En mi vida hubo momentos felices, ratos de placidez y dicha que me hicieron enmudecer y sentirme en paz con el mundo. Nunca olvidaré la última vez que me sucedió. Aquel mes de septiembre la vida me sonreía, era una mujer afortunada. Dicen que cuando estás dispuesta a ser feliz es inevitable no serlo algún día. Llevaba mucho tiempo trabajando duro para conseguir lo que quería, luchando por abrirme paso en el mercado laboral más competitivo que existe, y con esos fines estudié y fijé mis propios objetivos, ambiciosos, pero los conseguí. Tal vez por eso acabó llegando la felicidad, un estado en el que aseguran se disparan las endorfinas en tu cuerpo, y en ese momento yo podía garantizar que las endorfinas me salían por las orejas, circulaban por mis venas y colmaban mi corazón. ¿Qué había hecho yo para liberar esa hormona? Más allá de las cosas materiales, ese instante se produjo en el porche de mi casa, tomando una cerveza en un atardecer hermoso de Nueva Jersey. Así de sencillo, aunque antes habían sucedido algunas cosas para llegar a ese particular nirvana.
Mi hermano mencionaba continuamente una de las frases preferidas de mi padre, algo así como que tan solo una persona que no está preparada para vivir en el mundo real es capaz de crear otros mundos en los que esconderse. Tal vez fuera esa la razón por la que, tras terminar mis estudios de periodismo en la Universidad de Nueva York, decidí escribir algunos artículos. Al principio, como les ocurre a casi todas las jóvenes, mi idea era cambiar el mundo, contar las noticias que nadie quería contar, poner de relieve las injusticias y demostrar a la humanidad que en muchos países se sigue explotando a las personas. Me veía como una aventurera salvando a los más desfavorecidos, a los maltratados, a los desheredados, a toda esa mitad de la población que sufre mientras la otra parte vive en un plácido desarrollo. Lo tenía decidido desde siempre, una motivación que me ayudó a superar los momentos más penosos. Luego peleé por tener un empleo, una casa que pudiera pagar y un futuro por delante, en fin, cosas que contribuyeron a alimentar ese momento de felicidad aludida. Disfrutaba de mi trabajo, de mi hogar y de la estabilidad que inundaba mi existencia en ese pequeño rinconcito de Nueva Jersey, un lugar que desprendía la curiosa impresión de haber estado habitado por inmigrantes latinos toda la vida. Al menos, así me lo pareció cuando decidí afrontar una nueva etapa, poniendo mis expectativas en ese preciso punto de la geografía de los Estados Unidos, tal vez para estar rodeada de una atmósfera que me recordase el sitio que dejé atrás. Yo conseguí todo eso, y más.
Supuse que la profesión de periodismo me ayudaría a conseguir mis metas, pues al trabajar dentro de un medio de comunicación podría poner de manifiesto las injusticias, revelar las ilegalidades que muchos gobiernos cometían, y en definitiva, comunicar la sinrazón que dominaba este mundo. Acabar los estudios fue como transitar por un camino de rosas, y poder practicar el periodismo que yo quería fue como rodar por uno de espinas. Me especialicé en política, el medio que me permitiría proyectar las ideas que tenía en la cabeza, y comenzar a trabajar fue realmente difícil. Lo intenté en un diario local, luego en uno gratuito, y de ahí pasé a pretender la radio, la televisión regional, e incluso el periodismo digital. Me ofrecí para cubrir noticias de economía, sociales, científicas, deportivas, ambientales, culturales, que nada tenían que ver con mi sueño. Así transcurrió una buena parte de mi desembarco en la profesión. No sería justo decir que anduve frustrada, porque mis ánimos podían con todo, y cuando vas hacia arriba solo miras hacia los obstáculos que tienes que saltar, y yo los iba saltando uno tras otro. Asumí que para ser periodista en el ámbito político primero tenía que aprender de la vida, hacer lo que estaba haciendo, intentar tocar varios medios y adquirir una dura concha que me protegiese de los disparos a los que se ven sometidos aquellos que critican las acciones y decisiones de los gobernantes. Por eso me tomé con deportividad el paso por tantas empresas de comunicación sin que me llamaran para algo estable.
Fue entonces cuando decidí escribir un ensayo sobre la Administración republicana y la caótica gestión del gobierno en tiempos de Bush. Más o menos sucedió de esta forma. A la llegada de los demócratas tuve una visión especial sobre la situación en Oriente Medio, las tensiones en Iraq, y el impacto de las decisiones que Hillary Clinton había tomado nada más llegar a la Secretaría de Exteriores. Antes de las navidades de ese año ya tenía bastante avanzada una serie de artículos sobre el cambio de gobierno y sus consecuencias, había trabajado a fondo durante meses investigando en los archivos del Estado, recopilando información internacional sobre los apoyos a los Estados Unidos y al final, aquella intuición fue publicada por un periódico nacional, algo insólito para una principiante. Pero lo más curioso fue que mis predicciones se cumplieron, y el editor, al saber que yo era haitiana, me acusó de visionaria, aunque no sé si fue esa la palabra que utilizó, o más bien me llamó adivina, maga, o algo parecido. El caso es que unos días después otros diarios se fijaron en mí y me ofrecieron colaboraciones de cierta importancia. Parecía que la humanidad hubiese estado esperando a que yo me definiese políticamente antes de permitirme entrar en escena, como si me hubiesen estado diciendo durante años: chica, defínete, porque si no, será inútil que tengas un trabajo digno en esta profesión.
