UCD tuvo el privilegio de gobernar en España durante la crisis económica más profunda y más larga del siglo. Mis dos años en la Moncloa —1981 y 1982— soportaron la peor parte del proceso: la que se ha llamado «segunda crisis del petróleo». Si los electores juzgan a los gobiernos sólo por los resultados, y hacen bien, quienes, pasado algún tiempo, intenten comprender mejor las cosas deben proyectar esos resultados sobre las circunstancias en que se obtuvieron, especialmente cuando se trata de resultados económicos. ¿Y cómo se pueden objetivar esas circunstancias? Los hechos de la economía tienen la ventaja de ser cifrables y los números —incluso los tan denostados números de la estadística— son siempre una base más firme que las opiniones para comparar y valorar políticas.
Si se miran los gráficos económicos de la década 75-85 correspondientes a la OCDE o a la Comunidad Europea, se ve en ellos que el perfil de la crisis es un surco cuando el gráfico representa magnitudes favorables, y una montaña cuando representa magnitudes desfavorables. Lo más hondo del surco y lo más alto de la montaña corresponden a mis años en la Moncloa. Como la situación así dibujada es independiente del acierto o del error que tuviera mi Gobierno, el examen de esos gráficos prueba, y mide, lo que siempre se ha sabido, aunque se olvide con frecuencia: que me tocó gobernar en el peor momento de la crisis.
¿Mala suerte? No lo creo así. Si la situación objetiva no hubiera sido tan mala, Suárez no hubiera dimitido y yo no hubiera sido Presidente del Gobierno.
Yo creo que la suerte es un dato objetivo de la persona. Cuando a Napoleón le presentaban una propuesta de ascenso a Mariscal, recorría rápidamente la enumeración de los méritos y de las hazañas bélicas del candidato para preguntar luego: ¿es hombre de suerte?
Algunos se han compadecido de mí pensando en mi mala suerte. La compasión era malévolamente humorística en Jaime Campmany, que me lanzaba desde sus crónicas, cuando la agonía de UCD, este bello endecasílabo: «Un alto pararrayos de desgracias». Y era displicentemente amistosa en Alfonso Osorio, que daba de mí esta otra definición en prosa: «Un hombre serio con mala suerte»[96]. También amistosamente podría yo aplicar a Alfonso su fórmula vuelta del revés: «Alfonso es un hombre ufano con buena suerte». Pero las dos definiciones son inexactas. La de Osorio porque sólo desde la responsabilidad se puede hacer lo que él hizo como Vicepresidente del primer Gobierno Suárez, y porque ha tenido la mala suerte de no volver a ser Ministro, que es lo que le apetece como a todos los que lo han sido poco tiempo. La mía porque estas páginas demuestran que ni soy tan serio ni me ha ido tan mal en la vida pública y privada, ni a mí ni a mis colaboradores. Añado algún elemento de juicio más sobre mi caso, y me excuso por hablar tan directamente de mí. («Hablar de uno mismo es hacer poesía», dijo Renan. Pido perdón por el lirismo que sigue).
En 1954, cuando empezaba a trabajar, recibí la responsabilidad plena de una sociedad en crisis que sus accionistas, el Banco Urquijo y el Banco Hispano Americano, habían estado a punto de vender al 30% de su valor nominal. La sociedad era Perlofil, S.A., primera productora española de nailon; el comprador a precio de saldo, SNIACE, pertenecía a un grupo rival. Perlofil estaba en pérdida; pero tuve suerte y poco tiempo después la sociedad había mejorado de tal manera que uno de los primeros grupos químicos de Europa, llamado entonces AKU y hoy AKZO, compró a los Bancos el 45% del capital al 335%.
En 1963 fui llamado a la Dirección General de Unión Española de Explosivos: la empresa estaba también en crisis, vendía 2500 millones de pesetas al año y no obtenía beneficio real. Una vez más tuve suerte porque los años siguientes fueron los mejores de la economía española después de la guerra. Cuando en 1975 me marché al Ministerio de Comercio, la empresa vendía 50 000 millones de pesetas, generaba 4000 millones y ganaba 2300: 1974 fue el mejor ejercicio de su historia.
