Cuando abandoné la casa del brujo un horizonte teñido de púrpura engalanaba las crestas de las montañas boscosas de Puerto Príncipe, y al caer la noche, si no hubiese sido por la creciente oscuridad, hubiese jurado que el cielo se iba a incendiar de un momento a otro. Abandoné la casa del brujo con María dormida, montada a horcajadas en mi espalda, exhausta y maltrecha casi tanto como yo, que sufría como si le hubiesen dado una paliza a mi corazón. Saqué todas las fuerzas que pude de mi interior y avancé en dirección hacia Pétionville, sin dilación, en un instante en el que una infinidad de lucecitas comenzaban a encenderse en las chabolas. Sin haber llegado al final de una calle llena de charcos volví la cabeza para acreditar que la misteriosa fachada azul seguía en su sitio, no fuera a ser que todo formase parte de un espejismo, y allí pude ver a unos niños apretujados. Tal vez solo estaban jugando, pero a mí, desde esa distancia, me parecieron sombras temblorosas.
En ese momento la oscuridad ya había inundado Cité Soleil, como si alguien hubiese cubierto el barrio con un paño negro.
Enfilé el camino de vuelta a casa a paso lento, no me orientaba bien en el interior de aquel laberinto cuajado de viviendas infrahumanas y construcciones derruidas.
Apreté a María contra mi pecho cuando comenzó a llover. El agua caía con fuerza arrastrada por un viento que la lanzaba hacia mi cara como dardos puntiagudos. Sin darme cuenta, metí una pierna en un charco, un lago en realidad, cubierto de un fango espeso que me llegó más arriba de la rodilla. Avancé sin prestarle atención, jadeando por el esfuerzo de sujetar a la niña en brazos mientras corría de forma desesperada, porque la verdad, había motivos para ello. Aquel lugar era peligroso, sin duda, calles en un estado lamentable, basura por todos lados, bidones ardiendo y gente apuntándonos con el dedo, presas fáciles en definitiva, pero yo iba a tal velocidad que ningún truhán tomó la determinación de asaltarme. Por las bocacalles se deslizaban sombras que en ocasiones se detenían y nos escrutaban, miradas que nos perseguían con oscuros propósitos, un aire cargado de amenazas que no desapareció hasta que llegamos al centro de la ciudad.
El cambio fue tan súbito que dejé de preocuparme por nuestra seguridad. Incluso la tormenta pareció darnos una tregua, y aunque eso hubiese sido suficiente para alcanzar nuestro destino con tranquilidad, se instaló en mi mente otra desazón mucho mayor. Atravesé la avenida de Delmas con los ánimos a ras del suelo, mi conciencia martilleada por una idea simple: no había sido capaz de obtener un remedio contra el maleficio practicado a mi padre. No sabía nada de él desde hacía rato, y con toda probabilidad a esas horas estaría preocupado buscándonos, pues era la primera vez que sus hijos abandonaban la casa de esa manera.
De nuevo, el viento precedió al aguacero y este, a unos rayos coloridos sobre un cielo encapotado dispuesto a abrirse en cualquier momento y dejar escapar alguna clase de desgracia bíblica.
Llegamos a la mansión de Pétionville en un instante en el que la luz de las farolas del jardín a duras penas lograba taladrar la densa lluvia. La verja estaba abierta y al observar las ventanas del caserón me pareció que nadie se movía por la planta superior. Miré bien la fachada, especialmente sus dos torreones laterales, así como el ala central donde se ubicaba la habitación de mi padre, pero todo estaba a oscuras.
Suspiré al pensar que aún no había llegado, e incluso desperté a María para ver cómo se encontraba, con la idea de encomendarla a Silví, la persona que siempre cuidó de ella. Un vaso de leche y sobre todo un baño caliente no le vendrían mal a la pequeña.
Toda mi vida recordaré el momento en el que entramos en la casa.
Lo que encontré cambió mi vida.
De pie, rígido como el mástil de un velero, mirando fijamente aquellas tinieblas con desesperación, me sentí llevado por un torbellino de naufragio, abatido, agotado, incapaz de asumir la visión de lo que tenía delante.
Media docena de mujeres, todas vestidas de negro, nos esperaba en el salón principal, en silencio y con las luces apagadas. Sus rezos resonaban como un murmullo silente que me impregnó de tristeza el alma.
Dos féretros habían sido depositados en el salón principal.
Uno de ellos de madera clara, tal vez de pino, y el otro, mucho más lujoso, construido en roble.
En la penumbra, sospeché que ese era el de mi padre, el de la noble madera.
