Intervención parlamentaria de Leopoldo Calvo-Sotelo en el debate sobre paz y seguridad el 5 de febrero de 1986 a las 9 de la mañana

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Señor Presidente, señoras y señores Diputados, empiezo esta sesión de madrugada, a la que nos ha convocado el rigor del señor Presidente (rumores), recordando que desde octubre de 1981, hace ahora más de cuatro años, no ha habido en esta Cámara un debate, o por lo menos no ha habido un debate sustantivo, de política exterior ni tampoco sobre seguridad y defensa. Los Diputados hemos tenido que seguir, a través de la prensa y de la radio, el curso zigzagueante, impreciso y, a veces, patético, de la muy larga reflexión personal del señor Presidente del Gobierno sobre esta materia.

Lo que por fin nos ha dicho ayer no aporta, a mi juicio, ni un solo argumento esencial que no estuviera ya presente en el debate de 1981, porque toda la novedad desde entonces no se ha producido en la esfera internacional, se ha producido en el interior del Partido Socialista mismo, que parece haber concentrado sólo en este punto aquel propósito universal de cambio que anunció en octubre de 1982.

Se nos ha convocado hoy aquí, se nos convocó ayer y se nos convocará mañana para el referéndum, si Dios no lo remedia, no porque haya una situación nueva que justifique la revisión de lo ya aprobado por esta Cámara en 1981, sino sencillamente porque el Partido Socialista ha cambiado de opinión. Y así esta Cámara ayer y hoy, y la nación entera mañana, van a ser utilizadas para sustanciar y resolver los problemas internos de un solo Partido político. Y aunque ese Partido sea hoy mayoritario, y aunque lo que haya pasado a ese Partido sea lo más grave que le pueda acontecer a un partido o a una persona, es decir, su propia conversión en el sentido religioso del término, su camino de Damasco, su palinodia o su canto nuevo, como decían los antiguos, aunque así sea, a mí no me parece justificada toda esa larguísima liturgia que culmina en la consulta popular.

Yo creo, señor Presidente, que las conversiones son hechos respetables e íntimos que inspiran mayor respeto cuanto menos se ostentan o se explican. Para esta conversión política no hubiera sido preciso este debate ni tampoco los fastos del referéndum. Bastarían unas pocas palabras dichas con humildad y sencillez, palabras que, efectivamente, el señor Presidente ha dicho, pero adornándolas y disimulándolas con citas de Max Weber y con pequeñas arrogancias hegemónicas. Hubiera bastado con que el Presidente dijera: «Señores electores…» porque es a los electores, a los suyos, a quienes tendría que dirigirse —«… me he equivocado y, lo que es peor, les he llevado a ustedes a equivocarse; perdonen mi error».

En esto de las conversiones del partido Socialista hemos ido a peor. Cuando la primera, aquella que lo convirtió del marxismo dogmático al capitalismo pragmático, el Partido Socialista se condujo con mayor honradez y cordura…

El señor PRESIDENTE: Señor Calvo-Sotelo, le ruego que se atenga a la cuestión. (Protestas).

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Me estoy ateniendo a la cuestión, creo, señor Presidente, pero atenderé como siempre sus observaciones, aunque me preocupa que empiecen tan pronto. (Risas).

Estaba diciendo que cuando la otra conversión del Partido Socialista, la que lo llevó del marxismo dogmático al capitalismo pragmático, el Partido Socialista se condujo con mayor cordura, no complicó a nadie en su catarsis, sobre todo no complicó a los no socialistas, no hizo debate público, no hizo referéndum; y ahora ya ven ustedes dónde estamos.

Ayer, el señor Presidente del gobierno, con mucha cortesía, lanzó sobre mi Gobierno, otra vez, la culpa de lo que nos está pasando ahora, y dio para ello dos razones. Dijo que en 1981 se había roto el consenso y que se había alterado la prioridad establecida antes. Quisiera hacer un breve comentario sobre estas dos razones, que a mí nunca me han parecido suficientes.

En el debate de octubre de 1981 faltaron al consenso en esta Cámara el Partido Socialista y el Partido Comunista. El Partido Comunista mantiene hoy su posición de ayer; el Partido Socialista ha reconocido su error y ha dado media vuelta. Me parece un poco desahogado, señor Presidente, que se me reproche hoy que no respetara un consenso fundado en su propio error. Me parecería más normal que el señor Presidente me agradeciera haber contribuido a que saliera él, a que saliera su Partido, de aquel error. Me puede reprochar que no haya tenido la paciencia de esperar unos años a que se hiciera la luz en las perezosas entendederas socialistas, y ese reproche se lo acepto.

En cuanto a la prioridad, quisiera recordar cuál es el verdadero sentido de esta palabra. Se suele hablar de prioridades cuando es preciso elegir entre dos o más cosas que no se pueden hacer simultáneamente, que no se pueden hacer al mismo tiempo. No era el caso de la OTAN que no impidió, sino que impulsó alguna de las otras tareas que ayer citaba el señor Presidente como tareas prioritarias, por ejemplo, el ingreso en la Comunidad.

