
—¿De quién son todos estos críos?
—De la calle, doña María, son pequeños que no tienen adónde ir, y yo los recojo.
—¿Cuántos hay?
—Cerca de veinte, doña, todos en perfecto estado, aunque no coman más de dos veces al día, todos comen, se lo juro.
—¿En un lugar tan pequeño?
—Mi madre compró tres piezas de terreno con el dinero que ganaba en su casa, doña. La de este lado también es nuestra, y la otra. No es el palacio de los Acevedo, pero aquí cabemos todos.
Contemplé un laberinto de diminutas habitaciones con literas hasta el techo.
—¿Quién los mantiene?
—Buscando aquí y allá encuentro cosas, y mi tío René, que es sepulturero, me ayuda siempre que puede. El pobre se pasa los días arreglando a los muertos, fabricando cajas y enterrándolos, y todo lo que consigue se lo comen estos diablos. Cuando vivía mi madre yo tenía muchos hermanitos de estos viviendo conmigo, pero le prometo que nunca robó comida en su casa. Ustedes le pagaban un buen sueldo, y luego, al morir, yo he hecho lo que he podido. Y ya ve, voy a cumplir los treinta y aún no he conseguido un solo novio. De mujer a mujer, dígame, doña María, ¿quién va a quererme con esta carga?
***
No había otro sitio donde sentarnos más que en su cama. Las paredes de su habitación me parecieron tristes, no por la mano de pintura de la cual carecía, sino porque, a falta de libretas, los niños habían garabateado hasta la saciedad todos y cada uno de los rincones.
Nos acomodamos y ella se decidió a soltar muchas de las cosas que llevaba dentro, no sin antes morderse un par de veces los labios. En los días que llevaba junto a ella, Silví siempre me había parecido una chica alegre, fuerte, con empuje. Sin embargo, en aquella ocasión sus ojos perdieron el brillo y en su rostro comenzó a aparecer una expresión de gravedad, como si le hubiesen pronosticado una enfermedad terminal. Me asustó tanto que me decidí a apretarle la mano.
Me soltó, y se llevó la mano a la boca. Presumí que nunca me iba a dejar ver su encía pelada.
Para comenzar, eligió una descripción detallada de la primera paliza que recordaba le hubieran dado a su madre. Su padre era un tipo mediocre, sin recursos ni cerebro, que tenía la extraña virtud de atraer a las mujeres, un ligón de tres al cuarto que se jactaba de ser buen amante.
—Ese primer día contemplé la paliza entera. La golpeó porque no había nada para cenar, y cuando se enteró de que lo poco que había traído mi madre me lo había tragado yo —dijo Silví—, la arrojó contra la pared y le puso una mano en el cuello hasta que se puso morada. Tuve que darle una patada en la entrepierna, doña, y la soltó, eso sí, pero se revolvió y me abofeteó. Fue cuando perdí varios dientes, que aquí lo puede ver usted, aunque ahora me faltan más.
Las siguientes palizas se las propinó en la intimidad. Una vez, Silví tuvo que llevar a su madre al hospital al manarle sangre por varios orificios del cuerpo y no encontrar remedio ni con la curandera más experimentada del barrio. Siempre ocurría lo mismo. Cuando le zurraba en exceso y él sabía que se había pasado con los puños, entonces se largaba y desaparecía durante días. Luego regresaba y gritaba que la perdonaría, solo en el caso de que se esmerase cocinando, como si ella tuviese la culpa, y además, siempre añadía que le daría el sexo que quisiera.
—¿Cree usted que a mí me han quedado ganas de estar con un hombre después de eso, doña María? —me preguntó.
—No —le dije negando con la cabeza—, te entiendo.
—Pues eso, que aquí estoy soltera con una edad trasnochada para casarme, vamos, que soy una mujer pasada como las habichuelas cuando se cocinan demasiado, ¿usted me entiende?
