6

Nadie había considerado la posibilidad de que escapásemos por la salida trasera, hasta que un hombre vestido de paisano, seguramente un miembro de la policía secreta, nos vio y comenzó a gritar. No permití que la postración me invadiese. Cargué de nuevo con María antes de iniciar una carrera desesperada hacia la salida de Pétionville, adonde llegué sin aliento.

Volví la cabeza y comprobé que dos hombres nos seguían. Uno de ellos parecía en forma, fibroso y atlético, pero el otro era más bien tripudo. Aceleré la marcha, con el corazón a más de cien. Mi hermana se asustó y me dijo un par de cosas al oído que no entendí. Avancé por la calle Rebecca, rezando para que aquellas vías no fuesen demasiado familiares para esa gente. Mi intención era callejear por zonas poco iluminadas, que rodearan la montaña y que condujesen hacia el sur. Mi estresado cerebro comenzaba a marcar un rumbo bastante definido.

Cada vez que giraba la cabeza perdía unos segundos, pero aquellos tipos me seguían a tan corta distancia que no podía evitarlo. Imaginé que acabarían atrapándome, y que me llevarían volando ante el superintendente.

Quizá fuera eso lo que me hizo sacar fuerzas renovadas de mi interior para correr aún más. Torcí dos veces en cuestión de minutos, y luego, como si algo me dijera que eso era lo correcto, tomé la dirección norte y me pareció que ya había pasado antes por esa avenida en sentido inverso. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, pero miré atrás de nuevo y pude darme por satisfecho, ya solo era uno el policía que nos seguía, y para mi sorpresa, no se trataba del más preparado físicamente, sino del gordinflón, el menos fornido pero más inteligente, un canalla que había adivinado mi táctica.

Por eso, ideé una nueva estrategia. A ese tipo no podía ganarle con astucia, pero seguro que lo haría con fuerza y velocidad. Apuré mis zancadas, gritando a tope una de esas chorradas que enseñan a los niños en el colegio, como si fuese un militar norteamericano entrenándose bajo la lluvia y cantando estribillos animosos. Y la verdad, sumido en ese estado de concentración, debí recorrer una buena cantidad de kilómetros, pues la siguiente vez que giré el cuello ya no veía a nadie, y aun así no bajé el ritmo. El sudor había empapado todo mi cuerpo, pero solo cuando comprobé por cuarta o quinta vez que ni de lejos nos perseguían, paré.

Tenía claro que no debía ir al centro, así que tomé dirección hacia la salida sur de Puerto Príncipe. Caminé un buen rato a oscuras, con María dormida a cuestas, y bordeé la carretera que conducía a Jacmel, una población pequeña en la costa en la que suponía que dos niños podrían hospedarse en algún lugar decente por un poco de dinero. Ni se me ocurrió tomar la dirección este, a Jimaní, en la frontera con la República Dominicana, que a esas horas ya debía de estar blindada por los esbirros del superintendente.

En realidad, mi subconsciente llevaba tiempo trabajando y me impulsaba hacia el sur, una idea forjada paso a paso, y cuyo fin último sería localizar algún barco que pudiese llevarnos a Puerto Rico, la vecina isla donde mi padre tenía amigos ajenos a las garras de la corrupta policía haitiana.

En aquella noche llena de estrellas tuvimos la suerte de no tropezar con nadie mientras atravesábamos un campo desierto, señalado por el sendero plateado que nos brindaba la luna.

Transitando por ese paisaje surrealista, imaginé cómo debió ser en tiempos de los taínos, y traté de visualizar aquel espacio con indios y chozas de madera, los bohíos, y uno de ellos habitado por Anacaona, en aquella región que un día se llamó Jaragua.

El paseo por esas tierras consiguió serenarme, y tras el larguísimo trecho recorrido, contemplé la posibilidad de descansar un rato.

Fue entonces cuando llegó hasta mis oídos el redoble de tambor. El sonido venía de lejos, un apartado lugar en el que se estaba celebrando una ceremonia vudú. Pensé que en algún momento ya había soñado eso mismo, con ese paisaje, no tan oscuro, no tan despoblado, pero ciertamente familiar, en el que atravesé descampados desérticos plagados de matorrales secos, que en ocasiones exhibían raíces desenterradas por el viento. En esas condiciones se me antojó tarea imposible localizar un refugio para dormir, no me apetecía nada echarme sobre guijarros, y mucho menos cerca de gente a la que imaginé degollando animales y bebiendo su sangre.

Cambié de dirección un par de veces, hasta que, con cierta fortuna, me deslicé por un sendero que nos llevó a un huerto rodeado de un bosque de flamboyanes de flores color naranja, bañadas de plata por la luna, un vergel que me produjo un pasajero efecto balsámico. En realidad, nos hallábamos al fondo de un barranco negro, tan oscuro que ni las más débiles siluetas eran discernibles; un buen lugar para escondernos y descansar.

Resonaban los ladridos de un perro cuyo eco se extinguía varios kilómetros a lo lejos, donde presumí que comenzaban las montañas. Acurruqué a María sobre una parcelita de tierra blanda y me eché a su lado en esa noche fresca, bajo un cielo tachonado de estrellas que jamás olvidaría.

***

No hubo espíritus que me absorbieran, ni voces que me transportaran al pasado. En aquella ocasión sucedió de repente. Hubiese jurado que aún no me había dormido del todo, pero lo cierto fue que me vi inmerso en la misma nebulosa.

De nuevo me encontraba en aquel extraño asentamiento taíno. Esta vez la luz era distinta, amanecía y un horizonte perfilado de sombras iba dando paso a un día radiante en la plaza de Jaragua, engalanada para la llegada del gobernador. Había gente por todos lados, la mayoría indios, y unos pocos españoles. Todo parecía preparado para un gran evento.

Anacaona permanecía en su bohío. La cacica había consagrado un altar con gran número de imágenes y símbolos religiosos de poderoso realismo, una representación del panteón anímico de los taínos. La mujer atesoraba una serie de piezas de piedra, de madera, e incluso de huesos que me parecieron humanos. Los mayores ruegos los dirigía a un cemí, un dios de forma triangular, un trigonolito antropomorfo, un icono de tres puntas tallado en mármol, tal vez el señor de los tres nombres, Yucahu Bagua Maórocoti, conocido como Yucahuguamá, en cuyas cuencas oculares relucían incrustados unos aros de guanín, y en su boca, una concha marina acentuaba un semblante capaz de testimoniar el enorme poder de aquella criatura celestial.

Me costó entender las súplicas de aquella mujer, intensas y reiterativas, pero tras un buen rato acabé comprendiendo: Anacaona consideraba a los españoles dioses, una suerte de seres supremos venidos del cielo, y no dudaba en rendirles pleitesía. Años atrás, el propio Yucahuguamá le había pedido a través de una revelación que aceptara a las nuevas deidades, el nuevo orden que vendría a transformar el universo taíno, la sociedad anímica que habitó aquellas islas durante siglos. Lejos de implorar la marcha de aquella gente, o incluso su destrucción, aquella mujer estaba rogando por una integración pacífica, reclamaba el fin de las guerrillas esparcidas por la isla. Tras el desencuentro padecido en esos diez primeros años de convivencia, la mujer rogaba por la paz.

En el contexto de sus súplicas, entendí que ese día llegaba a Jaragua el gobernador frey Nicolás de Ovando. Por aquel entonces, la visita al último cacicazgo de la isla, el único que conservaba a sus caciques, a sus behiques, a sus nitaínos y a toda la estructura social de los aborígenes, se presentaba como un acontecimiento de gran relieve, suficiente para mantener una creciente excitación en todos los confines de Haití. Jaragua debía mostrar sus mejores galas al representante de los Reyes.

Anacaona hizo llamar a un hombre. Apareció despacio, tomándose su tiempo, agradecido de que la cacica le requiriese. La mujer le hablaba como quien consulta a un médico, le miraba a la cara y esperaba sus reacciones. Rápidamente comprendí que se trataba de un behique, probablemente su brujo particular, un chamán de aspecto lamentable, extremadamente delgado, tanto que sus costillas se percibían profundamente marcadas, como la silueta de un barco desmantelado.

En la historia de mi país siempre ha habido esa clase de seres, personas que se han dedicado a mediar entre los vivos y los muertos, entre los de un lado y los del otro. Imaginé que brujos y hechiceros habría en todas partes, y que los espíritus se manifestarían tan a flor de piel como lo hacían allí, pero, desde luego, me costaba trabajo creer que en la moderna Norteamérica o en la vieja Europa eso ocurriera con la misma intensidad, y me pregunté si la sensibilidad de Haití, esa especial disposición a que las almas permanecieran tan cerca de los seres vivos, era propia del pueblo haitiano. Desde que tuve uso de razón, todo el mundo a mi alrededor hablaba de espíritus, de ánimas, de dioses, de loas, de santos, y en ese instante, allí sumido en esa extraña experiencia, recuerdo que me pregunté si la culpa la tendrían los taínos, si aquellos indios no serían los culpables del boquete anímico abierto en la isla, ese lugar por donde escapaban los espíritus y se mostraban a los seres terrenales como en ningún otro sitio de este mundo.

