La prensa suele decir del Presidente del Gobierno que sufre el «síndrome de la Moncloa», o el «complejo de la Moncloa». Lo dijo de Suárez y de mí, lo dice de González y lo dirá de cualquiera que sea el sucesor de González. Se trata, naturalmente, de un reproche al inquilino presidencial por la extraña vida que lleva.
—«Llevarás aquí una vida inhumana», me dijo Adolfo Suárez cuando nos despedimos a la puerta del Palacio, el 26 de febrero de 1981. Tenía razón. Pensé durante algún tiempo que Adolfo Suárez y yo lo pasábamos mal en la Moncloa por la situación minoritaria de UCD, verdadera angustia para el Presidente. Pero cuando vi a Felipe González algún tiempo después de haber llegado él a la Moncloa (me parece que fue en la entrega del Premio Cerecedo a Nativel Preciado) pude comprobar que la enfermedad monclovita es independiente de la aritmética parlamentaria: Felipe González, con más de doscientos diputados, estaba ojeroso, abatido y quejica.
—«Presidente, no esperes de mí que te consuele —le dije—: mandas en el Congreso y en el Senado con una mayoría muy cómoda; tienes un Partido sin familias, tendencias ni fisuras[107]; has recibido una democracia perfectamente consolidada, tras el susto militar; la economía de Occidente está en alza y empuja a la española sin que tu Gobierno tenga que esforzarse mucho; y, además, llueve después de la sequía de 1981 y 1982. ¿Qué más quieres?»
El inquilino de la Moncloa sufría ya el famoso síndrome. Al Presidente del Gobierno la mayoría parlamentaria no le daba la felicidad. ¿Por qué?
Pasar de la empresa privada a un Ministerio supone ya para el nombrado un deterioro grave de la calidad de su vida; pero pasar de un Ministerio a la Moncloa es un daño mucho mayor. Los Ministros se quedan hasta muy tarde en su despacho oficial (casi todos, no todos) pero vuelven luego a casa y recuperan para el descanso el rincón antiguo de la lectura o de la televisión; vuelven a la intimidad. El Presidente es, en cambio, un exiliado constante; vive en una residencia secundaria que no es suya, separado de sus libros, lejos del paisaje familiar hecho a su medida y, entre la jura y el cese, no halla lugar donde poner los ojos que no sea recuerdo de su suerte. De ahí —aunque no solo de ahí— le viene el síndrome, el complejo de la Moncloa; de ahí le viene la alienación, la más aguda alienación que haya podido nunca concebir una mente marxista.
Tengo la sospecha de que la presión ambiental sobre el Presidente ha ido creciendo a medida que ha ido creciendo también el entorno burocrático que lo rodea. En los tiempos de Suárez y en los míos rodeaban al Presidente media docena de personas: hoy cercan a Felipe González más de un centenar; las dependencias que los alojan han exigido, al parecer, inversiones de miles de millones de pesetas, y otras que todavía están en curso. En los tiempos de Suárez y en los míos se hablaba, impropiamente, del Palacio de la Moncloa; impropiamente porque aquello era, a lo sumo, un palacete en el centro de un parque magnífico; ahora se habla ya del complejo de la Moncloa: tanta es la burocracia presidencial. Ese complejo físico y arquitectónico agrava el otro complejo psíquico y espiritual que aqueja al Presidente en la Moncloa, aunque tenga la mayoría parlamentaria y los vientos soplen a su favor. Un poeta de los primeros años del siglo llamó al Papa «aquel preclaro sucesor de Pedro / que en la metrópoli romana vive / de su propia grandeza prisionero». No sé si la grandeza del Presidente del Gobierno es ahora mayor que hace diez años, ni la comparo, Dios me libre, con la pontificia, pero, ciertamente, parece como si González estuviera más preso en ella que sus antecesores. También es verdad que en el complejo de González acampa el Vicepresidente Guerra; yo no tuve esa cruz.
En el crecimiento espectacular del complejo de la Moncloa no sólo hay que ver una tendencia muy socialista a aumentar la burocracia, sino algo más: un concepto diferente de la organización presidencial misma.
Existen dos modelos de organización en la cumbre de una estructura importante, sea pública o privada: en uno de ellos el Presidente se apoya sobre la llamada línea ejecutiva, es decir, en el caso del Gobierno sobre los Ministros, y les confía plenamente el programa, su ejecución y su seguimiento. En el otro modelo el Presidente forma a su lado un Gabinete de expertos que reproduce, a escala reducida, el esquema de los Ministerios, y con él organiza y vigila el trabajo de los Ministros; es el esquema de la desconfianza.
Yo he preferido siempre el primer modelo, más próximo al modelo tradicional inglés, que hace al Presidente un primus inter pares. Felipe González ha preferido el segundo modelo, más próximo al francés. Eugene Noel, antiguo Secretario General de la Comisión Europea, emprendió hace algún tiempo en su Instituto de Florencia un estudio sobre las formas de organización administrativa del Gobierno en los países de la Comunidad; no sé si lo ha terminado, pero cuando me habló de él pensaba que los dos modelos están igualmente extendidos.
Mi trabajo en la Moncloa descansaba sobre cuatro personas: Matías Rodríguez Inciarte, Luis Sánchez Merlo, Eugenio Galdón e Ignacio Aguirre.