Y así pasaron unos años. Hasta que un día llegó el padre a casa acompañado de dos amigos, todos borrachos, sucios y malolientes como cloacas. Echaron a los niños de la casa y se quedaron a solas con la madre. Silví pegó la oreja a la puerta y desde fuera pudo conocer parte de lo que había ocurrido allí dentro. Oyó golpes, gritos, y aunque hubiese podido acudir a la policía, sabía que nadie defendería a una mujer. Tras una eternidad, salieron los tres sonrientes violadores. Uno de ellos se apretaba el cinturón y eructaba.
—Se fueron a jugar al dominó mientras mi madre se desangraba en la cama. Esa vez la curandera sí consiguió cortar la hemorragia, pero lo que no pudo fue abortar las decididas ganas de mi madre de acabar con la vida de ese bruto —me dijo Silví sin poder contener las lágrimas.
—¿Y nadie defiende a las mujeres en este tugurio?
—Nadie, doña, nadie quiere aquí inmiscuirse en asuntos con la justicia, porque en Cité Soleil, el que más el que menos, todo el mundo tiene asuntillos pendientes.
Antes de volver el padre, la madre le contó a Silví un plan que llevaba urdiendo desde hacía tiempo y le pidió ayuda. Ella se la ofreció, sin límites, y se prestó a realizar algo que calificó de delictivo.
Llegó avanzada la madrugada, más borracho aún que cuando se había marchado, y se acostó. En la oscuridad, la madre agarró el cuchillo grande de la cocina, el que utilizaba para despellejar las gallinas, y le asestó todas las puñaladas que pudo hasta que la carne quedó hecha picadillo. Entre las dos lo liaron en unas sábanas viejas y arrastraron el cadáver, en supuesta intimidad, hasta el canal de Cité Soleil.
—¿Conoce usted el canal, doña? —me preguntó.
—No, no lo conozco —le respondí—. Imagino que es muy profundo, y por eso lo arrojasteis allí, para que nadie encontrase el cuerpo.
—No —me dijo—, no es así. El canal es un riachuelo de aguas negras, tan negras que son mortales, tóxicas y repugnantes. Nadie puede ni tan siquiera acercarse, y menos hurgar en su interior. Eso sería una sentencia de muerte, un suicidio que todo el mundo conoce. Una vez se cayó una cabra, se puso verde y echó una repugnante espuma naranja por la boca. Nadie quiso probar ni un bocado de aquel animal, aunque en este barrio hay mucha gente con hambre, ya sabe usted de lo que hablo, ¿no, doña?
—Sí, sí. ¿Y ahí quedó todo? —quise saber.
—No, ni mucho menos —me contestó—. Pensábamos que nadie nos había visto, pero aquí hasta el más tonto quiere conseguir los favores de la policía. A la mañana siguiente oímos unos golpes en la puerta. Era Zankú. Se quedó a solas con ella y me echó de la casa para hablar de un supuesto incidente que estaba investigando. Misteriosamente, no pasó nada, ni ese día, ni en las semanas siguientes.
»Hasta que una vez entré en casa sigilosamente, y vi a Zankú arremangándole el vestido a mi madre. Me dio un asco tan profundo que me cortó las ganas de comer durante días. Luego me enteré de que era una de las prebendas que ella le había prometido al policía con tal de no encerrarla por el crimen. Además le tenía que soltar dinero cada vez que el corrupto lo exigía, aunque nos quedáramos sin comer unos días, vamos, que unas veces quería sexo y otras plata.
—¿Y cómo llegó tu madre a refugiar a tantos niños aquí?
—Esa es una buena pregunta —me respondió—. Una vez llegó el bruto con dos niños de la mano. A mí me echaron fuera, pero ya sabe usted que me gusta pegar la oreja a la puerta.
Asentí.
El policía, por alguna razón que Silví en aquellos momentos desconocía, quiso pactar con su madre, y a cambio de cuidar de los pequeños, el hombre la dejaría en paz, al menos en el aspecto pecuniario.
