El transfuguismo se ha puesto de moda hacia finales de los años ochenta; primero fue en Galicia el giro espectacular de Barreiro que dio al PSOE el poder en la Xunta, y luego en Madrid, el de Piñeiro, —otro nombre galaico, vaya por Dios—, cuyo cambio de fidelidad a última hora aseguró el gobierno del PSOE en la Comunidad Autónoma. Pero si la moda es reciente, el tránsfuga es una especie antigua en la fauna política, como es antigua la palabra chaquetero con la que tradicionalmente se le designaba y que me parece mucho más certera, por menos noble, que la pretenciosa y esdrújula de tránsfuga.
En la Monarquía parlamentaria, inaugurada por las elecciones de 1977, es fácil documentar el transfuguismo ya desde los tiempos de UCD. A la pobre UCD —a la extinta UCD— se la despoja de todo precisamente por haberse extinguido hace años; se le niega hasta el honor de haber sido la cuna del transfuguismo contemporáneo. Ya está bien que la etapa socialista se apropie de la entrada de España en la Alianza Atlántica o de la reducción del golpe militar; pero resulta sobremanera arrogante que se atribuya también la germinación del transfuguismo, que era planta muy crecida ya en los tiempos de UCD, tanto que UCD murió de tránsfugas.
Sería injusto negar el título de prototránsfuga a Francisco Fernández Ordóñez, quien rompió su carnet de UCD el 1.° de septiembre de 1981, siendo nada menos que Ministro de Justicia en mi primer Gobierno; con él iniciaron el viaje hacia el PSOE otros 9 tránsfugas del Congreso y del Senado. Ahora bien: inmediatamente después de darle el título hay que añadir que Fernández Ordóñez cambió de chaqueta con elegancia, como si cambiase el chaqué por el frac en el Palacio de Santa Cruz. Fernández Ordóñez es un esteta y cuida la estética de su imagen hasta cuando se pasa al adversario. Como yo soy muy sensible a las formas, a fuer de monárquico, no guardo ningún rencor a Fernández Ordóñez por haber inaugurado estéticamente, aun a costa de mi Partido y de mi Gobierno, la era del transfuguismo.
Ya en el mes de mayo de 1977, cuando me tocó el duro oficio de hacer las primeras listas electorales para UCD, Fernández Ordóñez anduvo entrando y saliendo en la nueva disciplina como hombre inevitablemente fronterizo que es. Le espantaba la presencia de tantos azules en las listas, a él que había tenido puestos políticos en tiempos azules, y dudó hasta el último momento si aceptaba o no entrar con sus menguadas huestes en la coalición centrista. La misma duda tenía respecto de él Adolfo Suárez, a quien yo informaba sobre la complejísima negociación de las candidaturas, y que me dijo más de una vez:
—«Deja a Paco y a los suyos fuera».
Yo no hice caso de aquella orden, hija de la ira y de la confianza que tenía entonces Adolfo en su carisma y en su persona; más de una vez me recordaría Adolfo mi debilidad por Fernández Ordóñez. Y esa misma debilidad me llevó a conservar a Ordóñez en el Ministerio de Justicia, desde el que había promovido la Ley del Divorcio, y para que la terminara, en mi primer Gobierno; muchos en UCD me reprocharían ese nombramiento y, ciertamente, quienes me lo reprochaban se llenaron de razón unos meses más tarde, cuando el ave migratoria que es Paco levantó el vuelo hacia territorios más soleados. La espantada fue así:
Había tomado el Gobierno unas vacaciones muy cortas a finales de agosto de 1981 y el domingo 30 reuní en la Moncloa a un grupo de Ministros, entre los que estaba Fernández Ordóñez, para preparar la estrategia del nuevo curso que se nos venía encima. A lo largo de muchas horas pasamos revista a las nubes que oscurecían el horizonte después de unos meses en los que habíamos llegado a creer que lo peor había pasado ya. Fernández Ordóñez participó activamente en aquel debate, como era su costumbre; propuso ideas hábiles y moderadas y no dio en ningún momento señales de la decisión tránsfuga que sin duda había tomado ya. Cuando nos despedimos, muy entrada la noche, le pedí un par de notas sobre propuestas que él había hecho en la reunión. Unas horas más tarde, al llegar a mi despacho de la Moncloa a las 9 de la mañana del lunes 31 de agosto, encontré sobre mi mesa las notas que había pedido a Paco y una carta de dimisión. Inmediatamente hice que me comunicaran por teléfono con él: aceptó mi sorpresa y también aceptó, aparentemente, mi ruego de que su carta y su dimisión quedaran durante una semana entre él y yo, para que pudiéramos hablar sosegadamente de sus razones y, si las mías no le convencían, me ayudase en la búsqueda de un sucesor.