Tampoco me quejo de mi suerte política (salvo de la etapa en que presidí, a la fuerza, una UCD terminal). Fui Ministro del primer Gobierno de la Monarquía y de todos los de Suárez desde el primero, el que se llamó —despectivamente— de «pe-nenes»: tuve suerte, porque esos Gobiernos hicieron la transición política.
En enero de 1981 dimitió Suárez, y tuve la suerte de sucederle. Mi Gobierno recibió una España estremecida por el golpe militar del 23F; tuve suerte y pude entregar dos años más tarde a Felipe González una España que había recobrado la fe en la libertad, y una democracia parlamentaria perfectamente consolidada.
Es cierto que he aceptado siempre responsabilidades grandes en momentos difíciles. Cuando llegué a Explosivos le dije a mi antecesor Carlos Botín Polanco, Ingeniero de Caminos y empresario prestigioso:
«Esto es un hueso».
Y me respondió:
«Sí; pero los huesos son los que dan estabilidad al vertebrado».
Después de esta excursión vuelvo a la grave crisis económica que me tocó vivir, y combatir, durante mi estancia en la Moncloa —gracias (en parte) a la cual fui Presidente del Gobierno.
Los gráficos que recogen la correspondiente información española de esos años son muy parecidos a los de la CEE y la OCDE que describía al principio de este capítulo. La economía española está, por una parte, muy integrada en la occidental y, por otra, es relativamente pequeña, influye poco en el conjunto al que pertenece: así que ha seguido, acentuándolos, los surcos y las montañas de la crisis general. Ni nosotros lo hacíamos tan mal ni los socialistas lo hacen tan bien. Las curvas que representan la evolución de nuestras magnitudes económicas relevantes a lo largo de la última década dependen mucho más de lo que pasó fuera de nuestro ámbito que de lo que hicimos dentro. Por ejemplo, esas curvas no se enteran de que a finales de 1982 hubo en España un cambio político importante. No se enteran, salvo en un caso: en la evolución del déficit público. La curva que lo representa tiene una irregularidad, un diente de sierra, un grano entre 1982 y 1983, coincidiendo con el cambio de Gobierno. ¿Por qué esa excepción? Pues, sencillamente, porque los datos oficiales que recoge el gráfico no corresponden a la realidad en ese grano; porque el Gobierno socialista hizo trampa en el cierre del ejercicio 1982 —último de UCD— y pasó por lo menos 220 000 millones de 1982 a 1983, es decir, cargó sobre mis espaldas 220 000 millones que correspondían a los hombros de Felipe González, y alivió los suyos en una cantidad igual. Hizo, pues, una trampa de casi medio billón —repito, por lo menos— en el juego estadístico. Si se corrige la trampa, desaparece el grano de la curva. También en las empresas privadas puede haber una trampa así al producirse un relevo en la gerencia: siempre es malo, tanto en el sector privado como en el sector público, que el sucesor —es decir, el adversario— le cierre a uno el último ejercicio. Y a mí, cesado un 2 de diciembre, los socialistas me cerraron —pro domo sua— el ejercicio 1982.
No estoy haciendo una afirmación dialéctica y gratuita. De ninguna manera. El Banco de España advirtió la trampa contable del primer Gobierno socialista y, con valentía que honra a sus hombres y avala su independencia, la señaló en el Boletín Económico correspondiente a enero de 1983, bien es verdad que utilizando la letra pequeña de una nota al pie de la página 20, y el velo púdico de un lenguaje muy técnico. La nota dice así:
«A las deficiencias y retrasos habituales en la información estadística —entre las que hay que señalar la pérdida de información relacionada con el proceso de autonomías territoriales— se suman ahora las perturbaciones producidas por las elecciones, el cambio de Gobierno y variaciones de criterios, respecto de la experiencia pasada, en el cierre de ejercicio, dentro de la normativa vigente, que se expresan en: una modificación del sistema de regularización contable aplicado a impuestos retenidos por la Seguridad Social y que no fueron ingresados en el Estado en 1980 y 1981, que ahora afloran en dichos años con el consiguiente aumento del déficit contable en 1982; en el ingreso de los impuestos especiales de petróleo a realizar por CAMPSA en los primeros días de enero cuando era habitual su ingreso en el mes de diciembre; y, en fin, en un aumento de pagos por inversiones militares y por Seguridad Social en los últimos días del año por encima de lo previsto. Todo ello afecta al déficit contable del ejercicio en unos 220 mil millones de pesetas».