No entendía las palabras del behique. Al final, cuando la predicción acabó, Anacaona mostró un semblante serio. Sus labios ya no exhibían esa sonrisa que antes iluminaba su cara. La mujer se dirigió al cemí, le volvió a suplicar algo, y cuando terminó recompuso su expresión. Se levantó y colocó un colgante de plumas blancas alrededor de su cuello. Luego volcó el pelo hacia atrás.

Flor de Oro abandonó su bohío. Una vez más me recreé en su figura, en su porte, en el aura mística que la acompañaba. Se acercó entonces a un grupo de hombres, unos cincuenta, a los que había hecho acudir de todos los rincones de sus dominios. Los caciques, los dirigentes locales del extenso cacicazgo de Jaragua, reverenciaron a la mujer, y ella explicó la importancia de la visita, la necesidad de agradar al comendador, de ganar su confianza. Recordó a los asistentes que Jaragua siempre acogió a los españoles como a hermanos, como a padres, como a sabios venidos del cielo. Pagar los tributos en oro había sido algo necesario, difícil de entender, pero asumible para un pueblo noble alejado del fanatismo.

Los caudillos asintieron y marcharon a la plaza central, donde ofrecerían al ilustre invitado un espectáculo de pelota, algo que gustaba a los venidos de fuera.

Higuemota se acercó a su madre con su pequeña Mencía en brazos. Me pareció una mujer de singular belleza, una india que había heredado el físico de su madre. Recordé que era hija de Caonabó, el mítico guerrero que desposó a Anacaona y que, a bordo de una nave que iniciaba el tornaviaje, se hundió en el mar al ser alcanzado por un huracán.

Como si lo hubiese presentido, de nuevo, las tres mujeres se entrelazaron en un abrazo que me hizo estremecer por las enormes dosis de amor que rezumaba aquella escena. Allí había algo más que cariño, había comprensión mutua, había amistad entre una madre que apoyaba a su hija. Había ternura, devoción, ejemplo para toda una generación de taínas que vivieron bajo su reinado, y, sobre todo, había algo místico en aquella atmósfera.

—Este es un día hechizado —dijo Anacaona—. Uno hechizado de verdad…

Era domingo al mediodía, la comitiva se acercaba por el este a la hora convenida. El galopar de numerosos corceles alertó a los taínos. Sin pensarlo dos veces, abandonaron toda actividad y se acercaron a recibir al distinguido comendador. La marcha levantaba una descomunal polvareda, una nube que no dejaba ver nada, y solo al estar más cerca los caciques pudieron observar la composición del séquito que Ovando traía consigo. La imagen podría impresionar a cualquiera. Las relucientes armaduras, los bruñidos capacetes, los pesados arcabuces y las envainadas espadas, metales en definitiva, refulgían entre la nube de polvo, alimentadas por los rayos de un sol que prometía acompañar el acto en un día glorioso, en ese encuentro entre dos culturas. Divisé alrededor de setenta hombres a caballo y en cuanto a los soldados que le acompañaban a pie, podría jurar que eran más de doscientos. Pude ver a Acevedo. Desmontó de un brioso alazano. Lo primero que hizo fue dirigirse a la cacica y arrodillarse a sus pies, de la forma en que se hacía en Castilla ante las reinas y princesas, porque, sin duda, esa santa mujer lo merecía. El hombre le dedicó unas palabras, le agradeció la calurosa acogida que le estaban dando al gobernador, y acto seguido, le solicitó que le acompañara ante él.

El comendador de la orden de Alcántara tuvo altos encomios para la reina de Jaragua, la colmó de sosegadas palabras, expresó su agrado por aquel recibimiento, el de la más notable individualidad de Haití, la mujer más afamada de La Hispaniola. Tras esas salutaciones, Anacaona sonrió, se mostró confiada y le rogó que se acomodara.

Jamás habían visto tanta gente montada a caballo, pero para esos pobres taínos, lo más sorprendente eran los metales, los destellos que lanzaban. Los jinetes, blindados por sus relucientes corazas, portaban enormes lanzas que despertaban la curiosidad de los indios. Anacaona le preguntó al comendador por aquellas cañas, que nada tenían que ver con las de los cazadores de manatíes, pequeños trozos de madera con puntas de espina de pez. Le contestó que eran para un juego, un juego de cañas, y que si los indígenas estaban dispuestos, daría comienzo la exhibición. La mujer respondió afirmativamente y Ovando dio instrucciones para que los hombres a caballo iniciaran una galopada por el lugar.

Mientras tanto, Acevedo se mesaba las barbas, y pude ver cómo una taína se había acercado para tocarlas, tal vez nunca había visto un hombre con el rostro cubierto de pelos, toscos como pinchos. Me hubiera gustado conocer más cosas de ese hombre, su procedencia y cosas así, para tal vez algún día investigar la procedencia de mi apellido, algo que ignoraba por completo.

El comendador le llamó. Acevedo se acercó y concentró toda su atención en el mandatario. Debía de ser un secreto importante, porque más que hablarle, le susurraba al oído. Me percaté de que Ovando se tocaba un colgante de oro, una pieza redonda suspendida sobre su pecho. Cuando terminó de darle las explicaciones pertinentes, se dirigió a Anacaona y le rogó que llamase a los caciques y los reuniese en el caney, la choza de mayor tamaño, ya que al terminar el juego de cañas habría una consideración especial hacia los jefes. Él mismo acudiría, y por eso debían estar todos congregados en ese lugar. La mujer obedeció y trasladó el deseo del comendador a los jefes de las tribus, quienes, sonrientes, se dirigieron sin rechistar hacia donde el visitante deseaba.

Ovando levantó la mano y los hombres a caballo, elevando hacia el cielo sus lanzas, comenzaron a galopar hacia el fondo de la plaza, entre los troncos de las ceibas que la flanqueaban, y una vez allí, iniciaron el camino de regreso hacia el caney. La imagen de unos caballos trotando, con jinetes forrados de metal, era sencillamente imponente. En verdad, la escena sobrecogía, y a partir de ahí, todo ocurrió a una velocidad de vértigo.

Nicolás de Ovando se llevó la mano a la pieza de oro sobre su pecho.

Los soldados a pie desenvainaron sus espadas de acero reluciente y corrieron hacia la choza donde los caciques, fieles a la petición del comendador, se habían concentrado. Procedieron a reducirlos y maniatarlos. Cuando llegaron los caballos, el juego de cañas había comenzado.

***

Lo que parecía un episodio histórico memorable se convirtió en unos segundos en una terrible pesadilla.

Los hombres a caballo emprendieron una cacería sin ningún tipo de misericordia. Uno tras otro fueron ensartados por las falsas cañas. Aquello resultó difícil de soportar, la visión de un acto en el que los indios estaban siendo masacrados me pareció humillante. Vi cuerpos mutilados, traspasados por las mortíferas lanzas, cráneos penetrados por afiladas espadas, estocadas mortales, cortes lacerantes, heridas irreparables, sangre inútil en definitiva.

Esa pobre gente me parecía inofensiva. No entendía el sentido de aquella violencia gratuita, aquel exterminio incontrolado.

Fue entonces cuando los soldados prendieron fuego al caney. La madera comenzó a arder con rapidez y los taínos que aún quedaban con vida empezaron a gritar.

Alguien sacó a Anacaona de la choza, maniatada. El humo no me dejaba ver, pero parecía Acevedo. La mujer también gritaba.

—¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué tanto mal?

Ardían los cuerpos en el interior. Algunos vivos, la mayoría muertos.

Al cabo de unos minutos todo parecía quemado. Los señores de aquellas tierras, en sus tierras, desdichados, hasta quedar solo madera humeante y paja hecha brasa.

¿Podía ser peor? Sí, lo fue.

Los indios que aún merodeaban por el lugar, la mayoría en realidad, huían despavoridos, viendo a sus jefes en la hoguera y a su señora presa. Los soldados a caballo los persiguieron, y los soldados a pie, con sus espadas desenvainadas, remataron a los indios que aún respiraban. De nuevo, la sangre inundó el paisaje.

Allí había gente de todas las edades: taínos viejos, jóvenes, e incluso niños.

Por unos momentos pensé que la orden había consistido en matarlos a todos, pero recibí con sorpresa la visión de algunos españoles retirando de la matanza a los más pequeños. Sin embargo, a otros jóvenes taínos, cuando trataban de escapar, los mutilaban vilmente. La pavorosa imagen de un indio a quien le cortaron las piernas mientras era arrastrado por un caballo me pareció nauseabunda, como todo lo que estaba ocurriendo, aunque no sabría decir si fue peor ver gente a quien rebanaban el cuello a cuchillo, o aquellos a quienes de una estocada certera en el pecho les quitaban la vida mientras agonizaban en el suelo. Me pareció una salvajada ante los inermes indios, una aniquilación atroz.