La preparación de los Consejos y la relación con los Ministerios ocupaban a Rodríguez Inciarte; cuando fue Ministro de la Presidencia continuó, desde un nivel más alto, con la misma tarea. Su gran capacidad, su cabeza clara, su energía envuelta en un trato afable, su sosiego, su retranca de asturiano ejerciente hicieron de él un colaborador eficacísimo. Se empeñó en la Televisión privada: algún día me ayudará a contar por qué se quedó el proyecto sobre la mesa.
Luis Sánchez Merlo llevaba eso tan vasto y tan indefinible que suele atender por el nombre de «asuntos políticos». Venía a mi despacho a primera hora de la mañana, y llamábamos a Ignacio Aguirre para un primer vistazo a la prensa: seiscientas veces nos desayunamos los tres con los sapos del tópico. Luego Sánchez Merlo y yo hacíamos el repaso de la situación parlamentaria y política, y de la agenda inmediata: curiosamente me acostumbré a tomar su consejo, el consejo de un hombre no sólo mucho más joven que yo, sino jovencísimo: tenía poco más de 30 años. El dicho clásico «del viejo el consejo» no está vigente hoy, y menos lo estaba entonces, en el trance rapidísimo de cambio que fue la transición. Las críticas y las sugerencias de Sánchez Merlo le brotaban de un talante alegre y a la vez ponderado que ni la dureza final de mi etapa de Gobierno pudo ensombrecer o empañar. Los Ministros apreciaban su criterio, y él supo casi siempre hacerse perdonar que yo lo valorase tanto.
Sobre Eugenio Galdón pesaba la servidumbre administrativa, el despacho de la inundatoria correspondencia que amenaza con ahogar al Presidente y, sobre todo, el manejo de la información económica, también aluvial, que precede a los Consejos, a las Comisiones Delegadas y a los debates parlamentarios. Solía verlo a última hora de la tarde aunque él, como sus compañeros del Gabinete, entraba libremente en mi despacho a cualquier hora del día o de la noche. Su capacidad para resumir, su método y su paciencia me servían de descanso en los finales de jornada; porque en la Moncloa, al revés que en San Pablo, la cólera empieza a la puesta del sol.
Ignacio Aguirre, Portavoz del Gobierno, el único de los cuatro que asistía a los Consejos de Ministros, reservaba para los periodistas su flexibilidad y para mí su sinceridad. La relación con la Prensa es el caballo de batalla de todo Gabinete Presidencial: Ignacio Aguirre puso al servicio del mío la sabiduría de su carrera diplomática, la habilidad para hurtar el bulto (pese a su corpulencia física y moral) aprendida sin duda en los tentaderos de vaquillas, y aquel aire bondadosamente pesimista que se compadecía tan bien con la dureza de los tiempos, y en el que se hundían sin éxito las afiladas preguntas de las ruedas de prensa.
Completaban el mínimo Gabinete Antonio Fournier, diplomático también, que me mantenía puntualmente informado de la situación internacional por unos resúmenes claros de obligada lectura para mí; y Alfredo Sánchez Bella, abogado del Estado, a quien pedía dictámenes urgentes, y que sufrió mucho con la LOAPA.
Lucila Martín, mi secretaria particular desde los tiempos de la industria privada, aceptó resignadamente la alienación de aquel medio público tan distinto al de la empresa, y mantuvo con eficacia la exclusiva de tomar al dictado cuantas notas, cartas o discursos necesitaba yo escribir personalmente.
Fuera del Gabinete propiamente dicho me acompañaban unos ayudantes militares, que ya lo eran de Adolfo Suárez; sucesivamente pasaron por la Moncloa el Teniente Coronel Valcárcel, el Teniente Coronel Ariza, el Capitán de Fragata López Cortijo, el comandante Cabanillas y el Capitán de Fragata Chereguini. Cuando el Ayudante de turno me saludaba de mañana con un sonoro: «Sin novedad, Presidente», pensaba yo: ¿Sin novedad, y ayer hemos perdido una votación en el Congreso, y se esfuman dos nuevos tránsfugas por la derecha, y el IPC del mes último se anuncia alto, y…? Pero agradecía la tranquilidad del saludo, que me ayudaba a valorar en su justa medida los disgustos de la jornada.
Dentro del palacete había también, en mi época, otros servicios: entre ellos un eficaz Gabinete Telegráfico experto en buscar, y encontrar, a cualquier persona en cualquier lugar y a cualquier hora del día o de la noche. La voz que responde al Presidente cuando levanta alguno de los innumerables teléfonos de su despacho o de su vivienda llega a ser un símbolo sonoro de la Moncloa, porque le acompaña como rayo que no cesa. Siguen estando allí algunos de los excelentes funcionarios de mi tiempo; y así, cuando ahora llamo desde la calle a la Moncloa, su voz renueva en mí la memoria de mi Presidencia, con un leve temblor más hecho de inquietud que de nostalgia.
Y ésta es la Moncloa en que yo viví, rompeolas de los mil cuatrocientos problemas españoles. Pese a la buena compañía que he recordado, la vida monclovita es inhumana, como me dijo Suárez. Habría que tener menos amor a la vida que Felipe González para no sentir, como él dice que siente, la tentación de irse. Y hay que tener la juventud que tiene Aznar para querer ardientemente, como él dice que quiere, vivir en el complejo de la Moncloa.