Como ve el lector, son habilidades típicas de una contabilidad privada que aplica a su favor el equipo socialista recién llegado al poder.
Una trampa muy parecida, aunque menos tosca, nos hizo también el PSOE con el IPC de 1982: en el mes de diciembre el Gobierno socialista subió exageradamente, entre otros, los precios de los derivados del petróleo, por encima de lo que hubiera justificado una estimación correcta de los costes, y cargó al IPC del 1982, del que ante la opinión pública responde mi Gobierno, unas décimas de punto que, realmente, pertenecen a 1983, año del que responde el PSOE. Si se corrige esta otra trampa, la curva del IPC descendente pierde el extraño descansillo de las curvas oficiales que reduce el ritmo del descenso de la inflación precisamente en 1982.
Es una buena lección de humildad para los políticos, y de escepticismo para los electores, eso de que las magnitudes económicas sean, al menos en España, tan independientes del Boletín Oficial del Estado[97].
Conviene añadir que esa independencia, muy clara desde 1975, no se debe sólo a la tracción del contexto internacional que nos arrastra, sino al hecho muy conocido, aunque no muy reconocido, de que las líneas generales de la política económica socialista en sus primeros años son las mismas que orientaron la política económica de UCD, aplicadas —eso sí— con la mayor eficacia que da la mayoría absoluta. Es curioso que fuesen los socialistas, entonces en la oposición, los que impidieran muchas veces a UCD llevar adelante una política económica ortodoxa, que sin embargo luego harían ellos:
«Están haciendo ustedes muchas cosas buenas que no nos dejaron hacer a nosotros» le dije yo desde la tribuna del Congreso al Presidente González en 1985[98]). Y aún podía haberle recordado cómo estorbaba él nuestra reconversión industrial bajando a la mina en huelga de Cala o apoyando a UGT en el País Vasco. ¡Felipe González apoyando a UGT contra la ortodoxia económica y los intereses del Estado! Hay que ver qué radical ha sido su conversión (la de Felipe González) —en el sentido religioso del término— desde el marxismo moderado al liberalismo entusiasta o, según él mismo dijo, adornándose con Weber, «desde la ética de la convicción (UGT) a la ética de la responsabilidad (CEOE)»[99]. (Los paréntesis son míos, claro está).
He dicho que las líneas generales de la política económica del PSOE coinciden con las de UCD: hay una misma escuela de economistas detrás de las dos. Pero sólo las líneas generales: no algunas decisiones concretas; y pondré un ejemplo famoso: RUMASA. La delicada situación de Rumasa era ya un hecho preocupante en los tiempos de Franco; yo estaba entonces en el sector privado y conocí las inquietudes y las preocupaciones de la Banca al respecto. Desde la Vicepresidencia del Gobierno, y en la Moncloa, impulsé y seguí de cerca los requerimientos que el Ministerio de Economía y el Banco de España repetían sobre el Sr. Ruiz Mateos, llamándole al buen orden en su actividad bancaria y pidiéndole que la auditase. Su resistencia pasiva primero y activa después, nos llevó a preparar la intervención de RUMASA, no su expropiación: Ésa fue una de las materias que traté con el Secretario General del PSOE durante la ejemplar «transmisión de mando» que hicimos en noviembre de 1982[100]. El resultado de la intervención hubiera sido el mismo en cuanto a la defensa de los intereses generales afectados por las irregularidades de RUMASA, y no hubiera sido muy diferente para la fortuna del Sr. Ruiz Mateos, porque su holding estaba en muy mala situación económica: pero se habrían ahorrado violencias legales primero, y el dinero público mal administrado después con las prisas políticas de la reprivatización.
La expropiación de RUMASA fue una guinda de izquierdas con la que el Gobierno González quiso compensar su política económica de derechas —como la espantá de Alfonso Guerra cuando vino Reagan, o como esas otras guindas caras, sobre la política exterior que tan cuidadosamente colocaba en Nicaragua o en Angola Luis Yáñez Barnuevo.
