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Desperté en el suelo del panteón de mi familia contrariado, aquello me había conducido a un abismo de oscuridad y olvido, la voz de mi madre se había extinguido, ya no percibía su aliento cerca de mí, y cuando me levanté, acaricié el mármol de su sepulcro y lo besé, como imaginé que ella había hecho conmigo.

La noche había caído sobre el camposanto y aquello parecía el otro mundo, tanto que sentí un verdadero temor a que alguna de las tumbas se abriese, e incluso me atacase un espectro, algún tipo de muerto viviente al que estábamos tan acostumbrados los niños haitianos.

Me encaminé hacia la salida. No se veía luz por ningún lado, ni a nadie caminar, algo extraño en una ciudad donde la gente hacía su vida en la calle, como si los habitantes de Puerto Príncipe hubiesen muerto todos esa misma noche y en el aire aún quedara un hálito de sangre. Avancé con sigilo. Al principio solo escuchaba el ruido de mis pisadas, hasta que creí oír un chasquido que venía del interior del cementerio. Me di la vuelta escrutando la oscuridad. A lo lejos escuché el rugido de una moto y unas risas apagadas. Aparté los pensamientos funestos y abandoné el lugar tratando de ser positivo. Achaqué la oscuridad a la maldita compañía de electricidad, que una vez más había caído en manos de la infatigable clase política, corrupta e implacable. Me dirigí al parque en busca de María, y, al pensar en ella, me percaté del tiempo que la había dejado sola, muchas horas para una niña tan pequeña. Ya habría despertado y estaría buscándome. Avancé todo lo rápido que mis fuerzas me permitían, ayudado por una fuerte brisa que soplaba en la misma dirección, hasta que alcancé el refugio. Miré en el interior de la barraca, semiderruida, maltrecha, y ahora inundada, pues había entrado el agua de la lluvia con tal mala suerte que había mojado nuestras pocas pertenencias. Busqué por todos los rincones y no encontré a mi hermana. Guardando la calma, me dirigí a los columpios, si podía llamárseles así, dado que lo único que quedaba de ellos era un par de palos cruzados a modo de cruz indicativa de que allí hubo alguna vez una atracción para niños. Escruté los alrededores y nada me indicó que la pequeña estuviese escondida. Elevé la cabeza para implorar por ella y noté que las nubes corrían hacia el este impulsadas por un viento repentino que levantaba polvaredas formando figuras caprichosas, como fantasmas que saltaban junto al camino. Me arrodillé junto a la acera, me llevé las manos a la cara, y fue entonces cuando caí en la desesperación y lloré como nunca, pensé que jamás volvería a verla.

Hice planes, argumenté para mis adentros que dadas las circunstancias estaría mejor con cualquiera que conmigo, que no sería malo que encontrase una familia capaz de mantenerla ahora que yo había demostrado mi incapacidad, tan solo unos días después de la muerte de nuestro padre, una idea refrendada por el hecho de que ni tan siquiera había tenido la habilidad de darle un cobijo decoroso y cobertura en las necesidades más básicas. ¿A quién había querido engañar cuando me propuse cuidar de ella?

