Tras sufrir algunas convulsiones la calma se apoderó de mí y una paz mimética fue calándome hasta dominar casi por completo mi espíritu. La tensión de mis músculos fue dejando paso a una quietud que supuse más física que anímica, puesto que algo seguía corroyéndome por dentro. Comoquiera que fuese, un ciclón penetró en mí como el viento se cuela por una ventana, noté que me arrancaban el alma llevándola fuera de mi cuerpo y que me iba alejando de allí. Desconozco la razón, pero no me importó, quizá porque el ánima de una dulce mujer me acompañaba, y mientras abandonábamos aquel espacio, me susurraba unas palabras tan sensibles que acabaron por hacerme confiar en ella. Con los ojos aún cerrados pude percibir una suave brisa marina en la cara, al tiempo que un noble sonido llegó a mis oídos, y eso me aportó una tranquilidad adicional capaz de hacerme volver a la vida. Pero solo cuando acabó el viaje, decidí abrir los ojos y ver adónde habían llevado mi espíritu.
Aquello me resultó conocido, como si en algún sueño pasado yo hubiese vivido esa misma alucinación, o parecida, un intenso déjà vu capaz de erizar los pelos de mi piel, pues estaba convencido de que ya había sido testigo de esa experiencia, en el mismo lugar al que habían llevado mi ser. Aquel cielo era el mismo sobre el que había quedado mi cuerpo, el mismo viento que batía las palmeras de mi país, la misma luminosidad y las mismas nubes. No cabía duda de que aquello era Haití, la isla de las montañas perdidas, el lugar en el que vine al mundo, pero mucho tiempo atrás, cientos de años quizá. Y aunque no perdí de vista la idea de que aquella visión a la que me habían forzado era fruto de una potente droga, disfruté del paisaje, de la belleza de una playa y unos árboles cuya armonía ya no se veía en la deforestada nación en la que yo vivía por aquel entonces.
Definitivamente, aquel era el bendito trópico donde nací. Una luz cegadora iluminaba uno de esos días en los que el mar Caribe era el paraíso, el centro del mundo, el único universo posible, en el que los tonos azules y verdosos de unas aguas transparentes acariciaban una playa de arena blanquecina, de tal forma, con tal belleza que no pude permanecer impasible.
Luego, una mujer se acercó. Su piel era cobriza y su denso pelo negro caía lacio sobre su espalda dejando adivinar una silueta angulosa, grácil y sublime. Parecía una india, lucía adornos de plumas de guacamayo alrededor de su cuello y solo un delicado paño de algodón cubría su sexo.
Su nombre, Anacaona, lo susurró el viento. O quizá fuese algún espíritu errante, una de las muchas almas que revoloteaban alrededor de mí, sentía decenas, quizá cientos. No hubiese podido explicar por qué, pero las podía sentir, y me hablaban. Constituían una vigorosa fuerza, incorpórea pero real. Mascullaban que ella era poderosa, la reina de Jaragua, en la isla de Haití. La taína mostraba un porte majestuoso, el semblante de una gran señora.
«La razón es clara», me sopló un espíritu entre risas. «Es la hermana del cacique Bohechio, el indio más poderoso del firmamento taíno, uno de los más nobles jefes de esta isla, el hombre más justo y leal que la raza atesora», me dijo.
La mujer se alejó de la playa para internarse en una tupida floresta, un exuberante paisaje donde esbeltas caobas apuntaban al cielo. Se detuvo, miró atrás y comprobó que nadie la seguía. Luego avanzó sigilosamente hasta la entrada de una cueva. La embocadura era estrecha y el pequeño terraplén que le precedía no permitía imaginar las enormes dimensiones de la gruta en la que se introdujo. La oscuridad truncó la belleza del lago interior, pero, tras unos segundos, las pupilas que decoraban sus ojos se acomodaron. No era la primera vez que penetraba en aquel santuario, en el que un tímido rayo aluzaba una soberbia antesala. La contempló una vez más, y luego se entregó a los dioses, a los que pidió permiso para adentrarse en su templo. El agua cercana se reflejaba en el techo y creaba figuras imposibles, destellos luminiscentes.
Miró hacia abajo pensando en Yucahuguamá, el dios que creó el cosmos taíno y la vi convencida de que aquel subterráneo era el útero de donde salen las almas, la puerta al inframundo, el lugar que originó la creación. Los seres que poblaban la isla, los animales, las plantas, todo partió de allí.
Levantó la vista y observó cómo un murciélago cambiaba de posición, voló hacia un recoveco oscuro y terminó por asentarse tras varias vueltas. La mujer creía que el animal encarnaba el espíritu de una persona muerta, quizá el de su madre. Hacía muchos meses que no entraba en aquella cueva en la que nunca nada se movía y si un ser de tanta relevancia se le acercó era porque iba a recibir un presagio. Los dioses querían que ella conociese un vaticinio. Cerró los ojos y recordó el día en que su madre murió. Le dijo muchas cosas. Le dio muchos consejos. Le encomendó un secreto que ella nunca olvidaría, que debía transmitir a su hija y ella a sus descendientes, y así sucesivamente para que el legado no se perdiese. De eso hacía mucho tiempo.