Recuerdo que los adversarios del Presidente Ford decían que se le presentaba a veces un problema de prioridad, en el sentido en que ha utilizado la palabra el señor Presidente del Gobierno. Decían que cuando paseaba se detenía para mascar chicle, porque no sabía hacer las dos cosas a la vez, no sabía mascar chicle paseando.

Yo no he oído nunca de los adversarios del señor Presidente del Gobierno que ése sea su caso y, desde luego, no era el mío. Por tanto, creo que lanzar ahora sobre mi Gobierno la responsabilidad de la situación extraña y difícil en que nos vemos, el Gobierno socialista y todos los españoles, es bastante gratuito. Decir que de la equivocación socialista tienen la culpa los demás; actuar como si la rectificación socialista fuera un problema de los demás; confundir los intereses del Partido Socialista con los de la nación, todo eso, señor Presidente —y voy a medir con cuidado mis palabras—, es síntoma alarmante de pasión totalitaria. (Rumores).

Decían que éste es el primer debate sobre política exterior en cuatro años y ya me arrepiento de haberlo dicho, porque todo el mundo sabe que ni ayer, ni hoy tampoco, estamos aquí para discutir formalmente sobre política exterior; estamos aquí porque el señor Presidente del Gobierno se equivocó, como he dicho, hace cuatro años; estamos aquí para ayudar al señor Presidente y al Partido Socialista, y lo haré con gusto, a llevar el peso de su rectificación, a salvar políticamente la cara, y para eso mismo se anuncia la convocatoria del referéndum.

Ese oficio de cirineos del señor Presidente puede ser muy benemérito, pero no tiene que ver con un debate auténtico sobre política exterior. Lo que pasa es que a los españoles nos cuesta trabajo, nos cuesta mucho esfuerzo salir de nuestro patio de vecindad, adornado con los penachos de tantas contiendas interiores. Está visto que nos cuesta trabajo levantar los ojos hacia los problemas exteriores y asomarnos, otra vez, como hace siglos, al universo mundo.

A pesar de que las cosas están así y no de otra manera, voy a intentar, ingenuamente, separar de los planteamientos del Presidente del Gobierno la sustancia —si la hubiera— de una verdadera política de seguridad y defensa, para juzgarla una vez aislada de la ganga electoral y oportunista que, a mi juicio, la inunda.

Ese posible esquema gubernamental sobre política de seguridad y defensa se ha bautizado con el nombre, un poco pretencioso, de «decálogo». Ya el nombre es revelador; creo que sugiriendo ese nombre al señor Presidente se han pasado bastante sus asesores, porque la palabra «decálogo» se entiende en España como un haz de normas fijas y fundamentales que se han mantenido invariables e intactas durante tres mil años, y curiosamente se ha venido a dar ese mismo nombre a la construcción, a mi juicio, más improvisada y movediza de cuantas se han alzado en los últimos tiempos sobre la arena política española.

A la medida de ese pretendido «decálogo» parece hecho aquel viejo juego de palabras sobre lo nuevo y lo bueno, que ya se ha traído más de una vez a esta Cámara —la última vez creo que fue por el señor Ministro de Asuntos Exteriores—, porque es verdad que entre los diez puntos del «decálogo» hay puntos nuevos y puntos buenos, pero también es verdad que los buenos no son nuevos y los nuevos no son buenos, como voy a probar seguidamente.

Son, a mi juicio, buenos los puntos que ya se aprobaron en esta Cámara, hace cuatro años, con una holgada mayoría —186 votos a favor y 146 en contra— y esos puntos son: la adhesión al Tratado de Washington y la integración en la Alianza Atlántica, la no nuclearización del territorio español (con las observaciones que hizo ayer el señor Presidente) y la reivindicación de Gibraltar.

Y son puntos nuevos de verdad en el «decálogo» la no participación en la estructura militar integrada, el acceso a la Unión Europea Occidenal y la reducción de fuerzas americanas en España. Esos puntos, a mi juicio, o no merecen el rango de un decálogo, o son pura y simplemente malos. A ellos me voy a referir en lo que sigue, porque sobre lo ya aprobado hace cuatro años hay casi unanimidad en esta Cámara.

Y vamos con el primero. La no participación en la estructura militar de la Alianza Atlántica es, ante todo, una afirmación confusa que nadie, y me temo que ni siquiera los asesores del señor Presidente del Gobierno, sabe con exactitud lo que quiere decir. Todos los países de la Alianza, menos Francia, participan en la estructura militar, y cada uno lo hace a su manera, de una manera distinta, ajustada a su propia situación. Decir, sin más, que no se participa en la estructura militar no parece que tenga otro sentido sino el de encubrir con palabras lo que antes he llamado la conversión del Partido Socialista. Se trata, además —y es especialmente penoso— de una imitación pobre de lo que hizo en 1966 el General De Gaulle. No hay otro precedente —por eso acudo a él— que pueda encontrarse de esta curiosa pieza del «decálogo». Porque es efectivamente curioso que el señor Presidente del Gobierno se haya sentido tentado por aquel gesto grandilocuente del General De Gaulle, gesto que no puede entenderse más que desde el «gaullismo» y que ha traído a lo largo de veinte años consecuencias desfavorables para la Alianza Atlántica, para Europa y para la misma Francia.