***
Dejé caer a mi hermana contra el suelo, incapaz de desviar la mirada de aquel espanto: dos cadáveres perfectamente embutidos en sus mortajas. Temblando, me acerqué al que tenía más próximo, el de roble, y efectivamente, había acertado a la primera: portaba el cuerpo de mi padre.
Tenía la misma expresión de siempre, la piel de un acusado color cerúleo, los ojos casi abiertos, con aquella ligera sonrisa que parecía confirmar que podía con todo, que era capaz de saltar cualquier obstáculo que se le pusiese por delante. Pero no pudo con aquel, el que le costó la vida.
Curiosamente, la magia, en la que nunca creyó, acabó con él.
El otro cadáver era el de la difunta Silví, nuestra asistenta. Los dos seres que habían poblado nuestra infancia, lo único que nos ataba a la isla, habían muerto. María no comprendió lo que estaba ocurriendo, y solo cuando yo rompí a llorar ella lo hizo. Primero comenzó con unos grititos entrecortados, luego unos jadeos casi continuos, pero en solo unos segundos mi hermana había caído en un llanto desesperado. Intenté serenarme y darle ejemplo, una situación para la que, en realidad, yo no estaba preparado. La sujeté por los hombros, la llamé dulcemente por su nombre y le pedí que normalizara la respiración, que recuperase el aliento. Luego la abracé con fuerza y le acaricié el pelo. Eso pareció tranquilizarla, aunque no dejó de sollozar. La dejé en el sofá y me dirigí a mi habitación. Allí me encerré en el cuarto de baño y dejé escapar mi furia.
Cuando me vi reflejado en el espejo comprendí que en cierta medida yo era el responsable de aquello. Le había fallado a mi padre, no había sido capaz de encontrar una respuesta al mal que le habían inoculado. Estallé de ira y le pegué un puñetazo al cristal, que se rompió en mil pedazos y me produjo algunos cortes. Puse la mano bajo el grifo y pensé en María, en lo mucho que me iba a necesitar ahora, en la responsabilidad que yo había adquirido al quedar huérfana y sin parientes cercanos. Limpié la sangre de mi camisa y las lágrimas de mi cara, aunque estas seguían brotando a modo de lánguido hilito que, por más que quisiera, aún después de muchos años, seguiría inundando mis ojos y entristeciendo mi alma.
Bajé y observé a la pequeña adormilada. Quise examinar a las personas allí presentes, pero no pude ver bien sus rostros en aquel salón a oscuras. Desplegué las cortinas y traté de que penetrase la luz del jardín. Aun así, fui incapaz de reconocer a ninguna de las presentes, mujeres que, entregadas a un riguroso luto, rezaban y lloraban desconsoladamente. En primera instancia imaginé que se trataba de familiares de Silví, y deduje que debían de ser sus allegadas. Me dirigí a una de ellas y le pregunté por lo ocurrido.
Cuando la mujer se disponía a relatarme el incidente, se adentró en la casa Nicolás Duverger, Zankú, el jefe de la policía nacional, líder de los gendarmes haitianos, uno de los personajes más poderosos del país, amigo de mi padre y figura constante en sus grandes fiestas, un hombre alto y delgado, peinado hacia atrás, de pescuezo ancho, desproporcionado, hasta tal punto que cuando uno le miraba lo primero que veía era su prominente nuez, abultada como si se hubiese tragado el hueso de un melocotón, o el melocotón entero. Las malas lenguas de la ciudad siempre le habían relacionado con los temibles tontons macoutes, el cuerpo de élite del innombrable dictador, pero él siempre había salido indemne de esas acusaciones, probablemente porque se encargaba de comprar a la gente a diestro y siniestro. Todos los niños de mi generación vivimos asustados por los hombres del saco, aunque a nosotros, los hijos del terrateniente Acevedo, Zankú, fuese o no fuese un ex tonton macoute, siempre nos había tratado con delicadeza y consideración. Quizá por ello, olvidando el gesto que le había hecho a mi padre en el estrado junto al presidente americano, tragué saliva y sin saber cómo reaccionar, me abracé a él estallando en un llanto que le llenó el uniforme de lágrimas, y solo recuerdo que luego descansé unos segundos junto a los féretros, sin hacer pregunta alguna, salvo la precisa.
¿Cómo habían muerto?
El poderoso hombre me respondió que habían comido algo en mal estado, alguna vianda proveniente del mercado, extremo que certificó la policía judicial. Fue imposible determinar la procedencia exacta, el puesto de venta que había servido ese género deteriorado, dado que la misma Silví lo había adquirido la mañana de autos. Fueron al menos cinco los testigos que vieron a la mujer comprando pescados, carnes, frutas, dulces y otros alimentos en el Mercado del Hierro, o lo que era lo mismo, era tan amplio el número de comercios en los que adquirió productos que iba a ser imposible conocer al culpable del fatídico suministro.
