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Haití. Haití. Haití. Pronuncié entre susurros. La isla quimérica, la tierra de montañas perdidas, el lugar más recóndito del mar Caribe provocó en mí un profundo suspiro cuando aterricé en Puerto Príncipe. Aquel país era el resultado palmario de una serie de convulsiones que lo convirtieron en una mezcla de paraísos e infiernos, y al llegar allí me pregunté si ese precipitado retorno me mostraría el cielo o más bien el averno.

Eran tantos los recuerdos, los temores que un escalofrío ascendió por mi columna vertebral y acabó en mis dientes, trastabillando mis labios al pronunciar las primeras palabras tras el aterrizaje.

—Haití nunca se olvida. Es uno de esos países que te marcan para siempre —le dije al pasajero que ocupaba el asiento junto al mío, pero él no me respondió.

Me despedí de la tripulación, especialmente de una azafata de mirada intensa cuyos labios rollizos, algo artificiales, me pedían que volviese pronto a casa con American. Quise tragar saliva, pero la fiebre me había dejado la boca seca, la miré con delicadeza y deseé para mis adentros volver a salir de la isla montada en un aparato como ese, porque la última vez lo había hecho en una barcaza inmunda.

Mientras recibía la maleta llamé a Bob, pero mi teléfono aún no estaba operativo, le costaba trabajo arrancar, como si se hubiera habituado al ritmo del Caribe. Luego abandoné el aeropuerto a pie. La primera imagen me pareció sorprendente: cientos de personas hacinadas para conseguir una buena posición ante el inminente desembarco de turistas americanos presuntamente cargados de dólares, aunque la verdad, en mi avión solo yo parecía de fuera del país, a pesar de ser tan haitiana como ellos. Compré un plano en el que localicé algunos lugares, y tras unos segundos, elevé la mirada hacia la silueta de aquella ciudad mágica. Divisé algunos edificios modernos, pude contemplar los barrios más populares, y entre ellos, adiviné a lo lejos la silueta de Pétionville, en las faldas de la montaña. Hice un esfuerzo por evitar las ideas más amargas de mi niñez, las supersticiones que habían minado a mi familia, los terribles hechos en torno a la muerte de mi padre, el enorme esfuerzo por sobrevivir a mi propio espanto.

Sorteé decenas de puestos ambulantes cargados de frutas y al pasar el último, casi derribé a una niña de enormes trenzas. Aquel era un lugar insólito, por él pululaban miles de personas, bullían la vida y los negocios. La maleta con ropa para varios días no pesaba, pero de vez en cuando alguna de las ruedas se metía en un boquete del asfalto. Había tantos que no pude avanzar más rápido, impaciente por llegar, aunque en realidad aún no sabía adónde. Paré para intentarlo de nuevo. Ahora sí funcionaba. Respiré con fuerza y cerré los ojos para empaparme del olor de aquel lugar. La mezcla de las especias, las flores cortadas y los guisos que algunos comerciantes vendían en la misma calle actuaron como un increíble bálsamo capaz de relajar las palpitaciones que me habían invadido en cuanto vi desde el avión las verdes aguas de la bahía de Puerto Príncipe.

—¿Ya estás aquí?

—Acabo de aterrizar. Dime en qué hospital está Hugo.

Caminando a buen ritmo llegué en diez minutos, y desde fuera comprobé que la clínica parecía bien conservada, un inmaculado edificio pintado de blanco.

En la habitación encontré a Bob sentado en una silla junto a la cama, cariacontecido, con ojos extraviados.

Hugo mostraba una expresión desdibujada y el rostro exangüe, tanto que su piel parecía más clara que nunca, los brazos pegados al cuerpo, como enflaquecidos, y la sábana que le tapaba dejaba entrever una figura más enjuta de lo que yo recordaba. Pedí hablar con el médico, un hombre bajito de bata blanca cuyo bolsillo superior estaba cargado de bolígrafos, y sin que yo le preguntase nada me indicó el estado del enfermo.

—Está en coma —dijo, mirando el historial que traía en la mano.

—¿Y qué pudo causarlo?

—En medicina, este síndrome puede ser provocado por una gran variedad de condiciones, tan amplias que van desde una hipoglucemia a una hiperglucemia, pero también por otros agentes externos como las drogas, el alcohol, o incluso problemas internos, enfermedades del sistema nervioso, ictus, traumatismo craneoencefálico, etcétera.

—Vamos, que no tienen ni idea.

Me observó de arriba abajo preguntándose quién era esa mujer vestida como una norteamericana que hablaba tan bien su idioma.

—Estamos haciéndole pruebas. Debemos esperar.

Se marchó y me senté junto a Bob para escuchar una versión más amplia de lo que había sucedido, pero no obtuve mucha más información de la que me había aportado por teléfono. Se sintió responsable de no haberlo hallado antes, y tal vez por eso me soltó una larga retahíla.

—Aún recuerdo cuando llegamos a Puerto Rico, lo que se movió para encontrar a los amigos de vuestro padre, y el tiempo que pasamos en San Juan. Ya sé que tú sufriste con aquello, pero para mí fueron probablemente los mejores años de mi vida. Mira, Hugo es como mi hermano, le debo la vida, haría cualquier cosa por él.

—Olvida Puerto Rico. Ahora hay que cuidarlo y esperar.

Acordamos que él se quedaría en el hospital y yo saldría allí fuera a buscar respuestas.