—Primero fueron dos, luego cuatro, y al cabo de unos meses tenían en casa una auténtica guardería, alimentada con la promesa de que si todo iba bien nadie conocería jamás el crimen cometido.
—¿Y esos niños? ¿De dónde venían? —le pregunté a la pobre Silví, que fijaba su vista en las destrozadas baldosas del suelo como si de pronto se hubiera dado cuenta de que cada una era de un color y de tamaños distintos. Respiró varias veces, tosió, volvió a morderse los labios, y cuando supo que no le quedaba más remedio que contestar, lo hizo enjugándose las lágrimas.
—Me temo —dijo sollozando— que algunos son hijos del bruto que me pegó ayer. Otros —continuó— son errores cometidos por policías que mantienen malamente a tres o cuatro mujeres sin poder pagarles ni una mísera manutención, y cuando sus queridas tienen al bebé, les muerde la conciencia pensando que son sangre de su sangre y esas cosas. Vamos, que al final se sienten más tranquilos si alguien cuida de ellos, y bueno, de vez en cuando ayudan a mantenerlos con algún dinerillo que les sobra después de sus borracheras.
Le pregunté si ese conflicto había concluido con la muerte de su madre, pero me contestó que no, que aquello no había terminado tan rápido.
Elevó la vista y consiguió mantenerme la mirada. En esos ojos adiviné que quería soltar algún secreto más.
—Hubo dos niños muy especiales, doña —me dijo con un temple que me subyugó.
Tosió y se limpió el pantalón que traía de la cárcel, manchado por la suciedad de la celda.
Le dije que podía confiar en mí.
—Boco no es mi primo, doña —confesó—. Es uno de los hijos de Zankú. Pero no se le parece en nada. ¿Piensa usted que el diablo puede engendrar a un ángel?
***
Me apresuré a abrazarla. La atraje sobre mí con fuerza y le solté dos besos. Ella trataba de encontrar palabras, pero solo salían de sus labios balbuceos incomprensibles. Me ofreció café, le dije que sí y me pidió que permaneciese allí, pues le daba vergüenza que viese su cocina.
Volvió con un tazón humeante que olía de maravilla, y regresó a por otro para ella. Carecía de una simple bandeja. La vi caminar de forma torpe, cansada, como si llevar el alma a cuestas fuese una pesada carga.
En unos minutos estábamos las dos allí sentadas de nuevo, como amigas a las que separa la distancia y el tiempo, y que vuelven a encontrarse con cosas suficientes como para pasar una tarde intercambiando confidencias.
Sorbió el último resto de café y dejó la taza en el suelo. Comenzó expresándome su admiración. Me dijo que veía en mí a una haitiana excepcional, con estudios, dueña de su destino, incluso hablaba bien, mucho mejor que ella, y confesó que los pocos días que llevaba a mi lado le fueron suficientes para comprobar mis méritos.
—Vamos, doña María —me dijo—, que algún día me gustaría ser como usted.
Hacía tiempo que había desistido de la imposible tarea de que me tutease, así que lo dejé pasar, y le dije que ella valía mucho más que yo, alguien que solo se había limitado a cursar unos estudios gracias al dinero que le dejó su padre, una vida resuelta en definitiva. Le expresé entonces mi fascinación, sobre todo por su fortaleza, una chica que se había quedado huérfana a una edad similar a la mía y allí estaba, viva en un país tan difícil como ese, con un montón de gente que dependía de ella. Terminé de hablar y noté que algo que le pasó por la cabeza le nubló la mirada, como si de pronto se hubiese acordado de que había más cosas que soltar en aquella tarde hechizada, y tal vez, ambas supimos que jamás en nuestras vidas encontraríamos otro momento de complicidad como aquel.