Busqué en sus ojos para comprobar que decía la verdad y lo que encontré hizo temblar todos los músculos de mi cuerpo. Me dirigió una mirada fría e impasible, sin tapujos, dándome a entender que no preguntase más, que el asunto estaba claro y que no se iba a investigar en profundidad, que para las autoridades el tema estaba zanjado y lo podía llamar de muchas formas, pero todas conducían a lo mismo, a que el asunto estaba resuelto, solucionado, solventado, terminado, rematado, clarificado, finalizado, liquidado, concluido, cerrado, acabado, ventilado, tramitado, despachado, sentenciado, aclarado, descifrado, explicado, dilucidado, finiquitado, en suma, que los gendarmes no iban a gastar ni un minuto más de su tiempo en saber qué le había ocurrido al mayor empresario de Haití porque, para ellos, simplemente, había comido algo podrido.
Mil veces me he preguntado si un chaval de doce años podía haber reaccionado mejor que yo, de una manera distinta, más coherente con el momento que le tocó vivir, quizá más reivindicativo. En repetidas ocasiones he cuestionado mi comportamiento ante semejante atrocidad, y he martilleado mi conciencia pensando que tal vez yo no estuviese hecho de la misma madera que mi padre, que no tuviera su aplomo, pues en ese momento tuve la oportunidad de demostrarlo y el valor no me alcanzó.
Aun así, incapaz de enfrentarme a Zankú, me acerqué al cadáver, separé la sábana mortuoria y busqué en el bolsillo de su chaqueta, la misma que llevaba puesta horas antes. No recordaba si se trataba del derecho o el izquierdo. Comencé por el que tenía más cerca, metí la mano y, sin poder evitarlo, le miré a la cara. De nuevo, me sorprendieron sus ojos algo entreabiertos, como si la persona que lo amortajó no se hubiese ocupado de ello. Le observé y me produjo un profundo desasosiego, una sensación de vacío se apoderó de mi alma, llegando hasta una profundidad que yo creía inexistente, alcanzando unos niveles de dolor insoportables. La ausencia de aquel hombre la iba a llevar sobre mis hombros como una pesada losa de la que tardaría en liberarme, de la que acaso nunca me repondría, nunca nada volvería a ser como antes.
Encontré una carta, un simple folio amarillento doblado en cuatro partes, y aunque esperaba hallar otra cosa, asumí que tal vez un trozo de papel podría explicarlo todo.
Volví hacia María, dormida ya en el sofá, me senté junto a ella y comencé a leer el texto. No había terminado aún la primera línea cuando un zarpazo de Zankú me arrebató el documento.
Me observó con una mirada que expelía odio a raudales. Cuando me creyó fulminado, metió la carta en el bolsillo de su uniforme. Aquel tipo parecía una serpiente de agua, uno de esos bichos que se mueven en pozas oscuras y barrosas.
El hecho desató un pequeño huracán dentro de mí. Me puse en pie y le grité, le exigí que me devolviese el escrito. Las plañideras nos contemplaban con ojos desorbitados. Una de ellas me hacía señas indicativas de que era mejor no contradecir al superintendente, porque su respuesta podía ser mortal; un peligro que todo habitante de aquella ciudad conocía. Fui capaz de mantenerle la mirada un buen rato, y tuve la enorme fortuna de que mi hermanita se había despertado y había visto la jugada. Saltó del sofá, y como el bolsillo del policía le quedaba a su altura, le quitó la carta y corrió hacia las escaleras. Aplaudí su acción y la seguí, no sin sortear a Zankú, que volvió a lanzar sus zarpas contra mí. Le sobrepasé, pero la considerable diferencia de estaturas le hizo ganar terreno cuando me persiguió. Justo en el momento en el que comenzaba a subir las escaleras me alcanzó un puñetazo que me hundió el costado derecho lanzándome contra la barandilla de caoba, que ni se inmutó por el peso de un muchacho de doce años. Aún no había caído contra los peldaños cuando me soltó una bofetada con la mano abierta, con tan mala fortuna que me estalló en un oído, produciéndome un dolor terrible. No es que yo hubiese sido nunca un niño asustadizo, pero aquella acción tan brutal me desconcertó. Me levanté y subí como alma que lleva el diablo hasta alcanzar el piso superior, donde me esperaba María con la carta en la mano. Noté que me sangraba la cabeza. Nos metimos en la habitación de mi padre y cerramos la puerta, de caoba también, con el cerrojo que tantas veces nos impidiera el paso. En unos segundos el bruto había llegado hasta allí, y ya lanzaba embestidas que no lograron mover ni un ápice aquel trozo de madera maciza. Su incapacidad para derribar aquella barrera le hizo estallar y proferir todos los insultos que conocía, una sarta de disparates que asustó a la pequeña. Ella no dudó en buscar refugio bajo la cama de su padre, también labrada en la noble madera de los trópicos.