Naturalmente, la izquierda francesa, y el Partido Socialista francés entre ella, no estaba de acuerdo con esta versión teatral de «la grandeur gaullista» y al día siguiente de presentada a la Asamblea la decisión, presentó a la izquierda, el Partido Socialista (el señor Mitterrand —todavía no socialista— estaba entre los firmantes), una moción de censura contra el Gobierno Pompidou.

Los socialistas franceses tenían razón en el año 1966 al ir contra De Gaulle, a quien hoy imitan mal —y luego diré por qué—, los socialistas españoles. Estamos —ya empieza a verse— ante una historia de despropósitos. Lo que aquí se nos propone —antes lo he dicho— es un pobre remedo de aquello, con todos sus inconvenientes y ninguna de sus ventajas y, a mi juicio, tan mal estudiado que ha dado ya lugar, por lo menos, a una confusión en la propia Francia, en el propio Partido Socialista francés.

En la página 7 de un extenso documento, que lleva fecha de 26 de junio de 1985, sobre «La seguridad de Europa», se pregunta el Partido Socialista francés, con cariño para sus hermanos españoles, si el Gobierno socialista de Felipe González no estará pensando en crear una fuerza nuclear española, si no estará preparando su propia bomba atómica, porque sin ella un socialista francés no entiende eso de la no integración en la estructura militar. Y añado yo que un socialista español tampoco, porque yo tengo de los socialistas españoles mejor concepto que quienes le preparan a usted estos decálogos.

No estar en la estructura militar de la Alianza no significa quedarse fuera de una improbable guerra próxima, sino quedarse fuera de los mapas y planes militares europeos, como nos quedamos, por otras razones, en su día, fuera de los mapas económicos de Europa —y hay que ver el esfuerzo que nos ha costado y que nos va a costar todavía corregir esos mapas económicos que se hicieron sin nosotros y ajustarlos a nuestra presencia y a nuestra conveniencia—. También los mapas militares se han hecho sin nuestra participación, pero sería ilusorio creer que se han hecho respetando nuestras fronteras. Una improbable, aunque posible, guerra en Europa —y precisamente para prevenirla se ha hecho la Alianza— no respetaría nuestras fronteras, estemos o no en la estructura militar integrada, y esto lo sabe muy bien el señor Presidente.

Quedarse fuera de los mandos integrados de la Alianza es, en segundo lugar, renunciar tontamente —y perdóneme el señor Presidente por decir las cosas con esta llaneza— a un instrumento útil para la reivindicación de Gibraltar. No insisto en este punto (que conoce muy bien el señor Presidente del Gobierno, pues se lo acaban de recordar hace unas semanas en Madrid) porque no quiero utilizar la espina de Gibraltar como arma en este debate, pero tengo que decir, desde mi propia responsabilidad, que el señor Presidente y su Gobierno incurren en una responsabilidad grave, privándose y privando a España de una posición que puede ser decisiva para encauzar la solución del más humillante y doloroso de los problemas que tenemos pendientes.

En tercer lugar, el sistema actual de mandos militares parte en dos la España estratégica, parte en dos el tan llevado y traído eje Baleares-Estrecho-Canarias. El mar próximo a las islas Canarias está en el ámbito del Mando Atlántico de la Alianza; el Estrecho y el mar Balear están en el ámbito del Mando de Europa, y sería una pena que un pacifismo soterrado, o una preocupación electoral del señor Presidente, nos llevaran a permitir el desguace de ese valor estratégico que es nuestra situación geográfica.

Esto es lo que significa no estar en la estructura militar integrada. Yo pregunto, con todo respeto, si el señor Presidente y sus colaboradores han analizado a fondo la cuestión, y me respondo que no parecen haberlo hecho así; por lo menos, el 17 de noviembre pasado, el señor Presidente del Gobierno, en unas extensas declaraciones al diario El País, daba la impresión de no conocer con exactitud la materia. «Me tomé dos años» —dijo entonces el señor Presidente—, «1983 y 1984, y después de dos años de conocer la Alianza, de estudiar los problemas por dentro, propuse una política de defensa: el llamado decálogo. En el decálogo propongo la permanencia en la Alianza en el “status” actual». Y seguía el señor Presidente: «Para que se entienda: aquí no va a haber nadie que tenga que hacer el servicio militar fuera de nuestras fronteras».

Éstas son palabras del señor Presidente del Gobierno recogidas por el director de El País y, según testimonio escrito del director de dicho diario, revisadas también por el Presidente mismo. Por eso cabe atribuirles la importancia que les atribuyo. «Para que se entienda», decía usted, señor Presidente. Pues bien, no se entiende; no se entiende, porque nada tiene que ver la participación en la estructura militar con el servicio militar fuera de nuestras fronteras. Ayer ya se ha dicho aquí. Francia, que no participa en la estructura militar, tiene 50 000 hombres al otro lado del Rhin; Noruega, Dinamarca o Portugal, que sí participan en la estructura militar, no tienen un solo soldado permanentemente fuera de sus fronteras, ni siquiera alguno de ellos ocasionalmente. Estar o no en los mandos integrados de la alianza quiere decir lo que antes he explicado, y no lo que dice esa declaración electorera que hizo el señor Presidente a El País para madres y novias de reclutas. Parece que sus servicios no habían informado bien al señor Presidente, en noviembre pasado, ni al señor Vicepresidente, que ayer repitió por la televisión la misma cantinela.

