Silví me convenció de que debía arreglar uno de los coches que aún permanecían en el garaje para visitar a Mamá Cloe.
—¿Y quién se supone que puede poner en marcha alguno de esos armatostes? Creo que el más moderno tiene treinta años.
—Pues quién va a ser, doña María. Mi primo Boco es un mecánico muy bueno. Sepa que arregla los carros del ejército haitiano en sus ratos libres.
Giré la cabeza y contemplé aquel semblante marcado por la ironía que Silví dedicaba a los asuntos de su primo.
El viejo Mercedes-Benz salió a la calle con un ímpetu desbocado, como si los años que llevaba abandonado le animaran a hacer kilómetros para resarcirse. Al iniciar la marcha comprobamos que el motor rugía emitiendo sonidos que transmitían confianza, pero cuando una fina lluvia comenzó a caer, advertí que el limpiaparabrisas no funcionaba.
—Parece que el ejército no necesita defenderse de la lluvia.
—Es que Boco ha tenido poco tiempo —explicó Silví—. Mamá Cloe nos espera al atardecer y no disponíamos de todo el día para perfeccionar este trasto.
—Pues reza para que no empeore el aguacero.
La brisa olía a mar, incluso en las laderas de Pétionville.
Me impresionó ver el horizonte, pintado de tonos negros y violáceos, cargado de nubes que se acercaban desde el mar.
—Debemos subir a lo alto de aquella montaña.
Señaló con el dedo una ruta que se perdía entre estrechos pasillos, un sendero que se adivinaba a duras penas entre la frondosa maleza. Seguí fielmente la dirección que me marcaba y valoré que oscurecía conforme avanzábamos debido a la combinación de exuberantes plantas trepadoras y a la tormenta, que empeoraba. A partir de allí la vereda terminaba de forma abrupta dando paso a una carretera de tierra, angosta y zigzagueante, con grandes rocas a cada lado que parecían demonios con cuernos, dispersos entre cornisas practicadas en las paredes de un inmenso desfiladero.
—¿Estás segura de conocer bien el camino?
—Tan segura como que usted se apellida Acevedo, doña.
—Te he dicho cien veces que no me llames doña.
—Es que ustedes, las familias de procedencia española, se llaman así unos a otros, ¿no?
—Pero yo soy haitiana, y basta.
Pasamos sin problemas un gran charco, pero unos metros más adelante el vehículo avanzó hacia una pendiente imposible, un serio obstáculo para alcanzar el objetivo.
—Jamás llegaremos arriba. Este trasto no puede subir eso.
—Mire, doña María, los espíritus nos apoyan. Llegaremos sin problemas.
—¿Y cómo sabes que nos apoyan?
—Porque los estoy sintiendo. ¿Usted no?
La gama de colores cambió súbitamente, ya no se veía nada verde, tan solo ocres, pardos y, sobre todo, mucho negro entre los recodos de las grietas que taladraban las rocas, una naturaleza abandonada, inerte, que parecía avisarnos del peligro de despeñarnos por aquellas montañas. Al doblar una curva cerrada, los muros se estrecharon y el terreno comenzó a empinarse. Algunos guijarros saltaron al paso de los neumáticos y cayeron a la garganta del desfiladero, cientos de metros por debajo del risco de piedra que atravesábamos. Tragaba saliva mientras le daba vueltas a la idea de que jamás debíamos habernos metido en esa trampa. Sugerí volver, pero Silví se mostró segura con el apoyo de los espíritus, a pesar de que un viento salvaje cimbreaba el vehículo, un vendaval que levantaba pequeños torbellinos en el camino, una senda precaria conformada por un laberinto de aserradas cornisas. Me percaté de que ella también tragaba saliva constantemente, preocupada como yo por el estado del tiempo, y por el abismo de cientos de metros de profundidad que se abría ante nosotras.
—¿Sabes qué significa Haití en el lenguaje de los taínos?
—No, doña, no lo sé.
—Tierra de montañas.