Fui ingenuo olvidando la incontinencia verbal y proverbial de Fernández Ordóñez: hacia las doce de aquel día el rumor de su dimisión estaba en los teletipos, y antes del almuerzo se daban ya entre comillas párrafos de su carta confidencial. Volví a pedir que me lo pusieran al teléfono y, pese a la eficacia acreditada del Gabinete Telegráfico, no pude dar con él en toda la tarde. Así que decidí cesarlo en rebeldía y llamé urgentemente a Antonio Garrigues Walker para ofrecerle la Cartera de Justicia. Antonio me pidió tiempo, y le di exactamente dos horas, porque yo quería despachar con S.M. el nombramiento esa misma noche y enviarlo luego al Boletín Oficial. Como no era cosa de que Garrigues se moviera de la Moncloa para decidirse, aunque el tráfico de Madrid estaba mucho mejor que hoy, puse a su disposición el despacho nuevo de Suárez, que nadie ocupaba habitualmente. Desde aquel lugar hizo algunas consultas por teléfono y poco antes de las 9 de la noche me dijo que no podía aceptar porque estaba obligado a sus colaboradores del bufete. Lamenté su decisión, y sé que él mismo la ha lamentado desde entonces; fue una pena que olvidase la sabia recomendación de comprar los rábanos cuando pasan. Sobre todo esta clase de rábanos ministeriales. Ya había previsto yo su negativa y puse en marcha la solución de repuesto que publicó al día siguiente el Boletín Oficial: Pío Cabanillas, Ministro de la Presidencia, pasaba a Justicia y Matías Rodríguez Inciarte, que venía llevando la relación con el Ministerio de la Presidencia desde mi corto equipo de apoyo, pasaba a ocupar el puesto de Pío.
Fernández Ordóñez se enteró del cese por la prensa. Supongo que el cauce le pareció normal. Su carta de dimisión estuvo en seguida en los medios de comunicación. Es una carta muy propia de Paco. (Creo que era Stendhal quien decía que en una persona enfática el énfasis es natural; a mí me parece que la duda sistemática, la preocupación por la imagen propia, la orientación de las velas al viento que se espera dominante, son rasgos que el espectador interpreta como doblez, pero que el actor Ordóñez sabe nacidos de lo más hondo de su persona).
La carta empieza con una frase que pone en guardia al lector, porque de ella puede colgarse cualquier cosa:
—«A esta altura de mi vida…»
Lo que cuelga de ella en los párrafos siguientes es, sin embargo, trivial:
—«… decisión largamente madurada…»
—«… voluntad de recuperación de mi propia identidad…»
—«pienso que no podría llevar a cabo mi proyecto político…»
—«Necesito ahora reflexionar con cierta distancia moral… sobre mi circunstancia política y mi vocación personal».
—«No hay nada detrás de esta decisión sino la voluntad de reencontrarme a mí mismo y de reconquistar mi propia libertad».
Paco llevó su elegancia hasta intercalar, entre la dimisión de UCD y el encuentro consigo mismo en el PSOE, unos meses de aparente travesía del desierto a bordo del PAD (Partido de Acción Democrática). Fue un tránsfuga en dos fases como los cohetes que impulsan las naves espaciales. No he podido guardarle rencor.
* * *
El cambio de chaqueta hacia Alianza Popular solía hacerse, por el contrario, sin escala intermedia: fueron eminentes tránsfugas non stop Miguel Herrero y José Luis Álvarez, entre otros compañeros menores.