Por cierto —y si el señor Presidente de la Cámara no me llama a la cuestión porque me permita una pequeña «excursión» histórica—, y al hilo de aquella misma declaración a El País, tampoco he entendido esa manera provinciana que tiene el Presidente del Gobierno de configurar a España. Parece como si el señor Presidente pusiera un gran énfasis patriótico en impedir que los soldados españoles cumplan su servicio militar fuera de nuestras fronteras, cuando ésa ha sido una tradición de nuestros mejores tiempos: defender los intereses e ideales de España allí donde haga falta. (Risas. Rumores). Decía Quevedo, en un elogio al Duque de Osuna, que mandó tropas españolas por la geografía europea: «La Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio». Me temo que el pragmatismo electoral del señor Presidente ha reducido este precioso endecasílabo fluvial —La Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio— a sólo el Tajo, y no lo entiendo. Creo que puedo entender el nacionalismo de ambición del Presidente De Gaulle, pero no entiendo este nacionalismo de dimisión del Presidente González.

En fin, señor Presidente, en esta parte de su decálogo, que podría resumirse diciendo: Alianza Atlántica, sí, pero estructura militar, no, resplandece, una vez más, su política del «sí, pero», a la que me referí extensamente desde esta tribuna en octubre pasado. No voy a insistir ahora en las debilidades y peligros de una tal política. Hay en este punto, como en los demás, a mi juicio, una gran confusión y me temo que también —y no hago proceso de intenciones— un deseo de confundir. El Partido Socialista ha llegado a la conclusión de que España debe permanecer en la Alianza, pero no ha querido, no ha sabido o no ha podido extraer de esa conclusión las consecuencias lógicas y necesarias. De ahí la confusión y el «sí, pero». Malo sería que hubiera que esperar otros cuatro años para llegar sobre este punto esencial a otra ceremonia de rectificación, como la de este debate.

Hay católicos que dicen: «Mire usted, yo soy creyente, pero no soy practicante». Ésa parece ser, en materia atlántica, señor Presidente, su actitud. Yo no la comparto. Si usted cree en la Alianza Atlántica, practique y participe usted también en la estructura militar como mejor convenga a los intereses de España, y, si no cree, dígalo con claridad y denuncie el Tratado de Washington, con todas sus consecuencias.

Diré ahora unas palabras sobre la integración de España en la Unión Europea Occidental. Creo, con el señor Presidente, que España debe participar en todos los foros occidentales, y con mayor entusiasmo si, además, son foros europeos. Esta convicción mía no es nueva, porque ya en el discurso con el que abrí en esta Cámara el debate de octubre de 1981 exponía, más o menos, esta misma doctrina. Me voy a permitir una breve cita, la única en que voy a incurrir, de mi discurso de octubre de 1981. Decía: «Creemos que España debe adherirse a la Alianza Atlántica como culminación de su política europea, que debe alinearse con el bloque europeo —hoy se le llama pilar europeo— de la Alianza. Y es en este sentido, y no como una culminación de nuestras relaciones con los Estados Unidos, como debe entenderse nuestra propuesta». La línea estaba clara, señor Presidente, y es la misma que usted hoy nos propone, aunque entonces no quisiera entenderlo.

Ahora bien, es preciso andarse con cuidado en esto de la Unión Europea Occidental. Primero, porque la Unión Europea Occidental arrastra una historia complicada, de la que no ha conseguido librarse del todo. Fue inicialmente una especie de arreglo de cuentas entre los beligerantes de la II Guerra Mundial, puesto que se constituye para impedir el rearme alemán, y ha conservado esas funciones hasta hace —creo— un par de años. Por eso ha sido siempre especialmente grata a Francia.

En segundo lugar, el Tratado de Bruselas modificado —que es la carta fundacional de la Unión— tiene como anejo una numerosa serie de protocolos y acuerdos que ocupan —si no recuerdo mal— centenares y tal vez millares de páginas. Me parece que sería necesario inventariar y analizar, y tal vez explicar al Parlamento, cuáles son las obligaciones que resultan para España de toda esa larguísima serie de compromisos.

En tercer lugar, como es bien sabido, el Tratado de Bruselas, en su artículo 5.°, contiene una obligación automática de intervenir. El país signatario tiene que ayudar y asistir por todos los medios de que disponga, militares o de otra especie, a otro país signatario que sufra un ataque armado en Europa. No hay en la Alianza Atlántica, en el Tratado de Washington, ni un sólo artículo que contenga una obligación automática y rígida de entrar en guerra como esta obligación del artículo 5.° de la Unión. Cada país de la Alianza es libre de decidir su conducta si un aliado es objeto de un ataque.

El señor Presidente del Gobierno, que tan sensible fue, sin razón, a la posible pérdida de la autonomía de una España miembro de la Alianza Atlántica, habrá valorado, a la luz de su sensibilidad —ahora con razón—, ese artículo 5.° de la Unión Europea Occidental.