Me costó decidir la mejor opción, la más fiable, la que me permitiese hacer el periodismo que yo quería, y al final opté por una apuesta segura. Así fue como llegué a un diario nacional de cierto calado, no era The New York Times, pero no pagaban mal. Tuve algún problema con mi apellido, pues todo el mundo me asociaba con Cuba, o con la República Dominicana, y en el mejor de los casos, con Puerto Rico. Pero no, yo no me cansaba de manifestar que era haitiana, de la república negra de Haití, aunque mi piel se empeñara en decir lo contrario. En muy poco tiempo conseguí hacerme con un hueco entre mis compañeros y proyectar una imagen de reportera que no hacía ascos a nada.
Un día me llamaron de la mismísima oficina de comunicación de los demócratas y me hicieron una oferta de esas que te suben el ego, de las que dicen que solo te llegan una vez en la vida, así que la acepté por varias razones. La primera, la evidente, porque suponía un ascenso en mi carrera. Pero la segunda, la más importante, me abría la posibilidad de ayudar a un presidente negro, un hombre que me parecía honrado y trabajador. Sería absurdo decir que yo pude contribuir a su éxito; no fue así. Cuando me contrataron, Obama ya era presidente y Hillary Clinton llevaba tiempo ejerciendo como secretaria de Estado de Exteriores, alguien cuyas acciones seguí durante mucho tiempo, hasta tal punto que llegué a conocer sus ideas como nadie.
Mi consideración ascendió, comencé a asistir a los acontecimientos importantes del país, hubo algún momento en el que me sentí como Lancelot en la corte del rey Arturo, una extraña venida de fuera que tiene que hacer deberes para encajar en la fastuosa Camelot. Tal vez por eso solicité quedarme en la sede de Nueva York, lejos del agujero negro de Washington, así podría conservar mis amistades de Nueva Jersey, y no perder de vista a Hugo, el verdadero motivo que me ataba a ese trozo de la nación más rica del mundo.
El día de la toma de posesión de mi nuevo cargo había firmado el contrato laboral en el transcurso de una convención demócrata en la que soltó unas palabras el mismísimo Bill Clinton. Traté de acercarme a él para hablarle de aquel mediodía en Puerto Príncipe, conocer si había vivido aquel acto con el mismo fervor que los haitianos hacinados frente al palacio presidencial, y sobre todo, saber si recordaba la paloma blanca que tantas veces mencionó mi hermano. Pero no, no fue posible estar a menos de un par de metros del expresidente, y a pesar de eso, acabé mi primera jornada de trabajo con una sonrisa antes de marcharme a casa.
Destapé una botella de cerveza, me quité los zapatos y en el porche me retrepé en una silla. Había conseguido todo eso, y lo había conseguido yo sola. Por alguna razón me vino a la cabeza mi complicada existencia en la isla, las enormes dificultades que tuvimos que afrontar y la dura salida de aquel reducto tan extraño que era el lugar donde nací. Frente a todo eso, era normal que tratase de congelar ese instante en el que las ideas abstractas que afloraban a mi mente acabaron por fundirse en ese amasijo de felicidad y me recordaron que debía sacarle todo el partido a una vida como aquella.
***
El sol comenzaba a bajar por el horizonte cuando escuché un ruido a mis espaldas, seguido de unas pisadas que reconocí inmediatamente. Se trataba de Eric, un chico rubio que había conocido un año atrás. Me dio un beso en el cuello. Al oír mis gemidos siguió besuqueándome, algo que me encantaba, y él lo sabía.
—¿Qué tal el día?
Eric era seductor a su manera. Podría hablar de su pelo liso y abundante, que siempre olía a hierbas, su piel clara y su nariz aquilina, su cuerpo vigoroso y sus piernas torneadas, pero si alguien quisiera sacarme la verdad, diría que lo que más me gustaba de ese hombre era su voz. Le pasé mi cerveza y le pegó un buen trago.
—Solo me ha faltado conocer al gran jefe, y sobre todo, a Clinton, que era mi objetivo. No le vi, pero habrá más oportunidades.
—Claro que sí. Ahora eres una tía importante. Estoy orgulloso de ti.
Le atraje sobre mí para besarle. Sus labios sabían a cerveza. No eran ni de lejos el tipo de labios con los que yo soñaba de joven, los de chicos latinos, carnosos y encendidos, distintos a los de Eric, reducidos a una fina línea como la que se dibuja a los muñecos de papel, pero que a mí me resultaban extraordinariamente sensuales, porque en el fondo de allí salían los sonidos que me hacían vibrar.
Así estuvimos un buen rato. Él acabó sentándose sobre mí a horcajadas y me dominó sin piedad. Con los ojos cerrados, las piernas elevadas y Eric mimándome, pensé que lo de mi nuevo trabajo era una nimiedad comparada con aquello. Eso sí que era felicidad.
Desde la casa de al lado nos llegó un ruido ensordecedor. Dejamos de besarnos para echar un vistazo. La hija de los vecinos cumplía años y una legión de minúsculos escolares de uniforme azul penetró en el jardín y aterrizó en el manto verde. Tras intercambiar unas palabras, la vecinita se encaramó hacia una de las mesas y cogió un canapé que engulló en unos segundos. Al verla, todos la imitaron y en solo unos instantes la mesa parecía un campo de batalla: vasos, cucharas de plástico y servilletas comenzaron a volar por los aires.
