Intervención parlamentaria de Leopoldo Calvo Sotelo en el debate del Estado de la Nación el 16 de octubre de 1985

El señor PRESIDENTE: Tiene la palabra, por el Grupo Parlamentario Centrista, el señor Calvo Sotelo.

El señor CALVO SOTELO BUSTELO: Señor Presidente, señoras y señores Diputados, señor Presidente del Gobierno, quiero ante todo felicitarle por haber traído a esta Cámara un uso parlamentario nuevo: el de este debate que la prensa llama «debate sobre el Estado de la Nación».

Me parece estimable su disposición a hablar una vez al año con los Grupos Parlamentarios de todo lo divino y lo humano. A hablar de todo porque bajo el rótulo de «política general» caben muchas cosas, tantas, que supongo que el señor Presidente de la Cámara no tendrá que acudir al artículo 102 para llamarme a la cuestión. Éste es un debate en el que no cabe, por su propia naturaleza, la llamada a la cuestión. (Rumores).

Me parece muy estimable su disposición. Y creo que no la empaña, señor Presidente, el hecho de que la manifieste desde un gobierno legítima, cómodamente instalado en una mayoría parlamentaria amplia. Sí la empañan algunos otros rasgos a los que aludió el señor Presidente ayer en su discurso; uno, que ha dicho que corregirá: la fecha. Efectivamente no es la mejor.

También creo que empaña este debate el hecho de que se excluyan de él, cortésmente, no tajantemente, algunas cuestiones esenciales como se ha hecho en este caso. Creo, en fin, que hubiera sido mejor, al amparar el debate sobre el Estado de la Nación en el artículo 196 del Reglamento, que el Gobierno hubiese preparado su comunicación con menos desgana; porque la comunicación que tenemos desde la semana pasada apenas contenía materiales y, desde luego, no daba ningún estímulo a un debate como debe ser éste.

El discurso del señor Presidente del Gobierno ayer sí dio materiales y sí dio estímulo, y a ellos me voy a referir principalmente. Pero antes quisiera que se me permitiese una breve declaración previa.

Es notorio que yo no estoy ahora en la arena electoral, y que hablo desde esta tribuna, o pienso hablar desde esta tribuna, acaso como debiera hablarse siempre desde ella: con un tono de moderación que, por otra parte, es el que impuso en su día el Partido que me trajo tres veces a este hemiciclo.

No tendrá, pues, mérito que hable con moderación; sí lo tendrá —y no sé si seré capaz de hacerlo así— el que huya de la tentación apologética, de la tentación defensora de una etapa que está todavía muy cerca, aunque parece ya muy remota. Cederé a esa tentación por un instante.

A mi Gobierno le pasó algo parlamentario insólito, y fue que, deshecho el Partido en el que se apoyó, se quedó con muy poca voz en este hemiciclo; voz gallardamente levantada por el pequeño grupo desde el que hablo, pero muy poca; y eso permitió a la mayoría y a la minoría coincidir siempre cómodamente (alguna vez no correctamente) en el análisis crítico de lo que se llama «la herencia recibida».

Por cierto, que la insistencia en manejar este concepto acuñado de «herencia recibida» por parte del Gobierno y a veces también por parte de la oposición, necesita una explicación, y yo quisiera ofrecer una muy breve al señor Presidente del Gobierno. Pienso, señor Presidente, que a usted le hubiera gustado encontrar, cuando llegó a la Moncloa, un papel blanco sobre su mesa en el que empezar a escribir la historia socialista de España; y se encontró con un papel a medio escribir ya, con renglones torcidos o derechos, siempre limpios, claros, en el que estaba la historia reciente de España, la historia de dos años en los que España había recobrado, había reverdecido su fe en las libertades que acababa de darse.

Permítame, señor Presidente, que le recuerde que sobre esa misma mesa de la Moncloa Adolfo Suárez se había encontrado un papel con la historia de cuarenta años de régimen autoritario, y en la misma mesa yo había encontrado una historia de veinte horas de golpe militar; herencia por herencia, la suya fue mucho mejor, señor Presidente. (Rumores).