Suspiró profundamente y me habló de los niños haitianos, de la realidad de Cité Soleil y de otros barrios, como Sans Fil, Cul de Sac, La Saline, y un sinfín de tugurios marginales donde había miles y miles de pequeños dejados a su suerte en las calles, críos abandonados sin rumbo, sin la más mínima posibilidad por pequeña que fuese de sobrevivir de una forma digna, toda una legión de pequeños que deambulaban por las apestadas aguas fangosas.
—Aquí hay muchos padres que no son capaces de mantenerse ellos mismos —me dijo—, imagínese, doña, que tengan que dar de comer a los cinco, seis o siete hijos que normalmente se tienen. En muchos casos los padres ceden sus hijos a otras familias que pueden mantenerlos, que les dan de comer y les cobijan en sus casas. Los llamamos los avec rest, chiquillos que desde pequeños viven en casas ajenas, comiendo, eso sí, pero trabajando como burros para otros, explotados y vejados hasta la saciedad, auténticos esclavos.
—Una vida nada fácil —le dije yo—, de la que no tuve ni idea en los años felices que viví aquí, ni luego, en los años más felices que pasé en el primer mundo, donde todo eso ni tan siquiera se ve en los noticieros, una realidad que parece quedar muy lejos.
—Así es. Y lo peor son las violaciones. Aquí hay mucha gente que viola a las niñas, y también a los niños —prosiguió—. En Cité Soleil los tíos violan a las niñas cuando están bonitas, con unos catorce o quince años, después, cuando ya han parido y las tetas se les caen, no son objeto de deseo, los violadores prefieren a las más jovencitas. La caza de carne fresca es uno de los deportes nacionales en este país, créame, doña, créame.
Le expliqué a Silví que yo me dedicaba al periodismo, pero jamás fui capaz de contar una aberración como esa.
—Pues yo le contaré la mía, la mía personal, doña María —me dijo, y observé cómo en solo unos segundos sus ojos se inundaron de amargura.
Cuando cumplió los quince años, arrastrando su condición de huérfana, sin medios y con la carga que le había dejado su madre, de nada le valió asumir esa responsabilidad, pues no pudo evitar la mayor de todas las desgracias. La noté afectada y le pedí que no siguiera, no era necesario que me hiciera partícipe de aquello, pero insistió en seguir.
Una noche apareció en la casa el superintendente. Según le dijo, la visita tenía por objeto inspeccionar a los chavales que él y otros habían ido abandonando durante años. Al principio ella pensó que venía a traerle dinero, pero luego, al oler el intenso perfume a ron que impregnaba su uniforme, adoptó una actitud protectora hacia los niños, pues más de una vez los había golpeado por cualquier tontería. Y así fue también aquella noche. Según me expresó, el policía llegó repartiendo porrazos, liberando su ira por algún altercado que había sufrido en el transcurso del día.
—Yo acababa de lavarme, como nos lavamos aquí, doña, ya sabe usted —me dijo—. Tenía poca ropa encima, pero estaba tapada, por descontado. Entonces yo era bonita, a mi manera, pero era bonita. El bruto venía bien cargado de alcohol, tanto que tropezó con una cama y se cayó de bruces. Se levantó y arremetió contra un chiquillo que le pidió dinero. Boco salió en defensa del pequeño, y su padre no tuvo otra ocurrencia más que asestarle un puñetazo que le partió la nariz. Él nunca ha sido boxeador, ni ha peleado con nadie, ya le dije que es un ángel, un ser sin maldad.
Silví tuvo que contenerse a la hora de recordar aquella escena, imaginé que uno de los peores tragos que sufrió en su vida.
—Me agaché a taponar la herida de Boco —me dijo—, porque sangraba como un toro degollado. Debió de ser en ese momento cuando la bestia me vio la ropa interior, nada especial, créame, doña María, prendas que compraba en los mercadillos del barrio, pero ya sabe usted, ropa de mujer puesta en un culo bonito.
Asentí repetidas veces.
