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—Hijo, prepara el panteón.

Las primeras palabras de mi padre aquella mañana fueron las últimas que vi salir de sus labios.

—Tienes que ser fuerte, prométeme que cuidarás de tu hermana.

Asentí, incapaz de entender las circunstancias que le llevaban a decir eso, y que a mí me conducían a un estado de oscuridad y tormento, un espeso velo negro que me cubrió ese mismo día y los años siguientes.

Abrumado por la pena, me armé de valor y estimé que tenía que hacer algo más que quedarme cruzado de brazos, y por esa razón hice lo que cualquier haitiano haría: acudir a la magia.

Nadie puede olvidar la primera vez que visita la casa de un brujo.

La magia siempre produce una ambigua sensación cuando se emplea para adivinar el futuro. Por un lado, fascina al saber todo lo bueno que va a suceder, pero en el flanco más siniestro, angustia a quien no soporta aciagos presagios.

Una cara de la magia cautiva, la otra puede ser insoportable.

En Puerto Príncipe, acudir a la brujería siempre ha sido como ir a misa, un acto de fe sencillo y directo para conocer el porvenir, obtener conjuros de amor, conseguir amuletos contra el mal, y mil razones más. Sin embargo, nada de eso me empujó a tomar tal decisión. Las palabras de mi padre habían sido más que suficientes para justificar que un muchacho haitiano decidiera pedir la ayuda de un brujo.

La nostalgia nubla mi mente cada vez que revivo aquel momento, y si he de decir la verdad, ya no sé distinguir lo que es cierto de lo que puede ser un mal sueño. Nadie retorna complacido al pasado sin haber resuelto los temores que siempre le han acechado —muchos en mi caso— y por ello, noto cómo el corazón me palpita de forma acelerada, y las manos me sudan cada vez que rememoro esta historia, que podría comenzar de muchas maneras, pero tal vez lo más sensato sea partir del día en que cosas importantes cambiaron en Haití.

En aquellos momentos yo no tenía más que doce años recién cumplidos. En esas latitudes, muchos dirían que a esa edad ya era un hombre; otros afirmarían que aún era un niño. Comoquiera que fuese, yo entonces era una persona privilegiada, hijo de un hombre muy importante en aquel mar salpicado de islas. A mi padre le llamaban don Pedro, algo inusual en el país, pero propio del entorno hispanohablante en el que llegó al mundo el terrateniente Acevedo. Nació en La Habana, se crió en Santo Domingo y se casó con una bella dominicana, a pesar de que su corazón, su casa y su hacienda los tenía situados en Puerto Príncipe porque allí había recalado mi abuelo mucho tiempo atrás, un hombre con negocios en todo el trópico. Al menos tres generaciones de mi familia habían conseguido fama y fortuna, lo que a mí, el primero en mucho tiempo que no se llamó Pedro, sino Hugo, me sirvió para vivir instalado en una cómoda infancia lejos de los problemas de la mayoría de los haitianos. A nosotros, los Acevedo, nos fue muy bien en el siglo pasado, y sin embargo, al país le fue realmente mal.

Tras decenas de años de infortunio, de sangrientos dictadores y corruptos políticos, Haití, el primer país libre de América Latina, había conseguido consolidar su independencia, y con ese objetivo, las tropas norteamericanas habían realizado un gran esfuerzo por pacificar una nación que apenas se mantenía en pie. Miles de soldados habían patrullado las calles de la ciudad durante muchos años, pues desde que tuve uso de razón, los problemas habían apurado a una población que ya no recordaba los viejos momentos de estabilidad.

El año de mil novecientos noventa y cinco superaba en tres al mítico quinto centenario del Descubrimiento de aquellas tierras, y al igual que maná caído del cielo, el presidente de los Estados Unidos de América, Bill Clinton, había recalado ese día en Puerto Príncipe para salvarnos, como un profeta de la esperanza, un nuevo Colón que trae noticias de un mundo mejor, de la desarrollada sociedad occidental capaz de sacar, por fin, a las atrasadas Antillas del confinamiento de los siglos pasados.

Y allí estaba yo para vivir ese momento histórico en el cual mi propio padre había participado. Tras las misteriosas palabras de esa mañana, con el corazón aún encogido, caminé junto a mi hermana María más de cinco kilómetros para llegar a la plaza del palacio presidencial. Aquella era la primera vez en mi vida que lo hacía, porque nuestra casa en el bonito y seguro barrio de Pétionville estaba relativamente lejos del centro de la ciudad.