—Hay dos maneras de solucionar esto —escupió con ira desde el otro lado de la puerta—. O me entregas ese escrito y te comportas como un hombrecito, o te aplastaré como a un gusano. Diré que has sido responsable de la muerte de tu padre, que te lo has cargado, porque mucha gente te ha visto visitar al brujo. En esta ciudad nadie se mueve sin mi permiso. Si no sales, tu vida será un infierno.
Esperó unos instantes y tras una segunda andanada de empujones, se convenció de que solo nunca iba a ser capaz de franquear el paso. Lanzó nuevas amenazas y se alejó escaleras abajo asegurando que volvería con refuerzos. En los segundos que transcurrieron no fui capaz de mover un solo músculo. Había oído amenazas como muerte, destrucción, desaparición, eliminación, caída, y otras muchas palabras que no entendí, pero que me conducían a pensar que aquel tipo se había vuelto loco, rematadamente loco. Y todo por un papel.
Le pedí a María que me diese la carta. Me senté en la cama, con mi hermana en el regazo. Con un trapo blanco tapé mi oído derecho, que no paraba de sangrar.
Se trataba de un manuscrito, una misiva en la cual alguien llamado Lugarús le exigía a mi padre la entrega inmediata de las propiedades de los Acevedo: las tierras, las plantaciones de caña de azúcar, los cafetales y los algodonales, las casas del interior y cualquier otra pertenencia. La carta explicaba las razones y aportaba muchas coletillas que no entendí, en un tono violento, cargado de continuas advertencias. Por unos momentos imaginé que mi padre no había muerto por culpa de un acto de brujería, sino por el mal rato que debió de llevarse al leer aquel texto plagado de amenazas donde la mayor de todas, quienquiera que escribiese aquel papel, la lanzaba contra María. El apercibimiento era claro: todos los bienes debían pasar a manos de Lugarús en el plazo de veinticuatro horas o la pequeña acompañaría a su madre en el amplio panteón familiar que los Acevedo tenían en el cementerio y, por tanto, pasarían las mismas cosas que años atrás, los mismos desagradables sucesos que acontecieron en torno a la muerte de su esposa.
Aquello me heló la sangre. Me pareció inmundo, propio de alguien despreciable. ¿Por qué motivo la ira de aquel tipo apuntaba a mi hermana? ¿Cuál era la razón para mencionar a mi madre? ¿Qué significaban aquellas palabras?
Respiré tres veces y comprendí que aquella casa ya no era un refugio seguro para nosotros y que si continuábamos allí aquel lugar podría ser nuestra tumba. Le pedí a María que se preparase y me di toda la prisa en rematar algo que debía asegurar antes de marcharnos.
Me acerqué al cuadro de mi madre, un magnífico óleo que decoraba la habitación, frente a la cama, y lo observé una vez más. Su piel era excepcional, ligeramente atezada, luminosa y sublime, distinta a cualquiera que hubiese visto nunca, no sabía por qué, pero le confería un aspecto especial. Mi color era distinto, como el de mi padre, piel clarita, aunque la sangre mulata había circulado por las venas de nuestros antepasados.
Sin embargo, mi hermana era un fiel retrato de ella, una soberbia copia en tamaño pequeño, con ese extraño tono de piel del color anaranjado del maracuyá, la fruta de la pasión.
Giré el cuadro y apareció la caja fuerte. Decenas de veces me había prohibido mi padre que la tocase, pero yo conocía la combinación y aquella no era la primera vez que la abría. La última vuelta produjo un leve chasquido. La puerta de metal vino hacia mí. Metí la mano para extraer un buen montón de gourdes, billetes de cien y de mil principalmente. Los introduje en mi pantalón y agarré a la pequeña. Pegué el oído a la puerta y deduje que el granuja de Zankú estaría llamando a su gente. Antes de salir de la casa quise ver a mi padre una vez más, pero supuse que era algo muy peligroso, pues la gente de abajo haría cualquier cosa por complacer al superintendente, por eso, volví la cara y mantuve durante unos segundos la imagen de mi madre en mis pupilas.
Una lágrima resbaló por mi mejilla cuando María tiró de mi mano. Me prometí a mí mismo que esa sería la última.
Cuando abandoné la casa de Pétionville, ya era un hombre, un auténtico hombre: el responsable de mi familia.