UCD hacía otros gestos, más baratos pero, a lo mejor, compensatorios también. En más de una ocasión, después de 1982, me ha divertido sorprender a mis amigos empresarios con este juego:
«Realmente —empiezo diciendo—, UCD ha sido a veces demagógica: por ejemplo, cuando Fernández Ordóñez decidió publicar las listas de los contribuyentes de la Renta; es triste que haya tenido que venir un Gobierno socialista para corregir el disparate».
Casi siempre el auditorio conservador cae en la trampa y a esa confesión sigue una serie de intervenciones condenatoria% de Fernández Ordóñez y de UCD, y elogiosas para mi autocrítica. Al cabo de algún tiempo digo la verdad:
«Perdonadme la broma. Quien empezó a publicar las listas de Hacienda fue el Ministro Monreal, en tiempos de Franco; y quien suspendió la publicación fue este rojo que os habla, siendo Presidente del Gobierno de UCD en marzo de 1981»[101]).
Fernández Ordóñez y su reforma fiscal atrajeron muy pronto sobre UCD las iras de la derecha económica:
—«Estáis haciendo política de izquierdas con los votos de la derecha».
Este reproche nos siguió como la sombra al cuerpo desde 1978. Y no era justo: ni los votos de UCD eran (todos) votos de la derecha, ni la política económica de los Gobiernos Suárez o de los míos era (ni aún en parte) una política de izquierdas. Pero en el ámbito político «lo que parece, es» —como le oí decir una vez en Lisboa a Oliveira Salazar, desmintiendo a Parménides. Y a partir de la ley del divorcio (que se cuidó mucho de apuntarse personalmente Fernández Ordóñez) UCD le pareció a la derecha tradicional definitivamente escorada a la izquierda. Claro que AP se empleó con eficacia en propagar la especie. (Como Suárez y los suyos se dedicarían en 1981 a repetir aquello de la «derechización de UCD», igualmente fuera de lugar. Gajes del centrismo).
Mi relación personal con los empresarios no había sido buena desde 1976. Parte de la culpa fue sin duda mía, porque olvidé que nadie es profeta en su tierra, y mi tierra había sido la empresa privada a lo largo de un cuarto de siglo, entre 1950 y 1975; y cuando el diálogo con los que habían sido mis colegas empezó a ser un difícil diálogo de sordos perdí la paciencia más de una vez. La CEOE naciente creyó que debía velar sus armas contra el Gobierno de UCD.
Ya antes, en 1976, siendo Ministro de Comercio, había yo percibido claramente esa ambigüedad típica del empresario que pide libertad cuando es fuerte, o cuando generaliza, y pide intervención cuando es débil o cuando habla de su caso. Yo mismo había practicado ese doble juego mientras fui, en los años buenos, Consejero Delegado de Explosivos, ganando para la empresa un montón de dinero, pero no llegué a ser plenamente consciente de la doblez hasta que pasé del sector privado al público en diciembre de 1975. Esa doblez, muy conocida, tiene algo de la asimetría de Friedman: el empresario que por la tarde pide al Gobierno, en una mesa redonda pública, más libertad económica —libertad de precios, de importación, de creación ampliación de empresas, de circulación de capitales— a la mañana siguiente, a solas con el Ministro en su despacho, le pide con la misma vehemencia intervención sobre los mercados de sus primeras materias, para que no suban los precios de compra, o limitación de importaciones de productos competidores, para que no bajen los precios de venta, o restricciones a los capitales extranjeros que pretenden invertir en España compitiendo con él. Y el empresario que ha pedido, en un acto de la CEOE, rasgándose las vestiduras, una reducción del gasto público es el mismo que acaba de pedir al Ministro una participación mayor del Estado en los gastos de la Seguridad Social, una flexibilidad en el mercado de trabajo que inevitablemente exigen más fondos públicos para el desempleo.
Si al empresario individual puede excusársele no ser sensible a esa ambigüedad, la CEOE no tiene ya tanta excusa. Y pocas veces —al menos en mis tiempos de Gobierno—, pocas veces acompañaba la CEOE su habitual diatriba descalificadora del gasto público con un examen de conciencia paralelo sobre la responsabilidad de los empresarios en el crecimiento desbocado de ese mismo gasto público.