El cielo permanecía completamente cerrado, caía una lluvia que deslucía un paseo que en cualquier otro momento hubiera ofrecido una impresionante vista de la ciudad, ahora llena de colores pálidos y siluetas ennegrecidas por nubes oscuras. Reduje la velocidad, pensé en parar allí mismo, pero mi pie siguió dando gas a aquel trasto. Tenía que atravesar las sombras tenebrosas proyectadas por los desfiladeros, y confiar en que esos espíritus que mi acompañante percibía nos aupasen hasta la cima.
Así permanecimos un buen rato hasta que divisamos la parte más alta de la montaña, una cumbre chata, una meseta en la cima de aquel monstruo que nos había puesto a prueba. Nunca sabré si los espíritus intervinieron en aquello, o qué diablos pudo pasar para que el tiempo cambiase tan rápidamente, pero lo cierto fue que al llegar arriba nos recibió un tranquilo crepúsculo púrpura.
—Allí es —señaló la entrada de una chabola cubierta con hojas de palmera—. Cada día las haitianas bajan al mercado de Puerto Príncipe y regresan por este camino. Ya ve usted, doña, aquí nos buscamos la vida.
La casa de Mamá Cloe, una sacerdotisa vudú, una mambo según me había dicho, apareció al final de la última curva. Se trataba de una vivienda de dos piezas construida con bloques de cemento y restos de chapas que en alguna ocasión seguro que formaron parte de un corral. Era la primera de lo que parecía un poblado de chozas y casuchas levantadas en lo alto de la montaña.
—¿Aquí vive ella? ¿Desde hace cuánto tiempo?
—Mucho, no sé. Cuentan que sus antepasados ya vivían ahí.
Mamá Cloe salió a recibirnos. Se posó en la puerta y nos miró con aire complacido, una enorme sonrisa prendida en los labios y unos brazos abiertos que trazaban un enorme semicírculo.
—Los loas me han enviado señales de vuestra presencia —gritó la mujer—. ¡Bienaventurados sean los espíritus! U siñalé Legba, koté u yé?
Era una negra alta, grande, hermosa, de mirada firme y pómulos elevados, que irradiaba bondad. Su piel, arrugada como un pergamino milenario, apuntaba a que aquella mujer debía de tener más de setenta años, y eso, a pesar del magnífico salto que había dado para acercarse a nosotras.
Me sentí turbada cuando se aproximó a mí, una sensación peculiar, un vago recuerdo, como si la conociese de mucho tiempo atrás.
Esa mujer provocó en mí una sacudida emocional. Tal vez por eso me acerqué a ella y la abracé. Algo en mi interior me decía que aquella bruja tenía posibilidades de arreglar el desaguisado en el que se había convertido la vida de los Acevedo.
***
Silví se coló en la casa de la mambo. Yo simplemente me limité a seguirla.
—Aquí vivo con mi marido —dijo Mamá Cloe—. Tenemos una hija, pero se ha ido a Jamaica. No quiere seguir mis pasos.
Asentí y esperé a poder decir algo coherente con el sitio en el que me encontraba, una estancia donde la mujer practicaba su magia, un tugurio lóbrego y cavernoso envuelto en un aura indescifrable, débilmente alumbrado por una bombilla desnuda. La otra sala debía contener el dormitorio, allí se oían ruidos, y al poco vimos que la sábana colgada que separaba ambas habitaciones se movía. Del interior apareció un hombre altísimo, un negro de protuberantes ojos, delgado como si no hubiese comido en su vida, un escuálido gigante que la mujer se apresuró a disculpar, pues su marido tenía extrañas manías que ni ella comprendía. De vez en cuando aquel tipo lanzaba palabras soeces sobre personas ausentes que solo él veía, como si hubiese fantasmas allí delante que aparecían en ese momento para perderse en la oscuridad de la noche. Abandonó la casa precipitadamente, profiriendo insultos, mordiéndose las uñas, obviando que había invitados, persiguiendo unas visiones que la mambo a duras penas pudo justificar. A mí me pareció que, sencillamente, aquel anciano estaba loco, así que le presté más atención al lugar. Observé un pequeño altar con decenas de velas encendidas, estampas de santos, botellas antiguas rellenas de brebajes, y sobre una mesa la mambo había esparcido caracolas, campanillas de diversos tamaños y hasta una calabaza hueca. Me invitó a sentarme y me hizo un gesto para que hablase.
