Mi corazón comenzó a enviar señales de estabilidad al resto de mi cuerpo y las piernas ya no me temblaban. Aun así, continuaba paralizado frente a la tarima presidencial cuando el acto de relevo de las tropas concluyó y, en pura teoría, ahora eran las fuerzas de las Naciones Unidas quienes cuidaban de nosotros.
Había visto cómo a mi padre le habían practicado algún tipo de brujería y sospechaba que, a pesar de las palabras de esa mañana, no se había percatado de que algo así le sucediera, pues jamás abundó en esas supercherías.
Si una paloma había salvado del trance al norteamericano, me pregunté de qué forma podía yo ayudar a mi padre, y la verdad, todo lo que conseguí fue quedarme allí varado, como un barco que no navega porque hace aguas por todos lados. Observé el cielo un largo rato y cuando por fin conseguí girar la cabeza hacia la tarima presidencial, comprobé que ya nadie quedaba en donde momentos antes se había celebrado el acto.
Me sacudió entonces una oleada de vacío. Recuerdo que aprisionaba a mi hermana contra mi pecho, con tal intensidad que a la pobrecita comenzaba a faltarle el oxígeno. Le pedí perdón, la miré a los ojos y observé su rostro de ángel. Desplegaba en esa carita un acentuado mohín que ponía de manifiesto que no estaba de acuerdo con aquel desaguisado, así que la solté, y luego me puse a caminar sin sentido alguno, dando tumbos como un muñeco de cuerda. Me sorprendió el súbito cambio de aspecto del centro de Puerto Príncipe. Ahora, el asfalto aparecía desnudo, mostraba sus más burdos boquetes, unos agujeros que siempre habían estado ahí, sin duda, pero que, con la visita de tan distinguido visitante, habían estado cubiertos por un tapiz humano capaz de tapar los defectos, y que la tozuda realidad volvía a revelar con toda su crudeza.
Tuvo que pasar un rato hasta que mi mente reaccionó a lo que había visto, y cuando lo hizo, me percaté de que caminábamos en dirección a Cité Soleil, uno de los barrios más humildes y peligrosos de Puerto Príncipe. Parecía un milagro que María continuase cogida de mi mano, pues si la hubiera perdido, no lo habría advertido hasta ese momento.
Deambulamos entre callejuelas, casas en un estado deplorable y arrabales de tierra durante unas horas, como almas en pena que buscan el final de un túnel que les lleve al cielo. Jamás había penetrado en aquel bullicio, un territorio inhóspito que siempre tuve vedado. Me llevé las manos a la cabeza para comprobar que la humedad recorría mi pelo, y que mi rostro y mi cuerpo estaban impregnados de miles de gotas de sudor, tantas que terminaron por empapar mi camisa. El maldito calor tropical me tenía contrariado, pero no podía bajar el ritmo, por alguna razón que desconocía, en ese día aciago, mis piernas me impulsaban a buscar soluciones.
Nunca llegaría a saber por qué me había colado en Cité Soleil, por qué me sentí impelido a hacer eso, sin haber calibrado una acción de tal envergadura, pero allí estaba, y por más que me hubiesen hablado del desastre que era ese barrio, la sorpresa fue mayúscula, mucho más de lo que hubiese podido imaginar. En realidad, no se trataba de un barrio, sino de un laberinto de chabolas de dimensión descomunal, o de un vertedero en el que vivía gente, o de un campo de batalla tras la guerra, o de la antesala del infierno, o tal vez de todo eso junto, y en ese momento, solo en ese momento, fue cuando asumí la profundidad de aquella calamidad.
Avancé entre montones de basura apartando a patadas desechos de todo tipo, entre montículos que se acumulaban en medio de la calle, a los lados, delante de las casas, e imaginé que también dentro de ellas. Había niños jugando en el interior de charcos emponzoñados, aguas negras como el diablo, tóxicas a todas luces, y personas rebuscando en la basura, como si de aquella inmundicia se pudiera obtener algo útil. Siempre he sido vulnerable ante el dolor de otras personas, y aquella gente aferrada al límite de la existencia socavó mi ánimo hasta límites desgarradores.