La caminata por calles empedradas bajo un vivo sol en un mediodía tórrido embelesó a la pequeña, que, montada sobre mis hombros, no perdía de vista cualquier cosa que se moviera, especialmente las gallinas de Guinea que pululaban libremente por los arrabales. A sus seis años, ella llevaba tiempo mostrando un magnetismo especial para los animales, un anhelo inagotable por estar cerca de ellos, así que la dejé corretear un rato antes de proseguir nuestro camino.

En aquellos años siempre había en las calles de Puerto Príncipe algo que desentonaba, ya fuera un redoble de tambor trasnochado, una cabra que correteaba perdida por el centro de la ciudad, o una farola encendida de día, que jamás daba un rayo de luz en noche alguna. Y a pesar de ello, todo era familiar en esa ciudad de los milagros.

Las casitas humildes, algunas de ellas llenas de flores, mostraban fachadas pintadas con colores muy vivos, en los que, curiosamente, el azul turquí era el que más se veía por todos lados, según mis amigos del colegio, el color preferido de los magos. Las viviendas parecían deshabitadas, y aunque la ropa tendida me indicaba que no era así, comprobé que la razón era evidente: la gente estaba en la calle y todo el mundo se dirigía al mismo sitio. Desde hacía varios días, la ciudad entera venía hablando de una gran noticia, de un evento que cambiaría la historia de nuestro país. Avanzamos como pudimos entre miles de personas que buscaban denodadamente un espacio en la primera línea de la marea humana, gente exaltada, animada por el vocero gubernamental que no cesaba de acalorar a unas masas a las que prometía que todo iba a cambiar, que por fin el amigo americano iba a solucionar los males que nosotros mismos, los haitianos, habíamos provocado.

Allí fue donde tropecé con ella. De improviso, como una exhalación, una chica blanquita de pelo rubio se había plantado frente a mí. Se despojó de unas gafas de sol doradas que nunca antes le había visto y me fulminó con su magnética mirada verde. Con su sola presencia, Yolette me inoculó una paz de tal envergadura que estuve tentado a cogerla de la mano y alejarnos de allí. Aún no le había declarado mi amor, pero estaba convencido de que ella me correspondía. Me mostró una sonrisa cómplice (hacía días que me había desarmado sin contemplaciones) y yo no tuve otra cosa que hacer más que limitarme a observar el horizonte, una explanada repleta de gente, una acuarela de tonos floridos realzados por el sol, las vestimentas de los haitianos, siempre amantes de los colores vivos, tan vivos como el corazón que taladraba mis sienes. Ella se mordisqueaba los labios, y yo noté entonces un hilito de saliva surcando la comisura de los míos y un burbujeo en la sangre. A continuación miró alrededor con cautela y se acercó a mi oído buscando intimidad. Susurró algo que no logré entender, pero su perfume permaneció en mi memoria por años.

Eso fue lo último bueno que me ocurrió en aquel país. Después, sucedieron tantas cosas que jamás olvidé el roce de su mejilla contra la mía, el aliento a través de unos labios que presumí húmedos, y sobre todo, su mirada, una mirada capaz de derribar ejércitos. Ella se alejó, y yo, sudoroso, llegué con mi hermana a hombros cerca del enorme estrado donde se iba a celebrar el acto. Un aguador, queriendo vender su mercancía, me dio un empujón desproporcionado y, sin quererlo, María y yo nos encontramos de repente en la primera fila del mayor acontecimiento de Haití en mucho tiempo, un evento que nadie habría de olvidar. Cuando tomé contacto con la realidad pude ver a un señor de pelo blanco con cara de niño, el hombre más poderoso que gobernaba el mundo, alguien a quien toda la humanidad miraba con respeto y admiración, y si él estaba allí, aquel debía ser el momento en el que el rumbo de nuestro país se enderezara.

Le veía cerca, sonreía, parecía feliz, complacido con lo que estaba haciendo y, además, no estaba solo, le acompañaban otros dirigentes: embajadores, diplomáticos… y Jean-Bertrand Aristide, presidente democrático de Haití, así como las fuerzas poderosas de aquel sempiterno país, gente que iba y venía. Reconocí a Nicolás Duverger, alias Zankú, un policía fisgón al que trataba desde siempre, y a otros muchos personajes que, de pronto, aparecieron junto al americano. También lucían enormes sonrisas en aquel estrado celestial el gobernador de la isla, representantes de la Iglesia católica, antiguos seguidores del general Cédras y, por supuesto, los principales líderes locales. Todos se preparaban para el acto de presentación del relevo de las tropas norteamericanas por las fuerzas de las Naciones Unidas, la entrega de la misión a los cascos azules.