***

Sentada en un banco de un jardincito cercano, tomé entre mis manos una carta que me sabía de memoria. Aun así, la lectura de aquel trozo de papel me llenó de una terrible tristeza. No tenía ni idea de por dónde arrancar, las teclas que debía tocar después de tantos años. Me armé de valor y comencé por buscar un hotel cerca del hospital. Encontré uno bastante razonable y tomé dos habitaciones, de una forma u otra, Bob tendría que descansar y asearse de vez en cuando. Dejé la maleta en la recepción y me eché a la calle. Pasé varias horas gravitando hacia los lugares de mi infancia, reconstruyendo un pasado con demasiadas parcelas oscuras, evitando ir a la casa. Luego, cuando ya me sentía algo cansada, pregunté en una oficina turística por el notario más influyente de la ciudad. El día era luminoso y debía aprovechar el tiempo. Anduve solo unos minutos, me planté frente a un palacete pintado de blanco y leí una placa dorada que anunciaba los servicios del notario.

Una recepcionista madurita me confirmó que podía recibirme. Me acompañó a la planta superior y accedimos a una antesala lujosamente decorada al estilo decimonónico francés. Aquellos pesados cortinajes, las alfombras y los muebles me hicieron sentir fuera de allí, en el interior de cualquier castillo del valle del Loira.

La chica me dejó sola, y yo me dediqué a husmear. El estómago me dio un vuelco al descubrir en los aparadores del fondo un buen número de fotografías en las que aparecía entre otros mi propio padre, retratado junto a muchos amigos. Me recreé en su rostro, en su expresión, y cerré los ojos, por si llegaban recuerdos extraviados de mi infancia.

—El día que se tomó esa imagen usted no había nacido.

Desde atrás me hablaba un hombre de piel oscura con gafas de búho, enfundado en una guayabera inmaculada, pelo canoso y figura encorvada.

—Pase, por favor.

Entré a un despacho dotado de un mobiliario parecido al de la antesala.

—Se ha convertido usted en toda una mujer. Aún la recuerdo correteando por la casa de Pétionville, escondiéndose entre las columnas del porche. Creo que estudió derecho en Nueva York, en Columbia, ¿es así?

Me sobresalté. ¿Cómo sabía ese hombre que yo había estudiado en esa universidad?

—Estudié periodismo, y bueno, no me va mal.

—Me alegro. ¿Va a volver usted por mucho tiempo?

—He venido por unos días. Tengo la intención de vender la casa y lo que pueda quedar. He echado raíces en los Estados Unidos y quiero liquidar el patrimonio de mi familia. ¿Puede usted ayudarme? —evité hablarle de Hugo.

—Por supuesto. Es una pena, porque su apellido es toda una institución aquí. Su padre dejó una fuerte impronta en la ciudad. Y con respecto a la casa…, todos la recordamos.

—Las fiestas, las reuniones, y las partidas de póquer… Pero nadie ayudó a Pedro Acevedo cuando más lo necesitaba.

Le miré directamente a los ojos, pero los gruesos cristales de aquel tipo no me dejaron escrutar en profundidad aquel rostro desencajado.

—Yo creo que usted realmente no conoce esta ciudad, ni siquiera este país, y mucho menos la realidad de su familia, los negocios de su padre y la enorme influencia que tenía en mucha gente. Y ahora, me temo que las cosas están aún peor que cuando usted se marchó.

—¿Por qué dice eso?

—Su padre siempre les ocultó la realidad de esta isla. Jamás permitió que nadie se acercara ni a su hermano ni a usted, les educó separados de los niños de su entorno y nunca les explicó cómo son las cosas aquí. Lamento decirlo, pero es así. Por eso, tenga usted cuidado en estos días que va a pasar en Puerto Príncipe. No vuelva a meterse en líos.

—Me desconcierta.

—La misma tarde de la muerte de su padre les vieron dirigirse a Cité Soleil, y eso no es recomendable. Hubo gente que llegó a decir que su hermano visitó a un conocido brujo, y que eso pudo provocar algunos inconvenientes en relación con lo ocurrido. ¿Le puedo preguntar qué pretendían?

Tosí varias veces.

—Queríamos a nuestro padre más que a nada en este mundo. Déjeme que yo le pregunte a usted algo. ¿Sigue estando por aquí Nicolás Duverger?

—Sí, el superintendente continúa en su puesto, imponiendo orden en las calles de esta caótica ciudad.

Nos miramos durante unos segundos, estudiándonos.

—¿Cuáles son las propiedades que podemos recuperar?

—La casa de Pétionville y algunos terrenos. Otras tierras han pasado a manos del gobierno, por la falta de pago de impuestos y otras razones de índole administrativa. Si le parece, le preparo una relación de las mismas y procedemos a ponerlas a la venta.

—Sí, claro.

—Pero hay algo que debe hacer —solicitó el notario—. Quiero que vaya usted a la casa y busque todas las escrituras que aún se conserven, si es que queda algo. Cuando se marcharon ordené entablar las ventanas, y de vez en cuando envío a alguien a echarle un vistazo por fuera, pero seguro que han entrado en ella. Debe ir, ver el inmueble y decirme cuánto quiere por él. Imagino que no tiene usted problema en volver por allí, ¿no?

Tragué saliva y asentí.

—Por cierto —el notario se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Me pregunté si sería capaz de ver algo—. ¿Qué ha sido de su hermano?

—Vendrá pronto. Ya mismo lo tendremos por aquí.

***

Pasé la tarde sentada junto a Hugo mientras Bob iba al hotel. Observé que su pelo estaba impregnado de una repugnante grasa, lo limpié y peiné lo mejor que pude, luego ordené la habitación y consulté con los médicos el estado del paciente. No había evolución alguna, y lejos de darme esperanzas, el mismo doctor acompañado de varios colegas me pidió que tuviera paciencia. Me retrepé en el sillón, cogí la mano de mi hermano y me dormí al instante. Había pedido un antifebril que hizo un efecto inmediato.