Pero vengo a este debate de hoy, vuelvo a su discurso. En su discurso, señor Presidente, hizo usted una habilísima operación oratoria, que fue entreverar —repito, con habilidad suma— dos hechos, dos actos completamente distintos: la conmemoración de diez años de democracia y el rendimiento de cuentas, que usted voluntariamente viene a hacer en esta Cámara, de sus tres años de Gobierno. Y dio la impresión, a veces, de que quería convertir ese rendimiento de cuentas —voluntario, pero rendimiento— en aquella conmemoración. Pienso que tenemos que distinguir, y yo desde luego distinguiré en mis palabras, entre los diez primeros años del reinado del Rey don Juan Carlos y los tres años de presidencia del Presidente González, y ayer no se distinguieron completamente ambos hechos.

Respecto de la conmemoración que ayer se hizo de los diez años de democracia, quiero coincidir con el señor Presidente. Quiero compartir con él su análisis: España ha entrado por el seguro camino de la democracia; los problemas de España son problemas normales. Comparto plenamente este análisis. Quiero compartir su satisfacción, que es también la mía. Quiero compartir incluso algunos aplausos que tuvo el señor Presidente, aquellos que subrayaron sus cifras sobre el número de pensionistas. En un porcentaje muy alto esos aplausos tendrían que haber sido para Adolfo Suárez o para mí, y estoy seguro de que, si lo hubiera sabido así, hubiera aplaudido también un Diputado que no aplaudió, el Diputado señor Redondo.

Y quiero compartir también su protagonismo, señor Presidente; un protagonismo el suyo un poco precipitado. Creo que no se puede ni siquiera aludir a esta década en un acto ceremonial sin decir en seguida el nombre de Adolfo Suárez y los de quienes, como yo y otros muchos con él, emprendimos aquella empresa ambiciosa y dramática, que no supo sobrevivir a su propio éxito, que se llamó UCD. Pero ésta es otra cuestión y —repito— creo que hoy venimos aquí, hemos venido como ayer, a oír el rendimiento de cuentas del señor Presidente del Gobierno y a discutir sus opiniones con las nuestras, y no a un acto conmemorativo.

Pero, ya que el señor Presidente ayer entreveró las dos cuestiones, me atrevería yo a iniciar mis palabras de la siguiente manera, preguntando y respondiendo: ¿Cuál ha sido la aportación del Gobierno que preside Felipe González a esa primera década de la monarquía parlamentaria? O, dicho en un lenguaje un poco anacrónico ya: ¿Cuál ha sido la manera que ha tenido el Presidente González y su Gobierno de administrar la herencia recibida? Pienso que, al final de estas palabras, a lo mejor está claro para SS.SS. —como está claro para mí— que la aportación de Felipe González a la primera década de la monarquía parlamentaria, importante aportación, lo fue más mientras era sólo Secretario General del Partido que cuando ha sido también Presidente del Gobierno. (Rumores, risas). Hace casi tres años el Partido Socialista —que fue profeta afortunado del cambio y del funcionamiento normal de las instituciones— consiguió levantar unas esperanzas colectivas muy grandes que tuvieron su reflejo exacto en el resultado electoral. Desde entonces han cambiado seguramente muchas cosas, pero tal vez una de las cosas que han cambiado más ha sido aquella esperanza, han sido el talante y la ilusión de los ciudadanos en octubre, noviembre y diciembre de 1982.

¿Por qué se han vuelto resignación aquellos entusiasmos y se han vuelto a veces nostalgia aquellas esperanzas? Yo creo que los ciudadanos que conocieron en la madrugada del 29 de octubre el resultado electoral y la brillante victoria del Partido Socialista, debieron de pensar, fuera cual fuera su filiación política, fueran cuales fueran su alegría, su resignación o su disgusto en ese momento, debieron de pensar lo siguiente: por lo menos, hoy llega al Poder un Partido homogéneo, con una doctrina clara, con una mayoría absoluta. Por fin podemos esperar un Gobierno que gobierne de una manera rectilínea, resuelta, sin vacilaciones.