—El bruto no me dejó que atendiese al pobre Boco, me lanzó sobre la cama en la misma habitación en la que se desangraba su hijo. Allí me arrancó la ropa, se echó sobre mí y vertió en mi cara un montón de baba pestilente. Jamás olvidaré ese olor, una mezcla de tabaco, alcohol y falta de higiene. ¿Sabe lo que digo, doña?
Era incapaz de asimilar esos extremos.
—Me manoseó, chupó mis pechos, me dejó cubierta de saliva, luego se levantó, se quitó la ropa y volvió a cubrirme con su cuerpo. Fue en esta misma cama, doña, aquí fue donde me penetró —me dijo—. Me dolió muchísimo. Yo entonces era muy canija, poquita cosa, y él es muy grande, como usted sabe, y muy tosco. ¿Sabe qué fue lo peor?
Negué y le pedí que me lo dijera.
—Boco lo vio todo, doña, él no se movía del suelo mientras su padre me violaba. Fue terrible. Terrible y violento a partes iguales.
—¿Y qué pasó después?
—Me violó al día siguiente, y al otro, y así durante varios meses —afirmó—, y solo se cansó de mí cuando la tripa comenzó a crecer y me convertí en una barrigona.
Abrí los ojos de par en par. Ignoraba que Silví tuviese un hijo. Alguno de aquellos chavales que pasaban de vez en cuando por allí debía de ser hijo suyo.
Y así fue. Pegó un grito y comprendí al instante el resultado de la hazaña del superintendente.
En realidad se trataba de una niña, una pequeña llamada Charité, una adorable criatura de unos siete u ocho años que compartía dos cosas con su madre.
La primera, sus mismos ojos negros.
La segunda, un futuro bastante complicado por delante.
***
Con el alma entristecida, dejamos atrás Cité Soleil. La tarde continuaba nublada, y cuando avanzamos unos metros el agua comenzó a caer desplegando una cortina de gotas impetuosas. Las calles de tierra comenzaron a anegarse rápidamente y se transformaron en inmensos lodazales. Me pareció ver un cielo negro antes de tiempo. Pensé que me estaba volviendo loca, no por eso, sino porque miraba a todos lados buscando gente persiguiéndonos, me sentía como una prófuga a la que ronda la ley y el orden y le queda poco tiempo para ir a la cárcel.
Por suerte, nos acompañaba Boco, que había llegado a casa de Silví unos minutos antes de partir. Llevaba estampada una absurda mueca en los labios, probablemente debida a los acontecimientos de las últimas horas, y me agradeció unas cien veces en el trayecto hacia Pétionville que hubiese liberado a su prima, y me aseguró que él había urdido un plan similar para el mismo fin. Quiso darme todos los detalles, pero no me pareció prudente conocerlos.
Escondí el coche en el garaje y comprobé que el portón quedaba bien cerrado. Les pedí que se refugiaran en la mansión y que no encendiesen ninguna luz ni hicieran ruido.
Me había comprometido a ir a la cena del notario y aunque lo hubiera pospuesto de buena gana, era urgente poner en práctica un plan más ambicioso para desvelar las incógnitas que sobrevolaban mi cabeza.
***
Había llovido todo el día. Debía de ser la única que no me había enterado de la llegada de aquel temporal, una tormenta que desplegaba un crepúsculo escarlata sobre la ciudad cuando alcancé la casa del notario, un lujoso caserón de una sola planta reformado con cierto aire francés. Esta vez me propuse dos cosas. Primero, no probar ni un trago de ron. Segundo, no hablar de las estrellas. Me había puesto el único vestido decente que eché en la maleta, un sencillo traje negro de tirantes, nada provocativo, con algunos adornos que conseguí rebuscando en mis pertenencias, el pelo suelto, y una flor que arranqué de los plantones que Boco trataba de consolidar en el jardín.