Donde Ovando encontró un paraíso, su vil pasión inundó de horror y desolación la tierra. Sin saberlo, o a sabiendas, acababa de firmar una de las páginas más horrendas, odiosas y lúgubres, probablemente, el mayor oprobio de la colonización: la tragedia de Jaragua.

Me pregunté si aquello había acabado.

Y la respuesta vino pronto.

Anacaona había sobrevivido a aquella calamidad. Descompuesta, rota por dentro, deshecha en mil pedazos, en un día claro como aquel, no paraba de mirar al cielo.

***

Alguien retiró de la escena a la hija y a la nieta, mientras el juicio contra Anacaona se celebraba.

Perdí la noción del tiempo, no sabría recordar si fue en ese mismo momento, o más tarde, cuando la reina de Jaragua fue conducida a la justicia. Todo lo que recuerdo es que vi a Acevedo acariciando el puño de su espada, para acabar sacándola y exigir a Anacaona que abandonase la celda en la que permanecía encarcelada y se encaminase a escuchar el veredicto, y como en un destello, pude ver los ojos del soldado, sus pupilas teñidas de color sanguinolento. Pude leer la maldad de su alma y entrever la magnitud del crimen que se iba a cometer.

Un largo cúmulo de acusaciones contra la última gran señora del firmamento taíno fue lanzado contra ella. Se dijeron cosas que no podían ser ciertas, falsas acusaciones que manaban de la voluntad del gobernador.

Esa idea rondaba mi cabeza, veía a Ovando como un hombre atormentado por conseguir el éxito de su empresa, un enviado a los nuevos territorios que trata a toda costa de hacerse con ellos, un pobre diablo que no conoce la magnitud de las decisiones que aventura, quizá, porque no está preparado para la misión que tiene encomendada, que en definitiva, no intuye las consecuencias de las nefastas acciones que está llevando a cabo.

Y así, la sentencia fue de muerte. Y más aún, Ovando consideró que la gran señora de Jaragua no podía morir en la hoguera. La última representante de la alta estirpe taína tendría una ejecución digna de su sangre real: la horca.

La volvieron a llevar a su celda. La ejecución no sería inmediata: antes había que construir un patíbulo para tan excelsa inculpada. La exasperación me comía por dentro, era incapaz de aceptar que ahorcaran a Anacaona. Fue Acevedo el soldado que condujo a la taína al entramado de tablas que habría de servir como cadalso. Yo no quería ver aquello, me negaba a asumir que eso hubiese ocurrido. Pero sí, la mujer fue conducida a aquel horrible suplicio.

Le colocó la cuerda en torno a su delicado cuello, desprovisto ese día de su collar de plumas de papagayo.

Acevedo se dirigió a la palanca, la que accionaba la trampilla por la que debería caer la preciosa Anacaona. Recé para que eso no fuera así.

Desplazó la palanca y la mujer cayó con la soga al cuello.

Sospeché que ella nunca había imaginado una muerte como esa, ejecutada en una mortífera máquina desconocida en su cultura.

Su cara se torció, se desfiguró, se transmutó en una máscara de dolor, migró hacia una expresión que nunca hubiese adivinado en aquel rostro tocado por la gracia de Dios. Ahora mostraba desesperación, un semblante que dejaba al descubierto el corazón ultrajado de la gran señora.

Y por fin, al faltarle el oxígeno, llegó el estertor de la muerte.

Las últimas palabras que Anacaona había pronunciado erizaron todos los pelos de mi piel. No había dicho nada relativo a su hija Higuemota, o a su nieta Mencía. Ni tan siquiera hacia el funesto acto que se había perpetrado contra ella.

La mujer solo había tenido tiempo de exhalar una última profecía antes de morir.

—Hasta el día en que la estrella vuelva a brillar, Haití vivirá años de horror.

***

Desperté sin creer lo que había vislumbrado, una idea excesiva en todos los aspectos, incongruente con el compromiso y el respeto que mis antepasados habían mantenido en relación a la vida de otras personas. Aquello fue un shock, una situación onírica que nada tenía que ver con la realidad de mi estirpe, del apellido Acevedo que tanta reputación había adquirido en la isla. Recordé a mi padre, su buen talante con todos sus amigos, con sus clientes, con sus trabajadores y con sus allegados, siempre preocupado por impulsar las empresas a su cargo, inmerso en la creación de negocios que pudiesen dar empleo a la maltrecha población de Haití. Mucho pensé en ello, en lo orgulloso que estaba de sus logros, las veces que salía al porche de nuestra casa en las plantaciones y luego se daba una vuelta por los terrenos aledaños, como un señor feudal que sale a caballo a contemplar la magnitud de su feudo, protegiendo de toda clase de peligros a las personas a su cargo. Pero era tarea inútil tratar de resolver el contenido de una experiencia tan extraordinaria, acaso una visión.

María me había despertado, me había sacado del tortuoso sueño. El sol ya se encontraba en la parte más alta de su recorrido. Había dormido poco, nada en realidad si descontaba la pesadilla, y me dolía todo el cuerpo. Miré a la pequeña y me di cuenta de lo sucia que estaba, la cara llena de churretes, y sus manitas tan embarradas que parecían filetes empanados. Me mostró dos trozos de madera que parecían muñecos, a los que había vestido con las hojas caídas de unos árboles cercanos y les había fabricado unas camitas con barro. Aquello me partió el corazón. La besé y regresamos al sendero.

A la luz del día me costó trabajo reconocer el paisaje. No se parecía en nada a la ruta por la que habíamos transitado la noche anterior. Estaba realmente desorientado, y ya no tenía claro si marchábamos camino del sur. Me detuve y miré en todas direcciones. María tiró de mi mano para indicarme algo. Había una cabra desangrada colgada de un árbol seco. Tardé unos segundos en comprender que tenía ante mí el sacrificio que habían ofrecido a los dioses en la ceremonia vudú. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal: en Haití los tambores nunca fallan.

Caminando entre aldea y aldea solo vimos campos vacíos, cañaverales abandonados, palmeras derribadas por los temporales, y a veces, algún muchacho que pastoreaba cabras, secas por un calor que parecía presagiar el fin del mundo. Pregunté a una anciana sentada al borde de un árbol talado si quedaba mucho para llegar a Jacmel, y como si no me hubiera visto, dirigió la mano al sur, invitando a que me largara de allí. Luego comprendí que mientras anduviese por aquellas tierras sería mejor hablar créole, entre otras cosas, porque mi padre ya no estaba allí para reprenderme. Suspiré no por eso, sino por el hecho de que seguía sin recordar su rostro, algo preocupante, como una maldición de la que nunca podría librarme.

Atravesamos siete u ocho colinas peladas, y al cabo de unas horas de intensa caminata, coronando el último cerro, apareció la silueta de Jacmel. Evité adentrarme y preferí dar un rodeo, hacia el este. A lo lejos contemplé el mar Caribe sembrado de picachos blancos, provocados por olas arrastradas por la marejada. Anduvimos unos metros por una suave arena color marrón y llegamos a la desembocadura de un río que se me antojó perezoso, unas aguas translúcidas que se unían a las de un mar implacable, empecinado en demostrar su dominio ante un pobre afluente incapaz de detener su embestida. De nuevo, otro escalofrío recorrió mi espalda, por razones que me parecieron evidentes.

Más tarde, al acercarnos al puerto, se apoderó de mí un nerviosismo creciente. Sin perder tiempo, comencé a buscar algún medio de transporte que nos pudiese sacar de aquella isla, rumbo a Puerto Rico. Tal vez debí esperar un poco más, escrutar el espacio con mayor detención, pero las prisas por escapar eran tantas que me lancé a buscar cualquier tabla de salvación.

El pequeño embarcadero tan solo disponía de una decena de atraques, todos ocupados por barcos pequeños cargados de redes de pesca. Por la hora, imaginé que ya habían descargado el pescado y que en esos instantes guardaban los aparejos y el utillaje. Me acerqué a la embarcación que consideré en mejor estado, y pregunté al capitán cuánto me cobraría por llevarnos a San Juan. El hombre era un señor de unos cincuenta años, de piel clarita muy estropeada por el mar.

—Chico, tú estás loco.

Nos miró de arriba abajo, tal vez quería conocer la razón por la cual dos chiquillos ansiaban salir del país.

—Tengo dinero —le mostré un fajo de billetes de mil gourdes—. Le pagaré lo que sea si salimos ahora mismo.

—Ninguno de estos barcos te sacará de aquí —me respondió con una naturalidad desarmante—. Te has equivocado de puerto.

No me moví de allí, férreo en mis intenciones; incluso le mantuve la mirada en tono desafiante.

Acabó por reírse de mí y alejarse del lugar, dándonos la espalda. Cuando ya pensaba que iba a contarles la gracia a los marineros, se volvió y me indicó que continuara hacia el este. Acaso porque le dimos pena, acabó gritando.

—¡Las yolas! ¡Las yolas!

Me quedé perplejo. Él continuó caminando hacia las naves y en un momento dado, murmuró algo a los hombres que recogían las redes. En tan solo unos segundos aquella gente se reía a carcajadas, posiblemente celebrando un chiste a costa mía.