Pero también hay que añadir algo más. La Unión Europea Occidental estaba clínicamente muerta el año 1983 cuando Francia decidió revitalizarla. ¿Por qué esa decisión? El ámbito normal del pilar europeo de la Alianza es el Eurogrupo, constituido en 1968 precisamente para dar unidad a los miembros europeos de la OTAN; pero Francia había tomado, dos años antes, su insolidaria decisión y no concurrió al Eurogrupo. Una vez más nos encontramos con Francia. A la vista de esta situación se intentó alojar el diálogo europeo sobre seguridad en el ámbito de la Cooperación Política de las Comunidades, pero la propuesta Genscher-Colombo, que, después de mucho tiempo, llegó a formar un criterio en este punto, fue muy aguada en la Declaración de Stuttgart de junio de 1983; y de ahí vino la revitalización de la Unión Europea Occidental: de un tropiezo comunitario que, a mi juicio, hay que superar y no consagrar.

Por todo ello, la Unión Europea Occidental no puede presentarse como una alternativa suficiente a la participación en la estructura militar integrada de la Alianza, a la presencia activa en el Eurogrupo o la Cooperación Política comunitaria.

Ayer el señor Presidente del Gobierno recordaba que en Luxemburgo acaba de darse un nuevo empujón —esperemos que definitivo— a la Cooperación Política, como ámbito para tratar cuestiones de seguridad y de defensa; todavía no cuestiones militares, sino solamente políticas y económicas. No necesito recordar que las instituciones fundamentales para la Europa Occidental son las Comunidades Europeas y la Alianza. En ellas creo que deben emplearse nuestros esfuerzos sin dispersarlos ni confundirlos. Lleve a España a la Unión Europea Occidental, señor Presidente, después de estudiar esos centenares de páginas, si ello le ayuda en su conversión, pero como paso menor y provisional, mientras la Cooperación Política, recientemente reforzada en Luxemburgo, o el Eurogrupo, no puedan tomar plenamente para sí la discusión de los problemas de seguridad y de defensa en Europa; y lleve, en cambio, a su decálogo —si insiste en él— su decisión de actuar siempre dentro del ámbito comunitario y atlántico.

En fin, creo que también forma parte de la ceremonia de la confusión la importancia desmedida que el Gobierno ha dado a la visita del Secretario General de la Unión Europea Occidental, señor Cahen, inteligente y probo funcionario que no salía de su asombro cuando se encontró con una recepción que, por supuesto, no ha tenido en ningún país miembro de la Unión Europea Occidental. (Risas). Nunca el señor Cahen ha visto, en el plazo de unas horas, a un Presidente de Gobierno, a un Ministro de Defensa y a un Ministro de Asuntos Exteriores. Su nivel —muy respetable— suele estar uno o dos grados por debajo.

Me parece que no habría que exagerar ante la opinión la importancia, ciertamente modesta hoy —y yo espero que modesta siempre porque creo que la Cooperación Política tomará otros vuelos— no hay que exagerar, repito, por razones de la conversión, la importancia modesta de la Unión Europea Occidental, a la que, por cierto, los países miembros hoy niegan las mínimas cantidades que necesita para sostener su escaso aparato administrativo, como se puede ver en el acta de la sesión de diciembre de la Unión, donde el señor Cahen y el señor Presidente pidieron unos fondos que les fueron negados. Un principio del Consejo de Ministros es que la Unión viva con presupuesto de crecimiento cero y la Unión cree que no puede vivir así.

Y me quedan dos observaciones necesarias, aunque forzosamente breves. La primera es sobre la antigua aspiración francesa a convertir su derrota de 1940 en una victoria y asegurar la hegemonía de Francia sobre la Europa de la posguerra. Francia nunca ha podido perdonar del todo a los Estados Unidos que no hayan apoyado esa pretensión y que no hayan roto en su favor los viejos lazos privilegiados que tienen los Estados Unidos con el Reino Unido. Y ese sentimiento, o ese resentimiento —si así se puede llamar—, está en la raíz de la decisión francesa de dejar la estructura militar de la Alianza en 1966, en la propuesta Jobert de 1973 y en la revitalización de la Unión Europea Occidental de 1984.

Comprendo —lo sabe el señor Presidente—, y en muchos puntos comparto, las reservas del Presidente del Gobierno ante una «pax» americana. Pero ¿ha pensado el Presidente del Gobierno si de verdad le conviene a España, hoy y dentro de 20 años, promover o apoyar un ámbito europeo de «pax» francesa?

La segunda observación es sobre América y el antiamericanismo. Ya he recordado que en 1981 propuse a esta Cámara que España entrara en la Alianza como culminación de nuestra política europea. Y sigo en esa convicción. Pero ni hace cuatro años ni ahora me he dejado seducir por la fácil y demagógica tentación antinorteamericana, como no me he dejado seducir por ninguna otra tentación sectaria y negativa. La memoria histórica nos debía bastar a los españoles para saber que a la púrpura de una responsabilidad universal acompaña siempre el peso de una leyenda negra. Colaborar a esa leyenda es demagogia, especialmente reprobable si quien la hace es el Gobierno.

Permítame, señor Presidente, reprobar aquí actitudes o palabras gubernamentales que han estado en esa línea y, entre ellas, la espantada húngara del señor Vicepresidente del Gobierno con ocasión de la visita a Madrid del Presidente Reagan. En vez de hacer esas cosas para la galería, el Gobierno español podría contribuir a un mejor entendimiento entre las dos orillas del Atlántico, porque tiene autoridad para ello, si no la sigue malbaratando.