El caso de Miguel Herrero merece contarse por largo; primero, porque el personaje brilla con luz propia, desde el principio, en el firmamento de la transición; y en segundo lugar porque hay una prueba escrita de su lenta evolución tránsfuga: la prueba está desparramada en el libro de título proustiano y texto notarial dedicado por Manuel Fraga Iribarne «al tiempo servido». Ofrezco la transcripción que sigue —pese a su extensión desproporcionada— como material útil para un estudio canónico del transfuguismo. No es un collage arbitrario ni una manipulación: he recogido todas las notas de Fraga sobre Herrero en esa etapa. Las citas se hacen según la edición de Planeta, 1987, Manuel Fraga Iribarne, En busca del tiempo servido. Y son éstas:
Agosto de 1977 (pág. 91). Encuentro de Fraga y Herrero en la Ponencia Constitucional. Herrero es uno de los tres ponentes de UCD, que representan a 165 Diputados. Fraga, ponente de AP, representa a 16 Diputados. El martes 30 de agosto anota Fraga lo siguiente:
«Miguel Herrero era un ponente culto y agudo, con cabeza de buen jurista; con ideas que yo no compartía en el tema de las autonomías…»
No hay flechazo, pero sí buena disposición.
24 de febrero de 1978 (pág. 112). Escenario, el mismo. En la Ponencia «tiene un especial protagonismo Miguel Herrero, que mantiene contactos con los nacionalistas vascos».
15 de marzo de 1978 (pág. 113). Almuerzo de la Ponencia en Lhardy. Fraga registra que:
«Los tres ponentes del Grupo UCD están en plena desmoralización, con constantes tira y afloja de sus mandantes; Herrero vota en contra de sus dos compañeros».
Es la primera infidelidad de Herrero, su primer desplante, el pañuelo que deja caer ante Fraga descuidadamente.
8 de mayo de 1978 (pág. 118). Siempre en la Ponencia, hay un leve desencanto de Fraga, que le lleva a escribir esto: «Herrero habla (un poco redicho) por la UCD».
La discusión que mantiene Herrero con Peces Barba le parece «una trinca barata». Pero la semilla de la colaboración ha caído en buena tierra y dará su fruto.
Octubre de 1980. Ha pasado más de un año. Yo soy Vicepresidente para Asuntos Económicos del «mejor de los Gobiernos de UCD», según Suárez; la situación económica y política lleva camino, sin embargo, de ser la peor desde diciembre de 1975. Se habla ya de un «vacío de poder». En las Cortes, UCD se queda sola ante el toro presupuestario. Miguel Herrero me aborda en los pasillos del Congreso y me habla de su elección como Portavoz del Grupo Parlamentario de UCD; sin transición apenas, la emprende con la crisis del Gobierno: unas semanas antes, el 19 de septiembre, ha publicado El País un durísimo alegato contra Suárez, que se titula «Sí, pero» a la manera de Giscard contra De Gaulle. Ahora su voz se hace chillona, desafinada, como de niño terrible, travieso y hasta malvado:
—«Leopoldo: ¿por qué no quieres ser Presidente del Gobierno?»
Miguel es pedante como yo, leído como yo, pendenciero como yo: ahí acaban nuestras coincidencias. Durante sus estudios en Inglaterra, Miguel frecuentaba a un pastor anglicano que leía en voz alta a Shakespeare. Respondo a su puntada con una cita famosa:
«All hail, Macbeth! that shall be king hereafter»[a].
Pero añado con seriedad:
«Yo no soy Macbeth, Miguel».
La escena se repite varias veces. Mi respuesta es siempre la misma. Herrero, defraudado, busca desde entonces la salud en Fraga.
Como ha terminado el trabajo de la Ponencia y ha desaparecido la ocasión periódica para los encuentros inocentes, se produce un salto cualitativo en la relación: Miguel Herrero invita a Manuel Fraga en el Nuevo Club el 20 de octubre de 1980. La anotación (pág. 220) subraya la diferencia de edad entre los interlocutores:
«Es nuestra primera conversación a fondo. Tuve la honra de ser un gran amigo de su padre, el ilustre erudito y bibliófilo. Quedan abiertas otras conversaciones para el futuro». (Soy yo quien pone el énfasis).
La conspiración está servida.
Miércoles 5 de noviembre del 1980 (pág. 221). Miguel Herrero se preocupa de su incipiente ambigüedad y me invita a comer con Manuel Fraga; cedo a la presión de Miguel —siempre mi debilidad ante la inteligencia— pero soy yo quien los invita a comer en mi despacho de Economía. La comida no tiene éxito. Miguel intenta un celestineo imposible y acabamos discutiendo él y yo. Fraga anota en su agenda:
«Asisto a un importante diálogo interno de UCD, más que a propuestas nuevas».