Nos adentramos entonces en la plaza del puerto. Era domingo, y como tal, las calles se habían transformado: músicos callejeros desplegaban su arte mientras cientos de personas paseaban de un lado para otro. Habían instalado un buen número de puestos de venta ambulante, artesanía principalmente, y también de fruta pelada. Compré un par de trozos de piña, que María agradeció, pues estaba extenuada, y luego nos sentamos a descansar en el murete del puerto.

Por el centro de la calle venía corriendo un hombre casi desnudo, gritando cosas ininteligibles. Le presté atención y me pareció oír que ese loco servía a una misión inaudita pero fundamental: defender a todo el pueblo de Jacmel de una misteriosa criatura de enormes dimensiones, trompa descomunal y afilados marfiles. Mientras yo no quitaba ojo a ese tipo, María me tiró del pantalón y me indicó que una mujer se acercaba a nosotros. Era una chica ataviada con una indumentaria colorida. Caminaba a paso lento por la playa, con un hatillo presumiblemente lleno de piezas de artesanía que pretendía vender a los turistas, a pesar de que no se veía a ninguno por allí. Se colocó delante de nosotros, y sin que nadie se lo pidiera, nos explicó la historia del viejo loco.

—Jamás se ha tropezado nadie con un elefante por aquí. Hace años que lleva pronosticando que un animal nos atacará, un monstruo que solo él ha visto.

Me preguntó si le compraba también a ella un trozo de fruta. Le dije que por supuesto. La cogió como si no hubiese comido en días, y no se cortó al preguntarme directamente si aceptaba un trato.

—Te puedo facilitar lo que quieres, con una condición —me dijo, con unos ojos color miel que brillaban desaforadamente.

Estimé que debía de tener poco más de veinte años, su piel era oscura y el cabello negro, apelmazado e impenetrable, tieso por el salitre, atado a la altura de la nuca con una simple cuerdecita de color hueso. Ese detalle me hizo imaginar su falta de recursos para vestirse como a ella le hubiese gustado, pensé, pues aquella chica era suficientemente bonita como para arreglarse como a todas las haitianas les gusta. Me fijé en su cuello firme, y en sus pómulos altos, algo que le confería un aspecto de persona con determinación. Pero ante todo me fijé en sus carnosos labios, que, fruncidos, esperaban mi respuesta.

—Adelante —me atreví a decirle.

—Yo sé dónde encontrar una yola que te lleve a Puerto Rico.

Asentí.

—¿Y qué quieres?

—Que me lleves contigo. Que pagues mi viaje.

La miré de arriba abajo, mientras sopesaba su propuesta, y solo tras unos segundos dejé de mirarla, como si mi interés se hubiera agotado de forma repentina, para no demostrar que estaba realmente interesado en lo que me ofrecía.

Yo era consciente de que las noticias viajaban deprisa. Incluso sin carreteras ni buenos caminos recorrían a la velocidad del rayo grandes distancias en aquel país atrasado, y por eso, probablemente a esas horas mucha gente en Jacmel estaría avisada del precio que Zankú habría puesto a nuestras cabezas.

—Hecho.

La chica sonrió y engrandeció los ojos, ya de por sí enormes.

—¡Ah! Hay algo más.

Me encogí de hombros.

—Mi hermano entra en el trato —exigió la mujer mientras señalaba a un chico que se acercaba corriendo.

Un joven descalzo y descamisado, flacucho, llegó ante nosotros. De aquel niño que vi por primera vez, sus detalles más relevantes eran unos estropeados blue jeans y, sobre todo, su peinado rasta.

—¿No tienes que coger tus cosas antes de partir? —le pregunté a la chica.

—Mi nombre es Andrea y este es Justin, aunque todos le llamamos Bob, por ya sabes quién. No tenemos mucho más de lo que llevo en esta bolsa, así que estamos listos.

Los cuatros nos dirigimos al este, mucho más lejos de lo que yo hubiese imaginado, caminando por una arena que nos quemaba los pies.

En nuestro destino nos esperaban varias yolas movidas por el viento y el oleaje, amarradas a unos troncos de la playa. Teníamos a nuestra disposición al menos tres o cuatro opciones, una auténtica jugada de ruleta, un bombo del que podía salir cualquier clase de bola capaz de torcer aún más nuestra existencia, o incluso enderezarla.

Por unanimidad, decidimos que la más grande sería la mejor para llegar a buen puerto. Además, se llamaba La Bendita, ese nombre no podía fallar, a todos nos transmitió buenas vibraciones, o al menos, mejores vibraciones que las otras barcazas. Andrea lo arregló todo rápidamente por mucho menos dinero del que yo pensaba que podía costar un pasaje de aquella clase, aunque eso sí, tampoco pude imaginar la pésima calidad del medio de transporte, porque en el fondo, La Bendita no era más que una yola de cierto calado a la que habían acoplado un motor fuera borda. Había oído hablar de la enorme cantidad de haitianos que intentaban cruzar el mar desde el norte de la isla hacia los Estados Unidos, mientras que a Puerto Rico lo hacían principalmente desde el sur, pero nunca supuse que las condiciones de partida fueran tan duras. La gente que se disponía a realizar el viaje venía de distintas partes del país, de la capital, y de Les Cayes, así como de Côte-de-Fer y Jérémie, junto a Jacmel, las poblaciones que más gente embarcaba rumbo a la vecina isla, una travesía más corta y menos arriesgada que por el norte, la temible ruta hacia Miami, muy vigilada y con escasas posibilidades de éxito. Por eso, nuestra barca navegaría cerca de la costa de la República Dominicana y solo tendría como parte complicada el paso por el canal de la Mona, el brazo de mar que separa las dos islas. Acordamos con el capitán que subiríamos cuatro personas, y nos anunció que saldríamos en una hora, al caer el sol. Solo entonces nos alejamos de la orilla y nos sentamos a la sombra, bajo un pequeño bosque de palmeras. Sin esperarlo, Andrea se acercó a mí y me dio un sensual beso en la mejilla, de agradecimiento, y como si no hubiese sido suficiente, me rodeó con sus finos brazos, me transmitió una solemne promesa de fidelidad, una intensa sensación de protección, porque en el fondo ella sabía que yo estaba huyendo, que mi vida probablemente no había sido tan dura como la de ella, pero que tampoco estaba exenta de sufrimiento y riesgo. No mencioné nada de lo ocurrido, tan solo desvié la mirada hacia María y agaché la cabeza. Entendió que yo no quería hablar del tema.

—Eres un chico sensacional. Prométeme que nunca vas a cambiar.

Le dije que sí, turbado y algo emocionado, pero fue ella quien continuó hablando.

—Tú vas a dejar atrás no sé qué. Algo gordo te ha debido pasar, pero a mí no me importa —me miró con unos ojos que casi me hacen caer a la arena.

Prometió que jamás volvería a hablar del tema, pero que, en cambio, ella sí deseaba que yo conociese las razones por las que su mayor deseo en este mundo era dejar atrás la maldita Haití.

En ese instante María tiró de mi brazo y me dijo que tenía hambre. Salvo el trozo de piña no había comido nada en todo el día. Andrea le pidió a su hermano Bob que cogiese a la pequeña y fuesen a comprar algo de comer, ella también estaba hambrienta. Les di dinero, el joven lo cogió sin rechistar y ambos desaparecieron entre las palmeras. Andrea tomó entonces la palabra:

—Déjame que te cuente.

Sus ojos color miel cambiaron de expresión, se tornaron más oscuros y, de repente, parecían dispuestos a absorber el sol de aquella playa, como un agujero negro capaz de tragar toda la luz que se le echara.

En Jacmel las cosas eran difíciles, no tanto como en Puerto Príncipe, o tal vez igual de difíciles, pero según su opinión, allí había más medios para prosperar, la gente salía adelante trabajando en el campo, en los ingenios de azúcar y en las plantaciones de café, o bien dedicándose a pequeños oficios como la fabricación de piezas de artesanía, una actividad en la cual la zona era francamente buena.

—Has de saber —me dijo— que esta ciudad floreció en el siglo XIX al amparo de los mercaderes de café, construyeron esas mansiones tan elegantes que están frente al puerto y que hace años fueron ocupadas por artistas haitianos de renombre que con el tiempo terminaron instalando allí sus talleres e incluso abriendo canales para exportar su arte a muchos países.

Me preguntó si quería saber cómo se ganaba ella la vida. Le dije que sí y sacó dos figuras del hatillo que aún colgaba de su hombro. La primera era una cabecita de gallo finamente trabajada en papel maché pintado en vivos colores. Andrea había conseguido darle al animal una curiosa expresión en el rostro, tal vez por el simpático pico retorcido que le hacía parecer un bicho travieso. Era realmente original, tanto que pensé que cualquier marca de esas que venden pollo frito estaría interesada en comprarle aquel diseño. La segunda pieza era una estrella tallada en madera.

—Es de guayacán —explicó.