Pues bien, si ésas fueron las esperanzas —y creo que lo fueron— de muchos ciudadanos, de muchos electores del Partido Socialista o de otros partidos, pienso que en buena parte se han frustrado también.

Si yo me propusiera —que no me lo propongo— tirar a dar desde esta tribuna al Gobierno, como se tiraba desde ella al Gobierno que yo presidía (rumores) —y no me lo propongo—, me sería difícil acertar algunas veces en el blanco. Tan movediza, tan rectificante, tan vacilante en algunos puntos esenciales ha sido la política del Gobierno; no porque la oposición haya torcido la voluntad política del Gobierno, ganándole votaciones —como en mi caso sucedió varias veces—, no, puesto que lo que la prensa ha llamado «rodillo» socialista ha funcionado a la perfección, incluso con monotonía y no sé si a veces con arrogancia; sino porque, sin dejar de ser «rodillo», ha sido un «rodillo» vacilante y que dudaba, y éste sí que es un hecho realmente nuevo en la historia de la política o de la Mecánica Racional (risas). Porque hemos visto que la política del «sí», que es la propia de las mayorías fuertes, se ha sustituido a veces por la política del «sí, pero», que es el refugio de las minorías débiles, y de una manera eminente eso ha sido así en el hecho que hoy se excluye de este debate cortésmente, no tajantemente y que no debería haberse excluido, y que, en definitiva, es la historia, la larga historia de una vacilación.

Creo que uno de los deberes de la oposición es hacer memoria para gobiernos que propenden —yo propendía también cuando era Gobierno— a ser desmemoriados, o de partidos que cuando gobiernan tampoco andan muy sobrados de memoria. Por eso un personaje de Orwell, el personaje principal de su tan traída y llevada novela, tenía como oficio fundamental corregir periódicos pretéritos, oficio, por cierto, que con mucha menos nobleza suele hacer la televisión de que disfrutamos. (Risas).

Yo me atrevo a decir, señor Presidente, que sus principales adversarios políticos no están hoy en esta Cámara, donde, por cierto, ayer se levantó un aroma —para mí conocido—, el aroma agridulce del consenso; no están aquí. Sus principales adversarios políticos, sus enemigos, señor Presidente, son sus compromisos electorales, son sus programas electorales, son las conclusiones de los congresos de su Partido; son, en definitiva, las hemerotecas y los «Diarios de Sesiones» y no la oposición de Su Majestad. Eso también es cómodo, pero, asimismo, tiene riesgos que voy a subrayar, y Dios me libre, señor Presidente, de pedirle a usted que cumpla su programa: que se lo pidan sus Diputados aquí, o que se lo pidan sus electores en la calle. Yo prefiero, para el bien de España, que no lo cumpla en aquellos puntos en los que su programa fue notoriamente equivocado. Creo, señor Presidente —y lo digo con todo el respeto que usted sabe tengo por la Presidencia, como lo tuvo usted cuando yo la ocupé— que cuando usted gobierna en socialista se equivoca y que acierta cuando gobierna en el centro, y yo prefiero que acierte, aunque su acierto tenga consecuencias electoralmente malas para los que no somos socialistas.

Hace poco más de medio siglo, le pidieron a un hombre de ciencia eminente —cuyo nombre recordará el ilustre físico señor Solana—, le pidieron, cuando la física moderna había roto sus moldes —como el Partido Socialista ha roto sus congresos o sus programas—, una definición de la Física, y dijo: «En esta situación, lo más que puedo decir es que Física es lo que hacemos los físicos». Pues bien, me parece que en esta situación la única definición posible de política socialista sería decir: política socialista es la política que hacen los socialistas. Y repito, señor Presidente, que no seré yo quien le reproche esta manera de hacer política.