Esa vez soñé con un elefante que perseguía a la gente, Andrea me cogía de la mano y, de nuevo, esperábamos a la yola que habría de sacarnos de allí. La playa era preciosa, unas palmeras nos daban cobijo antes de partir. La barca estaba gobernada por un indio, un hombre de semblante adusto que mantenía su mirada fija en mí mientras sujetaba con firmeza el timón. Desde la arena yo le indicaba que se acercase, quería tomar aquella nave y partir de la isla cuanto antes. Él negaba con la cabeza, no hacía el menor intento por venir a por mí. Así permanecimos un rato que me pareció interminable, yo, caminando de un lado a otro de la playa, él, manejando la yola siempre en el sentido inverso al que me desplazaba. Las olas comenzaban a encrespar el mar Caribe cuando una mujer se aproximó. Venía corriendo, desesperada, como si la arena le quemase los pies. Se echó encima de mí y me suplicó algo, no la entendía, no comprendía su idioma: era una taína esbelta. Fue entonces cuando el indio detuvo la yola por fin, y desde la distancia aulló con desesperación.

—¡Cuida de mi hija! Higuemota te necesita. No puedes volver.

A partir de ahí todo se volvió irreal. Andrea se desprendió de su ropa y se colocó un penacho de plumas de tucán y adquirió de repente un sospechoso aspecto, similar al que presumía pudo tener Anacaona. La miré y su cara ya no era su cara. Había acabado de transmutarse, y rápidamente comprendí el parentesco entre aquellas mujeres, y también adiviné quién me negaba el embarque. Caonabó se alejó, me dejó allí tirada, sin posibilidad de escape, mientras me gritaba que cuidase de su hija.

Desperté cuando alguien me zarandeaba. Era Bob. Fiel a su palabra, había vuelto rápido, se había cambiado de ropa y olía a champú; aún tenía el pelo mojado.

—Relevo —soltó, haciendo un gesto militar—. No sabes cómo se suda aquí.

—Voy a dormir un rato. Te llamo luego.

Fui al hotel. Jamás había dormido una siesta en mi vida, pero el cansancio pudo conmigo, destapé la cama y caí en un plácido sueño.

***

Los rayos del sol penetraban en la habitación como lanzas punzantes y se clavaron en mis ojos cuando levanté la sábana que me tapaba por completo, un modo de evitar las picaduras de los mosquitos. Con la boca seca, di un salto de la cama y abrí la puerta del minibar. Solo encontré dos enormes insectos muertos, avejentados. Me vestí y acudí al restaurante a probar mejor suerte. Encontré algo que comer y bebí varios vasos de agua. No tenía prisa, había llamado a Bob y todo seguía igual, así que decidí salir a dar un paseo por los alrededores y relajarme.

El viento levantaba una descomunal polvareda en las calles en un día de calor que aturdía, pero lejos de amedrentarme, caminé rápido. A lo lejos vislumbré la silueta de un cementerio y di un rodeo para evitarlo. Avancé entre casitas de construcción modesta, fachadas de colores chillones con macetas rebosantes de flores que alegraban la tarde. Una vieja que barría una de las viviendas me sonrió desde la entrada, mostró tan solo dos dientes en una boca que parecía tan deteriorada como la ciudad. El sol comenzaba a caer y formaba figuras alargadas con las sombras de dos mujeres que cuchicheaban en la calle.

Fue precisamente aquella quietud la que me motivó a poner rumbo a Pétionville. Lo pensé, dudé varias veces, y terminé dejando que mi intuición fijase una ruta que me llevase hasta la casa.

Con la idea de llegar antes de que oscureciera, aceleré el paso. Observé que los niños comenzaban a formar coros en algunas esquinas, habían pintado con tiza juegos para brincar un rato. Fue en ese momento cuando oí una voz profunda.

«Estaré allí», sonó con fuerza en mi cabeza.

Me detuve, y miré en todas direcciones. No había nadie alrededor. Tampoco había balcones desde los que me hubiesen podido soltar aquella frase, y acabé imaginando que había sido el susurro del viento. Aceleré el paso, subí las cuestas de acceso a Pétionville, y ahí paré unos segundos, volví la cara y contemplé cómo la ciudad tendía a mis pies un reguero de lucecitas difusas. Respiré y acopié fuerzas.

Unos últimos pasos me condujeron finalmente a la casa. Me planté frente a la verja y cerré los ojos, no sin antes tomar aliento.

***

Titubeé, acaricié la idea de regresar al hotel, pero terminé aceptando que tarde o temprano tendría que afrontar mis propios fantasmas. Abrí los ojos y vi algo desolador. La mansión de Pétionville mostraba un aspecto atroz. Las ventanas tapiadas con trozos de madera era lo de menos, en el jardín crecían enormes plantas silvestres que lamían las paredes, había montones de basura, montañas en realidad, y habían robado todas las tejas, un deterioro espeluznante.

Presumí que las ratas se habrían apoderado del interior, y no serían las únicas alimañas dueñas del palacete que otrora fuera para muchos la envidia de la isla de Haití.

Agarrada a unos barrotes herrumbrosos, mientras trataba de rescatar algún recuerdo, oí pasos tras de mí. La noche ya se había tragado las calles y me costó distinguir entre las tinieblas la figura de alguien vestido de negro.

—No se preocupe. Soy Silví.

Pegué un respingo y me apoyé contra la valla. Varios pinchazos punzaron mi espalda, como si me hubiesen clavado decenas de alfileres: los pinchos de una buganvilla salvaje habían traspasado mi camisa. Miré con consternación la figura que se aproximaba.

Esa persona había fallecido el mismo día que mi padre. Dios, no podía ser, era imposible, yo apenas la recordaba, pero mi hermano la mencionaba continuamente, y… estaba muerta.