—En los últimos días me han ocurrido cosas extraordinarias.
Tenía unos ojos perspicaces, los más transparentes que jamás vi, los de alguien que no tiene miedo a nada. Comencé a explicarle la extraña voz que oía desde que aterricé en el país. Le describí las sombras que se habían apoderado de mí, e incluso le hablé de las pesadillas y de la lastimera petición de los indios. Me escuchaba con auténtico deleite, la mirada fija en mí, con la impasible curiosidad de una adolescente. Al acabar, me dijo que todos estamos rodeados de un mundo invisible, de espíritus, que unas veces velan por nosotros y otras nos hacen la puñeta, que esas cosas que había sentido, lejos de ser irracionales, son habituales en Haití, incluso previsibles, siempre que alguien sufra confusión mental, y más o menos entendí que trataba de convencerme de que era solo un síntoma.
Contempló por unos segundos mi rostro perplejo, y como vio que no entendía nada, Mamá Cloe me desveló ideas fugaces sobre asuntos que siempre habían sobrevolado mi cabeza, cosas como la forma de hacer hechizos, la manera en que se interpretan los sueños, o las claves para desbaratar un encantamiento.
—¿No debes contarme algo más? Adivino que ahí dentro hay muchas cosas esperando salir —dijo señalando con su dedo índice mi cabeza.
Sus palabras condujeron a un silencio insoportable.
Algo me impulsó a levantarme, dar media vuelta y salir corriendo, pero me limité a mirar al suelo, desconcertada, y me hundí. Le hablé entonces de Hugo, de la paloma, de nuestra desdichada existencia, del hospital, de Zankú, de mi padre, del hechizo, de su muerte, de la carta, y sus ojos comenzaron a refulgir.
—Te ayudaré, pero tendremos que trabajar juntas —me lanzó una de sus miradas encantadas—. Esto no es un simple hechizo de amor.
Desde fuera nos llegó el inconfundible alboroto creado por el viejo, un tipo propenso a súbitos altibajos, incontrolables carcajadas y largas rachas de llanto, un demonio de humor cambiante. La mujer se quedó pensativa un rato, luego se levantó, trajo unos cachivaches y me pidió que los lanzara sobre la mesita. Estudió mi mano, me roció con agua perfumada con rosas, hizo repicar una campanita sobre mi cabeza, rezó en voz alta una plegaria y, tras meditar un rato, me dijo cosas más graves de lo que yo esperaba oír.
—No van a encontrar el alma de tu hermano en ese hospital.
Fingió toser en espera de mi reacción. A Silví se le escapó un soplido. Yo simplemente había empezado a caer por un túnel muy oscuro.
—En este país es más rentable hacer un maleficio contra alguien que dispararle un tiro. Sí, María, los sortilegios, los restos de ceremonias que se ven en los cementerios, las mil y una historias que se cuentan a veces son inventadas, así somos los haitianos, pero es lamentable decir que también hay historias reales, porque aquí, desgraciadamente, se practica la magia negra —pareció poner sus ojos en blanco—. ¡Ay, Dios, hay tantas maneras de cometer un asesinato dentro de la hechicería…!
Yo miré al suelo, ella siguió hurgando en mi interior.
—Tu vida está muy revuelta. No de ahora, sino desde que naciste.
Aquello socavó mis fuerzas. Noté que una solitaria lágrima arrancó un camino impreciso desde mi ojo izquierdo, pero era tal la intensidad del momento que ni me molesté en enjugarla.
—Déjame que te haga una pregunta. Cuando tu hermano cogió la carta del cadáver de tu padre, ¿revisó también el otro bolsillo de la chaqueta? Allí debía de haber algo más.
Hugo me había explicado decenas de veces el instante en el que cogió el escrito, la furia de Zankú, la persecución, pero jamás hizo la más mínima mención al otro bolsillo, todo debió de suceder con alarmante rapidez, así que negué esa posibilidad.