***
Vagabundeé por calles desconocidas con mi hermana en brazos, pegada a mi piel como el parásito que teme ser desahuciado por su huésped. Huimos en la penumbra de la noche, en la soledad del crepúsculo y en la quietud del amanecer de Puerto Príncipe. Conseguimos llegar a un pequeño parque público cerca de Nerette, junto a la avenida Panamericana, al que solíamos ir con la difunta Silví. Aquella construcción semiderruida nos sirvió para pasar el día, y los siguientes, mientras pensaba la solución que podríamos darle al entuerto. En aquel barracón maltrecho instalé a María, convencido de que sería el último lugar donde nos buscarían.
La primera idea que se me ocurrió fue localizar a los amigos de mi padre, muchos en Puerto Príncipe, otros en ciudades colindantes, gente de alto nivel social: abogados, médicos, arquitectos, ingenieros, contables, comerciantes, una auténtica legión, pero todos estarían mediatizados, si no compinchados, con Zankú. Especulé con la posibilidad de ir a los medios de comunicación, a los periódicos y radios de la ciudad para contarles lo ocurrido, si bien era de todos conocido que estaban intervenidos por el corrupto gobierno. Ideé que lo mejor sería, por tanto, apartarnos de allí por un tiempo refugiándonos en la vecina República Dominicana, aunque era evidente que la frontera estaría controlada por la policía. Soñé con el aeropuerto, con algún avión que nos llevase lejos, y con el puerto, con un barco que navegase rumbo a cualquier isla perdida del Caribe, pero reparé en que también estarían blindados. Así que, agotadas todas las iniciativas, decidí que permaneceríamos allí hasta aclarar las ideas. Afortunadamente, el dinero nos permitió ir comprando comida suficiente para alimentarnos y adquirir algunos productos básicos, como algo de ropa y calzado para María, que había perdido uno de sus zapatos durante la noche.
Las horas siguientes me permitieron reflexionar sobre lo ocurrido, y fue cuando comencé a tener pesadillas. Me acordaba de mi colegio, de mis compañeros, de Yolette, de mi placentera existencia, de todo lo que había dejado atrás. Recuerdo que en los ratos de debilidad trataba de convencerme a mí mismo de que lo mejor sería presentarme ante Zankú y entregarle la carta, pedirle disculpas y ponerme a su disposición, cualquier cosa con la condición de que mi vida volviese a ser la misma. Una auténtica utopía, pues seguía viendo los ojos del policía inyectados en sangre, continuaba doliéndome el tremendo golpe que me había dado en un costado, y en el oído, y todo eso me convencía una y otra vez de que aquel hombre nos mataría nada más vernos. Luego estaba la carta. La leí mil veces, la atesoraba en mi bolsillo como la piedra filosofal, el rompecabezas que debía resolver para salir indemne. De todas las extrañas cosas que decía el escrito, la que más seguía llamando mi atención era la amenaza a mi hermana y la referencia a mi madre. ¿Qué pintaban las dos mujeres en ese robo? Porque al final, de eso se trataba. Estaba claro que quería robar los bienes de mi padre, uno de los hombres más ricos del país. Quienquiera que fuese el tal Lugarús, era evidente que estaba dispuesto a matarnos para quedarse con el patrimonio de los Acevedo, y lo curioso era que antes de leer la carta su nombre no me sonaba de nada, de ninguna fiesta organizada en la mansión de Pétionville, el lugar por el que todos los políticos habían pasado. Recordaba a casi todos los amigos y conocidos que mi padre invitaba a sus fiestas y ni de lejos me sonaba un nombre tan peculiar.
Serené mis ánimos y decidí salir del refugio para buscar soluciones. María parecía felizmente dormida. La observé un buen rato, y me convencí de que ningún peligro se cernía sobre ella allí dentro, un lugar al que no entraban ni los pájaros. Le di un beso y me marché con la intención de no alejarme demasiado. Me acerqué a la estación de policía más cercana, al destacamento que los militares tenían instalado de forma permanente frente a la entrada de Pétionville, y no encontré nada extraño, nada que indicase que nos estaban buscando. Afortunadamente, todo seguía igual a como lo recordaba, la misma normalidad que cuando pasaba por allí camino del colegio.