Eric me miró y soltó con naturalidad:
—¿Nunca has pensado en que nos casemos?
Me pilló de improviso. Hacía tiempo que había llegado a ese país, las cosas me iban bien, era un día feliz como pocos, y a pesar de todo eso, no quise ni pensar en su propuesta, sencillamente, no estaba preparada. El colapso me debió durar algunos segundos, tal vez minutos, en los que por mi cabeza pasó de todo. Al verme renuente a contestar, no insistió.
—No recuerdo un día como este en mucho tiempo —dije, para romper el silencio.
Asintió mirando al cielo más limpio que habíamos visto en muchos días.
—Así es siempre la tierra donde nací —mentí—. Haití es lo mejor del Caribe, el sitio con el clima más plácido de todos los países que conozco.
—Menos cuando arrecian los huracanes —contestó, arrugando el ceño mientras se iba adentro.
***
El día de trabajo fue intenso, más de lo que yo había esperado. Un veterano compañero al que quedaban varios días para la jubilación me dijo que en política cuando se trabaja instalado en el poder, la lucha es más dura que en el otro bando. Estuve un buen rato cambiando impresiones con él, aprendí muchas cosas en ese encuentro, y eso fue lo mejor que me ocurrió en la primera jornada, exceptuando la llamada de mi hermano felicitándome por el nuevo trabajo. Hugo vivía por aquel entonces en un apartamento en pleno centro de Nueva York. Jamás olvidaré el día que me trasladé dejándole solo. Supe que mi hermano sintió lo mismo que si hubiese perdido a una hija. Durante un tiempo me llamaba cada cinco minutos, comprobaba que no me faltaba de nada y sé que se despertaba en medio de la noche buscándome por la casa. Tardó unos meses en entender que era lo mejor, que la decisión había sido la correcta, y aunque podía haber seguido junto a él, comprendió que buscaba algo de intimidad. Acabó asumiéndolo, y al final, quienes llegaron a agradecerlo fueron mis amigos, que nunca entendieron la especial fijación que tenía por mí, siempre pendiente de mis necesidades.
Sin embargo, Hugo vivía azorado por ataques de ansiedad que le sobrevenían cuando hablaba de nuestros padres, de nuestras vivencias en la isla, de nuestro pasado, y cuando se le pasaba la angustia, siempre expresaba su profunda convicción de que había que seguir investigando, tirando de un hilo que según él nos llevaría algún día a conocer la verdad. Yo, para mis adentros, tenía la corazonada de que el hilo se había roto por la parte más débil hacía mucho tiempo. Aun así, apoyaba a mi hermano en sus indagaciones. Solo a través de las conversaciones con él pude completar decorosamente el complejo puzle de los extraños hechos que acabaron con la vida del terrateniente Acevedo. A veces se animaba a confesar detalles que yo desconocía, pero se frenaba inconcebiblemente. Cuando le rogaba que siguiera hablando, se despachaba con un sencillo «ya habrá más ocasiones», y eso acrecentaba mi curiosidad.
Y luego estaba el tema de Puerto Rico. Él siguió culpándose una y otra vez de los primeros pasos tras el desembarque, lo ocurrido los días siguientes.
Cierto era que cuando llegamos a aquella playa las desgracias terminaron para Hugo, y comenzó mi particular calvario.
Mil veces le expliqué que jamás le haría responsable de aquello. Era imposible que mi hermano pudiese controlar los derroteros de un camino incierto, el que iniciamos en la isla vecina cuando comenzamos a llamar a puertas y más puertas. Él solo era un adolescente, y lo que me sucedió a mí podía haberle ocurrido a cualquiera, pero él continuó una y otra vez inculpándose de errores que en realidad no había cometido.
Hacia mí siempre mostró un cariño angustiado, protector en exceso, algo que acentuaba en él un aire desdichado, que yo achacaba al sufrimiento, a la extrema situación vivida, que una y otra vez seguía pasándole factura. Mis amigos siempre coincidieron conmigo en que en sus ojos brillaba una expresión aguda pero distante. En su carácter quedaron trazas de desequilibrio difíciles de describir, profundamente perturbadoras. En ciertos momentos parecía un ángel, un ser venido del cielo, pero en otros proponía cosas que hacían pensar en un demonio, y yo le imaginaba luchando contra su propia demencia. Al final, yo sabía que Hugo llevaba por dentro una difícil digestión fruto de su devastada existencia. Sacó muchas cosas de aquellos terribles momentos y experimentó un cambio irreversible en su personalidad. Por tímido e introvertido que pudiera parecer, jamás he encontrado a nadie más inteligente que Hugo, un joven de palabras nobles, indefectiblemente infalibles, que nunca lanzaba ideas vacías al viento. Solo en escasas ocasiones sus sentimientos le abocaban a la ensoñación, y rara vez a la imaginación desbocada, porque lo normal en él era tenerlo siempre todo controlado, una de las secuelas de nuestra nefasta adolescencia.
La conclusión es que mi hermano se autoexcluyó de la vida social, se sumergió en un perpetuo estado de luto, se convirtió por deseo propio en un hombre hermético que miraba hacia otro lado para poder llevar una existencia llevadera, una sombría introspección.
