Estrambote 2.°
LOS CONSEJOS DE MINISTROS

1. Escenario

En las democracias viejas hay dos clases de hombres: los ungidos por el voto popular —«los elegidos», según la casi teológica terminología francesa—, y los otros. Durante la transición política española tuvo mayor importancia otra clasificación de los hombres públicos también en dos grupos: los Ministros y los demás; todo el problema personal consistía en pasar del segundo grupo al primero. El privilegio de ese paso lo tuvieron desde 1976 a 1982 los hombres de UCD.

Yo he sido Ministro en todos los Gobiernos de la Monarquía desde diciembre de 1975 hasta diciembre de 1982, salvo unos meses en los que fui presidente del primer Grupo Parlamentario de UCD; y he asistido a unos centenares de reuniones del Consejo de Ministros. La costumbre no me ha hecho olvidar la aureola mítica que para mí, y para mis amigos de 1975, tenía la expresión Consejo de Ministros: unas cuantas personas se reúnen todas las semanas en un cónclave protegido por juramento de secreto, llegan a la reunión con abultadísimas carteras y rostros responsables y salen de ella muchas horas después, sonrientes y enigmáticos, para zambullirse en el interior de opulentos coches celados por cortinillas y vidrios oscuros. Al día siguiente esos hombres poderosos firman colaboraciones, que se llaman Decretos, en un periódico lleno de prestigio, en el que no se admiten otras firmas: el Boletín Oficial del Estado.

La institución del Consejo de Ministros es, si no mítica, bastante respetable en cuanto máquina de tomar decisiones. Antes de ser Ministro me senté durante más de 20 años en algunos Consejos de Administración, en sus Comisiones Ejecutivas y en varios Comités de Dirección, que son los Órganos en los que supuestamente se concentra el poder económico del sector privado. Ya sé que se trata de estructuras distintas, pero me atrevo a compararlas y a decir —sin pretensiones dogmáticas— que es tan aceptable máquina de tomar decisiones el Consejo de Ministros con sus Comisiones Delegadas como el Consejo de Administración y las suyas. Supongo la extrañeza, benévola o irritada, con la que leerán algunos esta conclusión, porque es un axioma indiscutible e indiscutido que lo público, todo lo público, funciona peor que lo privado, todo lo privado. Tal convencimiento anima en los últimos años la privatización del mundo occidental. Y sin duda es cierto que la economía y la eficacia son mucho mayores en el ámbito privado que en el ámbito público. Lo que yo digo no contradice frontalmente aquella convicción: lo que yo digo es que, en cuanto máquina de tomar decisiones, el Consejo de Ministros puede ser más real y menos formal, más colegiado y menos presidencialista, más vivo y menos protocolario que algunos Consejos de Administración y sus órganos delegados. En el Consejo de Ministros se discute con más libertad y mayor profundidad, la dictadura del Presidente es menos visible, el asentimiento de los presididos es menos dócil, la información previa mucho más amplia: y todo ello a pesar de que las materias sobre las que decide el Consejo de Ministros pueden ser más delicadas y complicadas, y el acoso de la opinión pública mucho más angustioso.

Se da esta paradoja: muchas Sociedades privadas no tienen todavía en España un órgano de dirección colegiado, y perviven en ellas, entre el que manda y sus inmediatos colaboradores, esquemas de relación que recuerdan los de Felipe II con sus secretarios de despacho. Y, sin embargo, la cosa pública se viene rigiendo en España desde hace dos siglos, desde Floridablanca, por un órgano colegiado y por un esquema de relaciones más racional y más cercano al que recomiendan las grandes empresas consultoras modernas.

El Consejo de Ministros se reúne semanalmente; el orden del día para cada reunión se forma con antelación y detalle, de manera que los Ministros reciben los textos que van a debatirse, y sus notas explicativas, con tiempo bastante para estudiarlos. Las discusiones son, por lo general, ordenadas y mejoran casi siempre la propuesta inicial. Largas horas de reunión semanal crean entre los reunidos unos vínculos de afecto, o al menos de costumbre, sobre los que se establece de hecho la responsabilidad común de derecho. El Consejo de Ministros es, probablemente, una incrustación de relativa eficacia en un sector público poco eficaz.

Los que presidía Carlos Arias duraban todo el día, como en los tiempos de Franco; el Presidente hablaba poco y dejaba que cada Ministro se extendiera, a veces abusivamente, sobre los asuntos de su competencia. La sala del Consejo, en el palacete que lleva el n.° 3 del Paseo de la Castellana, no era grande ni cómoda; un solo teléfono en la antecámara servía para las consultas o las indiscreciones de los Ministros. Carlos Arias cuidaba más que sus sucesores la gastronomía del tentempié.

Adolfo Suárez reunió sus primeros Consejos en la Castellana; a partir del 13 de enero de 1977 se trasladó el Consejo, con él, a la Moncloa. La nueva sala era todavía más pequeña y más incómoda, aunque más pretenciosamente decorada; había servido antes de comedor, cuando los huéspedes ilustres del Estado se alojaban en el Palacete. Lo mejor de la pieza es una lámpara del siglo XVIII que tiene una cajita de música con trinos de pájaros: nadie sabía lo de los trinos hasta que los pájaros se pusieron a cantar un día interrumpiendo las palabras del Presidente al final de un almuerzo solemne. Luego Adolfo Suárez redujo al silencio la pajarería e impuso en las reuniones del Consejo una gran disciplina, que es ésta: se interviene previa petición de la palabra y dirigiéndose siempre al Presidente; las referencias a otros Ministros se hacen en tercera persona, citando la Cartera y nunca el nombre propio. Cualquier Ministro puede salir cuando le parece. Si alguna intervención tediosa ahuyenta a muchos Ministros, el Presidente hace llamar a los que se han ido por un ujier respetuoso. Una batería de teléfonos en el llamado Salón de Columnas, contiguo a la sala del Consejo, da muchas más facilidades para la consulta a los Gabinetes, y para la indiscreción.

A medida que avanza su mandato, Suárez encuentra más aburrido el Consejo, se levanta con mayor frecuencia y sale al Salón de Columnas, dando al pasar un golpecito en la espalda a algún Ministro para que le acompañe en sus reflexiones peripatéticas. Preside en su ausencia, sin decidir, Gutiérrez Mellado. Sólo quien preside tiene que estar continuamente atento: buena parte del Consejo se dedica a informes largos de Ministros diligentes, casi siempre primerizos, a los que sólo el Presidente escucha; o a polémicas entre dos Ministros, siempre a través del Presidente, sobre prolijas cuestiones de competencia interministerial. Yo sé hasta qué punto es duro ejercer la presidencia durante muchas horas, sin abandonar el sillón, atento a los tenores o a los jabalíes, y comprendo que mi antecesor, cuya Presidencia duró más de cuatro años, llegara a cansarse del oficio; y que se haya cansado mi sucesor, después de siete. Yo no tuve tiempo.

Casi siempre al final de un Consejo de Ministros hay que redactar notas o comunicados para la prensa, la radio o la televisión. La cosa es ardua por tres razones: porque los Consejos acaban tarde y los Ministros están cansados; porque el Ministro responsable de la noticia no quiere comprometerse por escrito y se resiste a hablar claro; y porque (y esto me parece más grave) son pocos los Ministros con buena pluma. Creo que vale la pena añadir un breve comentario a estas tres razones.