Con los ojos nublados, presté atención a las sombras del parque y por momentos imaginé que los espectros venían a por mí, dando por cumplidos los peores augurios y pesadillas que llenaron mi cabeza durante mi infancia. Conjeturé con monstruos milenarios, fantasmas asesinos y, por supuesto, los hombres del saco, la teoría más fiable, la más fácil de aplicar a un niño perdido en un maremágnum. Compungido y hastiado, me derrumbé sobre una acera llena de socavones, a la que le faltaba todo: el cemento, los ladrillos y cualquier cosa que permitiese llamarla así, acera, pero por definir lo que me estaba pasando, decidí que eso era eso, un espacio que separaba el parque del asfalto, que tampoco tenía más que unos pocos trozos de la capa que mucho tiempo atrás configuró uno de los barrios ricos de Puerto Príncipe, el idílico Pétionville de mi niñez, que en aquel momento se me antojaba tan ruinoso como mi propia vida. Dios mío, pensé, aquel país se estaba viniendo abajo, ni el todopoderoso presidente norteamericano que días antes había intentado salvar el país, ni mi todopoderoso padre, ni tan siquiera el todopoderoso Dios cristiano, el Dios de la Iglesia católica en el que me enseñaron a confiar y al que siempre amé, había podido detener aquel deterioro, el desgastado Estado que iba abocado hacia el desastre, un camino sin freno posible, una nación que siempre ha tenido una frase preferida: en Haití, la muerte no es el final, allí, siempre ha habido vida más allá de la muerte, y la verdad, nunca tuve tendencias suicidas ni nada parecido, pero en aquel momento, si un rayo me hubiese partido en dos, me habría hecho el ser más feliz del mundo.

Hundido, levanté la cara y encontré a María frente a mí.

—He ido a hacer pis.

Muchas veces he intentado recordar mi reacción a aquel inesperado desenlace. No sabía si abrazarla, si besarla, si matarla, o incluso si arrojarme yo mismo a la bahía de Puerto Príncipe, donde todo el mundo conocía que con solo sumergirse en sus contaminadas aguas perder la vida era cosa de minutos. La tomé entre mis brazos y la estrujé hasta casi destrozarla, la hice llorar y temblar de emoción, tanto que aprendí algo que jamás olvidaré: los niños perciben el miedo de los mayores, y ese miedo cala más profundo de lo que uno pueda imaginar.

Yo sufrí mucho con los acontecimientos que rodearon la muerte de mi padre, hasta niveles dolorosos, tanto como para dejarme secuelas, pero si he de decir la verdad, nunca he llegado a conocer las consecuencias en mi hermana María, aunque siempre he temido lo peor.

Me repuse, me erguí, limpié mis lágrimas, ofrecí mi mejor sonrisa a la pequeña, en definitiva, logré reconducir la situación, y ni un solo reproche salió de mi boca, solo palabras de cariño, besos y arrumacos.

A sus seis años, María intuyó que su hermano no estaba muy centrado. Comprendió que estaban ocurriendo cosas de enorme gravedad, y cuando la abracé, se orinó encima.

Dejó escapar un tibio reguero entre sus piernecitas.

Tal vez percibió el miedo que rezumaba mi piel, el que a marchas forzadas mis hormonas trataban de equilibrar, en el día más desequilibrado de mi vida.

***

Morir o vivir. En esos momentos me repetía esas palabras sin descanso, trataba de convencerme de que estaba haciendo las cosas mal, que nuestras vidas no habían sido tan desafortunadas como para no tener a nadie que nos ayudase, alguien en quien poder confiar y que ofreciese garantías para salir de aquella nefasta coyuntura. Incluso en aquel país tan inestable, algo se me habría pasado por alto. Sumido en esos pensamientos, agarré a la pequeña por la mano y la llevé al interior del barracón. A su alrededor se hacinaban cubos metálicos de basura, sucios y abollados. Solo una farola de escaso vataje iluminaba débilmente el entorno, y por contra, el olor que impregnaba ese recinto era bien intenso, pudiendo proceder de perros asilvestrados o incluso de ratas. Me pregunté si no era capaz de buscar una mejor solución, si mi incapacidad para resolver la situación era tan patente. Por fortuna, me acordé de mi fiel amigo Daniel, un compañero de colegio cuyo padre había trabajado con el mío en muchos negocios en común, en uniones de empresas que proporcionaron pingües beneficios a ambas partes. Además, se trataba del sobrino del notario, un hombre cuya honestidad nunca había estado en duda, y por tanto, estaría dispuesto a echarnos una mano.