Me veía horrorosa, pero cuando llegué a la casa del notario la exclamación de Daniel me hizo dudar. Le miré a los ojos, escruté su expresión, investigué su comportamiento, y todo para nada, porque no saqué en claro si fue él quien me había seducido la noche anterior. Se limitó a invitarme a pasar y me acompañó al porche, donde esperaba alrededor de una docena de personas. Supe inmediatamente que la cena había sido idea de la mujer del notario, Marguerite, una señora corpulenta que me mostró el festín preparado en mi honor, una serie de platos fríos, carnes adobadas, pescados tropicales y, especialmente, varias tartas de fina elaboración. Mientras iba presentándome a los invitados —una pléyade de destacados miembros de la sociedad haitiana— entendí que la guinda era yo, una Acevedo sentada a su mesa.
Allí estaba el rector de la universidad, Alfred Casan, un hombre mayor acompañado de una mujer jovencita que se presentó a sí misma como Yolette; el general del ejército Jean Junot, que disculpó a su esposa por encontrarse indispuesta; el secretario de Estado de Interior, Alexis Ducrocher, flanqueado por dos hijas de mi edad; el presidente del mayor banco del país, un tal Auguste Marty, agarrado de una mujer muy arreglada, como si hubiese acudido a la ópera; un poeta que me presentaron como Jacques Dumas, la gran revelación cultural del Haití moderno, junto a una chica blanca que confirmó ser norteamericana, de California. Tal vez fuese el doctor Florit el que mejor impresión me causara, un hombre de unos cuarenta años de piel marrón al que pregunté inmediatamente por el hospital en que trabajaba, y me contestó que sustentaba la posición de director del centro público de Puerto Príncipe. Quise pedirle opinión sobre Hugo, pero presumí que la velada iba a ser larga. Todos conocían a mi padre, salvo la norteamericana. Aún había un invitado más. Cuando escuché su nombre, no pude evitar un repullo. Se trataba de Cornelius Jasmin, el diplomático involucrado en los hechos que antecedieron a la muerte de mi padre y de quien Hugo, por alguna razón que desconocía, había acumulado información.
Alguien a mi espalda me ofreció una copa de vino tinto francés que acepté a regañadientes, me di la vuelta y encontré a Daniel exhibiendo una sonrisa burlona. Marguerite, la oronda anfitriona, hizo una seña a la sirvienta, y dio inicio al banquete. Comenzamos hablando de poesía haitiana, de escritores que me sonaban, de Jacques Roumain, Jacques Stephen Alexis, Jacques Viau, Félix Morisseau-Leroy, Anthony Phelps, René Philoctète, y sobre todo, de René Depestre, cuyos poemas había leído. Ante aquel elenco de personalidades, y solo tras las bromas de rigor, me decidí a pasar al ataque. Era el momento propicio para ello, así que me lancé a ametrallarles a preguntas, y comencé formulando una inocua sobre las raíces haitianas.
—¿Qué tenemos en común con los indios que habitaban esta isla?
—La antigua colonia francesa de Saint-Domingue, cuando la liberaron los esclavos negros, no la llamaron de otra forma más que Haití, el antiguo nombre taíno. Algo tendremos en común, digo yo…
Me sorprendió que fuese el militar Junot el que contestara a mi pregunta, y como se sintió a gusto, continuó exponiendo sus ideas con ampulosidad.
—La sangre taína circula por nuestras venas en un porcentaje pequeño, inferior a la de los africanos, de quienes muchos hemos tomado su color. Pero antes que negra, nuestra piel lucía cobriza.
—En La Hispaniola surgió la primera sociedad criolla que existió, anterior a la de Tierra Firme —afirmó Florit—. El colonizador aceptó a las indias taínas como compañeras, convivió con ellas y tuvo hijos. Desde entonces, la mezcla fue imparable.