Me pareció bellísima, una excelente talla. Ni las pinturas, ni los materiales maleables valían allí. La chica había conseguido sacar de ese trozo de madera algo excepcional, había aprovechado las vetas, le había dado vida, y lo más importante, era una auténtica exhibición de habilidad, en definitiva, una obra de arte. Yo conocía la dureza de ese material, la dificultad que presentaba trabajar con él.

—¿Por qué una estrella? —le pregunté.

Andrea me contestó que desde siempre había soñado con ella, que era su protectora, y que gracias a su influjo me había conocido a mí. Le dije que eso no tenía sentido, que los astros no hablaban. Ella apuntó con su dedo índice al cielo y con una locución que rezumaba seriedad afirmó que la estrella estaba con ella.

Me sorprendió aquella expresión.

Le pregunté si en Jacmel alguna vez hubo indios.

—Sí —respondió—. Taínos. Esta ciudad se llamaba Yamiquel, y fue una zona importante dentro del cacicazgo de Jaragua. Así se llamó durante mucho tiempo, incluso a lo largo de la etapa en la que perteneció a los españoles, pero cuando pasó a manos francesas le cambiaron el nombre y lo afrancesaron. Fue entonces cuando pasó a llamarse Jacmel.

No me sorprendió su respuesta. Sí me sorprendió su cultura. Casi nadie hablaba de los taínos, de nuestras raíces, y como algo aceptado por nuestros ancestros, la mayoría de los haitianos siempre había pensado que la raza negra venida de la antigua Dahomey, del Congo, y de tantas otras regiones africanas había sido la única fuente que alimentó nuestros genes.

—Pero déjame que te cuente más cosas de la estrella —me dijo.

Y como parecía muy animada, yo no era nadie para interrumpirla.

Su padre, desde siempre, había intentado dedicarse a una interminable cantidad de oficios, y que ella recordara, ninguno de ellos había llegado a durarle más de tres meses. Unas veces, muy pocas, la causa había sido la desidia. En realidad, la mayoría de las veces, el alcohol se había ocupado de ahondar el fracaso laboral. Ni los ingenios de caña de azúcar, ni las plantaciones de café, ni las manufacturas de tabaco (robaba cigarros por decenas) soportaron más de unas semanas a un hombre que solo era feliz cuando cogía una botella de Barbancourt y la agotaba, lo que mejor sabía hacer. Por todo eso, al cabo del tiempo había acabado dedicándose a rebuscar en los vertederos, una tarea más sencilla y sin horarios, sin la necesidad de dar explicaciones a ningún jefe, pero con unos ingresos que no alcanzaban ni para él solo. Tenía tres hijos, dos chicos y Andrea. Más tarde nacería Bob, el más pequeño. Los otros dos habían seguido el rumbo de su padre, más o menos. Alguna vez consiguieron trabajo, pero el ejemplo de un truhán tirado todo el día en el suelo de la casa no era el mejor acicate para que unos muchachos tratasen de salir a aquel complicado mundo a buscar faena.

—Y así transcurrió mi infancia —me dijo—. Hasta que llegó un huracán en mil novecientos ochenta y cinco. Yo tenía entonces doce años. No fue uno de los más fuertes, para nada, los ha habido mucho más destructivos, pero aquel venía acompañado de un viento violento, sin lluvia, pero con rachas de aire que lo derribaban todo. Aquella tarde todos permanecimos en casa, excepto mi padre, y a medida que oscurecía se incrementaba nuestra preocupación. Antes de medianoche ya habían volado los techos de la mayoría de las viviendas de nuestros vecinos, chapas de cinc que no podían combatir con aquel monstruo de la naturaleza que lanzaba contra nosotros soplidos fortísimos. A eso de las dos de la madrugada salió despedido el techado, también de cinc, y aunque las paredes parecían resistir, pasamos un miedo terrible. Sin lluvia, los huracanes son más soportables. ¿No piensas igual que yo?

Carraspeé con el propósito de que ella siguiera contando su historia. No tenía ninguna intención de decirle que en la mansión de Pétionville había un sótano blindado, y que en el peor de los ciclones mi casa perdió alguna que otra teja de barro, pero jamás se quedó sin cubierta en los cien años que llevaba construida. Andrea siguió narrando, parecía que hablar la reconfortaba.

—Las paredes se resquebrajaron, aunque resistieron casi todas —prosiguió—. Solo una sucumbió a Bob, un huracán extraño, pero un huracán al fin. Si hubiese llovido, aquello hubiese sido terrible, pero no llovió. Uno de los costados de la casa acabó en el mar, el resto allí seguía. El ruido era infernal y como en todas las tormentas, quienes vivimos en chabolas tenemos que convivir con ellas, tratar de dormir y esperar a que pase el vendaval. Yo lo intenté, pero no lo conseguí, porque sin el tejado y durmiendo al raso, las nubes no me dejaban ver mi estrella. Me puse nerviosa al no verla allí, y aunque sé que es una tontería lo que digo, cuando uno tiene techo, la cosa es distinta, y si no lo hay y miras al cielo, pues la cosa es diferente. Si la estrella no estaba allí, no podía ayudarnos.

A eso de las seis de la madrugada llegó su padre oliendo a podredumbre.

—Había estado trabajando en el vertedero durante el día, y habría recogido toda clase de desechos que probablemente vendió esa tarde en el centro de la ciudad. Y como era habitual, tras el desagradable olor, había otro aún peor.

El ron es dulzón, aseguró Andrea mirándome a los ojos. Quería saber si yo lo había probado. Moví la cabeza, negando, y dejé que siguiera contando su vida.

—Tiró de mi brazo, casi me lo arranca, y me llevó fuera de la casa. Yo estaba aterrorizada, angustiada por el huracán, por el viento, por el olor, porque era mi padre. ¿Qué quería de mí? Creo que mi madre ni se levantó, no intentó detener a su marido, un hombre cuyas tropelías hacía mucho tiempo que se le habían ido de las manos. Me arrastró sin piedad hasta el descampado donde la mayoría de los vecinos del barrio defecábamos, y supe que él debió de pensar que era el único sitio en el que con toda seguridad no habría nadie observándole en aquella borrascosa noche. El olor era nauseabundo. No solo el suyo, el conjunto era repugnante, avivado por el fuerte viento.

Andrea me miró y no pude sostenerle la mirada. Me daba vergüenza oír lo que sabía me iba a contar.

—Me giró para no verme la cara, no se atrevía. Levantó mi vestido y me arrancó la ropa interior. Me penetró y no duró más de un minuto encima de mí. Me dolió como si me hubiese partido por la mitad. Jadeaba lanzando una baba pastosa cuando se levantó y se fue a dormir a la chabola como si tal cosa, sin saber si nos había ido bien o mal en el huracán, si la tormenta nos había tragado, o si el infierno se había abierto para absorber a la familia entera. Yo, simplemente, me quedé allí, oliendo a inmundicia.

Miré a Andrea y me pareció que sus ojos querían largar algunas lágrimas. Pero no se detuvo.

—Y lo peor de todo —dijo— fue que la estrella no estaba allí. Mi estrella me había abandonado.

***

Dejé que se tomara su tiempo. No solté ni un suspiro mientras ella meditaba sentada sobre la arena, esperando que volviesen Bob y María. Mientras tanto, se subía los tirantes del vestido amarillo y naranja, como si quisiera demostrar lo púdica que era.

—Aquella no fue la única ocasión en que lo hizo —añadió Andrea—. De hecho, desde ese día fue mucho peor.

Ahora sí que vi lágrimas resbalando por su rostro. A partir de esa aciaga noche las cosas cambiaron. A peor. Su padre comenzó a dormir con ella todos los días, despreciando a su madre, y para cometer tal fechoría echó a todos los hermanos de la habitación donde dormían hacinados y exigió que se buscasen otro lugar para hacerlo, a riesgo de pegarles un navajazo si aparecían por allí. Aquella imagen quedó grabada en la mente de Andrea de una forma permanente con mayor fuerza y realismo que la primera violación, por dos razones. En primer lugar, porque significaba que desde aquel día los hermanos debían buscarse la vida, dejar el nido familiar y, dadas las circunstancias, vagabundear por la ciudad.

—Yo los veía robando, delinquiendo e incluso matando a cambio de una fritanga —dijo Andrea—. No eran capaces de hacer nada, pero nada de nada, la cultura que mi padre les había transmitido.

Y en segundo lugar, quedaba lo peor.

—Aquello suponía que mi padre iba a violarme todos los días.

Hizo un paréntesis y se tomó unos segundos. Como no arrancaba, fui yo esta vez quien le preguntó:

—¿Y no pudiste hacer nada?

Me mostró el interior de uno de sus brazos. Pude contar decenas de quemaduras de cigarrillos, algunos cortes que presumí de navaja y otras dolorosas heridas que, en sí mismas, saciaban mi interés en la cuestión. Pero seguí interrogándola:

—¿Y qué hizo tu madre?