Primera, el cansancio y la prisa. El Ministro vive crónicamente cansado y sin tiempo. Recibe a diario demasiada información: periódicos, audiencias, teléfono, cartas, notas; si el Jefe de Gabinete filtra mucho, acaba mandando mucho; si no filtra bastante, le falta al Ministro tiempo para mandar. Frecuentemente la improvisación inevitable, seguida por el sostenella y no enmendalla, mete al Ministro en jardines sin salida, como el Jardín de los Senderos que se Bifurcan que pensó Borges. Cuando ya tarde, a veces a altas horas de la noche, se levanta la sesión del Consejo, los Ministros cansados aflojan la tensión súbitamente, se quieren marchar y ya no son capaces de dictar ni una línea.

En segundo lugar, los Ministros no se quieren comprometer en un texto escrito y no suelen estar conformes con ninguna versión clara que se proponga. Cualquier borrador pasa de mano en mano y el texto se mecha de adverbios en mente, de incisos, de mala retórica vacía. Los periodistas saben que las cosas pasan así y se enfrentan a los comunicados oficiales con el afán indagador de un detective; ahí está uno de los orígenes de la mala relación sistemática entre Ministros y periodistas.

La tercera razón merecería un comentario más serio. Pocos Ministros se preocupan no ya de escribir con alguna voluntad de estilo, sino simplemente de redactar poniendo en buen orden sujeto, verbo y predicado. Casi ninguno tiene de verdad amor al lenguaje. El lenguaje para el político es una Celestina, y a nadie se le ocurre que a Celestina haya que amarla; a quien hay que amar es a Melibea.

No fue así en otros tiempos, cuando había detrás de cada político un escritor frustrado. Hemos perdido el gusto por la expresión justa, y no digamos el gusto por la expresión bella. Hacen bien los Académicos de la Española en fustigar la lengua que hablan los Ministros, o la que usan los Diputados y los Senadores. La Gaceta de Madrid fue alguna vez un periódico bien escrito; ya no lo era el Boletín Oficial en el que yo escribí durante siete años. Nuestro tiempo registra una pérdida penosa del verbo político. A los Ministros no les importa ya escribir bien, no les parece que sea útil para un político cuidar su expresión escrita.

En mis años de Gobierno tuve un vago afán, que no perdí nunca, de hablar y de escribir correctamente. Ahora aquel cuidado me parece enfático e ingenuo: pero entonces no podía soportar que la voz del Gobierno fuera imprecisa o incorrecta, y no pasaba por la mala sintaxis de las notas que hacían algunos Ministros; la corrección última me traía trabajo y disgustos.

También me empeñé en corregir los textos que me preparaban mis colaboradores para las intervenciones públicas que se ve obligado a hacer todos los días el Ministro, o el Presidente del Gobierno. Empezaba corrigiendo entre líneas y acababa dictando el texto entero. Cuando algunas veces no lo hacía, por falta de tiempo, me costaba mucho leer bien las palabras ajenas y, si el texto era largo, me iba ganando con la lectura la penosísima impresión de ser un mal actor de un drama malo. Más de una vez dejé las cuartillas y me tiré al agua de la improvisación. Tuve una mayor sintonía con dos colaboradores eminentes en la Moncloa: Gabriel Cisneros y Manuel Villar Arregui, que en las grandes ocasiones me ayudaron mucho, sin que su prosa desencadenara en mí el rechazo fisiológico de los cuerpos extraños. Pero confieso que aun a sus notas les metía la pluma; como a las académicas y consanguíneas de Joaquín Calvo Sotelo, con las que más de una vez adorné mis intervenciones.

Desde que comenzó a asistir a los Consejos de Ministros un Portavoz del Gobierno se le solía dejar la ingratísima tarea de contar a los periodistas lo que los Ministros habían decidido que se les contara. En ese oficio recibí de Suárez a Rosa Posada: no había pensado aún qué hacer con ella cuando me presentó su dimisión sumarísima, a la puerta misma de la Moncloa, apenas llegado yo de la Jura en la Zarzuela. Urgencias de viuda india que quiere arder en la hoguera del marido muerto. Ignacio Aguirre sucedió a Rosa con ventaja, y cumplió heroicamente, prudentemente y hábilmente aquella delicada obligación durante casi dos años; su talante pesimista no le iba mal a los tiempos difíciles que nos tocó vivir juntos. Pero con Portavoz y todo seguían haciendo falta comunicados escritos y faltaban siempre Ministros que los supieran escribir bien.

Hubo excepciones ilustres a esa regla. A Jaime García Añoveros le daba pereza poner sus talentos literarios al servicio de las habilidades políticas, pero acababa aceptando el oficio de redactor, o el de corrector de estilo, con la gracia y la contundencia de su doble raíz andaluza y vasca. También Fernández Ordóñez se prestaba a redactar las notas del Consejo, aunque no fueran sobre asuntos de su competencia. Y lo hacía con elegancia y con exactitud; si alguna vez metí la pluma en sus textos fue sólo para quitar un ribete progre o una cita supernumeraria de Camus.

Comprendo ahora que mi insistencia en el cuidado formal de las notas oficiales fue excesiva, y comprendo también que desatara contra mí el humor de los Ministros. A Pío Cabanillas le parecía una imprudencia y un disparate expresar con claridad la opinión del Gobierno. Muchas horas sobre textos matemáticos me habían acostumbrado a la claridad y a la concisión, virtudes que están muy contraindicadas en el ejercicio de responsabilidades públicas. Ahora pienso que Pío tenía razón.

Porque hay que decir que si los políticos no cuidan el lenguaje, tampoco los electores les piden ese cuidado. Ni los electores ni, apenas, los comentaristas. Hoy nadie espera de un Ministro o de un Diputado una pieza literaria, ni un argumento bien trabado, ni una lógica persuasiva. ¿Qué es lo que se espera entonces del hombre público? Se espera que comunique bien. «Felipe González es un buen comunicador», hemos leído muchas veces en los últimos años. Y ¿qué comunica Felipe González? ¡Ah! Eso no importa. Lo importante no es lo que se comunique, sino que el político comunique bien. El verbo comunicar se ha hecho intransitivo y no necesita un complemento directo. Hasta ahora el diccionario de la Academia sólo recoge una acepción intransitiva del verbo comunicar, la que lleva el número 7: «Dar un teléfono… la señal indicadora de que la línea está ocupada…» Me atrevo a proponer una papeleta con otra acepción intransitiva:

Comunicar: 10. Polit. intr.: hablar un hombre público sin decir nada e inspirando confianza a quien le oye.

La falta de verbo ha sido una característica del Parlamento, sobre todo en la última Legislatura. Cuando aprobamos el primer Reglamento del Congreso se perdió, por muy pocos votos, un artículo que prohibía a los Diputados leer sus intervenciones en la tribuna. Fue una pena. Desde entonces todos hemos abusado de las intervenciones leídas. La entrada de la televisión en el hemiciclo ayudó un poco a la expresión directa: pero el tono se hizo más coloquial, y el debate parlamentario, ya antes muy pobre, dejó paso a la yuxtaposición de soflamas dichas sólo para la pequeña pantalla. Por eso el hemiciclo ha llegado a ser un lugar tan aburrido.