Rodeé la barraca y me adentré en la calle Magny, famosa por conducir al cementerio, uno de los más populares de la ciudad. Me aproximé a la valla, encalada en un blanco inmaculado, coronada por barrotes corroídos de herrumbre. Me encaramé a ella y traté de atisbar el panteón de los Acevedo. Luego miré al cielo y no me gustó nada su color gris plomizo, presagio de algo malo, hasta tal punto que pensé que Puerto Príncipe, tarde o temprano, siempre acaba mostrando la esencia de la ciudad maldita, turbia y sombría, como las nubes que preceden a un huracán. Un profundo vacío se instaló entonces en mi estómago cuando caí en la cuenta de que a esas horas mi padre ya debía estar dentro, sepultado junto a otros miembros de la familia. Sentí un mareo que me hizo caer desde la altura. La maleza amortiguó mi peso y sin tan siquiera quitarme el polvo de encima penetré en el recinto del cementerio. Deambulé entre tumbas y me adentré en un camposanto bastante descuidado, sorteando filas y más filas de lápidas grises que emergían del suelo y cruces torcidas construidas también en cemento gris, un laberinto que conocía bien, hasta que desde lejos divisé el edificio de mármol blanco. El mausoleo ocupaba una planta hexagonal de considerable tamaño. Una puerta metálica blanca de preciosos cristales emplomados y ángeles de mármol a cada lado daba paso a un interior frío y lúgubre. Me acerqué y me vi reflejado en uno de los cristales. Por momentos pensé que mi rostro, pálido y demacrado como nunca antes lo había visto, era la cara de mi padre que me observaba desde dentro. El susto me aceleró el corazón, pero no me restó ni un ápice de la determinación que me impulsaba a entrar. Giré el pomo de la pesada puerta pensado que había envejecido varios años en poco tiempo, y, casi sin agotar ese pensamiento, un olor rancio me golpeó la cara cuando me adentraba.
En el ambiente flotaba un aire denso, de pesadilla detenida.
Apenas entraba luz por las cristaleras, y la poca que se colaba proyectaba hacia el interior a través de los cristales mugrientos una imagen sorprendente, similar a una marea de algas, tan intensa que me hizo sentir como en un barco hundido bajo el mar. La vista se me fue hacia la tumba de mi madre. Antaño, acudía a ese lugar varias veces a la semana de paso hacia el colegio, ratos en los que hablaba con ella, le revelaba mis secretillos, y le explicaba que algún día nos reuniríamos allí todos los Acevedo, acompañándola en ese descanso eterno.
Me aproximé a su sarcófago y retiré las flores petrificadas. Luego giré la cabeza y me encontré con la realidad. Mis lágrimas comenzaron a rodar por el rostro cuando leí el nombre de Pedro Acevedo grabado en una placa de mármol. Me percaté de lo rápido que habían tallado la lápida, algo inusual en un país cuya principal virtud no era la productividad. Imaginé que alguien lo tenía todo previsto, que la muerte de mi padre había seguido un guión definido. Me aparté un poco para tener la perspectiva de las tumbas de mis progenitores y acabé por derrumbarme. Caí al suelo sumido en un llanto profundo, cedí a la presión que no había podido conmigo en los días anteriores. En el suelo, me llevé las manos a la cara y la tapé durante unos minutos. Allí, hundido en la desesperación, no sé si me desmayé o simplemente me quedé dormido, pero lo cierto fue que sufrí otra extraña posesión, otro loa que tal vez se montó en mí, o simplemente fuese una pesadilla, una muy especial, porque esta vez era mi madre quien me hablaba.
«Cariño, quiero que hagas algo por mí. ¿Lo harás?», me preguntaba mientras me tocaba el pelo con la misma ternura de siempre. «Sabes que haría cualquier cosa por ti», le dije. «¿De qué se trata, mami?». Ella se reía abiertamente haciéndome pensar que le divertía mi ingenuidad, que lo que iba a pedirme era algo evidente, algo que tan solo a un niño le costaría adivinar. «Yo solo soy un cadáver viejo y putrefacto, pero tú aún debes hacer muchas cosas en la vida, pequeño Acevedo, tienes la obligación de seguir adelante», me susurró en el oído, con tal dulzura que incluso creí percibir su aliento, un soplo dulce, un aroma que no recordaba desde hacía años. «Eres mi mami, dime lo que quieres, por favor». Volví la cara y vi a una mujer bonita, esbelta, con esa piel única. Me cogió de la mano y tiró de mí hacia arriba, elevándome a una altura que me hizo sentir vértigo. Pasamos por encima de las nubes, al principio nubes blancas, luego grises, y así volamos unos segundos, tal vez unos minutos, pero no me sentí mal en ningún momento, era la mano de mi madre la que me impulsaba. «Tú sabes que este es un país de espíritus, un lugar en el que las almas nunca mueren, un territorio…». El viento me impedía oírla con nitidez. «Dime, mami. Háblame. No dejes de hablarme». Suavemente, caímos hacia un terruño lleno de flores. «Tienes que entender, hijo. Tienes que ser inteligente. Tienes que… comprender todo esto, cielo». Me soltó la mano y me rozó la mejilla, algo que yo asumí como un beso. Se fue volando, pero yo no podía seguirla, ya no era capaz de volver a aquel cielo lleno de nubes. Miré al horizonte, y noté que también mis ojos estaban nublados. Hice un esfuerzo por comprender todo aquello. Fue entonces cuando, de nuevo, contemplé gente rara, indios y conquistadores.