Haber sido cocinero antes que fraile puede resultar instructivo, pero es también muy peligroso porque ni los frailes ni los cocineros le perdonan a uno esa historia de agente doble.
Preocupado por la ignorancia de muchos Ministros en materia microeconómica propuse un día al Presidente Suárez un divertimento útil: que repartiera a todos en un Consejo el balance sintético de una empresa industrial, y que recabara de cada Ministro, tras un breve tiempo de examen, su opinión sobre la situación real de la empresa. Suárez rechazó riéndose mi sugerencia, que a él mismo le hubiera puesto en dificultad; creo que no más de un par de Ministros hubiera aprobado el examen.
«Mira qué cosas dicen tus amigos los empresarios», me lanzaba Suárez si alguien comentaba en el Consejo de Ministros una nota beligerante de la CEOE. Porque la CEOE, además, fue desde su fundación beligerante en la arena política y, en 1981 y en 1982, no supo resistir una invencible vocación de poder que la llevó a complicarse en la lucha entre los partidos y, alguna vez, a tomar partido imprudentemente. Así en las elecciones andaluzas de 1981.
Carlos Ferrer, buen empresario, gran mecenas, hombre de talante moderado que se hubiera encontrado a gusto en UCD, tuvo el mérito (y la suerte) de crear casi desde la nada la Confederación Española de Organizaciones Empresariales. Soplaba a su favor en ese empeño el viento que nos ayudó a cuantos hacíamos algo nuevo al principio de la transición. Su éxito grande animó en él una ambición política, y me atrevo a pensar que desde ella empezó a ver a los Gobiernos de UCD como unos competidores a los que convenía batir y, por lo tanto, como unos adversarios. Y ya en esa línea, parece que acarició la idea de aspirar a la Moncloa cuando el agotamiento de Suárez. (¡El presidente de los empresarios convertido en Presidente del Gobierno! Si el precandidato hubiera sido Nicolás Redondo ¿qué hubieran dicho los empresarios que presidía Ferrer?)
Durante mis veinticinco años de empresa privada, en tiempos de Franco, recuerdo haber criticado habitualmente a la Administración Pública, por su lentitud o su ineficacia: pero no recuerdo haber tenido una opinión sobre la clase política tan pobre como la que se podía percibir en la CEOE desde su fundación misma. Ciertamente eso que se llama clase política, es decir, unas docenas, o algún centenar, de hombres que se agitan, hacen declaraciones, se pelean, ocupan buena parte de la actualidad y alguna vez actúan, eso no lo había durante el franquismo. La democracia, cuando llega, es, para el espectador, antes que libertad, ruido y algarabía; al empresario, discreto y silencioso durante la dictadura, los protagonistas de ese ruido, los políticos, no le podían parecer bien[102]. La CEOE nació, además, sesgada hacia la derecha y sensibilizada políticamente contra UCD, contra unos hombres que, procedentes en buena parte del franquismo, decían y hacían cosas distintas del franquismo. Es verdad también que Suárez conservaba entonces —y aún ahora— unas gotas anticapitalistas en sus genes del Movimiento que tenían que irritar al empresariado. Por lo que fuera, la actitud de Carlos Ferrer, a quien yo recibía con frecuencia en mi despacho de Ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas, era recelosa y discrepante: solía dejar las technicalities a su colaborador José Luis Cerón, antecesor mío en Comercio, hombre inteligente y buen conocedor de la Comunidad; pero se reservaba el juicio político expresado invariablemente así:
—«Sobre todo, Ministro, lo que los empresarios rechazan en vuestra visible decisión de entrar en el Mercado Común a cualquier precio».