A ratos encontraba tramos de calles algo más limpios, con chamizos humildes construidos con bloques de cemento gris y techo de hojalata, e incluso llegué a ver alguna que otra vivienda habitable, que elevaba mi moral nada más verla, pero al caminar unos metros más, de nuevo, me topaba con tugurios levantados a base de cartones de embalaje de electrodomésticos petrificados por el paso del tiempo, cubiertos con plásticos y restos de planchas metálicas oxidadas, con agujeros, posiblemente desechadas por gente que había conseguido mejores chapas para techar sus chabolas, una siniestra evolución en la escala social.
María me miraba con ojitos desorientados, se preguntaba dónde nos habíamos metido, pero no mostró oposición a que su hermano tirase de ella tanto tiempo seguido. Torcí en una esquina que iniciaba un camino ascendente hacia unas casitas de madera. Al fondo, me pareció ver a alguien haciendo señas. Desde esa distancia no le veía bien, pero como todo aquello era absurdo, simplemente me dirigí hacia allá.
Una desvencijada tienda apareció ante mis ojos, una fachada pintada de un azul eléctrico, penetrante y seductor. Plantado frente a ella, tardé varios segundos en darme cuenta de que se trataba de una tienda de objetos mágicos.
Algo me recordaba vagamente aquel lugar, como si tal vez hubiese estado antes allí. Mientras trataba de asumir esa reflexión, una racha de viento levantó una espiral de hojarasca contra la entrada. Yo lo entendí como una invitación a entrar, y luego, un súbito cambio de temperatura me erizó la piel.
Sin sopesarlo, yo, Hugo Acevedo, en medio de aquel gigantesco infierno, perdido en la maraña de chabolas, me decidí a entrar en la casa de un brujo, el lugar al que mi contrariada cabeza me estaba conduciendo desde hacía horas.
***
Tuve que convencerme de que jamás había visto en Puerto Príncipe una tienda como aquella, y a pesar de eso, algo en mi interior me garantizaba que allí dentro encontraría respuestas. Nada más cerrar la puerta le pedí a María que no tocara nada. Miré con atención los miles de artilugios, botes, velas, baratijas de vidrio, estampas de santos y un sinfín de cacharros colocados desordenadamente en aquel gran bazar de maravillas esotéricas, en el que las estanterías parecían dispuestas a partirse por el peso de las piedras multicolores, y donde los libros depositados en el suelo a duras penas dejaban un estrecho pasillo para llegar al fondo. Del techo pendían extraños bártulos cuya finalidad me costó adivinar.
«Un lugar mágico», pensé.
Un tenue rayo de luz vaporosa encendía los estrafalarios tonos de los líquidos esparcidos por mil pequeñas botellas de apariencia peligrosa. Procedía de una única bombilla atada a la mano elevada de un ángel petrificado de grandes dimensiones, aunque tal vez fuera un santo, de ojos azules casi humanos, que me miraban con aire compungido. Con ropajes pintados a medio terminar, ese trozo de escayola se burlaba de mí y me dedicaba una enigmática sonrisa.
Giré la cabeza hacia la entrada. Unos encajes negros colgados del escaparate a modo de cortinas provocaban la penumbra interior, que, junto a los reflejos multicolores de los fluidos que contenían aquellos recipientes, eran los responsables de crear una atmósfera sombría, un vaivén de tonalidades que me parecieron sombras encantadas.
Al rato de dar vueltas en ese ambiente estroboscópico, me abordó una mujer de piel muy oscura, acartonada como las paredes de las chabolas de fuera, de ensortijado pelo blanco y dentadura exigua (no le vi más de dos dientes), una figura que se arrojó sobre mí al salir de entre varios montones de libros, y que aceleró mi corazón.
—Kijan ou ye? —me preguntó.
Tardé unos segundos en entenderla. Me estaba hablando en créole, la lengua criolla haitiana. Mi padre siempre prohibió, taxativamente, que en su presencia habláramos ni una sola palabra en aquel idioma del diablo.
—Estoy buscando una cosa —respondí con forzada indiferencia.