Un decálogo hecho, como se va viendo, un tanto a la ligera, no debería sacrificar a conveniencias electorales e inmediatas de un partido la estrategia histórica de la nación, sin un cuidadoso examen y sin un debate responsable sobre política exterior, pero de verdad. No sea, señor Presidente, que para dorar la píldora de la Alianza a los militantes socialistas airados, vayan ustedes a darnos a todos los españoles otras píldoras poco ensayadas, dudosas o nocivas, además de la píldora del referéndum.

Y en cuanto a la reducción de las tropas americanas en España —otro de los puntos nuevos del decálogo—, hay que decir ante todo que tampoco se libra de la confusión general. En los últimos papeles que yo tuve sobre mi mesa respecto de este asunto, los Estados Unidos no habían alcanzado el número de soldados que autorizaban los Acuerdos de 1976 y 1982. No sé si durante el Gobierno socialista habrán venido más soldados americanos a España. Si no es así, pudiera ser —y lo digo sin datos, porque en mi situación actual no tengo esos datos— que ahora se nos quisiera dar como reducción real una simple reducción contable de tropas.

Hecha con todas las reservas esta observación, de la que me retiraré en cuanto que el señor Presidente me diga que no es así, quiero decir que también este punto del decálogo parece una orquestación más para cubrir y acompañar a la palinodia socialista sobre la Alianza. Y es una orquestación mimética y pobre.

He dicho antes que el General De Gaulle hizo en 1966 algo parecido, algo políticamente tan equivocado, pero técnicamente mucho mejor. El General De Gaulle puso a los americanos en la frontera —a todos, no a unos cuantos—; desahució a la OTAN de sus cuarteles cerca de París; retiró a las tropas francesas a la orilla izquierda del Rhin y, una vez hechas estas cosas, se sentó arrogantemente sobre su propia fuerza nuclear. Frente a aquél, «váyanse ustedes todos» —equivocado sin duda—, es casi patética, señor Presidente, esa exhortación suya de «váyanse ustedes, al menos unos cuantos». (Risas). ¿Por qué unos cuantos? ¿Con qué ventaja y para quién? La posición es tan arrogantemente débil que ha servido de soporte a una frase incorporada ya al catálogo de las baladronadas famosas: aquella que amenazó con enviar al Presidente Reagan un ejemplar de la Constitución «para que aprenda lo que es un pueblo soberano». (Risas). Esta Cámara también puede ser cauce para aliviar el rubor de los ciudadanos. Permítame, señor Presidente —y no me regañe—, que diga con ánimo de definir y no de injuriar, que nunca, ni cuando se hablaba de España como la reserva espiritual de Occidente, nunca se había dicho, en nombre del Gobierno español, una majadería tan grande.

El señor PRESIDENTE: Señor Calvo-Sotelo, le ruega que vuelva a la cortesía parlamentaria.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Señor Presidente, acepto su recomendación.

El señor PRESIDENTE: No es una palabra cortés la que acaba de decir su señoría.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: La digo en el sentido que tiene «dicho inoportuno o molesto».

El señor PRESIDENTE: Señor Calvo-Sotelo, el sentir popular no es ése exactamente; no es el del diccionario.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Señor Presidente, estamos en una Cámara en la que, además del sentir popular, hay un conocimiento del diccionario.

El señor PRESIDENTE: He dicho, señor Calvo-Sotelo, que le llamo a la cortesía. (Rumores).

Señorías, por favor, no solamente estén de acuerdo con el Presidente cuando lo esté con lo que ustedes piensan. (Varios señores DIPUTADOS: Muy bien, muy bien).

Adelante, señor Calvo-Sotelo.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Acepto su llamada, señor Presidente, y sigo. Creo que, una vez más, se han utilizado desde el Gobierno modales de Partido.

Vista desde fuera de España, esa exhortación a unos cuantos soldados americanos para que se vayan tampoco se entiende. Cualquiera que haya seguido, aunque sea de lejos, las relaciones dentro de la Alianza entre Estados Unidos y Europa en los últimos tiempos y, sobre todo, desde la enmienda del Senador Nunn a los presupuestos militares de 1985, sabe las presiones internas a que está sometido el Presidente de los Estados Unidos para que reduzca la presencia de tropas americanas en Europa por razones presupuestarias y políticas. Y nuestros vecinos europeos, los del pilar europeo de la Alianza, presionan en sentido contrario, porque sospechan que la mejor garantía del compromiso americano de defender a la Europa libre es, precisamente, la presencia de un gran contingente americano en suelo europeo. Y mire usted por dónde España, miembro leal de la Alianza, el Gobierno español, miembro leal del pilar europeo, sostiene criterios diametralmente opuestos y se convierte en colaborador inesperado del Congreso y del Senado de los Estados Unidos en la presión sobre el Presidente Reagan para que reduzca tropas y gastos en España. No sé si le habrán dado ya las gracias. Y yo me pregunto: ¿Qué solidaridad es la del Gobierno español con los gobiernos aliados cuando propone una reducción, aunque simbólica, de tropas americanas en el suelo europeo de España, y ello probablemente para consumo electoral interior? Eso no se entiende en Madrid, pero sospecho que menos aún se entiende en Bonn, en Roma, en Londres o en La Haya.