—Pues deberíamos conocer lo que hay en el otro bolsillo. Solo de esa forma podré ayudarte, y dependiendo del wanga sabremos de dónde vino el ataque. Quizá eso nos ayude a saber lo que ocurrió.
En ese momento yo ya había roto a llorar.
—Estoy convencida de que lo primero que tienes que hacer, María, es trasladarte a la casa. Tengo la impresión de que allí hay espíritus en busca de respuestas. Luego… ya veremos. Te haré una visita en unos días. Pero no olvides abrir ese bolsillo. Ahí está la respuesta.
Cuando abandonábamos el lugar, el marido de Mamá Cloe seguía luchando contra algún espectro invisible, sus modos eran impacientes, pero al menos ya no se roía las uñas.
***
En el camino de regreso Silví lamentó haber escuchado la conversación y prometió ayudarme. La miré a los ojos y solo vi sinceridad. Aproveché para pedirle que viniese a vivir conmigo a Pétionville, a cambio de un buen sueldo.
—Acepto el trato. En esta isla no hay muchas cosas que hacer y nunca viene mal un salario, cama, y comida caliente. Vamos, que sí, que me viene bien.
Decidimos habitar la mansión esa misma noche. Pasamos primero por el hotel y desde allí llamé a Bob, que dijo notarme un poco alterada, y luego me confirmó que no había cambios. Aparcamos frente a la casa. Cogidas del brazo, observamos la impresionante silueta del palacete, y por alguna razón, a mí me sorprendió el solemne torreón, desafiante hacia el cielo.
—Aún no he subido a la parte más alta. ¿Ya limpiasteis esa zona?
—No encontramos la llave, y la puerta es especialmente fuerte. Vamos, que no nos atrevimos a derribarla.
Me instalé en mi habitación y le negué a Silví la posibilidad de ocupar la de su madre. Le había tomado cariño y no quería que pareciese una sirvienta.
—Ocuparás la habitación de invitados, así estaremos cerca.
—Usted manda, doña, pero que conste que yo no lo veo bien. Si alguien se entera, hablarán mal de mí. Ya lo verá.
—Pues me da igual. ¡Ah! Y una cosa más. Llama a tu primo. Después de lo que pasó la otra noche no debemos quedarnos solas.
—Buena idea, doña, Boco es un todoterreno que nos protegerá. ¿Le he contado que participó en un concurso de lucha hace ahora un año? No ganó, pero quedó en buen lugar. Creo que fue en el transcurso de esa pelea cuando se le torció un poco la nariz.
Nos aposentamos, y yo decidí tomar un baño mientras ella se acercaba al colmado. Terminé de arreglarme y descubrí con gran sorpresa que la mesa del salón ya había sido preparada para cenar, con un mantel impecable, platos y algún que otro vaso.
Silví estaba radiante, llevaba puesto un bonito vestido amarillo, ceñido, tal vez más ceñido de lo que ella quisiera, y adiviné que no debía de disponer de muchas más opciones, pero en el fondo se había arreglado para una ocasión que ella consideraba valiosa, y se le veía feliz, muy feliz en realidad.
—Mi primo ha llegado, pero se niega a comer con nosotras. Dice que eso sería como una profanación de este templo. Está en el patio trasero.
El chico permanecía sentado en el suelo. Había traído un saco de harina, o de arroz, vacío, su hatillo personal, en el que se adivinaban escasas pertenencias.
—Quiero que te quedes en la habitación de servicio, aquí en la planta baja, así podrás estar pendiente de quien entra. ¿De acuerdo?
—Yo prefiero el patio, o el jardín. Dormiré mejor entre las plantas.
—Dormirás en una cama, en la habitación que te he dicho. Y vente conmigo, vamos a cenar.
Esta vez vestía unos ajustados jeans y una camiseta blanca que se pegaba a sus músculos, un enorme contraste con su piel oscura. Silví alzó la voz para anunciar que había llegado el letrado Daniel. Le invitamos a cenar, y de camino le explicamos la decisión de habitar la casa.
—Por cierto, ¿cómo sabías que estábamos aquí? —le pregunté.