Avancé entre los cacharros del suelo y me puse a rebuscar en una estantería, a examinar una extensa colección de curiosidades, fingiendo estar interesado en ellas. Terminé por tomar entre mis manos un bote con un líquido azul en su interior en cuya etiqueta rezaba la prometedora frase: «Para conjuros de amor». De reojo, indagué si al final del estrecho túnel que formaban todos aquellos cachivaches había alguien. Incliné el cuello tanto como pude y, al menos, vi una sombra.
—¿Qué pretendes encontrar aquí?
—En realidad… he tenido un incidente esta tarde. Me gustaría hacer algunas preguntas a un brujo —conseguí decir.
La mujer me miró con un semblante serio y desafectado.
—Creía… —pronunció la dependienta, dejando entrever un atisbo de sonrisa en sus labios.
Miró directamente a mis ojos y pareció por unos momentos como si me estuviese absorbiendo el cerebro. Me ofreció unos segundos fríos e impasibles antes de contestar con una voz desapacible que me llegó al alma.
—A veces no conocemos bien a las personas.
—Soy el hijo de Pedro Acevedo. Le pagaré bien si me deja ver al brujo.
La mujer rio.
—Imagino que lo que quieres es hablar mañana con tus amigos del lugar que has visitado. ¿No es así? Una apuesta de patio de colegio.
—Puede ser —contesté con cierto propósito—. Ahora quiero ver al brujo.
Me observó de arriba abajo con escaso entusiasmo.
—Nunca se acaba de entender a la gente rica. Ten prudencia. Por aquí hay mucha gente que estaría dispuesta a hacerte daño. Guárdate con cuidado cuando camines por estas calles. No es una zona segura.
Mantuvo mi mirada un largo rato y creo que acabé viéndome reflejado en sus pupilas, aunque pudo ser algún destello perdido en aquel ambiente mágico. Cuando acabó de inspeccionarme en detalle, hasta un nivel que yo imaginé muy profundo, despreció mi posible respuesta y penetró en el interior de la casa.
Allí me esperaba el brujo.
***
Encontré una sala decorada con estampas de santos, litografías ordenadas desde el suelo hasta el techo. Como algunas estaban plastificadas y parecían manoseadas, imaginé que las prestaba como parte de sus tratamientos. También había fotos antiguas, dibujos de corazones, bosquejos de serpientes y, sobre todo, había velas, docenas de velas colocadas por todos los rincones, incluso colgadas del techo, una chapa de hojalata con varios cables que llegaban a una única bombilla. Me detuve a pensar en la razón por la cual eso era posible, pues hasta donde yo alcanzaba a saber, un cable es suficiente para alimentar una lámpara, pero no me detuve a buscar respuestas. Estaba allí para otras cosas.
—Koman ou rele? —una voz gutural se dirigió a mí desde la oscuridad.
De nuevo créole. Me estaba preguntando por mi nombre.
—Me llamo Hugo, y tengo un problema —le respondí con toda la seguridad que pude sacar de mi interior—. ¿Puede usted ayudarme?
—Todo el mundo viene a mí con ese fin.
Le miré a los ojos y no vi nada. Aquel hombre estaba revestido de alguna coraza mística, una potente barrera que no dejaba penetrar más allá de sus pestañas. Me indicó con la mano que tomase asiento en una de las dos sillas junto a una mesita redonda, casi el único mobiliario de la estancia. Obedecí e inicié un recorrido visual por aquel excéntrico lugar. La escasa luz no dejaba atisbar los rincones como a mí me hubiese gustado, por eso, dirigí hacia el tipo todas mis miradas. Me pareció un ser majestuoso, especial, rodeado de un aura inexplicable, a pesar de que vestía como la mayoría de los haitianos. A mi corta edad, yo esperaba que el brujo luciese túnica oriental y bonete púrpura, pero un simple pantalón y camisa negra componían su vestimenta. Me fijé en su piel y en su pelo, ambos negros, tan oscuros como el color de su atuendo. Aparentaba más de cincuenta años, y por alguna razón, a mí se me antojó que ese hombre había pasado toda su vida allí, en ese tenebroso lugar.