La España que usted heredó, la España que heredamos todos hace diez años, señor Presidente, no necesitaba una pasada por la izquierda, no necesitaba una pasada por el socialismo; la España que todos hemos heredado hace diez años necesitaba y necesita no una pasada sino una estancia larga, una inmersión en la libertad, como la que protagonizamos quienes tuvimos responsabilidades de Gobierno entre 1976 y 1982. La España que todos hemos heredado necesitaba que se la gobernase desde la libertad como preocupación primera, antes que la preocupación de la doctrina, o antes que la preocupación del poder. Y entiéndame bien, señor Presidente, lo que quiero decirle ahora, y espero que me entiendan también los Diputados de los bancos del Gobierno. Yo no tengo la menor duda, ni un ápice de duda, del amor a la libertad de ustedes: algunos han demostrado ese amor con sacrificio; pero sí digo que en esta España de las libertades recobradas, la preocupación primera de un socialista dogmático no es la libertad, es la igualdad, y que en esta España de las libertades recobradas, la preocupación primera de un socialista pragmático no es la libertad, es el poder. Y en su Gobierno, señor Presidente, hay ministros dogmáticos, que quieren ante todo la igualdad, y hay ministros pragmáticos que quieren ante todo el poder. Usted, entre unos y otros, apretado por los hechos, que aprietan mucho, no puede evitar en muchas ocasiones la política de la ambigüedad del «sí, pero».

«No sé dónde están los caminos que llevan a la igualdad y a la libertad», dijo usted, señor Presidente, o dijo la prensa que había dicho usted hace unas semanas. Noble, sincera, reveladora confesión, que le honra mucho, aunque sus asesores de imagen le digan que no abrillanta la imagen del Presidente. Permítame que, después de citarle, añada que comprendo mejor que otros, por haber sido Presidente del Gobierno, sus dudas, sus rectificaciones y hasta esa crispación que ha tenido a veces en esta misma Cámara alguna manifestación lastimosa. El peso de la púrpura, señor Presidente, es tan grave como ligero el oficio de la oposición. Usted, cuando era jefe de la oposición, tiraba con cartuchos de fogueo, ahora tira con fuego real, y eso es mucho más difícil y, sobre todo mucho más comprometido. Yo, que he vivido menos tiempo que usted lo que Adolfo Suárez llamó vida inhumana de la Moncloa, creía hace tres años que una mayoría absoluta, una mayoría cómoda como la suya aliviaría mucho el peso de la púrpura. Al cabo de tres años, señor Presidente, he visto que la mayoría tampoco da la felicidad ni el acierto a quien gobierna. (Risas).

En su muy escueta y muy desganada comunicación nos invita con cortesía el Gobierno a que soslayemos, a que dejemos de lado cuanto se refiere a la paz y a la seguridad. Todos hemos entendido que nos invitaba a dejar de lado la cuestión del referéndum, esa cuestión que ha venido fatigando las páginas de los periódicos y sin duda también las vigilias del Presidente durante toda la legislatura. No seré yo quien estorbe hablando del referéndum, cuando el Presidente y el Gobierno prefieren que no se hable, esa larga meditación, esa larga táctica del Gobierno en esta materia. No hablaré, pues, del referéndum, cuestión que, además, es de política interior, y no de política exterior. Pero sí hablaré de la Alianza Atlántica, aunque brevemente, porque la Alianza, con ser paz y seguridad, no es sólo paz y seguridad, es, a mi juicio, algo anterior y más hondo, es una definición sobre la cual habría que proyectar otras opciones de política exterior y de política interior, que sin ella no alcanzan su significado completo. En este punto capital, por decisión o, permítaseme decirlo con más claridad, por indecisión del Gobierno socialista, España, la España de la transición sigue hoy con una asignatura pendiente.