—Esta es una isla de cotillas. Mi tío me llamó hace unas dos horas y me dijo que rondabais el lugar.
Boco accedió a sentarse a la mesa, calladito como siempre. Su prima estaba terminando de preparar la cena, una fritanga de pollo con rodajas de plátanos, arroz y habichuelas.
—¡Ah!, y he comprado Coca-Cola, la chispa de la vida —anunció.
Era imposible beber el agua del grifo, así que cogimos las latas y bebimos directamente de ellas. Silví dejó escapar un eructo, tras lo cual pidió perdón.
—Hace como dos años que no pruebo una de estas. Ustedes lo entenderán…
Daniel se puso a husmear por la cocina y encontró un par de botellas de ron Barbancourt cubiertas por una espesa capa de polvo.
—Se habrán convertido en reserva especial —rio mientras abría una de ellas—. ¿Quién quiere una copita?
Todos aceptamos el trago e iniciamos una ronda de miradas cruzadas. Cada uno inspeccionaba al otro buscando complicidad. Mientras Silví iba dándole vueltas a los fréjoles mi estómago rugía de hambre y nos íbamos sumiendo en un agradable sopor. Ese ron era la cosa más deliciosa que había probado en mucho tiempo.
—Ya le he dado los pocos documentos que encontramos a mi tío —dijo el abogado—. En principio, todo está resuelto, ya puedes ponerle precio a la casa. ¿No era ese tu objetivo?
—Lo era, pero ahora he decidido pasar un tiempo aquí, hasta que resuelva algunos asuntos. Mientras tanto, no voy a volver a Nueva York.
—Me alegro —dijo Daniel, mirándome a los ojos—. ¡Ah!, por cierto, mi tío te invita a cenar en su casa mañana.
Creí verle sonrojado, pero pudo ser efecto del ron. Acepté la propuesta justo en el momento en que Silví me servía un plato humeante cargado de comida, una montaña de arroz que se desbordaba por los lados. En el transcurso de la conversación apenas pude devorar la cuarta parte de lo que había amontonado.
—¿Quiénes pasaréis la noche aquí? —preguntó Daniel.
—Nosotros tres.
—Me quedo más tranquilo, porque hay una pregunta que no paro de hacerme. Si no se llevaron los documentos…, ¿qué estaban buscando los que derribaron la puerta?
—Eso me gustaría saber.
Apenas terminé de pronunciar la frase oímos golpes. Alguien sacudía la puerta de entrada. Me acerqué al hall y vi que se trataba de Zankú. Le abrí sin pensarlo. Le invité a pasar, y él, con la cara ruin de siempre, me expresó su deseo de ayudar. Entró en el salón, y miró con desprecio a los primos.
—Tenga cuidado, porque el chico ese es un gañán al que se ha relacionado con algún hurto en la zona, y en cuanto a ella, me parece una deslenguada de tres al cuarto impropia del rango de esta casa. Yo que usted los despediría y me dejaría aconsejar. Yo mismo podría enviarle esta misma noche sirvientes de confianza. ¿Qué le parece?
Cuando lo oí, pensé que su propuesta era como para morirme de risa, pero inmediatamente me pareció como para morirme de pena.
—Me quedo con ellos. Son honestos y trabajadores, exactamente la ayuda que necesito.
Zankú mostró su cara de enfado cuando vio que bebían un trago de ron en la mesa principal. Lanzó una mirada desafiante al muchacho, pero desistió al percatarse de la presencia de Daniel.
—¡Vaya! Alguien de prestigio sentado a su mesa, señorita Acevedo —se giró hacia los primos y continuó con el hostigamiento—. Debería daros vergüenza. Es indigno que estos truhanes estén aquí. ¡Marchaos!
Después ocurrió algo absurdo. Silví le contestó que ella y su primo eran empleados de aquella casa, que yo les había contratado y les pagaba un sueldo, a lo que el policía, muy irritado, con la mirada envilecida, le respondió que en la ciudad mandaba él, que nadie podía estar por encima del orden, y en consecuencia estaban avisados. Ladró una sarta de amenazas, entre las que la más inofensiva consistió en amedrentarlos afirmando que los gallos que pierden la pelea siempre están destinados al sancocho.