Desde el cielo, mi madre me decía: «Tienes que entender esto, cariño. Tienes que entenderlo».
***
Quise interpretar aquello como los efectos de la droga del brujo, un resto del veneno que días después seguía produciéndome alucinaciones.
En esa ocasión era mi madre quien me había pedido que entendiese aquello, que comprendiese lo que iba a ocurrir allí, nada de espíritus desconocidos, así que me entregué a la escena como el espectador que va al teatro y disfruta de la obra que se representa frente a él.
Me hallaba en un claro del bosque, una plaza de tierra rojiza rodeada de ceibas de enormes troncos que proporcionaban una sombra placentera a cientos de indígenas arremolinados alrededor de una mujer que cantaba al aire una sutil melodía, al ritmo de extraños instrumentos musicales. Hombres y mujeres embelesados escuchaban un cántico que parecía brotar directamente del cielo. Yo mismo, cuanta más atención prestaba a la india, más prendado quedaba de los sonidos de su garganta.
«Son taínos. Ella es Anacaona, la reina de Jaragua, y lo que canta es un areíto», me susurró mi madre, su espíritu aún me escoltaba.
Los taínos contemplaban a su cacica sentados en el suelo, y por sus caras pude adivinar que el areíto no solo era una canción, sino muchas cosas al mismo tiempo, una suerte de cántico religioso que hacía que los indios suplicasen al cielo cuando la mujer entonaba el estribillo.
Aquella imagen perduró en mi memoria mucho tiempo. Debió de suceder en el año de mil quinientos tres, un momento en el cual la colonización se encontraba en pleno apogeo, iniciada la fase en la que dos civilizaciones se fundían en una amalgama social sin retroceso, una etapa en la que ocurrieron hechos relevantes que acabarían por marcar el desarrollo del Nuevo Mundo. El Almirante ya no era gobernador. Nicolás de Ovando, un extremeño de la orden de Alcántara, hombre ambicioso cuya mayor preocupación era la pacificación de la colonia, había llegado poco tiempo antes con la firme voluntad de controlar los designios de la isla. De los cinco cacicazgos que encontraron los conquistadores en aquella porción de tierra, solo quedaba el de Jaragua, único bastión de los dominios de los caciques, reyes con poderes asombrosos, incluso para comunicarse con sus deidades a través de un ritual muy especial, el de la cohoba, una puerta al otro mundo, al de los espíritus. Alguien me afirmaría tiempo después que la dimensión que abrieron los taínos nunca llegaría a cerrarse, y que por eso, la isla de Haití siempre ha sido el centro del cosmos anímico, un lugar donde lo espiritual prima sobre lo terrenal. En esos años que siguieron a mi debut en el universo de las ánimas aprendí muchas cosas de los taínos, la primera raza de América en desaparecer tras la colonización, una casta que apenas vivió cuarenta años desde que el primer español pisara el nuevo continente, unos seres que aguantaron poco tiempo el asedio al que fueron sometidos por los invasores de la vieja Europa, y no me extrañó, una raza tan limitada en población y extensión como aquella no tenía nada que hacer en comparación con los incas, aztecas, mayas y otros aborígenes, mayores en proporción, y que por razones del destino jugaron un papel más relevante que el de los propios nativos de Haití, un pueblo amable que se entregó al invasor sin pedir nada a cambio.
Acaso lo más asombroso fuese la historia de Jaragua. Ese cacicazgo recibió a los españoles con los brazos abiertos, se rindió a ellos sin ningún tipo de resistencia, merced a las previsoras razones, el valor y la serenidad que demandaba la prudente Anacaona, la mujer que confirió a esa isla su mágico esplendor.
Fue entonces cuando mi madre volvió a acercarse a mí, percibía de nuevo su aliento, un dulce soplo de aire. «¿Sabes qué significa su nombre en el lenguaje de los taínos?».
Anacaona tenía nombre de flor, una muy especial.
La Flor de Oro.
***
Cerré los ojos pensando que la visión acabaría allí, pero no fue así. La extraña fantasía continuó y la nebulosa siguió flotando en mi cabeza.
«¿Qué misterio es más profundo que el del amor?», susurró junto a mi oído el espíritu de mi madre. «Pero no te enamores de ella, jovencito».