Quienes estuvimos en la transición política desde 1976 tuvimos entonces dos preocupaciones fundamentales: la primera, devolver a España sus libertades; la segunda, restablecer a España en el lugar que le corresponde —ayer lo dijo el Presidente del Gobierno— en el concierto de las naciones. El primer objetivo está cubierto, y no tengo inconveniente ninguno en decir que la alternativa socialista, limpiamente ganada en octubre de 1982, ha contribuido a que ese primer objetivo esté definitivamente alcanzado. El segundo ha resultado mucho más arduo, porque a estas alturas parece que todavía dudamos sobre cuál es el papel que nos corresponde en el concierto de las naciones. Comprendo la duda, porque España dejó la escena internacional hace casi dos siglos, cuando era una primera potencia. La escena internacional ha cambiado dramáticamente, nuestro propio peso en el mundo también, y, por tanto, cabe que todavía, como hemos hecho durante mucho tiempo, nos estemos planteando un problema de identidad. Porque se trata no de un problema de seguridad, se trata de un problema de identidad. Yo estoy seguro de esa identidad, como estoy seguro de que España hubiera sido fundadora de la Alianza Atlántica y de la Comunidad Europea, si no se lo hubieran impedido hace treinta años su aislamiento secular y, sobre todo, el régimen autoritario que tenía entonces. Pero esa identidad, y no el referéndum, es el corazón del problema que habrá, por lo visto, que debatir otra vez en diciembre. Y digo otra vez, porque ya se debatió y largamente —lo repito, aunque debiera ser ocioso, para salir al paso del reproche de precipitación— en tres sesiones de Comisión y tres de Pleno en el Congreso, y otras tantas en el Senado, en el otoño de 1981.

En estas materias de seguridad y de política exterior, como en las materias fundamentales de identidad, no caben ambigüedades. No cabe la política del «sí, pero». A mi juicio, un «sí, pero» a la Alianza, una indecisión, calculada o no, respecto de la Alianza nos distancia de los países no alineados o de los países del Este por el «sí»; pero nos distancia de los países de nuestro entorno por el «pero». Y este dilema no es reversible, como los de la lógica del bachillerato, porque no hay lealtades a medias, porque las lealtades a medias no son lealtades.

Así me atrevo, señor Presidente, a sugerirle que antes del debate de diciembre revise usted su ambiguo decálogo que, si me permite decirlo con una frase rápida, no es realmente un decálogo, porque ni son diez sus propuestas, ni las propuestas que tiene son lógicas.

Pero, en fin, creo que no se puede seguir hablando de política exterior; no se debe seguir hablando de política exterior con el debate de diciembre a la vista.

Quiero felicitarle una vez más, y esta vez públicamente, por la firma del Tratado de Adhesión de España a las Comunidades Europeas. El señor Presidente del Gobierno tuvo la cortesía de anunciarme el acuerdo final cuando yo estaba en el aeropuerto de París, camino de unas elecciones centroamericanas —no las de Nicaragua—. (Risas). Entonces le agradecí su cortesía, le felicité, como lo hago ahora, públicamente, y le dije: «Ya ve, señor Presidente, ahora está usted en Europa y yo camino de Centroamérica. Hace tres años era al revés». (Risas). Son cosas del poder, de la oposición y de la política.

Ahora le repito aquella felicitación y se la repito con un acento muy verdadero, el acento de la envidia. Le ruego que tome esta palabra como un homenaje personal: Sabe el señor Presidente cuánto hubiera dado yo por conducir hasta su término las negociaciones de adhesión de España a las Comunidades Europeas. Pero ahora ya, felizmente, el Mercado Común no es un asunto de política exterior. Ahora es un asunto de política interior, es un asunto que debemos debatir, como ayer inició el señor Presidente —inició nada más en su discurso—, en términos de lo que hay que hacer aquí dentro para que, el final del período transitorio, la libre competencia —otra vez la libertad, esta vez la libertad económica— no le siente mal a la economía española.

Siento volver a mis preocupaciones de hace unos minutos, porque, señor Presidente, usted que ha tenido muy buena suerte, como luego diré, por la bonanza de la economía internacional en que ha gobernado, ha tenido en cambio mala suerte, porque ha llegado al poder cuando los economistas expertos, e incluso los políticos menos expertos, levantaban acta final de cuarenta años de intervencionismo estatal, de cuarenta años en los que las ideas claras de un economista muerto guiaban las manos de los políticos, como el mismo Keynes había dicho, y daban un apoyo intelectual de primer orden a esas políticas de intervención tan típicas del socialismo o de las socialdemocracias tradicionales. Los vientos que soplan ahora —son así las modas de la historia económica— son vientos de libertad y no de intervención, son vientos de menos Estado y más sociedad, y a ello responden hechos tan reveladores como la alianza entre liberales y socialdemócratas en Inglaterra, como la reciente derrota del socialismo en Portugal, como la anunciada derrota del socialismo en Francia, y no voy a seguir haciendo enumeraciones ni anuncios. (Risas. Rumores). Señor Presidente, para estar a los vientos que soplan tendrá que añadir a partir de ahora un nuevo «pero» al «sí», cada vez más condicionado, que presta usted a sus originales convicciones socialistas: el «pero» del liberalismo.