Aún quedaba un rato para que los preparativos finalizasen y pudiese comenzar el acto. Mientras tanto, los dirigentes hablaban sin parar. A mi corta edad no pude identificar a todo el mundo, pero, por supuesto, la mayor alegría fue ver allí a mi padre, situado entre tantas personalidades. Avisé a María, que nada más verlo comenzó a agitar sus bracitos. No era probable que nos viese rodeados de tanta gente, y aun así, por pudor, nos ocultamos tras una enorme señora cuyo vestido fucsia se me antojó un perfecto escondite, pues nuestros cuerpos menudos cabrían con toda seguridad en aquel refugio certero.

Una ráfaga de viento trajo un intenso aroma del mar, un soplo marino que pareció mitigar a la muchedumbre, que respiró aliviada de un calor porfiado, húmedo e implacable. Venía de lejos, allende las aguas azuladas y turquesas que rodeaban las costas de mi país. Aunque solo algunas nubes impedían ver un cielo azul, sufrí un repentino vaticinio, una extraña sensación, como si un ciclón estuviese a punto de alcanzarnos, un presentimiento inédito. Juzgué que las escasas nubes no serían capaces de atarse y desencadenar una tormenta, y entonces fue cuando recordé las palabras de mi padre y me atreví a abandonar el refugio tras el redondo trasero de nuestra protectora.

Agarré a María de una de sus manitas para acercarme aún más y desde allí constaté que mi padre parecía mucho más tenso de lo normal, preocupado en extremo.

A esa edad, yo le veía como un hombre serio, riguroso, e incluso algo desabrido. Mi madre murió al nacer mi hermana, en el momento del parto, un hecho que transmutó el devenir afortunado de los Acevedo, y tal vez eso le cambiara el carácter, una teoría sustentada por la gente más cercana a él. Alguien muy cruel me dijo una vez que los dioses le cambiaron una mujer por otra, y aunque mi padre manifestó cientos de veces que no creía en las fuerzas ocultas del Caribe, siempre debió de pensar que algo torcido había sucedido para que su esposa dejara de existir de una forma tan repentina e inexplicable. Nunca me lo confesó, pero su negación de la realidad mágica de nuestro país era evidente y a pesar de eso, supe por terceras personas que había llegado a pensar que alguna clase de hechizo había sido practicado sobre mi madre. Jamás le pregunté directamente sobre esta cuestión, pero, de niño, siempre le di vueltas a la teoría de la brujería, porque aunque es lacerante para quien la sufre, disculpaba a mi hermanita de la pérdida de la mujer que nos trajo al mundo.

Pensé de nuevo en la magia, en su faceta tremendum, que repele, y en la cara fascinans, que seduce.

Agucé la vista y comprobé que el evento seguía su curso. Mis augurios sobre tormentas de primavera se disiparon con rapidez cuando me percaté de que mister Clinton se acercaba al micrófono.

—¡Un hecho histórico! —gritó alguien detrás de mí.

Me emocioné al ver al presidente de los Estados Unidos hablándole al pueblo haitiano. Aquello hubiese sido suficiente para justificar mis extrañas vibraciones, y sin embargo, noté que un intenso temor seguía recorriendo mis entrañas, amplificado por el hecho de que seguía viendo a mi padre nervioso, misteriosamente perturbado, empequeñecido en aquella tarima gigantesca. Busqué algún signo que me diera luz sobre lo que estaba pasando. Entre el elenco de notables de la tribuna, alrededor de una treintena de personas, había caras conocidas y gente de fuera. Evalué a cada uno de ellos, todos hombres, y cuando ya comenzaba a descartar que algo raro estuviese ocurriendo, observé que Zankú —el policía más corrupto de toda América— le estaba haciendo una sospechosa señal a mi padre: pasaba un dedo delante de su garganta, indicándole que estaba al borde del precipicio. Dado que allí yo no era la única persona alterada, intuí que algo fuera de control estaba ocurriendo en el estrado, y que mi padre era el responsable de ello. O al menos, lo parecía. Intenté descifrar aquella confusa situación, sin entenderla. Mi preocupación creció aún más cuando comprobé que le estaban arrinconando hacia la parte posterior, e incluso que alguien procuraba echarle de allí, del mayor Olimpo que jamás hubiesen visto ojos haitianos. Fue en ese momento cuando sentí una agitación alarmante en el pecho al ver por primera vez miedo en los ojos de mi padre, un miedo que le hacía mirar al horizonte como quien ve un naufragio, uno de enormes proporciones, que le hacía temblar ante la catástrofe, tal vez porque sabía que no había botes salvavidas suficientes.

Aun en esas circunstancias no se me escapó que un señor negro sudaba de forma aberrante, tanto que su piel brillaba como el cuero acharolado.

Se situó detrás de mi padre, y sin que él le viera, le roció la espalda con unos polvos amarillos que solo yo parecí ver. Una ligera ráfaga de viento elevó al cielo la etérea nube de partículas, que brillaba iluminada por el sol del Caribe.