***
Un día nublado, terriblemente frío, de principios de año había quedado a comer con él. Elegí para el encuentro un restaurante en Broadway muy cerca de la universidad, adonde llegué temprano. Me senté en el interior en una mesita pegada a la fachada acristalada, con la ilusión de no hacer nada en los próximos veinte minutos mientras saboreaba un vermut. La cosa comenzó bien, no paraban de pasar chicos universitarios, jóvenes marchando a paso lento en todas direcciones. Aquello me hizo sentir envidia, pues mi vida se había convertido en poco tiempo en una olla a presión, un estrés al que me sometían a diario los políticos.
Empezó a llover y la gente entró en el restaurante atropelladamente. Entonces yo ocupé la mesa que teníamos reservada, frente a la puerta de entrada.
Se retrasó unos quince minutos, y me puso algo nerviosa, porque tenía que volver al trabajo antes de las cuatro. Cuando entró se me olvidó todo. Vestía un traje gris y los mocasines negros que le había regalado en su último cumpleaños, y en lugar de llevar maletín portaba una extraña mochila deshilachada. Me dio un beso y me explicó que venía del parque.
Había algo extraño en él, aun antes de abrir la boca supe que le pasaba algo. Le pregunté directamente por ello.
—No duermo bien últimamente.
Hugo masajeó sus sienes con los dedos índices, un gesto raro, como si de pronto le hubiese sobrevenido un ataque de migraña. Hacía mucho tiempo que no le veía así, estaba desconocido, había perdido todo rastro de sonrisa y tenía marcas grises bajo los ojos color miel. Se sintió espiado y tal vez eso precipitó que lanzara lo que venía a decirme.
—Va a ocurrir algo espantoso.
Al principio no entendí bien. Por unos segundos imaginé que iba a perder el empleo. Luego consideré que era absurdo lo que decía.
Con gran esfuerzo conseguí serenarme.
—Puedes contármelo, ya sabes que me tienes siempre a tu lado —argüí con esperanza.
No me contestó. Se limitó a removerse en su silla, nervioso, sin encontrar una postura cómoda. Cambió bruscamente de tema, me preguntó por algo sin sentido, y sin dejarme responderle se levantó, tiró la servilleta al suelo y abandonó el local con una premura inexplicable. Le perseguí hasta la salida y no corrí tras él porque tenía que pagar la consumición. Le arrojé diez dólares a la camarera y me abalancé en su búsqueda, pero en la calle ya no se veía a Hugo. En realidad, ya no se veía nada, tan solo el abismo que se abría delante de mí, probablemente carente de monstruos, aunque no de oscuridad y vacío, un temor que de repente le quitó el óxido a mis recuerdos.
***
Le busqué en los alrededores, y como no le veía por ninguna parte me dirigí a su apartamento. Su asistenta, una dominicana llamada Melisa, me dijo que no había aparecido por allí en todo el día. Le rogué que en cuanto volviera me llamase y me largué al trabajo, aún debía terminar un discurso para el congreso del domingo siguiente.
Esa noche hice el amor con Eric. Era lo último que me apetecía en aquellos momentos, pero él me había regalado algunas piezas de lencería fina y me pidió que me las probara. Sabía que si le despreciaba sería el final de nuestra relación. Durante unos instantes sopesé hablar con él y contarle lo sucedido, pero se me ocurrieron al menos dos razones para desistir. La primera, pensaba que era mejor aparcar las ideas funestas que rondaban mi cabeza, y en el fondo, trataba de convencerme de que mi hermano, en realidad, no se había vuelto loco. La segunda, Eric estaba realmente motivado, así que me puse las medias negras con ligueros, un sujetador que he de reconocer me favorecía mucho, y unas bragas casi inexistentes. Ante eso, no le valía ninguna otra alternativa más que lanzarse sobre mí. Apagamos todas las luces y le pedí que me hablara. En ese instante, más que nunca, quería escuchar su voz. Me contestó que esperara, que tenía cosas mejores. Desabrochó el liviano sujetador y sus dedos recorrieron mi pecho hasta encontrar mi ombligo. Noté que su mano bajaba aún más y acariciaba mi ropa interior, como queriendo saber que seguía allí.
Echados en la cama, se tendió sobre mí y rozó su piel contra la mía. Piel con piel, me dijo, no cambiaría esto por nada. Permaneció así un buen rato, rozándome como si nunca más me fuese a tener, hasta que decidió que su piel ya había recibido una dosis de carga suficiente. Se puso de lado y lanzó su lengua en busca de la mía, solo la tocó con la punta. Me acarició la frente para impedir que me irguiese, y esa lengua que al principio me pareció de golosina acabó convirtiéndose en seda pura.
Inició un camino por mi cuerpo recorriendo todos los recovecos, tratando de localizar zonas inexploradas. Aquella noche debió de aprender de memoria todos los pliegues de mi cuerpo; algo le hacía emprender nuevas cruzadas. Un poco más tarde aquello se convirtió en una sucesión de espasmos. Eric comenzó a gemir. Le dije que ahora me tocaba a mí hacer lo mismo con su cuerpo, pero escuché algo así como que esa noche mandaba él, y ambicionaba otra cosa. De buena gana hubiera hurgado en los mismos rincones, descansado en su vientre terso y ascendido por fin hasta su boca. En lugar de eso me quitó lentamente los ligueros, luego las medias, y acabó robándome todo resto de recato. Me tumbó en la cama y yo anudé mis piernas sobre su cintura y le mantuve atrapado, maniobrando a mi antojo, dando vueltas lentas o rápidas en función de mis menesteres. Estuvimos enlazados de esa forma un tiempo inagotable, tanto que las sábanas se nos pegaban al cuerpo cuando acabamos.