Anacaona trató de levantarse, pero en ese momento sufrió un intenso fosfeno, una sensación visual que le hizo ver círculos y rayas sinuosas, el preludio de una alucinación cuyos signos no percibía por primera vez, aunque en esa ocasión la fuerza con que recibió el presagio la hizo tambalear. Se acuclilló al borde del lago, notó el húmedo ambiente que presumía más frío de lo habitual, propio de las situaciones en las que los dioses se manifestaban. Intentó abrir los ojos pero no pudo, porque la revelación estaba llegando.
El oráculo había comenzado.
Veía hombres vestidos con extraños ropajes, de largas barbas. Sus cuerpos emitían unos destellos que la india confundió con efluvios divinos, cuando en realidad se trataba de espadas, capacetes bruñidos y corazas relucientes. Ella recibió una grata sorpresa al pensar que eran dioses que llegaban a Haití para llevarles a Coabay, el lugar al que iban los opías, los espíritus de los muertos. Ese sitio idílico se encontraba en la propia isla, pero ellos nunca lo habían hallado, pues solo los seres celestiales sabían llegar allí. Sonrió al pensar en el camino, en el modo en el que los dioses venían para estar con los taínos, que siempre habían imaginado la muerte como el único modo de alcanzar el paraíso. Pensó que vería por fin el espíritu de su madre, y se convenció de que se reuniría con otros seres queridos a los que echaba de menos, esos que salían por las noches a comer guayaba. La mujer era hermosa, la naturaleza la había dotado de unos atributos excepcionales, pero en este momento, por encima de sus otras virtudes, destacaban unos labios carnosos de los que prendía una amplia sonrisa.
Cuando aún no había terminado de saborear esa fantasía, sufrió una repentina convulsión, y le cambió súbitamente la expresión, pues ahora contemplaba un escenario desolador en el que veía sufrimiento y destrucción, donde la sangre corría por toda la isla. Comenzó a temblar al comprobar que era sangre taína, fruto de la opresión y renuncia, una situación humillante en la que el indio aparecía explotado y maltrecho. La sucesión de escenas recorría su subconsciente con tal intensidad y nitidez que parecía vivirlas en su propia piel; veía fuego, aldeas destruidas, mujeres violadas y hombres cuyas espaldas ya no soportaban más el látigo del conquistador. Podía contar cientos de cuerpos mutilados, miles tal vez, tantos como indios había en esa isla. Primero pensó que se trataba de una alegoría, pero tan solo unos segundos le bastaron para comprender el verdadero mensaje que los dioses le estaban legando: el final de la raza era inevitable.
Anacaona lloró e imploró que parase esa alucinación.
Sin embargo, los dioses le pedían que lo aceptara, que se sometiera, pues se trataba de una fusión del cielo y de la tierra, de la noche y del día, del mar y las montañas, un cataclismo ante el cual la madre del ser supremo, Atabey, su hijo Yucahuguamá, e incluso Maquetaurie Guayaba, el señor de los muertos, todo el panteón divino ya había claudicado, una guerra de todopoderosos en la que ella nada podía hacer, solo rendirse ante los nuevos dioses.
Cayó exhausta en la tierra, demudada, y cuando abrió los ojos comprobó que los fosfenos habían desaparecido. Ahora podía ver la gruta con nitidez, puesto que las pupilas se habían dilatado en toda su extensión. El murciélago, casi oculto en su guarida, era ahora visible para ella. El animal parecía sacar la cabeza de entre sus alas para decirle que la suerte estaba echada, que la palabra de los dioses era sagrada.
Abandonó la cueva y retornó a la playa. Se arrodilló en la arena y dejó que las olas circularan a su alrededor. Se llevó las manos a la cara y comprobó que las lágrimas inundaban sus ojos. Las limpió con el agua de ese mar embrujado, y acabó por meterse en él, sumergiéndose hasta ver los destellos del coral, tratando de aclarar sus ideas, pues nada deseaba más que pensar que todo había sido un mal sueño.
Luego corrió hacia el interior de la isla. Flotaba una bruma que lo cubría todo, pero cuando llegó a un calvero en aquella floresta, se disipó como por ensalmo. Acabaron los gorjeos de los pájaros, comenzaron los insectos a salir al mismo ritmo que la luz del día se retiraba. En aquel murmullo silente, la vida bullía en una noche en la que un nuevo dios, gris, viejo y agujereado, comenzaba a elevarse entre las estrellas. Mientras miraba esa luna enajenada, decidió que debía acatar las palabras de los seres supremos, aceptar que el universo tal como ella lo conocía había acabado.
Se tumbó en la hierba sin perder de vista el cielo, pensando que los opías comenzarían a salir pronto. Rememoró los días tan excepcionales que pasó junto a su madre, cuya alma, de nuevo, sentía revoloteando por allí. Daría cualquier cosa por volverla a ver y hablar del mensaje.