Quise que mi hermana me viese como un tipo resoluto, firme en sus decisiones y, sobre todo, con un plan para salvar la situación. Le pedí que recogiera todas sus cosas y partimos hacia el otro lado de Pétionville, donde vivían los Faubert, una familia que llegó de la mismísima Francia para quedarse en el país y hacer fortuna, algo que consiguió el abuelo de Daniel importando licores de prestigio de la vieja Europa, con la suerte de que la burguesía haitiana de los años veinte y treinta apostó por los refinados alcoholes que llegaban del otro lado del océano frente al burdo ron de caña de los antiguos esclavos.

La mansión parecía en calma. El jardín mostraba un aspecto pulcro, perfectamente iluminado por farolas alimentadas por generadores, en contraposición a la calle, tan oscura como mi futuro.

En aquellos días esa disparidad era habitual en Pétionville: las viviendas de los ricos lucían hacia dentro su mejor esplendor, y sin embargo, de puertas para fuera, la miseria invadía la vía pública.

La casa de Daniel siempre fue la más lujosa de mi barrio, y en aquella ocasión, el reflejo del agua verdeazulada de la piscina danzando sobre el techo del porche me hizo sentir un pinchazo en el estómago al recordar lo que había dejado atrás, la cómoda vida que mi padre nos había dado durante toda su existencia y que acabó tan trágicamente. Acariciando la verja de hierro negro soñé con la posibilidad de que Daniel lo arreglase todo, que su poderosa familia pusiese las cosas en su sitio y que, una vez resuelto el ultraje, María y yo volviésemos a nuestra casa.

Toqué el timbre y salió al jardín la criada, solicité ver a mi amigo y ella me pidió que la acompañara. Penetramos en el salón, donde Daniel apilaba unos cromos de jugadores de la liga de béisbol americana. Me saludó como si nada y cuando me miró, me preguntó qué me había pasado. Le expliqué lo sucedido con bastante detalle, y siguió observándome sin entender.

—Seguidme.

Subimos a su habitación. Me prestó un pantalón azul y una camiseta de algodón roja con la marca de los Chicago Bulls impresa. Siempre le gustaron los equipos norteamericanos, fuesen del deporte que fuesen. A María fue más difícil buscarle ropa, mi amigo no tenía hermanas pequeñas, pero cuando le ofreció otra variedad del mismo equipo con un toro pintado, la pequeña incluso aplaudió, y a mí me pareció suficiente para pasar la noche.

—Me enteré de lo de tu padre hace unos días, pero nadie me explicó todo eso que dices de la brujería —dijo Daniel—. Desde luego, mis padres pensaron que te habrías marchado con algunos parientes.

—Ya me conoces. No bromeo con estas cosas de la familia. Jamás.

—¿Estás seguro de que todo eso te ha pasado realmente? ¿No habrás tenido una pesadilla? Tío, tienes que reconocer que es raro.

Me paré a pensar lo que decía Daniel, uno de mis mejores apoyos en las riñas del patio del colegio y también un valor seguro cuando el director me llamaba para interrogarme para aclarar alguna trastada, y sobre todo, un amigo fiel que fue capaz de cederme el paso hacia Yolette.

—No sé qué decirte —le expliqué, tratando de contener las lágrimas—. Todo ha pasado muy rápido, pero te juro que el policía me golpeó y me amenazó con cosas terribles. Salimos corriendo y aquí estamos.

—Yo te ayudaré —me sacudió la espalda con un contundente porrazo, tal y como hacía siempre que hablábamos de algo serio. Chocamos los nudillos y acordamos que mientras venían sus padres podríamos descansar un rato.

María y yo nos dirigimos al cuarto de baño y al acabar de asearnos ya no fuimos capaces de bajar a cenar, nos quedamos dormidos en los mullidos colchones de unas camas que nos parecieron el lecho de unos reyes. No sé cuánto tiempo dormimos, ni tan siquiera si nos llamaron para cenar, pero lo cierto es que dejaron que continuásemos el plácido descanso, enormemente reparador, durante el cual nadie se atrevió a interrumpir a dos niños que parecían venir de librar una gran batalla.