Al comenzar un breve comentario —breve porque tengo poco tiempo ya y porque, además, el debate económico tendrá lugar dentro de unas semanas en el marco de los presupuestos— sobre la política económica, quiero empezar diciendo con toda claridad que reconozco y estimo la tenacidad y la firmeza con que el equipo Boyer-Solchaga ha hecho la política de ajuste, política que es una prolongación eficaz, con el eficaz apoyo de una mayoría parlamentaria, de la línea política anterior. Veo, de verdad, con alegría, señor Presidente, que hacen ustedes cosas buenas que no nos dejaron hacer cuando estaban ustedes en la oposición. (Risas). Y apelo una vez más al Diario de Sesiones, y me felicito una vez más, porque creo que como español hay que felicitarse cuando se hacen cosas buenas desde el Gobierno.

Después de reconocer esa firmeza en el proceso de ajuste, quiero decir que los resultados hubieran aconsejado un acento un poco menos triunfalista en la comunicación y en el propio discurso del señor Presidente, porque ya es grave que al compromiso político y claro —siento incidir en el tópico— de los 800 000 puestos de trabajo, compromiso que tenía como denominador la felicidad de otras tantas familias, haya sucedido una autosatisfacción tecnocrática por unos indicadores que tienen como denominador el producto interior bruto, que la mayor parte de los españoles no sabe lo que es.

Pero es que, además, hay que proyectar esos indicadores sobre las circunstancias de los últimos años; ahí es donde yo decía al señor Presidente que había tenido mucha suerte. Ha tenido a su favor la recuperación de la economía mundial y hasta la generosidad meteorológica, que se nos negó a Gobiernos anteriores. (Risas). Al exigirles cuentas de su gestión, señor Presidente, desde la oposición, sería justo exigírselas con mayor rigor por la bonanza de la economía internacional que han disfrutado y por la bonanza política, lícitamente ganada en unas elecciones, de que disfrutan. Desde ese rigor, los resultados obtenidos, cuando son buenos, como la balanza exterior o la inflación, habrían de ser tenidos por medianos; cuando son medianos, como la reconversión y la flexibilidad laboral, habrían de ser tenidos por malos, y cuando son malos, como el paro, habrían de ser tenidos por pésimos.

En estos tres últimos años hemos perdido, efectivamente, terreno respecto de los países europeos de la OCDE, de los países de nuestro entorno, y creo que esta medida relativa es la que permite, en un examen de la situación, medir mejor el mérito, el éxito o la actuación del Gobierno. Hemos perdido terreno en cuanto al crecimiento del producto interior bruto, y vuelvo a sus propios indicadores. España creció en el trienio 80-82 muy poco, pero siempre por encima de los países europeos de la OCDE; España creció en el trienio 83-85 más, pero siempre por debajo de los países europeos de la OCDE. Hemos perdido terreno en cuanto a la inflación. La diferencia, o el diferencial, como prefieren decir los economistas, era de 3,5 puntos en noviembre de 1982 (y digo noviembre, porque diciembre de 1982 fue el primer mes socialista, con 2,2 puntos de aumento del índice del coste de la vida). (Rumores). Pues bien, esa diferencia era todavía de 3,7 puntos en diciembre de 1984. Hemos perdido, y mucho, en cuanto al desempleo, pero me parece que no es necesario dar cifras, porque se volvería a caer en el tópico. Y todo ello pese a que el comercio mundial que descendió 2,5 puntos en el 82 y que apenas había crecido en el 81, ha llegado a crecer excepcionalmente un 10 por ciento en el 84. No doy más cifras, porque me temo que estoy rebasando la paciencia del señor Presidente de la Cámara, pero ésta sí quería darla: la factura del petróleo, que fue de 9100 millones de dólares en 1982, ha descendido, por razones que no son todas, ni las más importantes, atribuibles a este Gobierno, a 7400 millones de dólares en 1984. Y todo ello a pesar de que el año 1982 empieza a ser ya reconocido, y así lo ha hecho el informe del Banco Mundial, como uno de los peores, si no el peor, desde la Segunda Guerra Mundial.