Como inquilino frecuente de la tribuna recuerdo sólo dos ocasiones gratificantes en las que brotó, como la llama del rescoldo, una relación directa entre mi palabra y los Diputados. Una fue mi debate de investidura en 1981 (el primero de la Monarquía, porque la desgana parlamentaria de Suárez y la precaución excesiva de sus amigos truncaron el debate en 1979). La segunda fue en 1985, cuando intervine sobre el Estado de la Nación representando a las menguadas huestes centristas; nuestro Grupo Parlamentario era mínimo y terminal y, sin embargo, la palabra de un Diputado casi suelto fue escuchada en silencio y atentamente por una Cámara llena. En esas dos ocasiones sentí al adversario cerca, como supongo que el torero siente al toro en una faena arriesgada.

* * *

Los Ministros juran mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo. El juramento es, además, un rito de iniciación y una liturgia pomposa que sirve para confirmar al Ministro novato en el alto concepto que suele tener de sí mismo. Luego esperará vanamente el gran Secreto de Estado que guardar. Rof Carballo empieza su prólogo a los Tesouros novos e vellos de Álvaro Cunqueiro con estas palabras: «A verdade mais importante encol dos tesouros encovados é… que realmente esisten». Pues bien: lo primero que hay que decir de los Secretos de Estado es, precisamente, que no existen. No hay secretos de Estado. Los periodistas creen que los hay y sueñan con sacarlos heroicamente a la luz para mejor servir el derecho del público a estar informado. Secuelas del Watergate. Pero aunque no haya secretos de Estado siempre queda a los Ministros un ámbito para ejercer su indiscreción: las deliberaciones del Consejo. En los muchos a que yo he asistido —unos trescientos— se mantuvo razonablemente bien la reserva. Porque Fernández Ordóñez, a cuya actividad comunicadora dedicaré luego la atención que merece, no faltaba propiamente al secreto de las deliberaciones: se limitaba a referir por teléfono, desde el mismo Patio de Columnas muchas veces, los matices con los que él las había enriquecido, temeroso siempre de que lo confundieran con los demás. No recuerdo haber visto trasladada a la Prensa en sus justos términos ninguna de las cuestiones reservadas o de las tormentas ideológicas que —muy de tarde en tarde— venían a morir o a descargar sobre la mesa del Consejo de Ministros.

Hago memoria de las ocasiones en que tuve, como Ministro, la certeza de saber algo verdaderamente importante y verdaderamente confidencial, cuya publicación hubiera tenido consecuencias de verdad graves. Fueron muy pocas. La primera el viernes 6 de febrero de 1976; estaba cayendo una gran nevada y yo tenía el propósito de ir a esquiar el sábado al Puerto de Los Cotos. Presidía Carlos Arias en el Paseo de la Castellana y cuando levantó la sesión, ya muy entrada la noche, Villar Mir, Vicepresidente a cargo de la economía, me detuvo para decirme con estudiada indiferencia:

¿Te importaría venir por mi despacho mañana sábado entre las 10 y las 11 para una conversación informal? Creyéndome lo de la informalidad, me atreví a responder:

Si pudiera ser por la tarde, o el domingo a cualquier hora, lo preferiría. Mañana pensaba ir a esquiar.

El Vicepresidente Económico insistió en su convocatoria, sin modificar el color gris de su voz, pero con un deje autoritario en ella. Súbitamente comprendí que me encontraba ante un secreto de Estado:

¿No irás a devaluar la peseta?

Villar Mir acababa de desmentirlo en la Prensa con un énfasis que ahora me parecía sospechoso. Negó una vez más como San Pedro, mientras la cara se le encendía con un rubor de primerizo.

Naturalmente, me quedé sin esquiar y devaluamos:

Años más tarde, llegó a la mesa del Consejo el anuncio de un golpe de Estado que se iba a dar al día siguiente en un país del tercer mundo; era portador del anuncio un extraño visitante, que hablaba una extraña lengua y al que habían retenido en la puerta de la Moncloa los Servicios de Seguridad. El visitante traía documentos que lo acreditaban como portavoz del golpista, contaba detalles exactos de la operación y pedía el apoyo militar de España. El golpe se dio a los dos días y tuvo éxito sin la intervención española.

Cayó sobre mí el tercer secreto de Estado el lunes 26 de enero de 1981, cuando Suárez nos dijo, inopinadamente, a unos cuantos Ministros que había tomado la decisión de dimitir; ya he contado cómo aquel secreto se mantuvo rigurosamente durante tres días.

No recuerdo haber hecho entre 1976 y 1982 otros esfuerzos de continencia verbal dignos de ser contados.

Pude comprobar definitivamente que no hay en nuestra época secretos de Estado el día 27 de febrero de 1981, cuando me senté por primera vez a la mesa que había sido de Adolfo Suárez (y un siglo antes del General Narváez). Me recibieron los tres Ayudantes Militares que heredaba de Adolfo, con la tradicional cortesía militar. (Por cierto que en estos tiempos de malos modales las Fuerzas Armadas son una reserva preciosa de urbanidad). Se pusieron los Ayudantes a mi disposición y me explicaron el funcionamiento del Palacio, como se le llamaba enfáticamente entonces a la Moncloa con un notorio abuso de lenguaje. Al final de las explicaciones el Capitán de Fragata López Cortijo extrajo un sobre pequeño del bolsillo del pantalón y me lo extendió con ceremonia:

—Es la llave de la caja fuerte, Presidente.

Yo no sabía que hubiera en la Moncloa una caja fuerte.

—¿Hay aquí una caja fuerte? ¿Dónde está?

—Detrás del sillón del Presidente.

Ahí estaba en efecto, apenas disimulada dentro de un armario.

—Vamos a abrirla.

Mis Ayudantes iniciaron una retirada respetuosa: les movía el temor religioso al secreto de Estado. Porque ¿dónde van a estar los secretos de Estado si no es en la caja fuerte del Presidente del Gobierno?

Les retuve.

—Me tenéis que dar la combinación de la caja.

Ah, la combinación. Nunca la habían tenido los Ayudantes, ni se habían atrevido a pedirla nunca.

—¿No te la ha entregado tu antecesor, Presidente?

Mi antecesor no había tenido tiempo de entregarme casi nada —salvo el Poder y un golpe militar, que no es poco.

Confieso que empezaba a picarme la curiosidad: nada la estimula tanto como una puerta cerrada.

Recordé que los policías, después de los ladrones, son los que más saben de forzar cajas fuertes. Y llamé a Rosón, Ministro del Interior.

—Tengo que forzar una caja fuerte.

—Eso está hecho, Presidente —me dijo con su paz galaica y sin asombrarse nada, como buen vecino de Becerreá.

A la media hora me anunciaban la visita de un funcionario; le hice entrar y en unos minutos de manipulación experta logró que la caja hiciera un «clic» liberador.

—Señor Presidente, la caja está abierta.

Le di las gracias y el funcionario se retiró discretamente. Los Ayudantes querían irse otra vez. Volví a retenerlos.