Conseguí serenarme y mirarla a la cara. En realidad se trataba de una chica de piel oscura de unos veintitantos años, mucho más joven que la asistenta que había cuidado de nosotros.

—Soy la hija de Silví —pronunció suavemente, al comprobar el susto que me había llevado—. He sabido que estaba usted en la isla, y… quería ayudarla.

Respiré profundamente.

—¿Y quién te lo dijo?

—El notario —dijo bajando la mirada—. Me pidió que la ayude mientras esté aquí.

—Ya soy mayorcita para cuidar de mí misma.

—Este país es difícil, y yo puedo ayudarla, como hizo mi madre toda su vida.

No me fiaba del notario, y, por tanto, no me fiaba de ella, pero me acordé de las palabras de mi hermano. Por muchos años, Silví fue mi sombra cada vez que salía a la calle, y aquella mujer había sido para mí una sustituta de la madre que nunca tuve. Asentí y miré hacia la casa. De alguna forma, aquella muchacha podía ayudarme más de lo que yo creía.

Silví entendió mi decisión y no dejó pasar ni un segundo. Le pegó un empujón a la verja y se coló sin mediar palabra.

***

Mientras ella avanzaba zigzagueando entre la maleza del jardín yo miraba hacia atrás. El sol hacía equilibrios en las cornisas de las montañas, preparado para hundirse, y aun así, el calor provocaba que un extraño vapor emanase de las alcantarillas, difuminando las siluetas de los árboles.

Me convencí de que buscaba razones para no entrar. Tuve que armarme de valor para adentrarme en el jardín siguiendo los pasos de Silví, entre la hierba y la basura, que competían por hacerse un hueco en aquella zahúrda de ratas. Mientras yo luchaba por no caerme al suelo, la chica ya estaba aporreando la puerta de entrada y amenazaba con echarla abajo. Intenté decirle que tenía la llave, pero aquello no sirvió de nada. De pronto, la cerradura cedió.

—La puerta es buena, de roble seguramente, pero la humedad haitiana puede con todo —soltó la joven mientras me guiñaba un ojo.

—Es de caoba —le dije—. Aquí todo es de caoba.

Se introdujo en la oscuridad. Al cabo de una eternidad volvió con un objeto punzante en la mano y una sonrisa, con la firme convicción de que iba a solucionar el problema.

—Voy a enganchar la red interna al cable de la luz de la compañía suministradora de energía —proclamó—. Total, aquí lo hace todo el mundo. Y ahora, incluso la familia Acevedo… ¿Quién lo diría?

A plena carcajada abandonó la casa en busca de la caja de empalmes más cercana. Regresó en unos minutos.

—Ya está. Ha sido pan comido —afirmó—. Ahora falta por ver cuántas bombillas resistirán el envite. Ha pasado mucho tiempo. ¿Está usted preparada, doña María?

—No me llames doña María. No me gusta.

—Es que su familia provenía del área española de la isla, ¿no es así?

Asentí y me preparé para volver al pasado. Silví palpó la pared en busca del interruptor e hizo que la corriente eléctrica retornase a la mansión de Pétionville. Varios chispazos, seguidos de chasquidos, dejaron claro que la instalación interior necesitaba un apaño.

—Al menos han quedado tres lámparas funcionando. Suficiente para saber qué ha quedado en pie del feudo de los Acevedo —chilló—. Veamos.

Enormes telas de araña se habían apoderado de las esquinas y las paredes habían escupido el papel pintado, ahora en el suelo hecho jirones, unas capas plegadas sobre otras, como un pastel de inmundicia, todo aderezado con sedimentos de polvo blanco. Las cortinas, raídas, se habían desprendido, ahora unidas al festín de suciedad, formando un amasijo de mugre que sin duda era el perfecto nido para las más repugnantes sabandijas. La imagen me sobrecogió, porque aquella estampa parecía sacada de un mal sueño, una de esas pesadillas que últimamente me rondaban con insospechada frecuencia.

—Yo me ofrezco a limpiar este espanto —se apresuró a decir Silví—. Tengo un primo que es como una máquina de vapor, y entre ambos podemos tener todo esto más pulcro que el palacio nacional en unos días. ¿Qué le parece?

—Solo he venido a buscar unos documentos. No creo necesario que llames a tu primo —suspiré—. No tengo intención de quedarme.

Unos pasos nos alertaron de que alguien entraba, había abierto la verja y ahora movía la puerta. Sin ser invitado, un pintoresco policía vestido con uniforme azul marino del que pendían pomposos cordones dorados se plantó en el hall de entrada. La penumbra exterior no me permitía ver bien su rostro.

—He visto luz en esta casa después de muchos años. ¿Quiénes son ustedes?

—Esta señora es la propietaria de la mansión —dijo Silví sin esperar a que yo abriese la boca.

—La hija de Acevedo… —pronunció el policía—. Me habían dicho que estaba usted por la isla, pero no imaginé que se atreviese a entrar sin ayuda cualificada.

—Gracias por lo que me toca… —balbuceó Silví.

Zankú. Había soñado con él miles de veces, le había sufrido en mis peores pesadillas, y ahora le tenía delante. Mi hermano había sufrido imaginando el momento en que volviera a verle, el instante preciso en que le tuviera delante y pudiera descargar sobre él toda su ira, un deseo de venganza transpirado por todos y cada uno de los poros de su piel durante años. Mi sorpresa fue tan grande, tan intensa que las piernas no me respondieron, el pulso se disparó, y al final me comporté como si una corriente eléctrica me hubiese sacudido el cuerpo entero, un guiñapo incapaz de hacerle frente a aquel monstruo. Me sentí desconcertada, reacia a aceptar que un dolor tan intenso me vapulease.