De allí pasamos al baño, encendimos unas velas y abrimos una botella de vino. Hicimos el amor una vez más, sumergidos en agua espumosa, y en esa ocasión reservé para mí algunos privilegios que Eric concedió sin ofrecer resistencia.
Aún tuvimos la oportunidad de volver a la cama y hablar un buen rato.
—Ha sido maravilloso —le susurré al oído.
—La piel nos los dirá mañana.
***
Sonó el teléfono antes que el despertador, Bob hablaba muy rápido y no ocultaba su enfado por algo que había ocurrido en relación con Hugo. Me incorporé en la cama y miré el reloj, ya eran las diez. Había olvidado que era sábado. Abrí las ventanas y observé un cielo azul.
—A ver, habla más despacito.
—Hugo no está. Se ha ido. Hace un rato que estoy aquí, en su apartamento, y su asistenta me dice que se largó anoche a eso de las ocho.
—Le pedí a esa chica que me llamase en cuanto llegase mi hermano.
—Dice que te llamó muchas veces, pero no le respondiste.
Cogí el móvil y comprobé que tenía tres llamadas perdidas.
—Llegó sin decir nada, cogió una maleta y la llenó de ropa. Esta mujer le rogó que le dijera adónde iba, porque esa no era una hora apropiada para viajar. Se puso histérico, le gritó que lo dejase en paz. Estaba como loco, enajenado creo que ha dicho. En fin, que me ha hecho venir hasta aquí para nada, y no es por eso por lo que te llamo.
—¿A qué te refieres?
—Ha vuelto allí…
Hice que Bob me esperase en el apartamento. Tardé un par de horas en llegar, estaba molida. Le encontré fumando como un condenado, tomando café con Melisa, le preguntaba por cosas personales, algo relacionado con un novio que tuvo y que la abandonó hacía tiempo. Me pareció que Bob estaba interesado en aquella chica, la miraba con ojos cautivados, una joven de unos veinte años de piel trigueña, pelo rubio teñido y unos bonitos labios, tan rojos que parecía haber comido frambuesas, y a pesar de todo eso, presumí que aquellos rasgos físicos habían pasado desapercibidos para él, pues la mujer tenía un pecho inmenso, la debilidad de Bob. Aunque también podría estar tratando de ligar con ella para demostrarle a mi hermano su hazaña, la clásica estupidez de muchos hombres.
Melisa me ofreció un sinfín de detalles sobre la partida de Hugo que sonaron sinceros. El estado psíquico que describió coincidía con lo que yo había percibido en el restaurante, esa noche no quiso soltar ni palabra, ella trató de sonsacarle lo que estaba ocurriendo, su frenético ir y venir por el apartamento en busca de cosas que meter en la maleta, pero no obtuvo respuesta alguna. Tan solo, cuando ella se marchaba al acabar su jornada, el haitiano le comunicó a la dominicana adónde iba. A casa, le respondió, vuelvo a casa.
—Está claro que se ha ido a Haití —afirmó Bob mientras encendía otro cigarrillo.
—Voy a ver su habitación.
Estaba extraordinariamente desordenada, no desordenada al uso, sino como la habitación de un loco que ha sufrido una crisis. El armario no tenía ni una sola prenda colgada, ni un solo cajón intacto, todos los zapatos por el suelo, su ordenador contra la pared y sobre el escritorio donde trabajaba había montones de papeles, la mayoría rotos, hechos mil añicos. Él siempre fue un hombre ordenado. Lo primero que hice fue buscar en el correo electrónico los últimos mensajes recibidos, luego los enviados, y terminé estudiando con paciencia las carpetas. Pasé casi una hora rebuscando entre cientos y cientos de archivos, leyendo cosas que jamás hubiese pensado que mi hermano escribiese, descubriendo detalles de su vida íntima que acabaron por ruborizarme, pero no tenía más remedio que franquear esa frontera. Leí, leí y releí decenas de veces los documentos y no encontré ni una sola pista que pudiera explicar su comportamiento.
Hasta que hallé una carpeta con un nombre muy sugerente: Lugarús.
Allí había archivado miles de datos sobre la vida política de Haití, información que me atrapó desde el principio. Partía de una investigación en un tema relacionado con Oriente Medio, el cuento de nunca acabar, la asignatura que jamás aprobaría la diplomacia norteamericana. Un tipo había intentado asesinar a un miembro de la familia real saudí años atrás, algo que ya había sido aclarado, puesto que el delincuente había confesado y estaba entre rejas desde hacía unos meses. Un periodista, Büllent Kewal, del Zaman de Estambul, uno de los diarios más imparciales de Turquía, había entrevistado al presunto terrorista una noche en la que una tormenta de arena barría la ciudad de Riad creando un paisaje parecido a lo que el ser humano alguna vez encontrará en el planeta Marte. Cuando aún no había terminado la visita, se llevaban al reo y el reportero le preguntó al funcionario de la prisión por el lugar al que conducían al hombre. Le respondieron que iba al tribunal.
—Ya te lo dije —trató de convencer el periodista al presunto delincuente—. Ves, no pasa nada. Van a llevarte al tribunal.
—Büllent, nadie va al tribunal a estas horas de la noche.