Con cierta emoción introduje en la cerradura la llave, pequeña y pesada. Le di dos vueltas, que se cumplieron con toda suavidad; la puerta giró también suavemente sobre sus goznes. Los Ayudantes miraban púdicamente por la ventana. Yo miré al interior. La caja era pequeña y un estante la dividía en dos cuerpos. El de abajo estaba vacío. Sobre el estante, un papel doblado, tamaño cuartilla. Extraje el papel. Ahí estaba el secreto de Estado. Al parecer, era uno sólo: tal vez la causa de la dimisión de Suárez, o del último destino de Armada.

Traje el papel a mi mesa y lo desdoblé cuidadosamente. El papel tenía una breve fórmula algebraica con números y letras. No me fue difícil encontrar el sentido.

El papel tenía la combinación de la caja fuerte[108].

A mi sucesor se la entregué vacía, porque toda la información se la di abierta y sobre la mesa del despacho.

Quién sabe si Felipe González ha guardado en la caja, celosamente, la explicación de su aprecio por Alfonso Guerra. Búsquenla allí los historiadores futuros.

2. Bestiario

Joaquín Garrigues

¿Por qué dijo Joaquín Garrigues Walker aquello de que si los españoles pudieran ver lo que pasa en un Consejo de Ministros saldrían corriendo a los aeropuertos y a las fronteras para ponerse a salvo? Sin duda exageraba. Sin duda también su buen humor liberal le hacía sentirse incómodo en un Consejo hecho para acordar intervenciones del Estado en la Sociedad.

Tuve a mi lado a Joaquín Garrigues en el Consejo de Ministros a partir de abril de 1979 cuando, ya enfermo, dejó la Cartera de Obras Públicas y aceptó ser Ministro Adjunto al Presidente, con muy poco trabajo y menos responsabilidad. La mía como negociador con el Mercado Común tampoco interesaba mucho al Consejo. El protocolo nos sentaba en un extremo de la mesa, lejos del Presidente; cuando la sesión se remansaba en un debate aburrido, Joaquín me pasaba coplas festivas, a las que daba mayor fuerza cómica el membrete del Consejo de Ministros; o se las pasaba yo a él y él me respondía; o hacíamos el ejercicio de completar una décima escribiendo sucesivamente un verso cada uno. De la amistad política nació una amistad personal, y de ella quiero dejar aquí una breve memoria.

Joaquín Garrigues tuvo una conciencia muy aguda de su propia singularidad, como les sucede a los ungidos por el sentido del humor. Y sabía muy bien que sentido del humor quiere decir reírse de uno mismo; el suyo era un humor buscado, una construcción voluntaria, aunque ciertamente levantada sobre una predisposición casi biológica. «El humor es tanto una disposición de la sangre como una disposición de la mente», dijo Mme. de Staél. Una disposición de la sangre.

El humor fue en él también, antes que cualquier otra cosa, un no conformismo, una suspensión de lo evidente, de lo comúnmente admitido; una ingenuidad voluntaria, una fingida ignorancia de la sabiduría ya hecha que usan los adultos en política.

A veces se le sentía como perdido en un mundo hostil: ése era el precio de su libertad, de su libertad verdadera, de su libertad para decir la verdad. Y el decir la verdad le llevó a un humor comprometido, comprometedor, sobre todo en sus últimos meses, cuando la conciencia de su destino inevitable y la pasión por la verdad le movían a decir lo inconveniente, lo responsable. Pero siempre mantuvo su hombría de bien, y su caridad, y su repulsa de los argumentos ad hominem, y su deseo de conciliación.

El pudor cuidadoso de su propia intimidad me parece uno de los rasgos más notables de aquel carácter: ponía siempre distancia entre él mismo y su entorno; aunque era hombre de muchos amigos, porque el pudor de su intimidad no le impidió nunca la entrega liberal de su amistad.

Británicamente, por su sangre anglosajona sin duda, tuvo Joaquín Garrigues en el juego político la estimación de los suyos y de los otros, y aportó a los Consejos de Ministros su sentido de la conciliación, como hombre «pontifical» que hubiera dicho Pedro Laín Entralgo.

Con Joaquín Garrigues hablé mucho en aquellos Consejos de los años 1979 y 1980. Él venía entrenado por sus apartes con Fernández Ordóñez, cuando se sentaban juntos en el Gobierno anterior. Recuerdo una sesión durante la cual el Ministro de Justicia, Landelino Lavilla, y el del Interior, Rodolfo Martín Villa, se enzarzaron en una de las discusiones típicas entre los dos Departamentos Ministeriales: la polémica tenía alguna tensión, de la que participaba también Suárez, pero no el resto del Consejo. Mientras tanto Joaquín hablaba continuamente en voz no muy baja al oído de Paco. El bisbiseo llegó a irritar a Adolfo, quien interrumpió el debate sobre las competencias interministeriales dirigiendo a Joaquín, con impertinencia de dómine, esta pregunta:

«¿Podría el señor Ministro de Obras Públicas decir a todo el Consejo lo que está diciendo sólo a su vecino el Ministro de Hacienda? Porque sin duda aportará nueva luz al debate en curso».

Joaquín respondió con humildad y seriedad como sigue:

«Perdóneme, señor Presidente. Estaba preguntando al señor Ministro de Hacienda si tenía a mano las señas del peluquero del señor Rodríguez Sahagún».

Pío Cabanillas

Antes de Joaquín, mi compañero de clase en los Consejos había sido Cabanillas, Ministro de Cultura. Cuando volví al Consejo en febrero de 1978 para ocuparme de la negociación con el Mercado Común, el orden protocolario me situó en el extremo de la mesa, casi copresidiendo, geométricamente, con Adolfo Suárez, entre Sánchez Terán y Pío. Salvador era un buen alumno, que atendía siempre. Mi trabajo en los primeros meses no necesitaba acuerdos del Consejo que, además, tampoco se distinguía entonces por su celo europeísta: yo era allí una especie de oyente, pero de verdad. Me sorprendió que Pío lo fuera también. Al tercer Consejo silencioso le pregunté:

—¿Por qué no intervienes?

—Porque me aburro.

¿Empezaban a ser aburridos los Consejos de la transición, o era más bien que Pío, hombre de tertulia, se sentía incómodo en aquel foro tan formal? Nunca habíamos coincidido en el Gobierno, pero ya entonces podía jactarme de ser un especialista en Pío; completé esa formación —hasta donde es posible, en una materia tan indefinida— hablando con él durante los Consejos, como los malos alumnos en clase.