Cuando se marcha Fraga —de improviso, como acostumbra— despido a Miguel citando intencionadamente a las brujas de Macbeth y animándole a la lealtad.
Miércoles 2 de diciembre de 1980 (pág. 224). Nueva reunión de Herrero y Fraga.
«Miguel Herrero no puede resistir como quisiera en el tema del divorcio».
9 de febrero de 1981 (pág. 232). Fraga anota:
«El Presidente del Congreso, Lavilla, cree que habrá candidato (a la Presidencia del Gobierno) al día siguiente; Miguel Herrero espera que no».
Miguel Herrero espera que no. ¿Confía en que fracase mi candidatura? Sin embargo, Lavilla estaba bien informado: al día siguiente, 10 de febrero, S.M. el Rey me propone para la Presidencia del Gobierno en los términos del Art. 99 de la Constitución.
18 de febrero de 1981 (pág. 233), víspera de mi investidura. Miguel Herrero llama a Fraga para decirle «que se le confirma como Portavoz del Grupo Parlamentario de UCD». Continúa el juego. Yo no he tenido más remedio que confirmar a Herrero para evitar, o retrasar al menos, la ruptura del Grupo. A veces la política obliga a cuernos consentidos. En aquel momento ya sé, aunque no con el detalle que amablemente dará luego Fraga en su libro, las coqueterías de Herrero; pero estoy convencido de que su separación le confirmaría como jefe de los críticos inquietos y me parece menos malo que siga de Portavoz infiel. El Grupo Parlamentario empieza a ser una base de submarinos: el buque insignia se llama Miguel Herrero.
25 de febrero de 1981 (pág. 236). Ni el golpe militar los desanima. Manuel Fraga cena con Herrero, Alzaga y Camuñas en el Casino de Madrid; las voces del bingo sirven de fondo a una conversación que es «distendida, cara al futuro». Sólo los tránsfugas, o sus huéspedes, pueden tener una conversación distendida y esperanzada al día siguiente del golpe militar.
Miércoles 4 de marzo (pág 238). El tránsfuga vuelve abonarse por aquellas fechas a los miércoles. Éste es el segundo. Miguel Herrero, cuenta Fraga, «reconoce que no hay camino, y se muestra dispuesto a una nueva alineación, con mi liderazgo».
La infidelidad se consuma. Miguel Herrero seguirá como Portavoz del Grupo Parlamentario de UCD durante nueve meses, pero acepta ya el liderazgo de Fraga. La derecha cuida menos que la izquierda las formas; al fin y al cabo, Fernández Ordóñez dimitió antes de entregarse al adversario, se divorció antes para evitar el amancebamiento.
25 de marzo (pág. 241). Otro miércoles de conspiración. En la agenda de Manuel Fraga hay un «almuerzo con los críticos de UCD, Miguel Herrero y Óscar Alzaga».
El 7 de abril se aprueba definitivamente la Ley del Divorcio, que tanto contribuyó a romper el Grupo Parlamentario de UCD.
El miércoles 6 de mayo (pág. 250) da otro salto cualitativo el tránsfuga in fieri. La cita de Fraga tiene que ser larga:
«Almuerzo con Miguel Herrero, que me entrega un documento con ideas para una operación política, que simpáticamente denomina Tormentas Azules. Objetivo: crear una fuerza política capaz, a corto plazo, de cortar todo intento de un nuevo golpe involucionista; a medio plazo, de ofrecer apoyo parlamentario suficiente a un Gobierno con una política clara de centro-derecha; a largo plazo, de constituir una oferta electoral de amplia base. Tal fuerza debería cubrir todo el espacio de la derecha democrática al centro; apoyaría, con condiciones, al vacilante Calvo-Sotelo, entonces incapaz ya de gobernar por haber perdido rápidamente la confianza de la derecha y carecer de toda autoridad frente a la izquierda. Para la oferta electoral se consideraba inevitable el sistema de coalición a la portuguesa».