No tengo más remedio que hacer también una referencia breve a las tentaciones manipuladoras de estadísticas e índices, a las que a veces se ha resistido el Gobierno y a las que a veces no se ha resistido. Han cambiado ustedes los criterios contables para el cierre del ejercicio de 1982. Me atrevería, desde mi experiencia de Presidente, a darle una opinión (nunca me atrevería, por supuesto, a darle un consejo): No deje usted el último mes de un ejercicio en manos de un posible Gobierno diferente, no deje usted que le cierre el ejercicio otro Gobierno (risas), porque —y eso lo saben también muy bien los consejos de administración— quien cierra el ejercicio puede, técnicamente bien y lícitamente casi siempre, cerrarlo a su manera. Pues bien, los criterios, de cierre del año 1982 fueron técnicamente buenos, pero cambiaron criterios contables anteriores y, por tanto, hicieron difícilmente comparable la serie anterior con la serie posterior.

Se ha cambiado la misma contabilización del déficit, porque no están en el déficit los 400, 500 o 600 000 millones de RUMASA.

Han cambiado ustedes también los criterios relativos a la presión fiscal, porque al menos en los documentos que se han presentado con el Presupuesto me parece ver que se omiten las cuotas de desempleo. Si tenemos en cuenta el aumento de la presión fiscal, el déficit, que creció extraordinariamente en los años 80, 81 y 82 —por supuesto, éste es un hecho innegable, consecuencia de la crisis y también probablemente de la falta de mayoría parlamentaria del Gobierno (Rumores)—, ese déficit, si se corrige ahora con el aumento de la presión fiscal, lo que sin duda contribuye a reducirlo, si se hace esa corrección, tendrá un curso distinto al que se dijo ayer.

Se han cambiado también los criterios de registro del paro, aunque luego se ha vuelto atrás en esos criterios, pero siempre ha quedado la duda de si las series anteriores y las series posteriores se pueden concordar. Por cierto, que en el año 83 hubo un problema parecido en Francia con el Gobierno socialista y las estadísticas de paro, que dio lugar a alguna dimisión sonada.

Así, se han roto las series estadísticas contables, la contabilidad nacional de este país; se han roto las series de tal manera que no sólo será difícil a la oposición tomarles las cuentas ahora, sino que será también difícil a los estudiosos y a los economistas dentro de un cuarto de siglo saber exactamente lo que ha pasado con algunos indicadores esenciales en estos tres años. Y no se considere que todo esto es una disquisición teórica; de ninguna manera. Cuando el Gobierno mide su éxito en puntos porcentuales, como dicen los economistas, y hasta en décimas de punto, cualquier modificación de los criterios hace que también se modifiquen mucho los objetivos o los logros. A mí me da pena, lo digo sinceramente, señor Presidente, que ese propósito manipulador haya podido empañar los resultados, muchas veces aceptables, de este trienio en que ha gobernado el Partido Socialista.