La realidad era bien distinta en aquellos años (1978-1981): la realidad era que Francia no quería la entrada de España a ningún precio. De esa posición francesa y de su efecto retardatario sobre la negociación dejé una imagen clara, aunque cortés, en el prólogo a la traducción española de un libro de Jean Francois Deniau, Ministro de Comercio Exterior en el Gobierno Barre, sobre el Mercado Común[103]. No tenía sentido por lo tanto que España ofreciera condiciones generosas a la Comunidad cuando no había generosidad que moviera la decisión contraria de Giscard d’Estaing en aquellos años. Ferrer nos creía torpes como para ignorar este hecho, e irresponsables como para vender trozos de arancel, o de industria española, a cambio de un éxito político. Mientras yo negocié no se cedió ni un palmo de terreno, porque nada se nos ofrecía a cambio; Eduardo Pun-set, mi sucesor, quiso hacer relaciones públicas —en las que es maestro— cediendo trincheras antes de tiempo: el buen sentido de Raimundo Bassols, Jefe de la Misión negociadora en Bruselas, y algún serretazo mío desde la Vicepresidencia Económica impidieron que la alegría de Punset fuera más allá de un flirteo platónico con Simone Veil, la otrora guapa y entonces otoñal Presidenta del Parlamento Europeo. Carlos Ferrer, sin embargo, no creyó del todo en mi responsabilidad, y me repetía al final de cada sesión la consabida jaculatoria:
—«Sobre todo, Ministro, no entremos en la Comunidad a cualquier precio».
Durante los cinco meses de mi paso por la Vicepresidencia Económica (septiembre 1980 - enero 1981) creí ingenuamente que me había hecho entender mejor por la CEOE. No fue así, quizá por mi culpa. Cuando el 18 de febrero de 1981 salía yo hacia el Congreso de los Diputados para pronunciar el discurso de Investidura, supe de una nota de bienvenida, facilitada a la Prensa por la CEOE, en la que se hacían por anticipado advertencias y críticas a mi discurso no pronunciado y a mi Gobierno non nato, sin esperar siquiera a conocerlos, y desde una posición increíblemente ciega para los graves problemas de la transición política y de la crisis económica mundial. La lectura de ese texto, que lleva fecha 18 de febrero de 1981, es un ejercicio necesario para comprender la actitud de la CEOE durante mi Presidencia.
El desdén con el que la voz oficial de los empresarios despacha la transición a la democracia, tan unánimemente elogiada en otros ámbitos, la arrogancia pedagógica y superior con la que ofrece presuntas soluciones, la ausencia de autocrítica, y el tono harto y suficiente, como si los problemas nacionales fuesen ajenos a la actividad propia del empresario, son algunos rasgos de aquella actitud. Transcribiré unos párrafos que son significativos porque, salvo en el inciso inicial y protocolario «sin ánimo de interferir la decisión de las Instituciones democráticas», los seis folios y medio de la nota son del mismo jaez (las cursivas son mías):
«… la actitud del Gobierno y de las fuerzas políticas no ha permitido crear las mínimas condiciones necesarias para desarrollar, con confianza y seguridad, el proceso político, económico y social adecuado (a la actividad económica)»
«… resulta de la mayor urgencia que las fuerzas políticas (consideren) concluida la etapa de transición y con ella el confusionismo provocado por dilatados períodos electorales y por el consenso preconstitucional…»
«… es necesario… que cada partido juegue el papel que le corresponde (sin seguir) utilizando la excusa de la transición para postergar las soluciones…»
«Para la creación de esta nueva situación, no serviría una actuación del nuevo Gobierno caracterizada por el continuismo del estilo y de las políticas desarrolladas hasta ahora».
Hasta aquí el exordio político. Ni un reconocimiento cortés a lo hecho desde 1975, ni una mención protocolaria a la crisis mundial, que por lo visto es otra excusa de UCD. La parte dispositiva del documento se inicia con esta definición totalitaria:
«La CEOE considera que debe exigirse al nuevo Gobierno el compromiso permanente de orientar todas sus actuaciones y decisiones para conseguir el ahorro y la inversión privada».
Y sigue la cantinela ya conocida (los comentarios entre paréntesis son míos):
—Reducir el déficit del sector público (dedicado en buena parte a cubrir obligaciones abandonadas por el sector privado).
—Reducir los impuestos (¿para aumentar a corto plazo el déficit?).
—Facilitar el crédito a las empresas en adecuadas condiciones de coste y plazo (¿y las del mercado?).