***

Aquella noche soñé con mi padre y fue una de las pesadillas más terribles que jamás he sufrido. En el sueño, le veía hablar, caminar, montar a caballo, jugar a las cartas con sus amigos, de frente, de espaldas, de lado, en multitud de posturas, en un día de diario, en un fin de semana, comiendo, cenando, pelando su fruta favorita, incluso firmando cheques en su despacho, de pie, sentado, acostado, tumbado en una de las hamacas del jardín, le veía en todas las posiciones, descansando, trabajando, relajándose, tomando un trago de ron al final de la jornada, borracho, sobrio, feliz, entrando en la casa, saliendo de ella, en mil perspectivas diferentes, y en ninguna de ellas era capaz de ver su rostro. Yo le seguía, me acercaba a él, le pedía que se girase, que se dejase ver bien, que no se ocultase en posturas inverosímiles o en apariencias que no me permitiesen reconocerle en la manera que siempre le recordaría, pero la verdad, no le recordaba. La cara de mi padre había desaparecido, se había evaporado hasta desdibujarse en cada una de las escenas formando una nubecita que siempre ocultaba su faz, hasta tal punto que, sumido en un desconcertante duermevela, creí que nunca más sería capaz de recordar su rostro.

Acostumbrado a dormir poco, desperté a medianoche sobresaltado, con el reloj de la mesita señalando que ya eran las doce y media. Fue entonces cuando escuché un ruido en la planta de abajo, como si se hubiese organizado una reyerta. Al principio pensé que seguía soñando, que la pesadilla no había terminado. Luego imaginé que comenzaba una nueva sesión de la particular narcosis a la que había sido sometido, pero todo eso se difuminó en el momento en el que escuché que alguien bramaba con violencia, y lo que pronunciaba eran mi nombre y mi apellido. Salté de la cama y pegué la oreja a la puerta. Algo estaba ocurriendo con cierta rapidez. Al menos eso deduje de la tangana de la entrada. Abrí la ventana delantera y me percaté de que también había gente en la calle, coches de policía con luces rojas y azules encendidas. Entorné la puerta y gracias a eso pude identificar la voz de Zankú, su acento grave y su arrogante dicción, dando las mismas órdenes que daría un emperador que piensa que todo lo que ve está a su alcance.

Comprendí que Daniel nos había traicionado, que mi amigo no había podido o no había querido soportar la presión a la que mi hermana y yo le habíamos sometido al pedir que diese refugio a dos inocentes prófugos, y ahora, era muy difícil seguir allí, por no decir muy peligroso, así que cogí el fajo de billetes, nuestra mejor garantía para conseguir la libertad, y desperté a la pequeña. Su carita decía que no, que no la llevase otra vez por los mismos derroteros de los últimos días, que ya no soportaba más aquel desconcierto. Le di dos besos y le pedí que confiara en mí.

Abandonamos la casa por la ventana trasera, no sin antes trabar la puerta con una silla. El descenso hacia el jardín no fue difícil al sujetarnos a las poderosas ramas de un guayacán centenario. Mi padre me explicó varias veces las virtudes de ese árbol, una de las especies que mejor madera provee, sólida y densa como el plomo, que contiene un aceite esencial que la hace muy durable y cuyo aroma continúa siglos después de cortada. Al parecer, ese líquido que fue utilizado con éxito para la cura de enfermedades infecciosas en la época de los conquistadores, lo que le valió el nombre de palo santo. Ya en el suelo, me pregunté por qué me empeñaba en rescatar de mi memoria esos datos inútiles cuando en aquel momento lo importante era escapar. Solo al alcanzar la calle, una vez dejado atrás el peligro de la casa, reconocí para mis adentros que mi mente trataba de obviar un hecho evidente: no era capaz de recordar el rostro de mi padre.