Pío es un hombre singular. Forzando a Ortega se puede decir que Pío, más que cualquier otro mortal, es él y su circunstancia; hasta el punto de que vive de ella, de su circunstancia, construida y cuidada por él a lo largo de muchos años de vida pública. Una palabra de Pío, tantas veces dicha al azar, se interpreta por la audiencia fidelísima que nunca le falta (sobre todo en los medios de comunicación) a partir de aquella circunstancia, con una exégesis digna de las Sagradas Escrituras, poniendo mucho el sujeto que escucha sobre lo muy poco dado por Pío. ¿Y cuál es esa circunstancia? Ante todo, el ingenio. Pío es ingenioso en extremo: nadie lo ha puesto nunca en duda. Y además es penetrante. Cuanto dice se oye como una parte de la gran verdad oculta, revelada a medias por él, que el exégeta se dispone inmediatamente a descubrir; Pío es una promesa constante, rara vez cumplida, de horizontes nuevos y nunca vistos: rara vez, pero suficiente número de veces para mantener viva la circunstancia de Pío. Como, además, todo lo dice galaicamente, aforísticamente, irónicamente, dejándolo caer, pidiendo perdón, rogando que se le adivine y que se le ahorre el esfuerzo de la claridad, como todo lo subraya con miradas de soslayo, con sonrisas intencionadas, con guiños de complicidad que invitan al interlocutor a ser tan inteligente como él —resulta que nadie se atreve jamás a no entender a Pío, de suyo tan poco inteligible; porque no entender a Pío, o creer que no ha dicho nada, o sugerir (alguna vez se duerme Homero) que ha dicho una tontería, es tanto como declarar la propia insuficiencia, la propia incapacidad o la propia estulticia. Un grupo de periodistas se acerca a Pío y le pregunta:

—¿Qué piensa usted de la próxima convocatoria electoral?

Pío sonríe, baja los ojos, hiere levemente el suelo con la punta del zapato y, por fin, habla:

—Como dicen en mi tierra, hay que verlas venir.

Un viento de admiración discipular se levanta de cuantos le rodean. Alguno apostilla:

—Genial, Don Pío.

Otro remacha:

—Don Pío, como siempre, dando en el clavo.

La circunstancia en acción.

Al día siguiente, cuatro columnistas emplean su columna en el desarrollo del pensamiento cabanillesco encapsulado en aquella frase. Para uno, Pío ha querido decir que el mapa político español no está acabado, que seguimos en una especie de prórroga constituyente; para otro, está claro que el partido de Pío (aquí subyace la arriesgada hipótesis de que se sabe exactamente cuál es en cada ocasión el partido de Pío) va a subir su cuota de votantes y que tiene una expectativa clara de poder; para un tercero, en cambio, Pío ha dicho que no terminará con las elecciones la travesía del desierto y que lo prudente sería (¡qué pena que Pío no se atreva con el inglés!) wait and see. El cuarto comentarista, como también es gallego, se reserva; y así puede escribir al día siguiente de las elecciones:

—Cabanillas tenía razón. Ya dijo, hace un par de meses, a su manera críptica, que…

Y, a renglón seguido, cuenta lo que efectivamente pasó en las elecciones, colgándolo del aforismo anticipador del Pío.

Cuando llegué de nuevo al Consejo en febrero de 1978, después de unos meses en el Grupo Parlamentario, tenía la curiosidad amistosa de saber lo que daban de sí Pío y su circunstancia en aquellas tenidas. Ya he dicho que, públicamente, poco. Pero mucho en el diálogo confidencial, durante los debates aburridos, o en las pausas. Conservo notas suyas, que me pasaba cuando la conversación en voz baja podía incurrir en descortesía, o en la cólera del Presidente. El 2 de junio de 1978 llegué con retraso al Consejo, porque había pedido verme urgentemente el Embajador de Francia, Emmanuel de Margerie, deseoso de disculpar uno de tantos enredos como armaban los franceses para entorpecer la negociación comunitaria que yo conducía. Cuando me senté informaba —simpática y prolijamente, según su costumbre— José Lladó. Conservo la hoja del bloc, con membrete del Consejo, en la que le pregunté a Pío:

—Dime: ¿cómo está el patio?

Su lacónica respuesta escrita fue:

—No hay patio.

(Cuando de verdad no quedaba patio era en 1980).

Pío entretenía su aburrimiento en los Consejos dibujando con sumo cuidado infinitas volutas que se enlazaban incansablemente sin cortarse nunca, extrañas curvas algebraicas trazadas con una obsesiva preocupación de continuidad en todos sus puntos y hasta la derivada enésima. (A Pío le va mucho el concepto matemático de continuidad). Otras veces su arte distraído prefería los entablamentos clásicos, o las custodias barrocas; a esta última clase pertenece una de las ilustraciones de este volumen: estaba en mi archivo, dentro del Orden del Día correspondiente al Consejo de 30 de marzo de 1978, entre mis notas sobre el debate que desencadenó el Ministro de Hacienda al proponer una subida de los precios del tabaco.

En 1986 Pío huyó a Estrasburgo; allí otro especialista puede completar este esbozo de semblanza estudiando a Pío químicamente puro. Porque en los pasillos del Parlamento Europeo la distancia y la barrera del idioma han dejado a Pío a la intemperie, sin el aura protectora de su circunstancia ibérica.

Ahora Pío vuelve a estar en la pomada, cerca de José María Aznar. Oiga Aznar su consejo siempre, sígalo cuando lo entienda y no haga caso de los envidiosos que le hablaren mal de Pío Cabanillas.

Ricardo de la Cierva

Como el cometa Halley a la Tierra, aquel gran hombre se acercó durante unos meses al Consejo de Ministros. Como los astrónomos, yo supe de antemano que iba a llegar. Poco antes del celeste acontecimiento, el viernes 14 de diciembre de 1979, volaba yo a Bruselas en aquel pobre Mystére de los tiempos de UCD, acompañando a Suárez; por fin había conseguido que el Presidente del Gobierno pusiera en la Comunidad Europea no sólo sus ojos, retenidos por Centroamérica o por el Estrecho de Ormuz, sino también sus pies, anclados tercamente en la Moncloa: íbamos a pasar un fin de semana en el Chateau belga de la Hulpe, con Roy Jenkins, Presidente de la Comisión, y los Comisarios Ortolí, Davignon y Natali. Sentados frente a frente en los dos únicos asientos cómodos del Mystére, compartíamos Adolfo y yo la escueta mesita desplegada entre los dos; sobre ella los papeles de Suárez se mezclaban con los míos. Llegando a Bruselas me alargó cuatro holandesas escritas a mano, con letra grande y cuidadosa de alumno empollón.

—Léete esa carta. Te divertirá. Me manda un par de ellas a la semana. Todas iguales. Me cuenta en ellas lo que pasa por Madrid. Quiere ser Ministro; y lo va ser.

Era una carta dirigida a «Mi querido y respetado Presidente», en la que se contaba, con medido suspense, buen humor y mejor estilo literario, una historia de batallas de amor y campos de pluma. Al final, tras una estudiada pausa tipográfica, se daba el nombre de uno de los guerreros que era, naturalmente, el de un político notorio.

Firmaba la carta Ricardo de la Cierva.

Lo de menos es que no dijera la verdad. Lo de más, que pretendiera, a ese precio, un lugar en el Consejo de Ministros. Claro que también el Conde-Duque de Olivares, joven, hacía méritos besando el orinal del Rey[109]; pero luego fue el mayor hombre de Estado del XVII español.

—¿Y lo vas a hacer Ministro?

—Mucho me temo que sí.

Estaba muy justificado el temor de Suárez. Ricardo de la Cierva fue Ministro un mes más tarde. Su perihelio no le acercó mucho al Sol-Presidente: Ricardo se quedó en el otro extremo de la mesa ovalada, cerca de mí, donde solían aparcarse los Ministros raros: Cultura, Relaciones con las Comunidades Europeas, Adjuntos al Presidente; Ministros que hoy son y mañana van al horno, como los lirios del Evangelio, muy lejanos de las grandes Carteras estables: Hacienda, Interior, Exteriores.