—¿Me habéis escuchado? —escupió.
—Como para no hacerlo —insistió Silví—. Vaya voz más fuerte que tiene usted.
El superintendente la observó con desprecio y se encaró con ella, una mujer que lejos de amilanarse se le acercó desafiante, le apuntó al rostro con el dedo índice, y para rematar su faena le mandó callar.
Como si hubiese recibido un aguijonazo del diablo, Zankú pronunció un torrente de improperios. Sus ojos resplandecieron llenos de negra malicia, la taladró con la mirada, se abalanzó aún más sobre ella, y le lanzó amenazas aún más graves.
Ella se disponía a contestarle de nuevo, cuando el superintendente le propinó un golpe brutal en la cara.
La pobre cayó sobre las cacerolas, con la mala fortuna de que el caldo marrón de las habichuelas se le derramó encima antes de acabar sentada en el suelo.
Me arrodillé para verle el rostro, llena de rencor, de rabia y de amargura. Estaba magullada, intoxicada de orgullo.
Lo único que pude hacer fue darle un beso en la frente, y luego mojar un trapo para taponarle el corte que le cruzaba el rostro: el bruto la había rajado con un anillo puntiagudo.
Ella se quejaba, bramaba por algo que yo no entendía bien. Comprobé que casi no salía sangre y tomé otro trapo para limpiar una salsa que cubría su vestido amarillo. Fue entonces cuando me percaté de que clamaba por eso, lo que más le había dolido, un traje que presumí el mejor de su armario.
De espaldas, le grité que se fuera, que no quería verle nunca más. Abandonó la casa afirmando que ahí no iba a quedar eso. Se alejó profiriendo una auténtica lluvia de maldiciones. Supe que a partir de ese instante lo único que podía esperar de ese hombre era que desplegase un campo de minas delante de nosotras.
Ayudé a Silví a levantarse y limpié su cara. La miré. Aquella mujer me mostraba una sonrisa absolutamente inmerecida, pero no abría la boca.
Luego le vi escupir un par de dientes, o puede que fueran más. Zankú le había arrancado de cuajo varias piezas.
Quise ayudarla, buscar algún remedio para algo que se me antojaba incómodo para una chica joven.
Por fin habló, y cuando lo hizo, se tapaba la boca con el dorso de la mano.
Me dijo que no era una situación nueva para ella, que la perdonase, que esa no había sido su intención, pero no comprendí muy bien el motivo de sus excusas, aunque en realidad no comprendía nada de lo que estaba pasando.
Pensé que todos nos estábamos volviendo locos, así que lo mejor era quitar peso a la situación, y con ese fin propuse que nos sentáramos en el porche y rematar la última botella de ron.
Allí hice un esfuerzo notable por desviar la conversación hacia asuntos más seductores, al menos cuando vi que Silví ya no sangraba por la herida. Elogié las macetas que Boco había colgado en ese pórtico florido, alabé el exquisito sabor del pollo, e incluso le dije a Daniel que esa noche vestía de forma elegante. Por las calles no se veía ni una mísera rata. A lo lejos se percibía vida en las lucecitas de las casas cercanas, solo escuchábamos nuestras voces y el ruido de alguna moto perdida que pasaba por el lugar. Era una noche templada, las nubes habían desaparecido y contemplábamos un cielo repleto de estrellas. Se me ocurrió preguntar a cada uno de ellos cuál era su favorita. Silví me dijo que la más gorda, la que más lucía. Boco nunca se había fijado en ellas, simplemente, no le gustaba la noche. Daniel tardó en contestar un buen rato. Explicó que cada uno tiene que apostar por algo superior, una referencia en la que confiar, y puestos a buscar una razonable, ahí estaban los astros. Nos hizo una disertación sobre la mezcla de las culturas prehispánicas y el catolicismo que instaló la duda en mi conciencia. Aquella respuesta era digna de analizar, y tal vez por eso acabé pidiéndole que se quedara a dormir.