—Consintió el incesto —susurró—. Al cabo de unas semanas había perdido la noción del tiempo, y mi padre dormía todas las noches conmigo. Mi madre, desde el mismo día del huracán, no tuvo más remedio que aceptarlo. Bastante tenía ella con salir a la calle y buscar comida. Pidió limosna, se arrastró por las peores zonas limpiando no solo las casas, sino las cosas que nadie quería limpiar y persiguió a todos los parientes cercanos y lejanos para que le prestasen dinero, y al principio lo consiguió, hasta que llegó un momento en el que nadie quería ni verla. Desde ese día, traía de vez en cuando un poco de pollo, de cerdo, de arroz y de habichuelas, pero en poco tiempo, tuve que salir yo a la calle y ayudarla, porque no era suficiente. Al final acabó alcoholizada a la fuerza. Bebía tanto como mi padre. Mis hermanos seguían viniendo a comer, a llevarse todo lo que encontraban y a que mi madre les lavase la ropa.

Por todo lo que deduje, su vida había sido un infierno desde aquel huracán, atada a una familia que, como grupo de personas emparentadas unas con otras, solo tenía de familia eso, el nombre, un concepto vacío para Andrea, que trabajó, luchó y peleó contra todo y contra todos, incluyendo en esa guerra a sus seres más cercanos.

Si ou wè di ou ka wè tete foumi —pronunció Andrea, y entendí que quería decir que todo es posible cuando te lo propones, incluso ver las partes más pequeñas de una hormiga, una frase muy popular en Haití.

Ambos callamos unos segundos. Le dejé que meditase un rato, porque supuse que aún tenía algo más que decir, como cuando uno vomita y sabe que no ha acabado, que ahí dentro hay más cosas que expulsar.

—¿Y sabes qué ha sido lo peor?

Negué con la cabeza.

—Yo creo que tengo posibilidades de hacer grandes cosas. Confío mucho en mí misma, en mi capacidad para resolver los problemas. Quiero ser artista, tener mi propio taller donde hacer obras originales, y solo por eso, en mi casa han estado durante años diciéndome que soy un trozo de excrementos —me miró para ver mi reacción—. Perdona, pero es que he estado estudiando a escondidas. No me gusta decir palabrotas y trato de ser lo más refinada posible, para acercarme a la sociedad que me voy a encontrar al otro lado, cuando lleguemos, y veo que tú también hablas muy bien, que eres educado. En fin, quiero convencerme de lo que valgo, bastante basura me han estado metiendo en la cabeza. ¿Me entiendes?

La miré tratando de expresarle mi admiración, pero sus ojos me demostraron que aún no había terminado de vaciar su estómago.

—Y… ¿sabes por qué he traído a Bob conmigo?

Volví a negar.

—Es el único hermano que nunca me ha violado.

Tragué saliva y desvié la mirada. Aquella chica me impresionaba, era hermosa, con unos ojos que transmitían inteligencia, y lo que decía esa persona inteligente era más que suficiente para ruborizar a cualquiera, cosas íntimas que ninguna señorita en los entornos en los que yo había crecido diría jamás.

Ella me miró y yo la observé. Allí dentro seguía habiendo algo. No sabía qué era, pero deduje que no había acabado. Inquieta, se removió en la arena como dando a entender que le venía la última arcada, y que estaba dispuesta a expulsar hasta el último resto de la indigestión a la que había estado sometida en su absurda existencia.

—En realidad, Bob no es mi hermano. A ti no te puedo mentir. No le llamamos Bob por Marley, ni por el reggae, ni tan siquiera por su pelo, sino por el huracán. Él es fruto de aquella noche, mi hijo fue concebido bajo el ciclón Bob..

Andrea me tomó la mano de forma delicada y me dijo:

—Veo que te he inquietado. Definitivamente, eres distinto. Pero no te preocupes, porque yo cuidaré de ti. Jamás dejaré que te hagan daño. ¿Permitirás que cuide de ti?

Ahora sí asentí.

Llegaron Bob y María. El muchacho había comprado unos sándwiches de pollo con lechuga y una bolsa de platanitos fritos. Traía unas latas de refresco muy frías y un par de botellitas de agua. Me devolvió el cambio. Insistí en que se lo quedara, pero no quiso.

Más que comer, devoramos lo que nos pareció una suculenta cena. Andrea se limpió la comisura de los labios. Se le veía feliz, quizá porque estaba a punto de dejar aquel infierno, o tal vez porque se había vaciado, había contado sin tapujos su historia, la más triste que hasta entonces yo había escuchado. Me lanzó una mirada de complicidad, con una sonrisa que te hacía quererla de inmediato, de esas que te dicen que ahora estamos aquí, tú y yo, y mi misión es hacerte feliz.

Nos llamaron desde la yola. Era el momento de partir.

Andrea sujetó a María, que había permanecido en silencio el tiempo que estuvimos comiendo sobre la arena. La pequeña me miró y me dijo acercándose a mi oreja que le gustaba, que aquella chica le caía bien. La mujer guiñó un ojo y me declaró que también cuidaría de mi dulce hermana, a la que, al parecer, yo no había atendido lo suficiente. La miré, y efectivamente, jamás había visto a la chiquilla en un estado tan desastroso, sucia a más no poder, dentro de una camiseta excesivamente holgada. Me sentí culpable y dejé que fuese Andrea quien la llevase a bordo de la barca que nos sacaría de allí, con tanta gente ya embarcada que recé para que lograse mantenernos a todos a flote.

El capitán de La Bendita era un señor gordo, de un color marrón claro como el café poco tostado, pelo corto y espeso, tanto que semejaba pelaje animal, y nada más subirse a la nave se colocó una gorra marinera. Como si eso le hubiese dado ínfulas para la hazaña que se disponía a realizar, comenzó a dar órdenes a grito pelado ordenando que nos tumbásemos durante todo el viaje, que no levantásemos la cabeza ni para vomitar, y advirtió que si alguien le presentaba problemas él debería actuar, en beneficio del buen resultado de la empresa y de la seguridad del colectivo, y aunque más de uno lo debió pensar, se guardó para sí lo que muchos sabían: el balsero haría cualquier cosa por salvar su vida, sin importarle un pimiento la carga que transportaba. Le miré de reojo. Sería absurdo decir que algo en particular me impresionó de él más que otra cosa, pero llevaba una camiseta a rayas rojas y negras sin mangas, que dejaban al aire sus enormes bíceps, en uno de los cuales llevaba tatuada una calavera muy peculiar, que intimidaba, y cuando se quitó la prenda, dejó ver en su pecho otro tatuaje aún más terrorífico que el anterior. Se trataba de una docena de figurillas, como si fueran fantasmas, ciertamente inquietantes. La imagen me pareció de un gran realismo, muy bien ejecutada, tanto que presumí que no era un tatuaje, sino de algún otro tipo de técnica. Me fijé mejor y comprobé que se trataba de una decena de caras de hombres cuyos rostros parecían expresar un dolor inhumano, como si estuviesen ardiendo en el infierno y tratasen de huir de aquel horror. Cada cabeza era distinta y, en conjunto, estaban tan bien representadas que se diría que aquella gente existía, o bien, había existido en realidad. Traté repetidas veces de eliminar de mi cabeza esa idea y presté atención a lo práctico: el viaje que estaba a punto de comenzar. Entonces, el capitán gritó para que nos preparásemos para partir.

La tarde huía por poniente cuando la barca zarpó. Andrea me guiñó un ojo, con una sonrisa inolvidable, la de una mujer que dejaba atrás un mundo cruel e inhumano. Se echó en el piso agarrando a Bob, y yo hice lo mismo con mi hermana.

Tendidos en la yola, rodeé a la pequeña María como si mis brazos y mis piernas fuesen las valvas de una ostra que quiere conservar a toda costa su preciada perla.

***

Ya en el agua levanté ligeramente la cabeza por estribor para mirar a la isla, la porción de tierra que más amaba en el mundo, y fijando la vista en el fondo, me recreé en un sol que se colaba entre las crestas de las montañas de Haití, presagiando que en unos momentos entraríamos en la oscuridad del embravecido mar Caribe. La barca sorteó las primeras olas con apresto, mostrando una nobleza que transmitió seguridad a todo el pasaje, y solo cuando el motor comenzó a rugir con fuerza los haitianos hacinados en el suelo se dieron la mano unos a otros.

Yo volví a levantar la cabeza, y en la penumbra de ese atardecer mágico vislumbré veleros plagados de banderitas multicolores, empujados por un viento fresco, y cargueros que imaginé rumbo a Aruba, a Curaçao, a Venezuela, y me pregunté si alguno de esos barcos hubiese sido mejor opción, pero no, Puerto Rico era el lugar perfecto.

Echada junto a mí, rozándome con sus muslos trémulos, Andrea gemía de miedo. Su hermano Bob trataba de tranquilizarla.