—En cuarenta años no quedaba ni un taíno en estas tierras —arrancó a decir Cornelius Jasmin—. Fue la primera raza del Nuevo Mundo en desaparecer. Es verdad que se mezcló con la sangre española, el mestizo, y con la de los africanos, el mulato, pero al poco tiempo tanta mezcla racial dio pie a una combinación incontrolable, que, en nuestro caso, se completó más tarde con sangre francesa. Los taínos se esfumaron por integración, no por aniquilación.
—Fueron injustamente masacrados —dije.
—La vida del vencido tiene poco valor, solo el vencedor puede sacarle a flote —dijo el general Junot—. En todas las guerras ocurre.
—Si tiene usted en cuenta que la sangre española y la francesa son fruto de una fuerte mezcla, entonces entenderá que no se puede juzgar la historia con criterios actuales —expresó el notario—. Cuando se descubrió esta isla, los descubridores venían de un mestizaje milenario mucho más intenso que el nuestro. Piense en la cantidad de veces que España ha sido invadida por otros pueblos: celtas, fenicios, cartaginenses, íberos, griegos, romanos, árabes… La cultura criolla es híbrida, pero también lo son la española y la francesa.
Acepté un trozo de pastel de chocolate. Me pareció delicioso, el mejor chocolate que había probado en mi vida. Mientras chupaba la cucharilla, los hombres hablaban de béisbol y las mujeres de moda. Yolette, una mujer de sonrisa fácil, me invitó a su casa a tomar el té. Acepté la propuesta y le aseguré que me pasaría en los días siguientes. Aún me quedaban unas cuantas preguntas por hacer, pero preferí esperar a las copas. Cuando nos sentamos en el salón, di paso a nuevas cuestiones. Intenté resistirme a mis propios malévolos deseos, pero no pude.
—¿No se han dado cuenta de que en la puesta de sol muchos haitianos desaparecen para dedicarse a extraños propósitos?
De repente, todas las miradas parecían converger en mí. Solo el notario se atrevió a hablar.
—El vudú en Haití es una religión viva, en la que existe un sincero culto a las divinidades, la magia, la hechicería, los sortilegios, todos derivados de una fe verdadera.
—Siempre había pensado que la magia era mala, se tome como se tome.
—El vudú y la magia son un mismo bloque homogéneo, inseparables —esta vez fue el político Ducrocher quien habló—. Siendo el vudú una religión mágica, cualquier intento por separarlas carece de sentido. Esto obliga a aceptarlos o a rechazarlos, en conjunto, no se puede tomar una cosa u otra. Se cree, o no se cree.
—¿Y usted cree?
—El comportamiento mágico-religioso no es exclusivo de personas analfabetas —si hubiese tenido una granada de mano, ese hombre me la hubiera arrojado sin pensarlo—. El culto vudú no puede ser considerado nefando. Sí, señorita, aquí en esta sala hay mucha gente que cree.
Me encogí como una babosa. Fue Daniel quien acudió en mi rescate.
—El vudú tiene muchos rasgos taínos. Es verdad que en su mayor parte es africano, sin duda, fruto de la América esclavista, pero cada vez más se conoce mejor el componente aborigen: el humo de tabaco, la piedra rayo, la proliferación de espíritus autóctonos, todo eso es propio de los taínos, de sus cemíes. En nuestro país vecino, incluso hay muchos loas de origen indio, la denominada división del agua, o taína, entre ellos, Anacaona, Caonabó, Guarionex, Higuemota, Mencía… Lo creamos o no, en nuestro siglo XXI, con nuestros avances, nuestro desarrollo, los teléfonos celulares, aviones supersónicos y mil inventos más, estamos rodeados de otro mundo invisible.
—El espíritu humano tiene más raíces y ramas de lo que parece —apuntó Cornelius Jasmin.
Pedí un trago de ron. Aquello lo merecía. Marguerite miraba abstraída uno de sus cuadros, como si de repente hubiese descubierto un nuevo detalle. El rector prestaba atención a su acompañante, que parecía haber agotado su catálogo de sonrisas. Imaginé que ya no deseaba que la visitase. El médico cuchicheaba con el banquero, Auguste Marty, y fue este quien se atrevió a centrar la diatriba.