Jamás se volvió a ver al preso. Su desaparición desató una investigación sin precedentes, no solo por parte de la prensa turca, sino también de la europea, de medio mundo en realidad. Esas cosas pasaban cada dos por tres, y en condiciones normales hubiera acabado como una crónica negra más en las páginas que se escriben sobre la falta de derechos humanos en determinados países. Sin embargo, la cosa empezó a dar vueltas y vueltas, y la espiral informativa destapó a un grupo de personas muy significativas, gente que ya había sonado en otros conflictos. En aquella galaxia de nombres y de organizaciones, mi hermano había encontrado un dato importante: el que hacía referencia a un haitiano relacionado con los asesinatos políticos que comenzaron en Haití en mil novecientos noventa y cinco, en vísperas de la llegada de Bill Clinton a Puerto Príncipe, un tal Cornelius Jasmin. Era la primera vez que veía escritas cosas como esas en relación con mi país, y más específicamente, con el acontecimiento en el que comenzó la desgracia de mi familia. El primer impacto lo recibí al leer que la diplomacia norteamericana no tenía clara la visita del mandatario solo unos días antes. Hubo un asesinato en mi ciudad, el de una abogada implicada en temas políticos, Mireille Durocher, tiroteada por tres hombres cuando conducía por una de las arterias principales de Puerto Príncipe. Al parecer, los servicios secretos de los Estados Unidos habían conseguido información relacionada con la posible participación del general Beaubrun, entonces ministro de Interior, en la cruel desaparición de la mujer, activista política y buena comunicadora dentro del seno de la Iglesia haitiana. No había pruebas certeras de que el general Beaubrun estuviese vinculado a los hechos, y a pesar de eso, muchas fuentes apuntaban a su implicación a través de alguna de las facciones abiertas en la lucha por el poder. Allí pasaron muchas cosas, tantas y tan enrevesadas que los servicios de inteligencia jamás lo aclararon tras años de investigación. El informe al que tuvo acceso Hugo aportaba nombres, organizaciones, lugares, pero no mencionaba nada relacionado con un tal Lugarús, ni nada que se le pareciese. Sí que hablaba del diplomático Cornelius Jasmin, implicado en diversos asesinatos y desapariciones. El trasfondo político era confuso, en aquellos momentos gobernaba el país Jean-Bertrand Aristide, y la oposición a su mandato era tal que hasta el coronel Beaubrun pudo tener sus más y sus menos, y desde luego, me quedó claro que la partida se jugaba en un tablero muy por encima al que tendría acceso el propio Zankú.
Saqué copia del informe y lo metí en mi cartera.
Aún tuve tiempo de encontrar una nota manuscrita. Mi hermano había redactado con pulso tembloroso el mismo párrafo decenas de veces en las cuartillas rotas:
Bill Clinton estuvo en Puerto Príncipe once horas, era viernes, y los días que siguieron fueron los peores de mi vida. He llegado a la conclusión de que aquella visita del presidente a Haití estuvo rodeada de una espesa telaraña tejida por sombras en la que mucha gente quedó atrapada, y una de esas presas, desgraciadamente, fue mi propio padre..
Me acerqué a la ventana. Era una mañana hermosa, de un azul tan intenso que podría erizar los pelos de cualquiera. Sin embargo, a mí me asaltó una sensación de alarma.
***
Del salón del apartamento me llegaban las voces de Melisa y Bob. Seguían charlando sin parar: del Caribe, del devaluado peso, del maltrecho gourde, de la cosecha de plátanos, del merengue, de la política del gobierno dominicano con los haitianos, de la política del gobierno haitiano con los dominicanos, de la bachata, de la emigración de un país a otro, del béisbol, del kompas, y cuando ya llevaba un rato escuchando banalidades, le pegué un grito a Bob exigiéndole que viniera.
—Nadie conoce a Hugo como tú. Tienes que ir allí.
Pensé en decirle la verdad, que me temblaban las piernas con solo imaginar la vuelta a mi país, enfrentarme a los mismos fantasmas después de tantos años, retornar a la pesadilla que a mi hermano le costó años de psicólogo eliminar de su cabeza.
—Yo no puedo ir, por el momento —era verdad, tenía que atender un congreso al día siguiente—. Lo mejor es que vayas esta misma tarde. ¿Tienes el pasaporte en regla?
Los tres habíamos obtenido la ciudadanía estadounidense tiempo atrás. Llegamos a odiar tanto el lugar del que salimos que renunciamos a la doble nacionalidad.
—Tendrás que soltarme pasta. Ya sabes que me largaron del curro hace meses.
—Sé que Hugo te ha estado dando algún dinero —saqué el bolso y le entregué casi todo lo que llevaba, unos trescientos dólares—. Tendremos que ir a un cajero, con esto no llegarás lejos. ¿Cuándo puedes salir?
—Cuando tú quieras. No tengo nada que hacer.
Saqué la tarjeta de crédito, volví al Mac, abrí la página de American Airlines y compré un pasaje a Puerto Príncipe para esa misma tarde.
—¿Te importa que vaya a Jacmel a ver a mi familia?
Bob, de común tranquilo, se mostró inquieto.
—Haz lo que te dé la gana, pero encuentra a Hugo.
Se formó un nudo en mi estómago al recordar el secreto que mi hermano me había revelado sobre Andrea.