El nuevo Ministro estaba casi siempre en trance; parecía no encontrar la dirección justa de sus ojos: o muy bajos, recogidos piadosamente sobre el Orden del Día, o muy altos, hacia la lámpara de los pajaritos, quién sabe si más arriba aún. Guardo en un Orden del Día del mes de marzo de 1980 un trozo de un soneto festivo —que no llegué nunca a acabar—, inspirado en la actitud de mi vecino por la izquierda: El primero de los tercetos dice así:

Insanos ojos de color de liebre

siempre mirando bajo, y aún es gracia,

que si mirasen alto dieran fiebre.

El segundo terceto está lleno de tachaduras: sólo se leen con claridad las consonantes desgracia, pesebre y democracia.

En cada Consejo nombraba Ricardo de la Cierva docenas de Asesores, y había que pedirle moderación, porque los nombramientos no dejaban hueco en el Boletín Oficial para los Decretos de los demás Ministros.

No recuerdo otros hechos o intervenciones suyas.

Fue, también, un Minister interruptus. El cese le sorprendió en septiembre de 1980. Nunca pudo Cierva entender por qué cesaba: los que no estaban en el secreto de las cartas del Mystére no entendían tampoco por qué lo había nombrado Adolfo. Ya cesante siguió escribiendo, no en el Boletín Oficial sino en el Ya, y no con prosa administrativa, sino panfletaria. Fue uno de los prototránsfugas de UCD, con Miguel Herrero, y se incorporó a la Ejecutiva de AP, volviendo en ella a la misma Cartera de Cultura; luego, fiel a Halley, desapareció en los espacios exteriores, para reaparecer en otra galaxia: la de los premios literarios, que va mejor a sus talentos.

Durante muchos meses, en 1981 y en 1982, siendo yo Presidente, me insultaba a conciencia todas las mañanas desde las páginas del Ya. Quise saber por qué. Entendía y aceptaba sus juicios críticos, pero nunca llegué a comprender su saña. A lo mejor ahora esta semblanza festiva le decide a explicármela.

Me dolía de ella en una copla asonetada, que no llegué a enviar al periódico; la transcribo ahora:

Ayer, en su cacatio matutina,

(que tan píos sermones nos reserva)

me dicen que Ricardo de la Cierva

vuelve a insultarme tamquam medicina.

¿Qué tengo yo, que mi persona inclina

pluma tan docta a la pasión proterva?

¿Qué tengo, que tan lúcida minerva

conmigo disparata y desatina?

Mira, Cierva, que en coplas y sin ganas

correspondo a tus cóleras insanas

y ni te tomo en serio, ni me enojo.

Piensa que de color y de adversario

conmigo te equivocas, por sectario:

fui Ministro contigo, y no soy rojo.

Pero no se alarme el lector. Los astrónomos dicen que el cometa Halley no volverá a pasar cerca de nosotros hasta el año 2062.

Fernando Abril

Fernando Abril Martorell llenó durante un par de años los Consejos de Ministros. Se sentaba a la derecha de Gutiérrez Mellado e intervenía el último en todas las cuestiones importantes. Intervenía con precisión, con coraje y con claridad: Fernando Abril sólo era Fernando El Caótico en la tribuna del Congreso. Arbitraba las disputas entre los Ministros con autoridad y con acierto; y, cuando no arbitraba, le pedía que lo hiciera la mirada interrogante de Suárez. Una afinidad explicable de vicario le hizo guerrista, y fue una pena. Tuve por él una estimación no compartida, de colega ingenieril, que aún me lleva hoy a disculpar su sañuda beligerancia contra mí en 1981 y 1982. Sentí que se rompiera su relación, casi conyugal, con Suárez, en agosto de 1980. Y se lo dije así a Adolfo, que me escuchó en silencio y me dijo lentamente luego:

—¿Has terminado?

—Sí.

—Pues quiero que tú lo sustituyas.

Yo no quería. Me forzó Suárez con paciencia y persuasión, y con la ayuda inteligente de Mariano Rubio. Cuando cedí —el espíritu está pronto, pero la carne es débil— me dijo el Presidente:

—Voy a ocuparme personalmente de las cuestiones económicas. Son demasiado importantes para delegarlas; Fernando no me ha dejado entrar en ellas, y se ha reservado mucho poder. Espero que tú no hagas lo mismo.

Contra mi voluntad, tuve que acabar haciendo lo mismo. Empecé reuniendo a la Comisión Delegada para Asuntos Económicos en la Moncloa para que la presidiera Suárez; pero sólo presidió la primera reunión. Acordamos luego que él presidiría una semana sí y otra no; la que no, podría yo reunir a la Comisión en mi despacho del Ministerio de Economía. Finalmente, celebrábamos todas las reuniones en mi despacho.

Al revés que la mayoría de los políticos, Fernando Abril es un hombre que discurre mejor que habla. Su dificultad de expresión hace que las ideas mal formuladas se acumulen a presión en su cabeza y acaben saliendo en explosiones, en exabruptos verbales, o en aforismos. Pero en los Consejos de Ministros hablaba más fluidamente. Fue el divo indiscutible de aquella mesa en 1978 y 1979; y uno de los sayones de UCD en 1982.

Rodolfo Martín Villa

«Es un tanque», decía Fernández Ordóñez después de alguna intervención de Rodolfo Martín Villa. Otras veces dulcificaba la expresión y decía resignadamente: «Es un japonés».

La sólida estructura física de Rodolfo, su cabeza poderosa, el ángulo defensivo del cuello con el torso, los ojos amparados en las dioptrías, pero siempre alerta, son algunas señales externas y físicas de su configuración interior. La falta, casi deliberada, de brillantez formal da mayor eficacia a sus parlamentos en el Consejo de Ministros; la Cartera de Gobernación se acompasa muy bien con ese estilo[110].

Fueron todo un espectáculo las frecuentes discusiones entre Rodolfo, Ministro de la Gobernación, y Landelino, Ministro de Justicia; las competencias de los dos Ministerios están próximas y eso da lugar a muchos incidentes fronterizos. Para el espectador (como yo, en mi silla tranquila de Obras Públicas) los debates parecen casi un conflicto ontológico entre la materia y la forma, entre la realidad y el derecho. Rodolfo pone al servicio de su posición la solidez física y moral que he descrito; Landelino contesta con la lógica de los argumentos jurídicos; detrás de Rodolfo se adivinan ejércitos de guardias civiles; detrás de Landelino, roce de togas. A la robustez de Rodolfo opone Landelino la dura fragilidad de los dictámenes y de los considerandos: frente a la contundencia de púgil con que interpela el uno, blande el otro la mano derecha doctoralmente levantada, con el índice y el pulgar tocándose por las puntas; al tono a veces amenazador hace contrapunto una homilía siempre elegante; es un duelo de Bruckner contra Rossini.

Rodolfo es Ingeniero como yo y aprendió en la Escuela que los hechos son más fuertes que las razones y que, pese a Hegel, no todo lo real es racional. Yo me sentía próximo a él, dispuesto a la comprensión, porque siempre me ha parecido que la Cartera de Interior es la más dura del Gobierno. Las víctimas del terrorismo se le mueren al Ministro del Interior y al Presidente del Gobierno: para los demás Ministros no son asuntos de su competencia.