«Para llegar a ello, Herrero se proponía intentar la creación de un subgrupo parlamentario en UCD, que pensaba podría llegar a los 50 Diputados independientes y democristianos; pero estos últimos no dieron el paso; y que éste pudiera lanzar una especie de libro blanco basado en estos puntos: ingreso inmediato en la OTAN; enérgica actitud ante el terrorismo y la delincuencia organizada, ordenación del proceso autonómico; lanzamiento de un programa eficaz de inversiones, restaurando el protagonismo de las Diputaciones; especial atención a Canarias; apoyo a las empresas privadas y lucha contra el paro; financiación de toda la enseñanza obligatoria (documento que se preveía para mayo). La idea era buena; tuvo mucho que ver con lo que se hizo en 1982; pero muchos de los miembros de UCD retrasaron mucho su decisión, y sólo se decidieron tras las elecciones gallegas y andaluzas, lo que nos hizo perder un año decisivo. Y ese año lo ganó el PSOE».
Lo que se deduce de este párrafo de Fraga, mal escrito y mal puntuado, tendría que calificarse con dureza si no fuese tan grotesco. Ya no se trata de Miguel Herrero sólo, sino de un grupo que puede llegar a 50: el inciso según el cual los democristianos no se decidieron parece ser una interpolación tardía. El nombre de la operación, que el subconsciente de Fraga juzga simpático, es nada menos que Tormentas Azules. Miguel Herrero ha tomado ya, internamente, una distancia definitiva respecto del Gobierno al que sirve y de su Presidente. El libro blanco es una macedonia de frutas variadas que, reducida a coherencia, reproduciría mi programa de gobierno; cuando lo propuse en la Sesión de Investidura, le pareció a Manuel Fraga «frío, altanero, fuera de la realidad» (pág. 233); ahora, cuando se lo refríe Miguel Herrero para su liderazgo, le parece bueno. «Tuvo mucho que ver con lo que se hizo en 1982», comenta graciosamente Fraga; (claro, Manolo, como que era mi programa).
Otro miércoles, el 3 de junio (pág. 254), Fraga vuelve a ver a Miguel Herrero y a Óscar Alzaga. El viernes 12 (pág. 255) entra por fin el novio en casa de la novia: Herrero invita a comer en la suya a Manuel Fraga.
El 6 de julio (pág. 257) Alzaga y Herrero se quejan de que no encuentran medios económicos para sus tormentas de color azul.
El 23 de julio (pág. 260) nueva conversación de Fraga con Herrero:
«Me cuenta lo de los treinta y nueve. Tormentas Azules marcha. Es esencial que (AP) tenga un buen resultado en Galicia».
Si la última frase es auténtica y le pertenece, no cabe duda que Miguel Herrero simultanea el oficio de Portavoz de UCD con el de afrodisíaco electoral de AP.
En ese mismo día Oscar Alzaga se presenta con bandera blanca en la Moncloa y me da una copia de la carta de los 39 al Presidente de UCD, Rodríguez Sahagún, en la que formalizan su posición; la carta viene con unas líneas manuscritas de Alzaga que acaban en un voto:
«Espero que la tempestad pase pronto».
¿La tempestad azul?
Parece que se inicia la separación de Alzaga y Herrero, aunque Óscar dirá todavía a Fraga el 28 de julio:
«Calvo-Sotelo te excluye totalmente».
Sin embargo no puedo aún hacer justicia con el apóstata, porque haciéndola podría desencadenar la solidaridad de Alzaga y los suyos con él. Mi única salida es mantener a Herrero, quitarle excusas y aislarlo. Pero no me será posible seguir mucho tiempo en esa incomodísima ambigüedad. Después del verano habrá que sustituirlo en la Presidencia del Grupo Parlamentario.
El viernes 4 de septiembre (pág. 262), nueva entrevista de Fraga con Alzaga y Herrero; Fraga anota:
«Quieren liquidar a éste».
Se adivina en el verbo liquidar la irritación de Fraga: le parece seguramente mal que los fieles quieran separar al infiel. A Manuel Fraga le conviene que su confidente siga presidiendo el Grupo Parlamentario de UCD hasta el último minuto.
El 7 de septiembre (pág. 263) hay otra anotación curiosa:
«Miguel Herrero está perplejo, porque a él le sigue tirando».
Se entiende por el contexto que quien le sigue tirando soy yo. La expresión es equívoca, pero probablemente quiere decir que le sigo tirando a dar, aunque también puede tratarse de un tirón afectivo. Lo que sea tiene perplejo y preocupado a Miguel Herrero. Me viene a la memoria, y no resisto la tentación de que llegue hasta el papel, una vieja copla que dice más o menos así:
El verdugo tiene al reo
en el poste bien atao.
Le ha dado ya cuatro vueltas
y el reo está preocupao.