—La controversia sobre el vudú pone el acento en las artes maléficas del mismo modo que la Iglesia católica, en su empeño por desacreditar a la magia pagana, aplicó toda su ira contra ella, con apostólico fervor, señalando el lado siniestro de todo lo que no es el catecismo. A pesar de todo eso, el haitiano es fundamentalmente católico, pero jamás le quita un ojo al vudú.
—El sincretismo entre los santos cristianos y los loas es absoluto —declaró el rector—. Todos los santos son loas, pero eso no quiere decir que todos los loas sean santos. Ya habrá visto usted que algunos loas van vestidos de santos, pero otros no. Téngalo en cuenta.
Solté la copa, pues ya notaba de nuevo los efectos del alcohol.
—No he entendido —manifesté.
—Los loas rada, en general, se asocian con divinidades dóciles, con espíritus benévolos. Los loas petro son distintos. En ellos, la magia es más intensa. El vudú petro es más oscuro. La religión católica es más simple: los buenos están del lado de Dios, y los malos, de Satán. En el vudú el asunto no es tan fácil.
—Pero… ¿significa que la magia es aceptada como algo normal? —pregunté, cada vez más irreflexivamente satisfecha.
—No es eso —el general Junot adoptó un tono algo duro en sus palabras, que corrigió sobre la marcha—. Simplemente, la magia está entre nosotros, el haitiano la lleva en la sangre.
Capté el doble sentido. Si hubiese tenido la copa en la mano, se me habría caído al suelo, con seguridad.
Aquel hombre sostenía que la magia negra era la expresión más pura del alma humana, lo que automáticamente, a él, le dejaba fuera del perímetro de la bondad.
—Todos tenemos algún caso cercano al que la magia acaba afectando —añadió Jasmin.
Me pareció una observación mordaz, por supuesto, absolutamente intencionada.
Miré al notario, aquel hombre parecía esconder un gran secreto, daba pasos hacia atrás conforme avanzaba la conversación y me contemplaba como si tuviese un bicho peligroso ante él. Tal vez eso me animó a pasar a un nuevo ataque, o quizá fuera porque mi paciencia estaba llegando al límite.
—¿Alguno de ustedes conoce a Lugarús?
La pregunta borró de un plumazo las pocas sonrisas que quedaban en los rostros de esa gente. Fue en ese momento cuando me di cuenta de un cruce turbio de miradas entre el notario y Cornelius Jasmin. Escuché toser, dejar vasos sobre las mesas, y sin embargo, la respuesta del médico, un hombre que me pareció sensible y perspicaz, sonó sincera.
—No, yo no le conozco. ¿Es un mago? ¿Quizá un bokor?
No quise responder, simplemente, me limité a leer sus rostros. Había soltado la pieza más reveladora de mi juego sobre el tablero, aunque no podía estar segura de que ese terreno de batalla hubiese sido trazado solo en mi imaginación.
Después ocurrió algo brumoso. Alguien soltó que los dioses del vudú bajan a la tierra de vez en cuando, porque a veces están hartos de gloria allá arriba. No entendí las risas generalizadas, al igual que tampoco acepté que la reunión hubiese acabado sin que yo, la invitada, hubiese agotado mis preguntas, pero nada podía hacer al respecto.
Al despedirnos, no todos quisieron acercarse. Florit me dio un sincero apretón de manos, y acabé convencida de que era el único tipo normal en aquel circo. No descarté hacerle una visita más adelante. Por lo demás, miré hacia atrás cuando me iba, y les vi cuchichear entre ellos.
Al abandonar la casa del notario yo también me notaba algo inquieta, no por los resultados de la cena, sino por otras razones más importantes.
Me pregunté qué pensaría aquella gente si supiera que esa misma noche había quedado con Silví para abrir la tumba de mi padre.