A nuestra afinidad profesional se añadía una diferencia antigua, nunca resuelta: la del hombre del SEU que él había sido y el monárquico juanista que había sido yo. Mis peleas en la Castellana con activistas del SEU eran anteriores al mandato de Rodolfo, y no había por lo tanto entre él y yo motivos para un disgusto personal. Nos separaba una cuestión de creencias, que hubiera dicho Ortega y Gasset, con raíces más profundas. Por ejemplo, a Martín Villa, como al propio Suárez, se le veía a veces una preferencia invencible por lo social frente a lo económico, y yo era blanco de esa beligerancia suya, porque mis responsabilidades en el Gobierno fueron, hasta la Moncloa, en el área de la economía, área que, además, venía estando desde los tiempos del franquismo en manos de economistas progres y socialdemócratas. El thatcherismo del PSOE ha dejado muy camp aquella posición de Rodolfo.

El momento de mi máxima admiración técnica por él fue la confección de las listas electorales de 1977. Cerramos las listas en su despacho del Ministerio de la Gobernación, a lo largo de 48 horas de trabajo ininterrumpido. Sobre la mesa, media docena de teléfonos ponían a Rodolfo en comunicación directa con los Gobiernos Civiles; yo aportaba los datos de mis conversaciones anteriores con los líderes de la que se había llamado Coalición Democrática: Joaquín Garrigues, Fernández Ordóñez, Pío Cabanillas, y Fernando Álvarez de Miranda. Rodolfo tenía su propia lista de correligionarios; pero entre todas las listas no había nombres suficientes para llenar las candidaturas. La conversación con los Gobernadores permitía cubrir esas lagunas, y nos traía, además, una información local impagable. A eso se le llamó, exagerando, la invasión de los azules. Rodolfo, como buen político, se encontraba muy a gusto en ese trance de hacer las listas, que para mí era, en cambio, un trance ingrato e incómodo.

Mi estimación por el Rodolfo profesional y hombre de Partido, labrada en aquellas horas finales de las candidaturas de 1977, me llevó en noviembre de 1981 a pedirle que aceptara una Vicepresidencia del Gobierno, sin cartera específica, para que desde ella enlazara con UCD y preparase las elecciones. Vamos, para que hiciera —y que me perdone la comparanza— de Alfonso Guerra. Me equivoqué: ya he contado en otro lugar cómo esa experiencia no fue exitosa para UCD, ni agradable para Rodolfo. Ni contuvo la hemorragia del partido por la derecha. A finales de 1981 ya UCD lo había perdido todo.

Coincidí con Rodolfo en la última aventura de listas: la de 1982. Él y yo formábamos con Landelino, Presidente de UCD, una breve Comisión Electoral. En aquella tristísima mesa volvieron a lucir la tenacidad de Rodolfo, verdaderamente «inasequible al desaliento», y una de sus grandes virtudes cordiales: la defensa a ultranza de los amigos políticos. En el conflictivo caso de Extremadura sostuvo tercamente a Sánchez de León: yo apoyaba la candidatura de Oliart, Ministro en mi Gobierno. Cuando la diestra de Landelino dejó el gesto de distinguir por el de mandar y me dio la razón, Rodolfo tuvo un pronto vengativo y me quiso sacar de la lista de Madrid, para poner en mi pobre número dos a Rosón. Landelino decidió otra vez contra Rodolfo y me sostuvo como segundo, con Rosón como tercero; la pelea era inútil: ni Rosón ni yo saldríamos. Rodolfo, sí[111]. La provincia de León le guardaba una fidelidad que sólo más tarde le disputaría con ventaja José María Aznar; desde entonces se refugia en la lista de Madrid.

Rodolfo sigue siendo un «vieux routier» de la política, como Pío, como Adolfo, como Fraga, que emerge de la prehistoria franquista y penetrará en el postsocialismo del siglo XXI. Ésas son vocaciones, y no la mía. ¿O la de Felipe González?

Francisco Fernández Ordóñez

Paco está siempre a punto de irse. No se entienda esto como una manera dulce de llamarle tránsfuga, sino como un dato profundo de su personalidad, como un elemento central de su Weltanschauung. Paco Fernández Ordóñez no se siente nunca instalado, no es nunca establishment, no le gusta su entorno, quiere irse de él, está siempre mirando a la fruta del cercado ajeno. Paco es un hombre fonterizo, con un pie en cada lado de la raya, y no se deja fácilmente filiar; haga política o empresa privada, socialismo o centrismo, literatura o precisión siempre parece decir: mi reino no es de este mundo. En otros tránsfugas, en todos los demás, el transfuguismo es accidente, es vicio o es anécdota: en Paco el transfuguismo es esencia, es naturaleza. Por eso da la impresión de que está constantemente a punto de irse, como su escritor preferido, Saint Exupery.

Hablé largamente con Paco en 1974, cuando él estaba en el INI y yo en Explosivos Río Tinto. Paco se decía harto de la empresa pública, del sector público, de su ineficacia congénita, y miraba con envidia al cercado ajeno del sector privado, en el que estaba yo. Y yo, que a lo mejor soy también fronterizo —aunque no haya tenido más carnet que uno, el de UCD— le contestaba que tampoco en el sector privado hay verdadera libertad creadora; que tal vez eso de iniciativa privada española podía entenderse casi como una contradicción en los términos; que, por ejemplo, la industria química pesada española era una especie de imposible metafísico (yo estaba entonces empeñado en la ardua tarea de hacerla posible); que la única química básica viable en España o era pública (y subvencionada) o multinacional y extranjera. Paco en 1974 estaba a punto de irse del sector público, y yo del sector privado.

Paco es un insatisfecho esencial. Pero —y ahí la contradicción en que consiste su personalidad— no se guarda para él su insatisfacción, no se cierra en sí mismo como suelen hacer los insatisfechos: necesita, por el contrario, dar publicidad a su estado de ánimo, hacer confidencias resonantes sobre su falta de acomodación al lugar donde ha hecho nido transitorio, publicar que su reino no es de ese mundo. Que no lo vayan a confundir con un franquista —cuando estaba en el INI en 1974— o con un suarista —cuando servía a Suárez en 1977— o con un calvosotelista[112] en 1981, cuando era ministro en mi Gobierno, o con un felipista en 1986, cuando lo de la OTAN. De esa preocupación por no ser confundido con ningún establishment —típica del intelectual frustrado que hay en Paco— nace su incontinencia con los medios de comunicación, y no de una frivolidad que no tiene. Paco necesita que los periodistas, y luego la opinión pública, sepan en todo momento que su pertenencia a un Gobierno, o a un partido, son situaciones transitorias que no afectan a su personalidad, inclasificable siempre. (Claro que su extraversión se reduce cuando el partido al que sirve es fuerte).