—Es que me gustaría ver cómo están mis padres, y…
No le dejé proseguir. Creo que le balbuceé algo ininteligible. Nunca le dije que Hugo jamás tuvo valor para decirle que su padre había destrozado la vida de Andrea, su madre en realidad, y tal vez, en consonancia, yo tampoco tuve agallas para explicárselo.
—Es importante que vayas a verlos y sepas cómo están —le dije, con aparente resignación.
—¿Y puedo llevarles dinero?
—Te lo daré luego —acabé transigiendo.
Hugo se había ido. Pudo haber ocurrido por muchas razones, pero si algo tenía claro era que ninguna me parecía tan importante como el hecho de que se había marchado.
***
Abandonamos el apartamento con la idea de comer algo, aunque yo sabía que sería incapaz de pegar bocado. Bob insistió en que nos acompañase Melisa, así que los tres nos dirigimos a un pequeño restaurante cercano a Central Park, uno de esos que tienen toda clase de comidas en la carta, desde hamburguesas americanas hasta pasta italiana, pasando por varias especialidades hindúes y asiáticas. Allí sentados pude darle instrucciones para el viaje.
Solo tras pensarlo bien, me percaté de que no tenía ni idea de adónde habría ido mi hermano. La única dirección posible y segura era la mansión de Pétionville y por si acaso, agregué algunas otras localizaciones, como el colegio al que fuimos de pequeños, el parque donde una vez nos refugiamos, y tres o cuatro sitios más. Le rogué a Bob que llamase y me tuviese informada de todo. Hice lo mismo con Melisa y me despedí con la esperanza de que no perdiese el avión. Tomé un taxi y me dirigí a Park Avenue, en la esquina con la 31, el cuartel de los demócratas en Nueva York. Subí al despacho y retomé el discurso que estaba preparando para un senador. Era sábado por la tarde, las oficinas estaban desiertas y apenas me pude concentrar en lo que hacía. Me noté destemplada, tal vez me había enfriado, y al cabo de una hora las letras bailaban en la pantalla del ordenador. Terminé el documento y lo imprimí. Lo retocaría en casa. No pensé en otra cosa más que en ir a buscar el cálido pecho de Eric y pedirle que me concediese algunos arrumacos.
Anochecía cuando entré en mi casa. Encontré una nota suya en la que me reprochaba que no le hubiera llamado en todo el día, añadía que se quedaría hasta el domingo por la tarde en casa de su madre, que arrastraba una dolorosa enfermedad desde hacía tiempo, y concluía diciendo que me echaba de menos. Me sentí peor y busqué una aspirina. Tendida en el sofá, cogí el mando del televisor y fui pasando canales sin tener idea de lo que quería ver.
Bob llamó desde Puerto Príncipe a eso de las doce de la noche. Me dijo que llovía un montón, que había olvidado el calor sofocante y que la humedad estaba acabando con él. Insistió en hablarme de las calles, de lo destrozado que estaba todo, de los coches anticuados, de la falta de taxis legales, de los curiosos tap-tap colectivos, de la inmensidad de la ciudad, de las viviendas infrahumanas, hasta que me harté y le grité que parara, que soltase de una vez si sabía algo de Hugo, que para eso estaba allí.
—Sí, le he dado veinte dólares a un funcionario del aeropuerto y me ha confirmado que está entre los pasajeros que desembarcaron anoche. Él está aquí.
Afiebrada, le pedí que lo buscara y llamase a cualquier hora. Me acosté a eso de la una con el teléfono pegado a la oreja.
El domingo acudí maltrecha al congreso demócrata. Me costó vestirme, añoré el chándal y las zapatillas deportivas. Llamé un par de veces a Bob y su teléfono estaba apagado. Resolví bien lo que tenía que hacer en el evento demócrata pero fui incapaz de quedarme a la comida. Tal vez no estaba en disposición de soportar el pomposo protocolo, me resultaban absurdos los métodos que se utilizaban para soltar moralina a la gente, personas que ya estaban convencidas de pertenecer al partido. ¿Era necesario todo aquello? Simplemente, era incapaz de concentrarme en nada ese día.
Volvía a casa cuando me llegó la llamada de Bob.
—María, tengo malas noticias. Hugo está en coma. Algo ha pasado.
Me cayó como un jarro de agua fría.
—A ver. Repite eso.
—Le he buscado durante todo el día. Fui uno tras otro a los sitios que me dijiste pero allí nadie le vio. Pregunté a mucha gente por vosotros, los Acevedo, pero nadie conocía ese apellido, hasta que cerca de tu casa, que está vacía y las ventanas tapadas con maderas, una señora me dijo que esa familia murió y estaba enterrada en un panteón del cementerio. Fui, no me costó encontrarlo, es el más bonito del lugar, un poco tenebroso, pero claro, es el cementerio. Entré y vi a Hugo echado en el suelo, entre dos tumbas. Son tus padres, ¿no?
—Imagino que sí. ¿Y cómo estaba Hugo? ¿Qué hacía allí?
—Estaba tendido, dormido, sin sentido. No pude despertarlo. Llamé a una ambulancia y se lo llevaron a un hospital.
—¿Pudo tomar alguna droga?
—El médico me dice que está en coma. Le han puesto suero y están haciéndole pruebas, pero no, no son drogas. ¿Por quién has tomado a tu hermano?
—Dime algo más. ¿Cómo iba vestido?
—Tal y como Melisa describió en el momento de partir. No he encontrado su maleta, ni su cartera, ni nada de nada. Deben haberlo robado todo.