Tuve la impagable oportunidad de resarcirme, y simplemente, caí en las garras de la desesperación.

El policía levantó la mano indicándole a la muchacha que se callase. A ella la vi tensa, se mordía el labio inferior, era evidente que aquel tipo también la asustaba.

—He vuelto a la isla por poco tiempo, inspector Duverger.

—Superintendente —vociferó ofendido—. Hace muchos años que fui ascendido. Soy el responsable de la seguridad de esta ciudad. ¿Me comprende?

Moví la cabeza, pero un aleteo de rabia me removió las entrañas.

—Siempre fui un gran amigo de su padre, ya lo sabe —miró de reojo y esperó que volviese a asentir—. Deseo que cuente conmigo para poner en orden sus asuntos.

—Mi idea es vender la casa y volver a los Estados Unidos.

—Su padre tenía muchos negocios, usted era pequeña, y bueno…, todo es agua pasada. Yo la ayudaré como siempre he hecho con su familia.

El hombre dio varias vueltas alrededor del salón. Observó los cortinajes caídos y levantó con el pie un montón de basura que se le antojó interesante.

—Ahora creo que será mejor que dejen este escabroso lugar y regresen mañana con luz. Podrían ser mordidas por cualquier bicho.

En las palabras de Zankú había un tono burlón que desarmaba.

Permanecimos unos instantes desorientadas. La chica me miraba con pena, consciente de mi angustia. Me miró de una forma especial y dejó que yo entreviese que lo que había sucedido en aquella casa también le había dejado cicatrices a ella, que me comprendía en definitiva, y por eso sus ojos se llenaron de ternura y entendí a través de su mirada que iba a cuidar de mí, que no permitiría que me ocurriese nada, una transmisión de pensamientos curiosa, como si entre ella y yo hubiese algo pendiente. A mi padre le robaron la vida de un plumazo, a su madre también. La conclusión era que nada quedaba de ellos salvo un montón de huesos y el triste recuerdo de su inextinguible relación, una mujer que sirvió a su patrón sin fisuras, un vínculo que habría de perdurar en el alma de aquella casa para siempre, y lo curioso es que aquella mujer, a su modo disperso y azaroso, me estaba insinuando que quería adoptar la misma relación, me estaba ofreciendo la misma vinculación.

Nos despedimos con el compromiso de volver al día siguiente. Antes quise darle un beso, que ella rehusó, y simplemente se alejó sin decir nada, así que enfilé una de las calles principales de Pétionville con la idea de seguir una ruta hacia el hotel que contase solo con vías bien iluminadas; aquella ciudad daba susto por las noches.

Apenas había comenzado a deambular por el laberinto de calles cuando volví a escucharlo. «Estaré allí». Me detuve. Nadie me seguía, estaba sola en medio de la calle, turbada por la voz que venía de mi propio interior, y eso me hizo correr para refugiarme en el hotel. Todo hacía presagiar que me estaba volviendo loca, o, tal vez, en el fondo, solo eran las consecuencias del desasosiego que me había producido aquel encuentro.

***

Aquella noche me eché en la cama sin tan siquiera levantar la sábana, sin poner el aire acondicionado, incluso sin quitarme la ropa. Estaba terriblemente cansada, angustiada por la situación de mi hermano, y el encuentro con Zankú no había hecho más que agotar mis últimas dosis de energías. Poco a poco fui cayendo en la desesperación, en un quejumbroso desánimo, acorralada por una agobiante soledad, avanzaba por un absurdo callejón en el que me iba metiendo yo sola, a sabiendas de que ese no era el camino para recuperar a quien más quería. Me brotaban lágrimas de frustración cuando observé que sobre la pared del fondo se proyectaba una sombra amorfa. Impotente, hundí la cabeza entre mis manos, quise salir corriendo de allí, pero la silueta comenzó a moverse, a cambiar de posición, a duplicarse o triplicarse alrededor de mí. Estuve un rato rodeada de esa sombra que parecía dispuesta a engullirme de un momento a otro, que avanzaba y retrocedía como si tuviera vida propia, como si repitiera los movimientos de un juego macabro. Quise convencerme de que aquello no era nada, solo mi imaginación, hasta que escuché un silbido penetrante. Pensé que no era más que el viento que soplaba a través de una ventana mal encajada, pero no, no podía engañarme más. Allí había algo, y aunque no conseguí verlo, supe que no era producto de mi fantasía, sino una sombra tenebrosa que se movía por el lugar, una sombra sin metáforas, vacía de imágenes. Traté de no asustarme porque en el fondo solo era eso, una sombra, que se coló en mí como el viento se colaba por la ventana, penetró en mi alma y me poseyó sin remedio. Noté algo extraño en mi boca, como si mi saliva se hubiese solidificado, y luego me pareció que hurgaba en mi interior, que me arrancaba el espíritu y tiraba de él hacia arriba, hasta sacarlo fuera. Había dejado de pertenecerme y solo cuando estuve algo más tranquila, aquello, fuese lo que fuese, se manifestó, me mostró confianza, me rozó y me acarició. Era inútil controlar esa clase de energía, así que hice lo único que podía hacer: dejarme llevar.

Aparecí en una casa antigua, sentada en un porche frente a una joven india vestida con ropajes señoriales. Si aquello era un sueño, estaba soñando algo de un realismo inquietante.

—No te asustes. Mi nombre es Higuemota, aunque mucha gente me llama doña Ana.

Traté de contestarle, pero ningún sonido salía de mi garganta.

—Mi madre, Anacaona, me dijo que me visitarías. Fue una de las cosas importantes que me anunció antes de morir. La mataron, ¿lo sabías? Hubo una tragedia en Jaragua.