Ve usted, señor Presidente, que estos tres puntos efectivamente nuevos de su decálogo no son buenos. Y que no se entienden ni dentro ni fuera de España, salvo como artículos de consumo electoral.

Mi respeto por la Presidencia del Gobierno, señor Presidente, no puede ser un estorbo de la claridad ni de la dureza, si fuera inevitable. Por eso debo decirle que ni tenía usted un proyecto serio de política exterior cuando se opuso a la OTAN hace cuatro años, ni cuando hoy se manifiesta partidario de la OTAN lo hace usted desde un proyecto serio de política exterior. Hace cuatro años la suya fue una posición —y perdóneme que así le devuelva sus propias palabras— que hoy se sabe precipitada, irreflexiva y electorera; hoy la suya es una posición largamente meditada, pero electorera también, y preocupada sólo o principalmente por explicar y justificar el error de 1981 y su rectificación incompleta de 1986. El peso de la equivocación sigue lastrando sus decisiones. Pero todavía puede usted liberarse de ese peso. Si de verdad ha llegado a la conclusión de que España debe quedarse en la Alianza, cante usted la palinodia, deje las cosas como están y negocie luego sosegadamente la participación en la estructura militar integrada y el ajuste que convenga, después de fijada esa participación, del Acuerdo con los Estados Unidos y de la presencia de tropas americanas en España. Y hágalo sencillamente, sin adornar con decálogos su rectificación, sin un debate para eso, sin un referéndum para eso; porque para eso, para seguir como estamos, como mi Gobierno dejó la cuestión, no hace falta ni un referéndum, ni una Ley, ni un Decreto, ni una Orden ministerial ni casi un debate; no hace falta nada. Si usted ha llegado a la conclusión, señor Presidente, de que a España le conviene quedarse en la Alianza como estamos, basta con que su Gobierno ahora no haga nada, que es, tal vez, la mejor manera que tiene un Gobierno —y, desde luego, el suyo— de no equivocarse. (Risas).

Y desconfíe de algunos asesores, señor Presidente.

Es achaque de Gobiernos primerizos dejar la economía en manos expertas, porque el profano le parece difícil, y tomar en manos propias, no expertas, la política exterior, porque al profano le parece fácil. Es un grave error. Así se fabrican los decálogos. Así hemos visto cómo un asesor del Ministro de Asuntos Exteriores en esta materia tan profesional de seguridad y defensa ha sido —y creo que sigue siendo, no lo sé— un aficionado, un profesor de Economía aficionado a la política exterior. Por cierto, que en los pasillos de esta Cámara, ahora tan aburridos, daban a ese profesor como futuro embajador de España en un país, naturalmente, alejadísimo de la OTAN de sus pecados. Si ese rumor llega a ser Decreto —me excuso por repetir un rumor desde la tribuna—, habrá culminado el partido Socialista una serie no muy gloriosa ya de embajadores que se reclutan…

El señor PRESIDENTE: Está fuera de la cuestión, señor Calvo-Sotelo.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Perdón, señor Presidente, ¿el nombramiento de embajadores está fuera de un debate de política exterior? ¿No puedo hablar de un nombramiento de política exterior?

El señor PRESIDENTE: Continúe.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Continúo. Digo embajadores que se reclutan no entre los excelentes profesionales que pasean por los pasillos del Palacio de Santa Cruz, sino entre negociadores de salón o estrategas de cafetería. (Risas y rumores).

Pero vuelvo a mi cuestión, señor Presidente, aunque creo que nunca había salido de ella.

Decía un agudo español amigo mío que él es capaz de entenderlo todo, especialmente si no se empeñan en explicárselo demasiado. Y yo entiendo su trayectoria personal, señor Presidente, entiendo su conversión (¡cómo no la voy a entender!), pero ya acepto peor sus citas de Max Weber. Y entiendo su conversión porque su éxito, extraordinario y meritorio éxito personal, le llevó al Gobierno de la nación con una experiencia corta en algunas materias y sesgada en otras; sesgada en política exterior. ¿Por qué? Porque su escuela, señor Presidente, fue la Internacional Socialista desde 1974, y la Internacional Socialista estaba entonces en manos de tres hombres: los señores Palme, Kreisky y Brandt. Palme y Kreisky, un sueco y un austríaco, legítimamente marcados por la neutralidad obligada y congénita de sus países fronterizos; Brandt, un ilustre Canciller caído y marcado por la exageración nostálgica de su obra principal: la «Ostpolitik».

Las tentaciones neutralistas en que usted cayó, señor Presidente, hace diez o doce años, llevan la marca de Kreisky y Palme; su miedo a romper el equilibrio entre los bloques, el que aparece en la famosa declaración conjunta de Moscú en diciembre de 1977, lleva la marca de Brandt. El propio Brandt dijo, en declaraciones a la revista Interviú de mediados de junio de 1981: «Comprendo muy bien la posición del Partido Socialista Obrero Español» (la posición de entonces, contraria a la OTAN). Y sigue Brandt: «El argumento que he oído y discutido desde hace años con Felipe González y sus amigos es que éste no es el momento adecuado para romper el statu quo añadiendo más miembros a la Alianza». Subrayo estas palabras de Brandt: «El argumento que he oído y discutido desde hace años con Felipe González y sus amigos». Los largos y fecundos años, añado yo, de docencia de Brandt y discencia aplicada de González.