Se me ocurrió cantarle una canción al oído a María, con la mala suerte de que el capitán me oyó y me pegó una patada en el pie. Le maldije para mis adentros y deseché ese propósito. A cambio le susurré a mi hermana que pronto llegaríamos a nuestro destino, que nuestra pesadilla estaba a punto de concluir cuando aquel cascarón llegase a puerto. Mientras tanto, en silencio, mi mente no paraba de darle vueltas a la idea de que, incluso si los boricuas interceptaban nuestro bote, siempre podría rogar que me dejasen contactar con algunos amigos de mi padre en San Juan, quienes acudirían en nuestro rescate y solucionarían el problema de los pasaportes y el papeleo correspondiente. En ese caso, veía muy difícil que las autoridades de la isla permitiesen la entrada del resto de la gente. La yola estaba repleta de haitianos indocumentados. Incluso Andrea y Bob lo tendrían complicado. Había contado hasta una treintena de personas, tal vez el máximo que aquel trozo de madera flotante permitía, más hombres que mujeres, y solo tres niños, entre ellos Bob, que seguía sin camisa, lo que me inquietó pensando en el sol de la mañana siguiente. A diferencia de la indumentaria del pequeño, la mayoría de los pasajeros habían traído puestas sus mejores ropas, ajadas y maltrechas, pero las mejores de que disponían. Supe eso al ver los deteriorados baúles, hatillos y maletones que portaban.

Nosotros, los Acevedo, no acarreábamos nada, ni una mísera maleta de mano, pero a cambio, a sabiendas de que sería nuestro mejor salvoconducto, yo apretaba mi dinero con tesón. En otro bolsillo llevaba la carta, la que saqué de la chaqueta de mi difunto padre, la misma por la que Zankú trató de matarme. En ese momento no la entendía, pero con la visión de un Haití brumoso, juré que algún día aclararía lo ocurrido.

Una señora solicitó al capitán recitar un ruego especialmente compuesto para un loa, el dios de la tempestad, y al oír esa palabra, el hombre no fue capaz de negarse. La mujer se sentó y elevó los brazos hacia una luna que solo a ratos algunas nubes osaban velar.

Agau vâté, vâté

Li vâté Nòdé

Li vâté Sirwa

Agau sé pa mun isit

Agau grôdé, grôdé

Li grôdé l’oraj

Agau vâté, vâté

Agau sòti là Guini

Li vâté, li grôdé là Guini. [1]

La haitiana siguió recitando plegarias a otros loas y santos, y una tras otra, el pasaje aplaudía la voluntad de aquella mujer que rogaba por un feliz desenlace, alejando de nosotros las iras de unos dioses desairados por habernos marchado de la isla sin su consentimiento.

El capitán, más pendiente de la navegación que de la santería, no perdió de vista el horizonte y al cabo de unas horas mandó a la gente a dormir en previsión de un amanecer cercano. Temiendo que María pudiese levantarse, traté de permanecer el resto de la noche despierto pensando en los pasos que daría en cuanto llegase a tierra, pergeñando un plan en el que incluiría a mis dos nuevos amigos.

Navegábamos con un rumbo paralelo a la costa, y a esas horas, ya debíamos haber traspasado la frontera entre Haití y la República Dominicana. Me acordé de que ese mismo trayecto, en sentido inverso, lo debió hacer Nicolás de Ovando cuando salió de Santo Domingo hacia Jaragua el trágico día en el que Anacaona fue ejecutada. Rememoré el momento en el que la mujer fue ahorcada, la irracional justicia que se aplicó a la taína. Y desde luego, no paraba de pensar en el papel que había jugado el soldado Acevedo, señalado como uno de los autores, o cómplices, de la tragedia. Pensé en mi vida, en las cosas que habían sucedido, en el futuro, en lo que acontecía en aquella yola cargada de gente que sufría, personas que de seguro llevarían mucho tiempo deseando salir del país, mientras que yo, sin esperarlo, a la primera de cambio estaba allí con ellos, y sin desearlo, todos éramos ahora componentes de la misma aventura, y un pensamiento me llevaba a otro, como si no fuese capaz de controlar mi desbocada mente, y sin darme cuenta, me quedé dormido.

A la mañana siguiente, el mar Caribe apareció envuelto en el rumor de unas aguas bravas erizadas de picachos. La magia de la noche se había perdido al encenderse el alba, y aunque el viaje había transcurrido sin incidencias, al llegar el día un frente nuboso nos alcanzó desde el este. Si no hubiese sido por las palabras del capitán ninguno de nosotros hubiese previsto lo que el cielo nos tenía preparado.

—Mierda —soltó el hombre, con cara descompuesta—. Justo cuando estamos llegando al canal.

Unas millas atrás habíamos pasado la isla Saona, el último enclave dominicano antes de aventurarnos a mar abierto. Tras los primeros embates sentíamos que el oleaje salpicaba nuestros cuerpos. Nadie fue capaz de abrir la boca. Para reafirmar la autoridad del capitán, todos movíamos la cabeza en señal de afirmación cada vez que murmuraba algo, confiando nuestras vidas a su pericia para sacarnos de aquella masa de agua espumada, pero la angustia aumentó al adentrarnos en la tormenta. Fueron momentos de pánico, de gritos, e incluso de orines involuntarios. La barca comenzó a escalar olas de varios metros de altura, que nos parecieron montañas escarpadas, aunque era aún peor el descenso, porque hacía sentir en nuestros estómagos un desagradable efecto similar a la caída por un túnel sin fondo. Una ola se estrelló con violencia contra un costado de la embarcación. La madera expelió un crujido que me pareció más bien un doloroso quejido, como si La Bendita tuviera vida y le hubieran dado un estoque de muerte. Presentí lo peor, pero me equivoqué. Ahora entendía por qué la llamaban así. Cabalgó con determinación la embestida del mar sin quejarse más, y se aprestó a combatir la siguiente andanada. Al poco, el vaivén se hizo insoportable, las olas golpeaban todos los costados y barrían sin freno el interior de la yola.

El zarandeo no daba respiro. Moví un poco la cabeza y observé que la gente estaba rezando, y que cada vez lo hacía con más fuerza, implorando a un mayor número de dioses. A pesar de la dificultad que suponía el ruido de la atronadora sinfonía de la tormenta, oí pronunciar una lista de loas muy extensa, muchos de los cuales me sonaban de haberlos escuchado en conversaciones callejeras, o a la propia Silví, que más de una vez encendía una vela en algún lugar de la casa, hasta que mi padre le ordenaba apagarla. En poco tiempo aquella pobre gente veneró a Legba, Sogbo, Krabinay, y sobre todo a Agué, el espíritu de las aguas y de la naturaleza.

Al cabo de un rato, la retahíla de nombres cesó para dar paso a acciones más útiles, como achicar el agua que comenzaba a colarse por alguna vía abierta. Al principio, me pareció que sería fácil, Pero pasaban los minutos y cuanta más agua entraba, menos avanzaba la yola hacia su destino.

Alguien gritó a mis espaldas. Una mujer se aferraba a una gran maleta negra que el capitán pretendía tirar por la borda. El hombre comenzó a proferir toda clase de insultos hacia la señora, que rechazaba la idea de quedarse sin sus pertenencias, pero como él era más fuerte, consiguió que el bulto se hundiese en aquel mar crecido. Luego ordenó que todo el mundo hiciera lo mismo, que aligerásemos el peso de una yola cada vez más sumergida por la proa. Solo cuando la haitiana de mayor edad lo hizo, el resto del pasaje la imitó. Volvió a su timón adosado al motor de la embarcación y trató de corregir el rumbo, pero aquel maldito trasto era incapaz de sortear las crestas fruto del hervor de aquel mar tenebroso. La proa se levantaba encabritada, y la popa se hundía. Luego sucedía lo contrario. Apreté a María aún más contra mí. Andrea hizo lo mismo con Bob. Más tarde, los cuatro nos entrelazamos y nos protegimos al mismo tiempo, formando una malla.

Así permanecimos un buen rato, hasta que el tiempo empeoró con la llegada de unas nubes de color gris plomizo que lanzaron una cortina de agua sobre nosotros, agravando las condiciones de la navegación, hasta tal punto que La Bendita clavaba aún más su proa. Observé al capitán para comprobar su grado de confianza, la pasta de la que estaba hecho, y lo que vi no me gustó nada: miraba a la yola como quien mira un incendio, con cara de desesperación y confusión, tanto que no tuvo otra ocurrencia que acercarse a la señora que consideró más gruesa y, sin pensarlo dos veces, la lanzó por estribor. La mujer cayó al mar y comenzó a gritar descontrolada. Profería insultos y trataba de agarrarse con las uñas al exterior de la nave, una madera que chirriaba. Solo calló cuando se vio lejos de la embarcación, una vez aceptado el desahucio, o más bien la sentencia, a la que el capitán la había condenado.

Olía a excrementos, a descomposición, a espanto, a muerte.

Hubo miradas cruzadas, rostros minados por el pavor, pero todos permanecimos en silencio, temerosos de despertar el interés del capitán y formar parte de su funesta elección.

Los hombres cejaron en su empeño de achicar el agua, una tarea imposible a aquellas alturas, y las mujeres pararon de rezar. En ese momento el auténtico dios en aquella horrorosa circunstancia era el capitán. El agua continuaba entrando en la barca y las olas no daban respiro: se desvanecía la esperanza de llegar a tierra, el mar amenazaba con devorarnos. Luego se produjo un silencio sepulcral, tan solo roto por el castañeo de dientes. Todos recordamos lo que nos dijo el patrón de la embarcación antes de salir. Su vida sería lo primero.