Anacaona terminó la representación del areíto y se dirigió al poblado, unas cabañas de madera y paja con techo de hojas de palmeras. Se introdujo en una de ellas y desplegó una estera de juncos a modo de puerta. Por alguna razón, aquella mujer buscaba intimidad tras el multitudinario acto. Se desprendió del colgante de plumas de guacamayo y se acercó a unas figurillas talladas en piedra. Conté al menos cuatro o cinco, acompañadas de algunas ofrendas, cosas como semillas secas, huesos y algún que otro cráneo que en conjunto formaban un altar en el suelo. Se arrodilló frente a un ídolo con forma triangular tallado en piedra verdosa, un rostro que transmitía poder, tal vez por las enormes cuencas oculares dotadas de piezas de oro macizo.
«Es un cemí, un dios taíno», volvió el espíritu.
Anacaona le pidió al ser supremo que cuidara de su hija Higuemota, viuda de un español, don Hernando de Guevara, que tiempo atrás la había desposado y de la que había nacido una heredera, tal vez una de las primeras personas del Nuevo Mundo fruto de la mezcla de sangre real taína con la de un conquistador. Del amor entre ambos, legítimo y sincero, había venido al mundo la pequeña Mencía, cuyos rasgos dejaban entrever la hermosura de la noble estirpe de la reina de Jaragua y la del gallardo español.
Y como si lo hubiese presentido, hija y nieta entraron en la cabaña. Me sobrepuso ver allí a las tres mujeres. Anacaona tocó dulcemente la cara de su hija Higuemota. Portaba en sus brazos a Mencía, que rápidamente solicitó pasar al regazo de su joven abuela, y las tres se enlazaron entonces en un cálido abrazo capaz de estremecer a cualquiera.
La matriarca permitió que la pequeña Mencía jugara con un extraño perro y atrajo a su hija hacia sí, y mientras la envolvía acariciando su pelo le expresó su preocupación por la violencia de los conquistadores, la sed de oro, y la creciente tensión entre taínos y españoles, un vínculo que jamás debía desvirtuarse.
Por mandato de los dioses, ella, como cacica de la región de Jaragua, debía dar buen trato al nuevo gobernador Nicolás de Ovando, que se aproximaba a la zona para conocerla personalmente. Cuando llegase le hablaría de la necesidad de evitar a toda costa la guerra, controlar las revueltas y eliminar las rencillas entre los hombres blancos y los indios, una preocupación que martilleaba el cerebro de la taína continuamente, tanto que había propiciado que Higuemota se desposara con el apuesto y desafortunado Hernando de Guevara, como gesto hacia la unión de ambos pueblos.
Frey Nicolás de Ovando, el poderoso comendador de Alcántara, había llegado poco tiempo atrás a la isla con dos grandes objetivos. El primero, la construcción de la ciudad de Santo Domingo, que habría de ser la gran urbe de los territorios descubiertos por el Almirante, lugar que los Reyes Católicos eligieron como base de todas las operaciones en el Nuevo Mundo. Por eso, el nuevo gobernador quiso levantar una ciudad eminente, un retazo de iluminación creadora, un proyecto que haría de aquel trozo del mundo algo simbólico y genuino, bajo el sello personal de un hombre de grandes ambiciones.
El segundo propósito, la pacificación y el completo control de una isla sumida en revueltas, suponía el verdadero reto para un dirigente necesitado de éxitos militares. Los indios no respondían a los tributos de oro necesarios para levantar el nuevo imperio, el territorio que ambicionaba, y en varios focos interiores eran los propios españoles los que se rebelaban al amparo de las espesas selvas, núcleos perdidos que rompían la unidad del territorio conquistado. Ambos, asuntos que no gustaban a los Reyes.
Ovando había informado de que se dirigía hacia Jaragua para expresar su reconocimiento a Anacaona, siempre presta a sosegar a unos y otros.
La mujer regaló un tierno beso a su hija y se levantó al oír el inconfundible galopar de un caballo acercándose, un animal poco frecuente entre los taínos, cuya presencia imponía respeto incluso entre los más fieros guerreros de la isla. Retiró la estera de la puerta apartando algunos insectos que revoloteaban a su alrededor y salió al encuentro del visitante. Con la mano sobre los ojos para velar los rayos del sol, vio a un apuesto hombre, un jinete vestido con un hermoso jubón, sin armadura alguna, que desmontó de un enérgico salto acercándose a la taína al tiempo que le brindaba una dócil reverencia, expresando sus respetos e informándola de que el gobernador llegaría al día siguiente.
Anacaona le preguntó al soldado por su nombre, pues nunca antes le había visto.
—Acevedo, mi señora. Ese es mi nombre.