Queriendo pasar inadvertido, pero sudando como verraco que llevan al matadero, el hombre dio una disimulada vuelta alrededor de mi padre mientras soltaba con su mano izquierda un reguero de misteriosos polvos, que esta vez me parecieron amarfilados. Cuando reflexioné, me percaté de que había dibujado un círculo en su contorno. Para terminar, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de mi padre y dejó algo allí, mientras miraba al resto de las personalidades para comprobar si le habían visto.

Siempre he pensado que los miles de personas que se agrupaban en aquel lugar estaban concentradas en el ilustre americano, y que, por tanto, todos los gerifaltes que habían subido al estrado no eran más que absurdas figurillas transparentes que decoraban un acto glorioso. Nadie había prestado atención al maleficio que en presencia del mismísimo presidente norteamericano le habían practicado a mi padre.

Bill Clinton continuó hablando en un idioma que entonces yo a duras penas entendía, pero su expresión me pareció noble y sincera.

—Estaremos al lado del pueblo haitiano mientras tratéis de atajar los desafíos que tenéis por delante.

El hecho de que el dirigente más poderoso del mundo estuviese tratando de arreglar el país con más problemas de todo el continente era más que suficiente para que el acto fuese un auténtico festejo. Mi inmadurez de entonces y, sobre todo, el amor ciego que profesaba a la única persona que siempre cuidó de nosotros me hicieron temblar de pánico, porque allí estaban ocurriendo cosas que yo no podía ni siquiera imaginar. Y no era el único. Puesto que casi nadie comprendía al hombre blanco, y por otras razones, la desmoralización acabó extendiéndose. Cundía el nerviosismo en los dirigentes, en los vigilantes de seguridad haitianos, en los escoltas venidos del norte, y al cabo de unos minutos, tal vez por eso, la tensión también era palpable en los miles de almas que se apretujaban detrás de nosotros.

La bandera bicolor haitiana, azul y roja, a la que una vez le fuera arrancado la mayor parte del color blanco, ondeaba sobre el palacio nacional, como símbolo de la libertad de los negros.

El presidente de los Estados Unidos había venido al tercer mundo con la ambición de estabilizar el último reducto del espacio cercano a la primera potencia en un intento de que las cosas no se le fueran de las manos, de que los antiguos fallos del todopoderoso gigante no se volvieran a repetir en un mar Caribe donde no cabían más posibilidades de error tras décadas de infructuosas maniobras de apoyo a dirigentes golpistas, de extrañas alianzas con gobiernos de dudosa reputación democrática y de misiles apuntando directamente a las cabezas de los norteamericanos.

—¡No tenemos nada que comer! —gritó alguien.

Bill Clinton pidió paciencia.

—Haití tiene hoy día más amigos que nunca —lanzó a las masas.

Notaba que su mensaje no calaba en la gente, que el hambre podía superar a la sensatez de las ideas que estaba exponiendo. Por eso, en un nuevo intento por convencer a una audiencia desesperada, utilizó sus más delicadas palabras.

—La democracia no corre naturalmente como los ríos. La prosperidad no mana de la tierra. La justicia no florece de la noche a la mañana. Para conseguir todo esto hay que trabajar duro, hay que tener aguante, tenemos que avanzar unidos con tolerancia, apertura de mente y cooperación.

Ni tan siquiera esas ideas lograron aplacar los comentarios enfurecidos de una población maltrecha que seguía sin entender nada. Gritos, abucheos y pitidos dejaron al norteamericano sin argumentos. El amplio staff estadounidense, hombres impecablemente vestidos, con armas bajo las chaquetas y auriculares en los oídos, parecía sucumbir al desconcierto. Según se complicaba el acto, la adrenalina corría por sus venas, miraban al presidente indicándole que era más que probable que tuvieran que hacer uso del dispositivo de evacuación, un helicóptero dispuesto en la puerta del inmenso palacio presidencial.

Por momentos temí por la seguridad de la pequeña María, presumí que si ocurriese algún tumulto su vida correría peligro.

Pero justo en el momento en que la tensión se acumulaba de forma peligrosa, cuando las mentes de miles de almas se dirigían hacia el abismo, sucedió algo que nadie esperaba.

Una paloma blanca voló alrededor del presidente norteamericano.

Solo entonces se hizo el silencio, un silencio sepulcral.

Ni una sola garganta se atrevió a lanzar sonido alguno.

El animal, de plumaje claro y limpio, con un suave batir de alas, había trazado un círculo alrededor de él.

En aquel instante dio comienzo un intenso aplauso, un signo de aprobación a las palabras del amigo americano.

Los haitianos habían aceptado la presencia del ave como una señal de los dioses.

De los dioses del vudú.