El nombre de Paco evoca en mí de manera automática su imagen hablando por teléfono, en el Patio de Columnas de la Moncloa, con una mano en el auricular y la otra en el bolsillo del pantalón, siempre de pie y recorriendo la circunferencia que tiene por radio el cable extendido, como un perro atado describe la órbita que le permite la cadena. Paco estaba más tiempo al teléfono en el Patio de Columnas que sentado en su sillón del Consejo de Ministros: se decía que siempre, al otro lado del hilo, había un periodista y que el periodista, casi siempre, era de El País.

Ya unos años antes, en mayo de 1977, había sucedido en mi casa algo pintoresco que anunciaba esa estrategia telefónica en la que luego Paco alcanzaría tanta perfección:

Estaban él, Joaquín Garrigues, Pío Cabanillas y Fernando Álvarez de Miranda conmigo, preparando las listas para las elecciones del 15 de junio. Yo había traído de la Moncloa un primer borrador de la lista de Madrid, siempre la más conflictiva, y en ella iba Rafael Arias Salgado con el número dieciséis; oyendo que a su entonces lugarteniente primero se le atribuía un número que no iba a salir (obtuvimos once diputados por Madrid), Paco se rasgó las vestiduras y amenazó con abandonar mi casa y la Coalición. (¡Qué pena que no le hayas dejado irse! me diría Suárez cuando le conté la historia). Para que no se fuera le propuse meter a Rafael Arias de número uno por Toledo; Paco aceptó, porque la propuesta era buena, y yo le rogué que no dijera nada hasta el día siguiente, porque el número uno de Toledo se le había atribuido ya a Gonzalo Payo y parecía descortés sacarle de la cama —eran las doce y pico de la noche, muy tarde incluso para un astrónomo— y encima contarle el cambio. Seguimos con otros nombres y de allí a poco me pidió Paco hablar por teléfono: le indiqué la habitación próxima, donde tenía —y tengo— mi mesa de despacho. Hube de entrar en ella más tarde a buscar un papel, y vi a Paco por primera vez en la escena de perro telefónico que he descrito, contando por lo menudo la historia de Rafael Arias. «Es Juan Luis», me dijo como única y suficiente explicación. Hubo que despertar a Gonzalo Payo.

Salvo en la incontinencia telefónica, Paco fue un excelente Ministro con Suárez, conmigo y —por lo visto— con González. Conmigo fue trabajador, imaginativo y flexible hasta el último día: literalmente hasta el último día, porque el domingo 30 de agosto de 1981 tuve con él y con otros cuatro Ministros una larga reunión en la Moncloa preparando el difícil período de sesiones que se nos venía encima; y el lunes 31 encontré sobre mi mesa a las nueve de la mañana las notas que le había pedido la víspera, y una carta de dimisión que ya había dado a la prensa, naturalmente. Cuento el trance por lo menudo en el Estrambote 3.°, Nominilla de Tránsfugas.

¿Qué hubiera sido de Paco Fernández Ordóñez a mediados del siglo XIX, antes de que se inventara el teléfono?

José Pedro Pérez Llorca

«Es un pura sangre —decía Adolfo—. Hay que darle palma-ditas en los flancos antes de la carrera, y un terrón de azúcar al final, si ha corrido bien, como suele».

Tiene José Pedro mucho de quebradizo y de transparente, como los materiales nobles y es, como ellos, de manejo difícil y aún peligroso; pero vale la pena trabajar con él.

Tuve la primera noticia suya en la primavera de 1977, por mi hijo Leopoldo, estudiante entonces de Derecho en la Complutense.

«Ha habido un mitin en la Facultad, con varios oradores —y aquí me dio una serie de nombres ya conocidos—. El mejor, el más inteligente y elocuente, un tal Pérez Llorca, de pelo blanco pero muy joven».

Recordé aquel juicio a primeros de mayo cuando en la Moncloa (en el piso de arriba, residencia del Presidente) hubo reunión de rabadanes para hacer la lista de Madrid —se entiende la lista de candidatos de UCD al Congreso de los Diputados por Madrid—. El rabadán Osorio, que estaba a punto de dejar de serlo, se sentaba enfadadísimo en una silla con los brazos cruzados, de espaldas y a cinco metros de los demás que bullían en torno a la mesa del comedor. En ella empezaba a partir el bacalao Fernando Abril; Adolfo tomaba notas. Llegué tarde por la barahúnda que se había instalado en las oficinas electorales, y estaba ya sobre la mesa un primer borrador de la lista, lleno de tachaduras y que no dejaba satisfecho a nadie. Pude introducir alguna enmienda más, una de ellas decisiva: Pérez Llorca, que tenía el número 12, pasó al 11, cambiando su puesto con Óscar Alzaga. Como sólo sacamos once diputados, aquel cambio metió a José Pedro en la luz del escenario político y dejó a Óscar, evangélicamente, en las tinieblas exteriores. Comprendo que Óscar no me lo haya perdonado nunca, pero yo no sabía que la frontera ontológica entre el ser y el no ser iba a pasar exactamente entre el 11 y el 12.

Ya he contado como a mí también me dejaron aquellos comicios en otras tinieblas exteriores, quiero decir, fuera del Gobierno. Se me atribuyó como consolación la Presidencia del Grupo Parlamentario. Yo quería volver a la empresa privada —siempre la fruta del cercado ajeno— y me llevé conmigo al Grupo, como portavoz y heredero asociado, a José Pedro, que me sucedería unos meses más tarde en la Presidencia. Antes de irme de ella tuve que proponer a la Mesa del Congreso los tres nombres de UCD en la Ponencia Constitucional. Era Ministro para las Relaciones con las Cortes al efímero Ignacio Camuñas, que estaba por aquellas fechas puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte política. Ignacio me dio, «de parte del Presidente» un papelito con tres nombres: no estaba entre ellos el de Pérez Llorca, aunque yo lo había propuesto. Se lo hice ver así a Camuñas, quien se desentendió airadamente del tema. Llamé entonces a la Moncloa, y Adolfo me dijo:

«Haz lo que quieras, pero no se puede tocar a Miguel Herrero, que es de Landelino, ni a Gabriel Cisneros, que es de Rodolfo».

Las familias. El tercero —que sí me lo ha perdonado generosamente— no era de ninguna, como tampoco José Pedro, que lo sustituyó. El nuevo trueque empujaría a José Pedro, dentro ya del escenario, a las candilejas y a los focos.

No me arrepiento de aquellos dos manejos. José Pedro es uno de los ejemplares más raros y valiosos de este bestiario político. La Prensa le llamó «zorro plateado» y Adolfo acabó haciéndolo Ministro de Exteriores, al mismo tiempo que me nombraba a mi Vicepresidente del Gobierno. Yo lo mantuve cuando llegué a la Moncloa, y él dirigió con talento y habilidad la operación de ingreso en la Alianza Atlántica, que consolidaba la transición exterior y sería luego una bola de hierro encadenada a los tobillos de Felipe González para frenar sus escapadas juveniles. Fue Ministro de Exteriores, pero no vagó por los espacios exteriores de la política, como es habitual en el huésped del Palacio de Santa Cruz; José Pedro venía del Grupo Parlamentario, y de la más interior de las políticas: la autonómica. Después de informar en los Consejos sobre Centroamérica y de proponer placets, como manda la costumbre, se quitaba el uniforme diplomático y descendía a la arena de los gladiadores. Es una pena que se haya quedado voluntariamente en las gradas desde 1982.