El jueves 24 recibo a Alzaga, que me trae este curioso mensaje:
—«Si no es esencial, no me llames para ser Ministro».
Más tarde aceptará ser Asesor del Presidente del Gobierno.
El lunes 28 (pág. 264) Fraga desayuna con Miguel Herrero. Y Miguel Herrero le dice que «va a seguir, de momento». ¡Qué presencia de ánimo la de Miguel en su juego! ¡Y la de Fraga, aceptándolo! Ese mismo día, por la tarde, vuelve Fraga a entrevistarse con Herrero y Alzaga «que están desolados»; Fraga los consolaría en una escena cuya evocación enternece todavía a diez años de distancia.
El 20 de octubre son las elecciones gallegas, en las que AP obtiene 2 escaños más que UCD, aunque se queda a 10 escaños de la mayoría. Fraga vuelve el 21 de Madrid en avión «con un pañuelo humedecido sobre los ojos fatigados» (pág. 265). Al día siguiente, nueva conversación con los conjurados que temen «que la victoria de Galicia en vez de convencer a sus compañeros los radicalice». Esa misma tarde se pasa desde UCD a AP el oscuro Díaz-Pinés, que no puede soportar la Ley del Divorcio.
El 6 de noviembre (pág. 267) anota Manuel Fraga un comentario de actualidad internacional:
«El submarino soviético abandona las aguas suecas».
Y añade, a región seguido, con una subconsciente asociación de ideas, noticias de otro submarino:
«Buen almuerzo con Ricardo de la Cierva».
Como ha dicho agudamente José Luis Gutiérrez, tránsfuga y submarino son las dos caras, centrífuga y centrípeta, del mismo fenómeno. El martes 23 de noviembre, después de haber tomado a regañadientes la Presidencia de UCD, hablo a Miguel Herrero de su sustitución. Última finta: le pregunto si estaría dispuesto a entrar en el Gobierno, y le hablo del Ministerio de Educación: me contesta que prefiere Obras Públicas o Administración Territorial. Su respuesta me ha sonado más firme que mi pregunta.
La Commedia é finita.
El 27 de noviembre (pág. 269) hay esta anotación en la agenda de Fraga:
«Me dice Miguel Herrero que él y 20 más se van de UCD, y que es inútil hablar con Calvo-Sotelo, porque entiende que la derecha es él y, por lo tanto, sólo puede abrirse a la izquierda. Por los mismos días Osorio me dirá de su decepción y que lo malo es que Leopoldo es Calvo-Sotelo los lunes, miércoles y viernes, y Bustelo los martes, jueves y sábados». (La cursiva es mía).
Ya no son 50, ni 39. Son 20.
El 2 de diciembre Jaime Lamo de Espinosa sustituye, por fin, a Miguel Herrero como Portavoz del Grupo Parlamentario[113]. Todo se ha consumado. Aprovechando la ocasión parlamentaria de enero, Miguel Herrero se pasa directamente a AP; le acompañan Ricardo de la Cierva y Francisco Soler; Francisco procedía de los socialdemócratas de Fernández Ordóñez; y Ricardo, de la Luna, como el Almirante Aznar. En ese trío han venido a parar «los 50», «los 39», «los 20» y las Tormentas Azules. Mi paciencia ha dado fruto.
El 28 de enero fecha Miguel Herrero su carta de dimisión. Es muy diferente de la que me había hecho llegar Fernández Ordóñez. Está escrita a máquina, sin cuidar el estilo; chirría toda ella como la voz del propio Miguel; toda ella suena a falsete pedagógico. Miguel Herrero se marcha de UCD; se marcha sin escala intermedia, non stop, a AP: eso sí, como independiente. Dice que se va tanto por «la política económica del Gobierno como por su política autonómica y su atonía en materia educativa». En esas palabras resume todo el proceso que he transcrito.
Miguel Herrero es un hombre muy brillante, un magnífico parlamentario, un buen jurista, una mente original, un divertidísimo conversador: pero se aburre cuando permanece mucho tiempo en las filas de la lealtad.
Un año más tarde, el 16 de noviembre de 1982, Miguel Herrero será portavoz de AP y empezará en su nuevo partido una nueva operación, también fallida: ahora querrá alzarse con la sucesión de Fraga. Ya se sabe lo que pasó. Villalba no es Roma, pero tampoco paga tránsfugas.