Asentí, pero tampoco podía estar segura de que ese gesto le llegara.

—Ella me dijo que si me visitaba un espíritu como tú y se situaba a mi lado, yo no tendría nada que temer. Me anunció que esto sucedería el día que la estrella brillase desaforadamente, y mira, mira hacia arriba, por favor.

Miré al cielo y observé muchas estrellas, miles, un cielo preñado de astros en el que era imposible distinguir la que ella apuntaba.

—Me dijo que todo comenzaría el día que tú me visitases.

La taína miró al horizonte, tomó un cepillo y comenzó a arreglarse el pelo. El porche estaba algo elevado del suelo, un entarimado de madera para prevenir la entrada de alimañas. Cuando lo creyó conveniente comenzó a hablar.

—Mi madre jamás se opuso a que me casara con un español. Le quería mucho. ¿Sabes lo que es eso?

Me pareció inútil volver a asentir.

—Hernando era bueno, un hombre noble. Le mataron, pero antes pudo darme una dulce hija. Los españoles se matan entre ellos, se comportan como bestias cuando huelen el oro, al que guardan más apego que a la vida.

A lo lejos vi jugar a la pequeña Mencía, una niñita de no más de cinco años que correteaba detrás de una gallina, y tras ella apareció un indio de mirada acerada, pelo negro lacio sobre los hombros, torso cubierto con un trapo de algodón colorido, calzado con unas abarcas de piel de iguana. Iba desarmado y sin variar su semblante sombrío se aproximó lentamente. De un plumazo, Higuemota perdió cualquier rastro de interés en mí y se concentró en la presencia del indio. Comenzaron a hablar de asuntos de los taínos, del gobierno de la isla, de las matanzas que estaban diezmando a la población indígena, de una raza cuya estirpe ahora lideraba ella, hija de los caciques Caonabó y Anacaona.

—Han matado a miles de los nuestros. Desde el día en que nos rendimos a los conquistadores han perpetrado las acciones más bárbaras, y si nadie lo remedia, pronto acabará la vida de los taínos en la isla de Haití.

—Te creía muerto —respondió Higuemota—. Os creía muertos a todos. Esta es una noche de ánimas.

—Fuimos aplastados hasta la extenuación en la matanza de Jaragua. Algunos conseguimos vivir. Escapamos como ratas. Y sin embargo, tú, la hija de nuestra reina, te pliegas al juego de esa gente.

—Mencía me necesita, no tiene padre.

El indio adoptó una pose altanera.

—Alejaos de las garras de estos demonios sin alma. Tenéis que venir con nosotros.

—Ella es hija de un español, un hombre bueno. Mi madre recibió instrucciones de los dioses. Supo que todo esto pasaría, que la ruina de nuestra raza estaba próxima, y fue instruida por Yucahuguamá para que lo aceptara.

El taíno frunció el entrecejo.

—La única circunstancia que debemos admitir es que los invasores deben morir, ningún taíno debería estar junto a ellos —atajó—. Incluso el nombre que te han dado, doña Ana, es ridículo. Te lo aviso, venid con nosotros.

—No lo entiendes. Esa no es la salida. Si no lo comprendes, morirá mucha gente. Está ocurriendo algo excepcional, una revolución como nuestro pueblo jamás ha conocido, no comparable a las invasiones de los caribes. Tienes que entenderlo.

Mientras el indio se alejaba, derrotado, ella me buscaba. Parecía como si mi presencia, aunque fuese etérea, la reconfortara. Busqué los ojos de aquella mujer, unos ojos negros lánguidos en los que solo hallé miedo.

La dejé allí, desplomada en el banco de madera, su cuerpo bañado por una pálida luz espectral, incapaz de articular palabra alguna, de hacer otra cosa más que mirar las estrellas.

***

Los golpes que alguien le propinaba a la puerta me rescataron del encuentro. Salté de la cama cansada, con la sensación de no haber dormido en toda la noche. Abrí y verifiqué lo que tendría oportunidad de certificar en los días siguientes: Silví era realmente ruda. Apareció con el rostro negro perlado de gotas de sudor y una camisa de algodón color naranja completamente pegada al cuerpo. El pelo ensortijado parecía habérsele adherido al cráneo y sus ojos amenazaban con explotar.

—Han entrado en la mansión. Todo está revuelto.

Me miró con sorpresa.

—Quiero decir, más revuelto que anoche. Alguien ha estado husmeando por allí, doña María.

—Te he dicho que no me llames doña María.

Me vestí con urgencia y abandonamos el hotel al trote. Alcanzamos la casa sin aliento, con el corazón palpitando. La verja estaba abierta y la puerta en el suelo, alguien la había abatido sin piedad. Al adentrarnos, la sorpresa fue mayúscula: habían vaciado todos y cada uno de los muebles y el aspecto del salón se asemejaba ahora a un campo de batalla.

—¿Cree ahora que debo llamar a mi primo, doña María?

***

Boco rondaba los veinte años, un tipo fornido de músculos marcados que mostraba el torso sin pudor, vestía unos simples calzones elásticos que se me antojaron similares a la ropa interior, o incluso ropa interior. Le saludé y me fijé en su piel oscura acharolada, salpicada con enormes gotas de sudor probablemente provocadas por las prisas con que había atendido la llamada de su prima.

—Es un buen tipo —declaró Silví—. Muy noble y sencillo, tanto que las chicas no le hacen caso.

Las risas le incomodaron, pero no rebatió a su pariente. Sin mediar palabra ni esperar órdenes, se puso a mover los restos de basura apiñando montones para luego sacarlos al jardín.

—Voy a necesitar ayuda —pidió Boco—. Llamaré a unos amigos.