Para ser fiel al índice del Gobierno, y próximo a terminar, quisiera decir dos palabras finales sobre la libertad. Ya he hablado antes sobre la libertad y quiero decir ahora que la libertad formal fue restablecida en España por los Gobiernos de UCD y que no había nada esencial que añadir a ella, y por eso nada se ha añadido. Pero las libertades reales y las libertades materiales discurren por sus propios cauces y pueden seguir caminos que llevan a distintos contenidos de libertad material, dentro de un mismo marco de libertad formal. Y ahora parece claro —y paso a hablar de magnitudes que no se pueden medir y, por tanto, seré menos vulnerable a la respuesta del señor Presidente y por eso lo digo con menor precaución— que esas libertades reales fueron mayores en los primeros tiempos de la transición; parece claro que la temperatura real de la libertad ha descendido en España unos grados desde el año 1982. (Rumores). Porque hubo antes un mayor uso, y probablemente un menor abuso de aquellas libertades. Hoy —y lo digo también sin mucha precaución— ha reaparecido un cierto miedo como límite de la libertad personal: el miedo que algunos —a lo mejor muchos— ciudadanos y bastantes funcionarios sienten a la discrecionalidad del Estado. Un miedo que había desaparecido de España en 1977 y que ahora podría volver. (Rumores). Sin duda sin que usted lo quiera, señor Presidente, pero sin duda también porque usted lo pueda consentir. Desde las Cajas de Ahorro o los colegios profesionales a la Administración de Justicia o las universidades, los ayuntamientos, las cámaras agrarias, los colegios privados… (Fuertes rumores. Protestas).

El señor PRESIDENTE: ¡Silencio, por favor!

El señor CALVO SOTELO BUSTELO: … la Administración cultural o la Administración pública, no hay ámbito autónomo de la vida española que no suscite en ustedes la tentación de regular, mediatizar u orientar. Ayer mismo lo decía usted con una frase mucho más directa: «No hemos dejado nada por tocar». Pues bien, esto, dentro siempre de un marco intacto de libertades formales, reduce, sin duda, la libertad real por el uso menor que se permite de esa libertad. Pero también existe la reducción por el abuso. Ayer hubo unos temas curiosamente ausentes del debate y uno de ellos es ese escándalo cotidiano de la televisión. No quiero caer en el tópico, se ha hablado mucho de ella, pero sí quisiera decir, señor Presidente, con todo respeto y claridad, que alguna vez y en alguna ocasión que a mí se refería, y estando yo fuera de España —es culpa mía— los excesos de la televisión se han excitado o suscitado desde el Banco Azul, en una práctica que usted mismo, señor presidente, cuando era jefe de la oposición, descalificaba como guerra sucia, práctica que nunca se había excitado o sugerido en años anteriores desde lugares tan altos. La Televisión pública se ha convertido en un lugar de opinión mucho más que de información, y de opinión sesgada, ni siquiera de opinión partidista. Yo tengo la convicción de que al servicio de no sé qué presuntos ideales la televisión va más allá de los límites de sus propias ideas, señor Presidente, más allá de los límites de su propia moral. Otra vez, señor Presidente, como decían los escolásticos, usted no quiere el mal, pero lo consiente. (Rumores).

Termino, señor Presidente. La lengua de madera, como se ha dicho tantas veces, del marxismo, puso de moda aquello de las contradicciones del sistema capitalista. Pues bien, la impresión que da el gobierno socialista, el Partido Socialista, a los tres años de ejercer el poder, es que vive una profunda contradicción entre unos principios no suficientemente lavados en el baño de Godesberg y unas acciones templadas en el pragmatismo de la conservación del poder, una contradicción entre los principios para los militantes y el pragmatismo para los electores. Esa contradicción viva y sin resolver produce acaso una mala conciencia del Presidente del Gobierno —y discúlpeme si me atrevo a entrar en ese tema, digo acaso— que a la vez es Secretario General del Partido; mala conciencia que le lleva a obstinarse en el cumplimiento de un determinado compromiso electoral como si fuera el único o el más importante de los compromisos olvidados o de las infidelidades consentidas. Pero esa cuestión del compromiso electoral por antonomasia no es de este debate, es del debate de diciembre; tampoco corresponde averiguar ahora si las vacilaciones o rectificaciones del Gobierno socialista en estos tres años son puramente tácticas y si se mantienen o no bajo ellas los objetivos que se deducen de los principios no plenamente renegados. Esta gravísima cuestión se aclarará, así lo espero, en las elecciones próximas.

Muchas gracias. (Aplausos en los bancos de UCD. Risas).