—¿Y no encontraste ni un detalle que pueda aportar algo?
—Bueno, sí. No sé si valdrá para algo, pero sí, hay más cosas.
—Joder, tío. Suéltalo ya.
—Había una paloma muerta a su lado. Con un alfiler clavado en el corazón.
Bob hizo una pausa. No tuve valor para decir nada.
—La paloma tenía las plumas blancas. Alguien atravesó el cuerpo del animal con un alfiler, y es curioso, no había ni una gota de sangre.
—Voy para allá. No te muevas de su lado, Bob, ¿me entiendes?
Temblorosa, busqué por internet el siguiente vuelo. El domingo por la noche no había ninguna posibilidad de volar a Haití, ni haciendo escalas en otros aeropuertos. Maldije los aviones, le pegué un puñetazo al teclado, grité un par de veces, y al final hice lo único que podía hacer: reservar el primer asiento disponible para el lunes en la mañana.
Luego llamó Eric y se excusó por no poder llegar esa noche. Su madre había empeorado. No quise decirle nada de lo ocurrido, tan solo le comenté que al día siguiente me iba fuera del país, pero evité decirle que se trataba de Haití. Me deseó buen viaje y nos despedimos. Tardé un buen rato en hacer la maleta, obsesionada con la idea de que mi vida iba a cambiar, que algo horrible se cernía sobre los Acevedo de nuevo. Solo cogí varias cosas de lo que trajimos de aquel desesperado viaje. Lo primero, la llave de nuestra casa, que muchos años atrás le había quitado a Hugo para que no sufriera. No era eso lo único que le había robado con ese propósito. Tomé una carta doblada en varias partes, muy deteriorada, amarillenta, que había leído uno o dos millones de veces.
Toqué mi frente, me tiritaban las manos, y no sé cuánto tiempo tardé en dormirme, pero recuerdo que tuve un sueño extraño: mi hermano en mil posiciones, mil absurdas escenas que circulaban por mi mente en una interminable pesadilla en la que era imposible verle el rostro, porque unas veces se daba la vuelta, otras lo ocultaba con el brazo, o alguien se interponía entre nosotros. Yo, desesperada, le llamaba, le gritaba, le suplicaba que me permitiese verle, pero sabía que era inútil. De espaldas, Hugo me hacía señales para que le siguiera. Anduve un buen rato tras él, sorteando un sinfín de árboles de distintos tamaños, tantos que cuando llegamos a una valla blanca ya había caído la noche. Al instante comprendí que aquello era un cementerio con una pesada puerta de hierro. Los barrotes negros mostraban una gruesa capa de óxido, una herrumbre de olvido y abandono, y a pesar de eso, mi hermano movió la cancela como si fuese de papel. La hierba, crecida de forma salvaje, me hizo tropezar varias veces y perder el rumbo. A lo lejos, entre cruces y tumbas, divisé un panteón, un edificio lúgubre como el purgatorio. Frené de golpe. Allí había gente con velas encendidas en la mano, una comitiva de pálidos moribundos, pobres desahuciados vestidos con harapos, una imagen que no parecía de este mundo, tanto que no me costó mucho tiempo entender que eran muertos. Me hizo una señal con la mano, sin girarse, mientras entraba en el panteón. Me acerqué y se aproximaron a mí aquellas figuras. Entré precipitadamente y le encontré tendido en el suelo, vestido con una túnica blanca, peinado en exceso, con el pelo grasiento. Apareció un tipo con chaqueta negra, como de militar, con algunas condecoraciones en la solapa, rostro blanquecino y reluciente sombrero hongo. Se acercó a mí con una vela apagada en la mano. Me pidió que la encendiera. Me impresionó tanto que retrocedí dos pasos, y ni de lejos se me ocurrió prender el cirio que portaba.
Miré en el interior del mausoleo y mi hermano ya no estaba. Salí corriendo, mirando en todas direcciones, buscándole, pero ni rastro.
Desperté empapada en sudor, convencida de que la fiebre me hacía desvariar, sugestionada por la idea de que aquello no había sido un sueño. Miré el despertador: faltaba media hora para que sonara. Intentar dormir era tarea inútil. Fui a la ducha y, bajo el agua, me incliné por pensar que efectivamente aquello no había sido un sueño.
Bajo un chorro de agua tibia, seguía sin recordar la cara de mi hermano.
***
Mientras esperaba el taxi que me llevaría al aeropuerto, con los músculos aún estremecidos, repasé el sueño y cuando sonó el teléfono avisando de la llegada del vehículo me sentí como si estuviese a punto de saltar a un pozo sin fondo.
Unos días más tarde, alguien me dijo que si yo hubiese encendido la vela en ese sueño, mi hermano habría muerto esa misma noche. El tipo que me esperaba en el interior del panteón era el Barón Samedi, el Barón del Cementerio, alguien que persevera por llevar todas las almas a su feudo.
Ganamos una vez. Conseguimos salir de allí perdiendo muchas cosas, pero con vida. Tenía que ser realista. O regresaba y luchaba, o nuestra existencia no tendría sentido.
Cuando subí al taxi, acaricié la idea de poder volver algún día, aunque cerré la puerta despacito, convencida de que nunca regresaría, pues mi destino era acabar allí, como mis padres, como mi hermano.
Haití reclamaba lo que era suyo, como si mi alma le perteneciera.