En unos instantes, observé perpleja cómo la casa se iba llenando de gente que limpiaba a la velocidad del rayo. La propia Silví se afanaba en acelerar el proceso y ya preparaba cubos de agua con trapos para fregar el suelo.

—Será mejor que se marche un rato, doña. Vuelva en unas horas.

Me debatí entre mandar a paseo a aquella mandona o callarme, pero terminé por decidir que era más sencillo ir a hablar con el notario y explicarle que probablemente los papeles habían volado.

***

Llamé a Bob. Me dijo que todo seguía igual. Se habían llevado a Hugo para hacerle pruebas y quedó en llamarme en caso de novedades. El calor era intenso a esa hora de la mañana, y ni mi pantalón ligero ni mi camisa de lino fueron suficientes para aguantar el bochorno. Doblé en la entrada de la avenida de Delmas y no tuve más remedio que pasar por la entrada al cementerio de Pétionville. Me detuve unos segundos, sopesé entrar, y lo hubiese hecho si no fuera porque vi a un hombre espiándome, ocultándose con poco tino tras la valla. No me costó comprender que el tipo estaba siguiéndome. Le delataba un desastroso uniforme azul que le excedía varias tallas. Pensé en darle esquinazo, pero sencillamente le ignoré.

La reacción del notario fue de sorpresa. Nadie había penetrado en la casa en años y ahora, solo porque yo había regresado, revolvían los papeles.

—Los documentos no son imprescindibles —manifestó—. Todo el mundo en esta ciudad sabe que usted es uno de los herederos de Acevedo y, por tanto, incluso sin papeles podemos pedir en los registros que nos expidan duplicados de los títulos de propiedad.

—Entonces…

—No lo sé. Pero sí que tengo una cosa clara. Debe tener cuidado y no andar sola. Vamos a resolver el tema cuanto antes. Por eso, voy a proponerle que alguien la acompañe y revise los documentos que hayan quedado.

—Y… claro, ¿ya tiene elegida a esa persona? —inquirí con ironía.

—Sí, mi sobrino Daniel. Ha estudiado leyes. Mi hermano menor se casó con una francesa y por eso este chico ha salido un poco diferente al resto de la familia, pero es un buen hombre.

Daniel me acompañó a la mansión de Pétionville. Una brisa suave nos acercaba el olor del mar. El hombre era algo mayor que yo, ojos escrutadores y un rostro atractivo a su manera, una belleza rara, nada convencional. Le expliqué lo sucedido en la casa, la necesidad de buscar los papeles y salir pitando de allí, y él se dedicó a estudiarme, probablemente ni me escuchaba, y cuando creyó acabado el examen, con una expresión desconcertante, me preguntó qué me pasaba, pues mi alma andaba revuelta.

—Nada que no se arregle con un par de asuntillos —le contesté—. Así que leyes. ¿En qué universidad?

Me miró mostrando una enigmática sonrisa.

—Aquí, en Puerto Príncipe. Soy el típico haitiano que termina una carrera y busca a duras penas un trabajo fuera del núcleo familiar. Ya sabes.

De soslayo, lo observé con curiosidad. En realidad, era evidente que su estilo no correspondía al del típico haitiano, no por su piel clarita, tal vez mulato, sino porque Daniel desplegaba un aspecto chocante, bastante alejado de los cánones tropicales, casi gótico. El color de su pelo lacio no se correspondía con el de sus cejas y llevaba prendido algún que otro colgajo que taladraba su piel. Pensé que aquel hombre no iba a poder ayudarme mucho, y cuando terminé de revisar su aspecto, me sorprendieron sus botas militares. No pude menos que preguntarme qué diablos hacía con ese calzado en el Caribe, algo que no pude quitarme de la cabeza hasta que llegamos a Pétionville.

En la entrada al jardín, me sorprendió el enorme avance que había conseguido la cuadrilla de amigos de Boco. Parpadeé tres veces antes de creerlo y reprimí un súbito arranque de emoción. En dos horas escasas habían cepillado de un plumazo los años de abandono. La casa volvía a lucir como debía estar en sus mejores tiempos, el olor a moho había desaparecido, el suelo de mármol parecía pulido, en las pocas ventanas sin destrozar la luz traspasaba unos cristales translúcidos, los muebles coloniales volvían a mostrar un bonito tono rojizo y habían dejado atrás el aspecto carcomido. ¿Los habían barnizado? Era sencillamente imposible. Incluso los cuadros habían vuelto a su posición original.

—¿Cómo sabías dónde estaban colgados tantos cuadros? —le pregunté a Silví.

—Olvida usted, doña María, algunas cosas —pronunció mirando al suelo—. Yo misma estuve aquí cientos de veces, y la verdad, ni su hermano ni usted me prestaron la más mínima atención. Quizá era poca cosa para los Acevedo…

Me avergoncé al recordar los mensajes de mi padre, toda una sarta de tonterías en relación con la gente de Haití, pues según él, mi hacendada familia estaba destinada a los más altos designios en la isla, lejos de la pobreza y la incultura.

—Lo siento mucho, fui una niña un poco tonta, ya sabes cómo era mi padre.

—Todo el mundo se acuerda de don Pedro —dijo Silví—. Pero… ¿y quién es este tipo?

—Daniel, sobrino del notario.

Pué paece un fantasma.

Boco aún no había dejado de reír y su prima ya le empujaba al jardín. La cuadrilla le siguió, también entre carcajadas, y ella se volvió para mostrarme la puerta recién colocada, con la cerradura reparada y otros detalles que parecían hacerla realmente feliz.

—Ya puede usted comenzar a ver los papeles que han quedado —chilló—. Si quiere, claro.