Sin el menor amago de sonrisa, el brujo me invitó a comenzar.
—Adelante, cuéntame lo que te preocupa. Soy un hombre bueno, has tenido la suerte de acudir a la magia blanca.
No me costó entender lo que decía. En Haití ha habido cientos de lugares en los que se practica la magia negra, donde los temibles bokors imponen su autoridad. Suspiré, porque había oído hablar de ellos y, al igual que todos los niños haitianos, mi infancia estuvo marcada por los hechiceros y por los lúgubres presagios de una sociedad dominada por la superchería. Miré al techo pensando en la felicidad que me producía que mi padre me hubiese blindado frente a esas prácticas, pero me di cuenta de que en realidad había elevado la mirada hacia el monumental ruido que producía la lluvia al azotar el tejado de cinc, un estruendo que ahogaba las palabras.
Una tromba de agua caía sobre la ciudad y tanto el brujo como yo hicimos lo que se solía hacer en esos casos: ambos callamos unos segundos con la seguridad de que las nubes y los chubascos pasarían sobre nuestras cabezas más rápidamente que la felicidad en la vida de un haitiano.
Eché un ojo a la pequeña María, que jugaba en la tienda con un cachivache, y luego aproveché para observar mejor el gabinete del brujo. Sería absurdo decir que en ese ambiente algo me impresionó más que lo demás. Sencillamente, todo era sobrecogedor, y a pesar de eso, rodeado de tantas imágenes, me sorprendió una en especial. Se trataba de una fotografía. En ella, había varios hombres de pie y media docena de mujeres sentadas en el suelo, alrededor de una mesa rectangular en la que pude ver cráneos humanos y huesos, una pala de cavar, una cruz y una serpiente disecada. La habitación, de paredes blancas, era grande y parecía tener una sola ventana condenada mediante tablas de madera clavadas en horizontal. En el centro, un hombre negro vestido con un largo chaqué oscuro lucía una especie de falda de tela blanca, probablemente de muselina, mientras cogía de forma invertida un pico de cavar. Sus ojos eran penetrantes y su mirada desafiante. La reforzaba con una irónica sonrisa en sus labios, muy finos y sinuosos, partidos por varias cicatrices que le cruzaban casi toda la cara. La imagen, antigua y borrosa, apenas permitía ver más allá de la figura del extraño individuo, pero no me cabía duda de que había más gente detrás de él, y eso también inquietaba. Me resultaba familiar la cara angulosa de un tipo situado justo a su espalda, escondido para no salir en la foto. No pude leer bien su rostro, pero aquella expresión la había visto en algún otro sitio. Advertí otro hombre en aquella instantánea, que no me causó tanto desasosiego. El brujo debió verme absorbido por la imagen, que, en conjunto, era realmente inquietante y siniestra.
—El de la falda blanca es el hijo de Papá Bastien. Sí, es un hombre.
El rumor de la lluvia ahogaba las palabras del brujo. Asentí, pero no fui capaz de preguntarle por la persona que se ocultaba tras él. Continuó hablando, y solo entendí parte de lo que dijo.
—Papá Bastien, personaje creado por una mujer, Classinia, que fue toda una institución en esta ciudad en los años veinte. Se dedicaba a poner en contacto a los vivos con los muertos, lo que ahora llaman médium, y no lo hacía nada mal. Probablemente tenía facultades reales, era capaz de hablar con el más allá y nunca fallaba. A todo el mundo le acertaba en su problema. Una vez encontró el dinero que un difunto había escondido antes de su muerte. En otra ocasión, resolvió un asesinato porque el mismo difunto le reveló el nombre del asesino.
Esperó unos segundos a que la tronada parase.
—Cuando murió era tal su fama que su hijo quiso imitarla. Se puso la chaqueta de su madre, la falda, y cavó tumbas en busca de respuestas. Pero solo encontró huesos. Era un tunante, un ladronzuelo que se rodeó de gente sin escrúpulos. Hasta que le llegó la muerte cuando robaba un sepulcro. La gente dijo que no había pedido permiso al Barón del Cementerio. Todo el mundo sabe que hay que pedirlo antes de entrar, porque si no, el espíritu del Barón Samedi será terrible. Y aun así, en realidad fueron los dos truhanes que están detrás de él quienes le dieron la muerte más horrible que se pueda imaginar.