Mi ofrecimiento le llevó a regalarme una cita excepcional: «¿Sabes qué dijo una vez Van Gogh?». «No», le contesté. Y él entonces dijo: «Cuando siento la necesidad de religión, salgo de noche para pintar estrellas».
Afortunadamente, ya no quedaba más ron. Me sentía animosa, hipnotizada por el momento, convencida de que había acertado quedándome allí, tanto que quise echarme a dormir en el suelo del porche para ver cuál era mi estrella. Hice un gesto con la mano, y Boco entendió que quería más ron. No sé de dónde lo sacó, pero en cuestión de minutos había más hielo en mi vaso y más alcohol en mis venas. Seguimos hablando de temas místicos, del sol, de la tierra, de nuestro pasado, de la política del gobierno haitiano, de la política del gobierno norteamericano, de mil cosas que no recuerdo. Daniel llevaba la palabra, yo le rebatía todos y cada uno de sus argumentos, Boco callaba, y Silví, en un momento de la discusión, dio las buenas noches y se adentró en la casa arrastrando los pies. Quise acompañarla, pero las piernas no me respondían.
Así estuvimos hasta que se fue la luz, un apagón generalizado. Yo no conocía la casa como para moverme a oscuras, no me atrevía a subir a mi habitación, y tal vez porque mi cabeza orbitaba sobre mis hombros, lo único que conseguí fue arrastrarme por el porche y alcanzar el interior. Miré hacia atrás y pude ver algunas sombras en el jardín proyectadas por las columnas. No oía ni un tímido sonido, ni respirar a nadie, por eso pensé en llamar a alguno de los hombres, pero me convencí de que me había quedado dormida y se habían marchado hacía rato. Me deslicé hacia las escaleras y pensé quedarme a dormir en el porche, tal y como había deseado dos tragos atrás, pero al final ascendí con una mano apretada contra la barandilla y la otra extendida hacia delante, como una ciega. La oscuridad era absoluta también en el piso de arriba. Di un par de tumbos, tropecé con una caja, luego con un mueble (¿qué hacía ese aparador allí?) y finalmente entré en una habitación también a oscuras, no veía ventana alguna, en realidad no veía nada. Me dejé caer sobre la cama, boca arriba, serené mi respiración y abrí los brazos en cruz. Uno de ellos cayó sobre algo. Allí había alguien, lo supe en cuanto descubrí que estaba tocando el pecho de un hombre desnudo.
Tras la reacción de sorpresa, me reí, pregunté quién era, me di media vuelta para verle mejor, y nada más girarme, mis labios rozaron sus labios, que sabían a ron, como debían saber también los míos. Fue cuando advertí que mi borrachera alcanzaba dimensiones ciclópeas, quise erguirme apoyando una mano en el colchón pero me encontré de nuevo con un pecho musculoso que vibraba, impregnado de una fina capa de sudor. A partir de ahí sucedieron hechos inexplicables, caí envuelta en una espiral de ascendente excitación: un brazo rodeándome la nuca y acercándome a él, yo tratando de zafarme (al menos eso creo) y al final, los dos revoleándonos en un colchón extraño. Fue un poco salvaje, tal vez fruto del alcohol, pero allí estaba yo a punto de hacer algo inesperado con un desconocido en un contexto de contrariedades, una situación claramente irracional.
El tipo me desnudó y mientras lo hacía, aproveché para ver si tenía la nariz torcida, si tenía el pelo ensortijado, o simplemente, descubrir algún detalle revelador. A ratos pensaba que si no hablaba era porque se trataba de Boco, y otras veces, me parecía un sutil juego propio de una mente más refinada como la de Daniel.
Le acaricié y comprobé cómo sus músculos se tensaban bajo su piel. Hubiese dado cualquier cosa por ver el color de esa piel, pero sin luz y con la lengua absolutamente inservible, decidí entregarme sin más al puro placer.
El tipo lanzó varios gemidos. Yo hubiese podido seguir jugando a la adivinanza, pero no quise seguir adivinando, porque ya había desistido de esa empresa.
Me había subido a una irresistible montaña rusa.