De repente, se acordó de su hija Higuemota, la pequeña criatura que endulzaba su vida, y fue entonces cuando le surgió la idea, un rayo de luz en el día más sombrío de toda su existencia. Se calmó. Cesaron sus lágrimas, los llantos y las lamentaciones. Verla así, tan vulnerable, era difícil de soportar.
Si los dioses habían querido mostrarle esas revelaciones era porque debía intervenir, ser parte de la historia y no permanecer impasible. Ella conocía bien aquel mundo de ánimas y entendió que sobrevendría una revolución de espíritus, y adivinó el alcance, no los extremos.
Decidió entonces no martillear más su cerebro, esperar que todo llegase. Mientras tanto, ese sería su secreto.
En cuanto a mí, extenuado por todo lo que había observado, noté que volvía a recuperar el aliento cuando un espíritu pasó cerca, me miró con ojos burlones y me hizo señas para que le siguiera. Me pedía que dejara allí a Anacaona, a solas con su aventura. Le hice caso y nos introdujimos en una espesa selva que me impedía ver más allá de donde estaba. Apenas avancé noté que me desvanecía, como si mi cuerpo pasase del estado gaseoso al sólido, como si ya me fuese de aquel mundo. Y aun así, me quedó tiempo para oír unas últimas palabras.
Anacaona murmuraba algo para sus adentros. Con insistencia contumaz repetía una y otra vez algo que no lograba entender. Lo decía convencida, tantas veces que, a fuerza de repetirlo, la frase quedó grabada en mi subconsciente.
La taína se aproximó a mí, la notaba a mi espalda, y, al girarme, me llevé una gran sorpresa: su cara contra la mía, su boca cercana.
—La estrella debe seguir con nosotros. Jamás debe abandonarnos —pronunciaron sus labios.
No entendí lo que me decía, aunque en realidad no entendía nada.
Y por fin, mi alucinación terminó.
«Aún vas a conocer más cosas de esta mujer», dijo el espíritu que me acompañaba. «Tienes un papel importante en todo esto». El espíritu se alejaba de mí, pero aún tuvo tiempo de darme un ligero beso en la mejilla antes de marcharse.
Yo me quedé reflexionando sobre la estrella de Haití, ese astro que en algún momento del pasado debió iluminar el cielo caribeño, y me pregunté en qué momento había desaparecido, cuándo había ocurrido ese terrible accidente, la única explicación posible para tanta catástrofe. En torno a Haití siempre han existido muchas leyendas, misterios que han perdurado durante siglos.
Y entre ellos, nadie ha conseguido explicar por qué es el lugar más castigado del planeta.
***
Un turbio remolino se acercó y me absorbió tan rápidamente que no pude ver más allá de unos metros. De nuevo, noté que me elevaba y presentí que aquello estaba a punto de acabar, que pronto volvería a la casa del brujo. Tal vez la droga estaba agotando sus efectos.
Abrí los ojos y así fue. Allí estaba el hombre sentado en la silla frente a mí, mirándome sin ningún rastro de sorpresa en su cara.
—¿Te encuentras bien?
Tuve un primer impulso: ir contra él y golpearle en la cara, darle una buena somanta de palos por lo que me había hecho, por la sucia artimaña, pero como las piernas aún me flaqueaban, no hice nada de eso, sencillamente le insulté por narcotizar a un niño y lancé toda clase de improperios al aire, hasta que la rabia menguó.
María me oyó gritar y acudió junto a mí. Venía con un muñeco de trapo en la mano. Me fijé en que no tenía rostro, y tragué saliva al pensar el uso al que destinarían un fantoche como ese.
—Estás equivocado —afirmó el brujo, indignado—. Yo no he provocado esto.
—¿Y quién ha sido?
Fue entonces cuando me di cuenta de la extraña forma de sus ojos, desplegados sobre su rostro como los de un ave rapaz.
—Un loa, el espíritu de una diosa muy antigua, Ezili. Ella se montó en ti, te ha poseído durante unos segundos, que te habrán parecido horas.
Le miré como si fuese la primera vez que le viera, desconcertado, deseoso de averiguar quién era aquel hombre en realidad.
—Ezili-fréda-Dahomey es un espíritu muy antiguo —continuó—, una personificación de la belleza y la gracia femenina. Tiene los rasgos de una mujer hermosa, sensual, y es amiga del lujo y del placer, hasta la extravagancia. Es una historia larga de contar, pero has sido montado por un loa muy exclusivo. Créeme, no sé lo que te habrá hecho, pero seguro que te habrá contrariado. Ella es imprevisible… y cuando un espíritu elige a un hombre por la causa que sea, le hace conocer sus intenciones a través de la posesión, y otras veces por sueños simbólicos.
—No me trago nada de eso. Bastante he hecho con tragarme la droga —le escupí.
—Tienes mucho que aprender de los loa —abrió los ojos de forma desmesurada—. ¿Es que nunca te han contado cómo se puede montar en ti un espíritu?
Negué con la cabeza.
Lanzó una sonora carcajada, una risa que me achicó el alma.
—Bienvenido al mundo del vudú, amigo mío.