Pensé que en ese momento me iba a decir quiénes eran esos tipos, pero la lluvia cesó por completo, y todo indicaba que la sesión iba a comenzar.
—Mi nombre es Louka —dijo, levantándose para coger una campanilla dorada con una pequeña cruz en la parte superior. La situó sobre mi cabeza y la hizo repicar. Se sentó y me miró taciturno, como esperando unas palabras de mi parte.
—He venido para que usted me diga qué ha podido ocurrir. Necesito que alguien me aclare unos hechos que he visto.
—Haití es un mundo en el que, para aquellos que saben escuchar, hasta los árboles hablan.
—Siempre he estado apartado de estas cosas. Me da un poco de miedo.
—Es más fácil temer a los espíritus y a los demonios que a los ángeles de la guarda. Cuéntame qué te ha pasado.
Le relaté mi historia, en el transcurso de la cual el brujo ni siquiera me miró. Cerró los ojos y se concentró en mis palabras. Solo al terminar, cuando ya no tenía nada más que añadir, se puso en pie y se acercó a una de las estanterías del fondo y rebuscó en ella. Retornó, se sentó y me habló con voz destemplada.
—Es evidente que a tu padre le han practicado un maleficio. Un wanga..
—¿Y hay alguna forma de contrarrestarlo? ¿Tiene solución? —pregunté, tratando de obtener un remedio sencillo, como si pudiese facilitarme algún tipo de antídoto, una medicina para el presunto mal que mi padre llevaba dentro.
Se tomó su tiempo, y solo cuando lo había meditado serenamente, el brujo me contestó.
—Voy a decirte algo que no sé si entenderás. Es muy posible que lo que le ha ocurrido a tu padre esté relacionado contigo, con alguna cosa que llevas dentro. No sé lo que es, pero para sacarlo necesito que bebas esto.
Me alargó la mano y me dio un pequeño potecito de cristal que contenía una sustancia color ámbar. La miré al trasluz de una vela y me pareció ver extrañas siluetas en su interior, quizá espesos grumos, pero ni siquiera lo pensé. Yo era consciente de que en Haití había cientos de personas que desaparecían al año, niños que eran exportados a familias del extranjero, incluso había oído hablar del tráfico de órganos, un asunto que siempre estuvo presente en las portadas de los diarios y en boca de todo el mundo, pero mi padre era lo que más quería en el mundo, el único ser que cuidó de nosotros en toda la infancia, que siempre nos dio cariño, y yo, al menos, le debía la posibilidad de solucionar el problema fuese el que fuese. Giré la cabeza en busca de María, pero no la vi.
Me tragué el líquido viscoso, cuyo sabor era repugnante, y, poco a poco, caí en un placentero sueño, para después verme atrapado por una fuerza salvaje que me llevó a vivir una aventura que yo creí real. Aquel brebaje me transportó a un mundo remoto, a un lugar con el que había soñado más de una vez, y sumido en un profundo letargo, le narré al brujo lo que iba viendo, tratando de no olvidar ningún detalle que le ayudara en su tratamiento.
—Veo una playa —le dije, con los ojos cerrados y el cuerpo lacio, pronunciando unas palabras que sonaron como si estuviese borracho—. Creo que estoy en algún lugar de esta isla, pero hace mucho tiempo. Hay muchas plantas y árboles por todos lados. A lo lejos hay una mujer, una india. Se está acercando.
La imagen era tan vívida que me asusté.
Me costó abrir los ojos, y cuando lo hice, sentí sudores fríos que me subían desde los pies a la cabeza. Temí entonces por la vida de María.
Intenté levantarme y huir de allí aunque tan solo conseguí lanzar una patada que tiró la mesa y lo que había sobre ella.
Cuando me quise dar cuenta ya era tarde.
El brujo me había drogado.