Sólo cuando se ha librado usted de esa escuela juvenil ha empezado a comprender dónde estaba de verdad su responsabilidad como rector de la política exterior española. UCD, que no tuvo la suerte de esa escuela exterior y, si me permite una broma, no tuvo la suerte de esa escuela ni de esa despensa —para recordar la frase de Joaquín Costa—, hizo la política de seguridad y defensa que convenía a España. (El señor MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Miguel Ángel: Otra escuelas y otras despensas).

El señor PRESIDENTE: Señor Martínez, por favor. Continúe, señor Calvo-Sotelo.

El señor CALVO-SOTELO BUSTELO: Y ahora, señor Presidente, viene usted, al cabo de cuatro años de meditaciones, a proponer una política parecida, aunque peor, porque ha aguado usted la valentía del con la retórica del pero, y porque, para colmo, lo ha emborronado todo malamente con la manía de convocar un referéndum.

Usted, señor Presidente, que ha reconocido la necesidad en que se ha visto de reflexionar durante dos años enteros con el numeroso equipo de la Moncloa y después de otros ocho años de clases particulares con Brandt; usted, señor Presidente, que, como antes he probado, necesita reflexionar todavía un poco más para formar del todo su nuevo criterio y para aceptar las consecuencias lógicas de su rectificación principal, ¿cómo puede pedir usted a los españoles, a la ciudadanía, como dice usted, que opine responsablemente sobre tan complicada materia, que le ha exigido a usted tantos esfuerzos de comprensión, después de dos semanas de campaña, sin equipos y sin clases particulares? Cuando, además, la política interior, la política electorera, ha venido a sembrar la confusión más absoluta en este grave asunto, cambiando los papeles de los principales partidos, en una comedia de carnaval y de enredo que sólo ha dejado en su sitio a las menguadas huestes del partido Comunista ¿qué valor puede tener esa consulta, sea cual sea su resultado?

Y si los ciudadanos se equivocaran en la respuesta, como se equivocó hace cuatro años en esta Cámara el señor Presidente del Gobierno (y tienen tanto derecho como el señor Presidente a equivocarse, y más razones que el señor Presidente para no acertar), si se equivocaran los ciudadanos, ¿cuándo tendrían esa ocasión de rectificar que hoy ha tenido el señor Presidente del Gobierno? ¿Y qué pensarán nuestros aliados y amigos, en la Comunidad y en la Alianza, ante esta movida española, ante esta especie de renovada fiesta nacional, de innecesaria ruleta rusa, con la que los españoles nos estamos divirtiendo desde hace ya muchos meses, echándonos unos a otros a la cara retales de la defensa de Occidente, flecos de nuestra propia seguridad y jirones de nuestro prestigio como nación?

Ya sé, señor Presidente, que no toda la culpa de esta verdadera ceremonia de la confusión es suya, aunque suya sea la mayor parte y suya haya sido la iniciativa. Pero lo que importa es que la solución sí que es sólo suya, y la solución es no convocar el referéndum. Si este debate es, como debe ser, una última oportunidad para la reflexión del señor Presidente del Gobierno; si es así, todavía estamos a tiempo para impedir la convocatoria.

Contra toda esperanza quiero hacerle, señor Presidente, una sola consideración más. Y es ésta: Aplique usted, señor Presidente, al referéndum su propio razonamiento weberiano. Usted creía hace cuatro años, desde la ética de la convicción, que no había que entrar en la Alianza, y sabe ahora, desde la ética de la responsabilidad, que hay que quedarse en la Alianza porque las consecuencias de no quedarse serían graves para España y para Occidente. Bien. Usted creía hace tres años, desde la ética de la convicción, que tenía que cumplir sus promesas electorales, incluso las erróneas o las dañinas para España. Usted sabe ahora, desde la ética de la responsabilidad, que no debe hacer el referéndum, aunque lo haya prometido, porque sus consecuencias serían malas para España y para Occidente. No se quede a medias, señor Presidente, y aplique también a la convocatoria del referéndum la ética de la responsabilidad que le ha llevado a quedarse en la Alianza. Y no convoque el referéndum. No necesita para ello de cien años de honradez de su Partido; le basta un minuto de honradez consigo mismo. No convoque el referéndum. Si lo convoca vamos a pensar que le sigue moviendo la ética oportunista del resultado; vamos a pensar que a los votos de que se apropió indebidamente en 1982, cuando propuso salir de la Alianza, quiere usted añadir ahora los votos que obtenga quedándose hábilmente en la Alianza. Y para esta habilidad, si la hubiera, señor Presidente del Gobierno, para esa habilidad, el otro Decálogo, el Decálogo de verdad, el que sigue fundando toda ética, reserva un no terminante en sus puntos, o mandamientos, séptimo y octavo.

Muchas gracias, señor Presidente. (Aplausos).