Mi sorpresa fue ver levantarse a Andrea, con una mirada encendida, como iluminada por alguna fastuosa idea, como ungida para salvar la vida de todas aquellas personas, entronizada para liderar una revuelta contra el diablo que manejaba el timón.

Reconozco que no fui capaz de frenar ese loco intento por detener al capitán. Simplemente, me limité a sujetar con una de mis manos, con más fuerza si cabe, a mi hermana, y con la otra me agarré a la nave hasta que comenzaron a dolerme los dedos. La tormenta rugía en el canal de la Mona cuando creí ver a Andrea luchando con el hombre, tratando de enviarlo al fondo del océano, y entre rayo y rayo, el resto del pasaje mirando la pelea.

La mujer le clavó las uñas en la cara. Él respondió con una tremenda bofetada que la hizo caer junto al motor. Pero se levantó y continuó asestando golpes al fornido marino en el cuello, en el torso, en la cara, en la cabeza, en el estómago, hasta que el hombre se hartó y, cogiéndola con ambas manos, la elevó sobre sí. Sin pensarlo, la arrojó al mar a una considerable distancia de la yola, donde ya nadie podía ayudar a la pobre muchacha. Intentó nadar, luchó contra las embestidas de las olas, escupió palabras que nadie pudo entender. Sabiendo que no tenía nada que hacer, me miró primero a mí. Fue una mirada de agradecimiento, de consideración, como queriendo decirme que había valido la pena el intento y que la muerte era mejor que la horrorosa vida que dejaba atrás. Luego observó a su hijo y le lanzó un beso. Aquellos ojos nunca habían sido tan lánguidos.

Y al final, Andrea se hundió sin remedio.

Bob hizo un amago por saltar en su ayuda. Solo cuando lo detuve me di cuenta de su estatura, similar a la mía, tanto que me costó trabajo sujetarlo e impedir que cometiese una locura. Le grité tratando de imponerme al ruido de la tormenta, y logré tranquilizarlo. Asumió que la batalla estaba perdida y que ahora solo quedaba esperar que aquel bellaco no decidiera lanzar a los más pequeños fuera de la embarcación.

A continuación, por razones que no adiviné en un primer momento, el capitán comenzó a discutir a gritos con uno de los haitianos más fornidos, al que, tras unos minutos, convenció de que si quería salvar su vida, sería necesario tomar decisiones drásticas, ciertamente impopulares y en apariencia injustas, pero imprescindibles dadas las condiciones de la navegación.

No sé cómo lo consiguió, pero el hombre, un negro de piel violácea y músculos marcados con venas como ríos, aceptó el trato del capitán y se dirigió primero hacia los pocos baúles que quedaban a bordo, los lanzó a considerable distancia, y a continuación, seleccionó con algún tipo de criterio que solo él conocía a las personas que debían seguir aligerando el peso de esa embarcación a la deriva. A pesar del ruido de la tormenta pude oír dientes rechinando y dedos arañando la madera, pero nadie osó detenerle, nadie dijo nada, nadie intermedió en una acción tan brutal.

De reojo, limpiando el agua del mar que el vendaval lanzaba contra mi cara, me percaté de que uno tras otro eliminaba primero a los hombres, y aunque alguno se le resistió, era evidente que el capitán había elegido bien a su lacayo. Hubo alguna pelea, algún puñetazo de por medio, pero nada se podía hacer contra aquel gigante negro.

Luego llegó lo peor. Les había llegado el turno a las mujeres. Imaginé que el monstruo se amilanaría frente a eso, pero me equivoqué. Comenzó a arrojar a una tras otra sin piedad. A una de ellas, que se aferraba con desesperación al borde de la yola, le pegó una patada en el estómago y luego le pisoteó las manos.

Entonces, aterrado al pensar que mi vida peligraba, me dirigí al capitán con el fajo de billetes de mil gourdes en la mano y le imploré que me dejara a bordo. Si llegábamos a tierra aquella fortuna sería suya. Al principio no me escuchó, o no me entendió debido al ruido de la tempestad. Chillé con todas mis fuerzas, con toda mi alma, haciendo oír mi voz por encima de la furia del viento.

Me miró como si me viese por primera vez. Sin embargo, cuando comprendió lo que le decía, los ojos le brillaron como los de un terrier que huele al zorro.

Agarró el montón de gourdes, y me indicó que permaneciese a sus pies, dándome a entender que a partir de ese momento yo era su protegido. Le grité que en el trato estaban incluidos la pequeña María y Bob, como compensación por su hermana, que a esas horas ya estaría en el fondo de aquel mar sombrío. Asintió y me fui a por ellos. Nos acurrucamos cerca del motor y todo lo que recuerdo es que olía a gasolina. No quise ni mirar lo que ocurría a bordo, el número de personas que el sicario habría arrojado al Caribe, pero lo cierto fue que la inclinación de la nave ascendió poderosamente y gracias a eso el capitán consiguió controlar algo más el envite de unas olas que parecían estar de acuerdo con la decisión tomada.

Navegamos así unas cuantas horas más, entre truenos y rayos, tragando agua de mar y de lluvia empecinadas en entrar en nuestros cuerpos.

Sería incapaz de precisar el tiempo que permanecimos en ese estado. Muchas horas probablemente. Yo, con la cabeza hundida tras el bidón de gasolina y con María aprisionada contra mi pecho, no podría recordar si me había desmayado, dormido o simplemente había entrado en una especie de trance, pero lo cierto fue que perdí la noción de las cosas, y al rato, cuando todo parecía perdido, apareció un tenue rayo de luz a lo lejos. Las nubes y el viento seguían allí, pero el temporal parecía amainar. Entonces me atreví a mirar el interior de la yola. Me erguí e hice el recuento que mi mente se negaba a hacer. En el fondo me sentía culpable por haber comprado nuestras vidas, en detrimento de otras personas que tenían el mismo derecho que nosotros a vivir.

Siete personas.

Tan solo siete personas permanecíamos sobre aquel trozo de madera inmunda, una barca que jamás debió partir con treinta, y lo que antes era una jaula de emigrantes apretujados, ahora parecía un crucero de lujo en el que había un considerable espacio entre unos y otros. Además del capitán y su lacayo, y nosotros tres, solo una mujer menuda y una joven enclenque habían sobrevivido.

Y más tarde, por fin, la lluvia acabó cesando y las olas nos dieron una tregua.

Desde abajo, miré al capitán. Mostraba su torso desnudo. El tatuaje de las figurillas humanas parecía como enaltecido por la tempestad. Conjeturé con mil cosas, pero la idea que imperó fue bien sencilla: que las cabezas eran de gente que había tirado al mar, y aquel hombre se había hecho grabar sus rostros. Un funesto tributo. Y entonces estimé que el pecho de aquel hombre sería ahora insuficiente para albergar las almas que había dejado atrás en ese viaje.

Yo me sentí mal. ¿Qué derecho tenía a vivir frente a esas personas? Me retorcí, pensé en tirarme de la yola, pedirle al capitán que cuidara de María como si fuera su hija, y así, reflexioné hasta completar un centenar de incongruentes ideas, y hubiese continuado inventando formas de quitarme de la cabeza aquella atrocidad hasta que, por primera vez desde que partimos, olí a tierra.

Levanté la cabeza y divisé la costa de Puerto Rico.

El motor rugió con fuerza cuando el hombre le exigió más potencia para pasar el arrecife, sorteando las últimas olas antes de acercarnos a las aguas mansas del interior de una caleta repleta de manglares.

El sol, por fin, había conseguido romper el cerco de las nubes. El capitán tuvo la cortesía de acercarnos a la arena de una playa preciosa, plagada de palmeras, donde desembarcamos. Imaginé que, como me ocurría a mí, a todos nos trastabillaban las piernas. Suspiramos y le dejamos solo con su timón y con sus pensamientos. Ni tan siquiera se despidió de nosotros, dio media vuelta y se adentró con La Bendita en el mar.

Un mar que ahora mostraba una serenidad irónica.

En ese preciso instante supe por qué la llamaban así. Aquella yola tenía magia, estaba encantada. Por más que el dios de las aguas requiriese las almas de pobres haitianos como suyas, la nave saldría indemne una y otra vez. Si había conseguido escapar de aquel mar encolerizado, jamás yacería en el fondo del Caribe. El espíritu de La Bendita estaba a salvo, había superado aquel mar bravío decenas de veces, y a pesar de las atrocidades de su capitán, allí seguía ese trozo de madera.

Observé el horizonte. El agua había recobrado su dulce color celeste tras hartarse de gris.

Agarré con una mano a María y con la otra a Bob, al ver que los otros salían corriendo en direcciones distintas. Me dio tiempo a mirar por última vez en dirección hacia Haití.

En pocos lugares como en aquella playa pude imaginar que mi vida cambiaría tanto.

Porque habíamos conseguido huir.

Habíamos huido del país de los espíritus.