Me observó, solícita, esperando que me aferrara a un montón de documentos amarillentos apilados en la mesa principal del salón. Pedí a Daniel que se acercase y me ayudase en esa tarea aburrida. Nos propusimos ver exclusivamente los documentos legales, e iniciamos una rápida selección, desechando todo aquello que no servía. Silví me acercó una caja de cartón para depositar la basura. Pronto, dejé a Daniel con esa tarea mientras yo me fui a dar una vuelta por las habitaciones de la planta baja.

La cocina estaba casi intacta, con los azulejos inmaculados. Hugo me había contado varias veces que nuestro abuelo los había hecho traer de España. Entré en la habitación de la madre de Silví. Allí lamenté la pobre infancia de su hija, y como si me hubiese adivinado el pensamiento, la chica exclamó desde atrás que no me preocupase, que ella siempre había entendido su trabajo, gracias al cual pudo mantener a una familia entera, pues nunca tuvo padre que trabajase para ellos.

—No sabía que me estabas siguiendo —le recriminé.

—Soy como los ratones haitianos. Ya sabe, están en todas partes.

Le concedí una amplia sonrisa y continué con la inspección. Subí directamente a mi habitación, abrí la puerta y escuché de nuevo la frase.

«Estaré allí». Me giré y encontré a Silví.

—¿Qué has dicho?

—No he abierto la boca.

—¿Estás segura?

—Más segura que un billete de mil gourdes en el Banco Central de Haití.

Busqué en el interior de los cajones. Aparecieron cosas que no recordaba, chismes de niña, trastos inútiles almacenados sin ton ni son, muñecas y cosas así. Me senté en la cama y noté que tenía los ojos cargados.

—Aún hay mucho polvo por aquí —le dije a Silví, que trasteaba por el cuarto—. Déjame sola, por favor.

Habían pasado muchos años, había conocido otros mundos, otros países, otras personas, y sin embargo, dentro de mi pecho seguía estando el conflicto, el asunto que algún día mi hermano y yo tendríamos que resolver, porque si no, aquello no era vida. Miré por la ventana que daba al jardín trasero y me distraje un rato observando a Boco, que trabajaba como un descosido eliminando la maleza. Aún quedaba mucho, la casa podía limpiarse, el jardín podía rehacerse, pero yo aún debía encontrar respuestas. Suspiré por Hugo, cogí fuerzas, y me dirigí a la alcoba de mi padre. Él siempre cerraba la puerta con llave y tan solo la madre de Silví tenía autorización para entrar y limpiar. Recordé el miedo que me daban los huracanes y las tormentas y, al igual que mi hermano, en esos casos conseguíamos colarnos en su catre. La sala tenía las paredes recubiertas de madera, y el techo, de mayor altura que el resto de la casa, lucía un artesonado recargado. El armario aún contenía los trajes de mi padre perfectamente alineados, colgando en perchas como fantasmas carcomidos por el tiempo.

El escritorio abierto con una caja de madera labrada en su interior me animó a inspeccionarla; saqué el contenido y lo deposité en el suelo. Aquello era lo que buscábamos.

—De aquí no vamos a poder tirar nada.

—Si quiere, le llevo al rarito de abajo estos papeles y usted mira las fotos.

Me concentré en las fotografías, la mayoría en blanco y negro, instantáneas de mi padre reunido con sus amigos, imágenes que transmitían la sensación de sincera amistad. Guardé alguna que otra en el bolsillo y seguí rebuscando, hasta que encontré lo que realmente quería: una foto sepia tomada probablemente al finalizar un largo almuerzo, en la que mi padre sonreía junto a otros hombres, y entre ellos se encontraba Nicolás Duverger.

—¿Tú has visto a alguno de estos hombres recientemente por Puerto Príncipe? —le pregunté a Silví—. ¿Los conoces?

—A algunos sí, especialmente al policía, ese buitre vestido de militar.

La miré a la cara. Le pregunté directamente por el asunto de la muerte de su madre. Se emocionó, carraspeó y, usando muchas expresiones en créole, soltó una larga retahíla de fechas, lugares y personas, tantos que me hizo ver claro que ella había trasteado hasta lo indecible con esos recuerdos.

—Mi madre conocía a todo el mundo en el lugar donde compraba, de hecho, se crió en el Mercado del Hierro, y siempre conseguía los mejores alimentos. Nadie me quita de la cabeza que alguien los envenenó, uno de los deportes nacionales, como usted sabe, doña María.

—Te he dicho que no me…

—Ya, ya. Mire, doña, este país es muy especial en muchas cosas.

Me miró a los ojos y ya no pude esconder mis lágrimas. Recordé a Hugo tendido en la cama del hospital, y me pregunté si al final no le iba a ocurrir lo mismo que a mi padre.

Silví se sentó en la cama, pero saltó inmediatamente al darse cuenta de que se trataba del lecho del todopoderoso Acevedo.

—¿En qué es tan especial este país?

—Ya sabe usted, lo del vudú, la santería, la magia negra… ¿Quién no cree en esas cosas? Legba, Vuvri bayé pu mwê!

—Debo ser la única haitiana al margen de esos temas. ¿Conoces a alguien que pueda ayudarnos?

—Delo por hecho. Conozco a la persona que necesitamos.

—¿De quién se trata?

—Mamá Cloe, una auténtica mediadora con los espíritus.

—Una bruja.

—Mucho más que eso: curandera, consejera, adivina y mil cosas más.

Se apuntó con el dedo hacia el pecho.

—Pero no diga a nadie que yo se lo he sugerido. A todos los haitianos nos gusta decir que no sabemos nada del vudú, a sabiendas de que nos va la vida en ello…

Al principio, Silví me había parecido una chica débil, de cuerpo diminuto y desvalido, pero no me costó nada comprender que en realidad aquella muchacha escondía una voluntad de hierro.