—Flexibilizar la contratación y el despido de los trabajadores (y que el desempleo lo pague el Estado).
—Reducir los excesivos costes sociales que soportan las empresas (y transferirlos a los Presupuestos).
En suma: reducir el déficit reduciendo los ingresos y aumentando los gastos.
Y, al final, una amenaza:
«Estas son las exigencias… que deben condicionar la actitud de la CEOE ante la formación del nuevo Gobierno. La colaboración de la CEOE con la política del Gobierno y con la actuación de las fuerzas políticas y sociales, que tan generosa y responsablemente se ha ofrecido hasta ahora, sólo tendrá sentido en el futuro si existe suficiente garantía de que pueden atenderse con eficacia y energía las preocupaciones y los problemas expuestos».
Todo esto, hecho público dos horas antes de que el candidato a la Presidencia lea su discurso de investidura, podría resumirse así en román paladino:
—Señor Calvo-Sotelo, se acabó la broma; ya estamos hartos de la incompetencia con la que ustedes los políticos, y especialmente los de UCD, han venido gobernando y tratando nuestros intereses; las soluciones son muy fáciles y sólo la ineptitud de la clase política ha impedido que hasta ahora se pongan en práctica; usted, como ha sido uno de los nuestros, nos inspira menos confianza que su antecesor; y ya sabe lo que tiene que hacer si quiere contar con nuestro apoyo, que no se le dará generosamente como al señor Suárez: el que avisa no es traidor. Déjese usted de excusas y póngase a trabajar para que los empresarios podamos invertir y ganar dinero, que todo lo demás son historias».
A los cinco días entraba Tejero en el Congreso de los Diputados. Una historia más. Tal vez Tejero no había tenido tiempo de leer el manifiesto de la CEOE.
A este apoyo que la clase empresarial me ofreció ab initio, antes de que hubiera iniciado mi Presidencia, llamará certeramente Fraga un «apoyo de la derecha económica como no lo había tenido nadie desde Dato»[104].
La actitud de la CEOE, aunque poco favorable al Gobierno, no había sido nunca tan hostil. Un año antes del manifiesto que he comentado, en marzo de 1980, la CEOE hizo público un ambicioso «Informe sobre la situación económica española y perspectivas». El tono era moderado, técnico y conciliador, como muestra este párrafo final, que resume las treinta páginas anteriores:
«La situación actual de la economía española es grave. Y el año 1980 será difícil. En el contexto actual, tanto español como internacional, no caben remedios mágicos ni cambios drásticos. Pero la aplicación de las orientaciones y medidas expuestas en el presente informe, por la Administración, por los empresarios y por los trabajadores, puede permitir que a lo largo del presente año se vaya produciendo paulatinamente un cambio de tendencia que siente las bases para en años sucesivos ir ya resolviendo los problemas de falta de actividad, de desempleo, de inflación y de productividad de nuestro aparato productivo».
Hay aquí un reconocimiento de la dificultad objetiva que tiene la situación; una referencia al marco internacional; una llamada a la corresponsabilidad de los propios empresarios y de los trabajadores: en suma, la ponderación que cabe esperar de una declaración institucional. ¿Qué pasó en la CEOE para que olvidase este buen tono y saludara al nuevo Presidente del Gobierno con el desplante, la acritud y las amenazas que he copiado? ¿Qué sentido tenía que recibieran así los empresarios a uno de los suyos? Y ¿por qué esa impaciencia, esa descortesía, de dar el exabrupto a la prensa unas horas antes de que el candidato expusiera su programa? ¿No era casi una declaración de guerra, un ultimátum con el plazo vencido? Y ¿por qué? Fraga y Ferrer, dos hombres con ambición frustrada de Moncloa, unidos un 19 de febrero en mi daño, con actitudes, y palabras, casi idénticas. ¿Por qué?
Gracias a Dios, el 23F modificó muy pocas cosas en España, en muy pequeña medida y por muy corto tiempo, contra lo que ha solido afirmar un análisis ligero. Como antes he dicho de las magnitudes macroeconómicas, los sondeos del CIS apenas si se enteran del golpe militar[105]. La CEOE tampoco dulcificó su actitud respecto de mi Gobierno. Recibí en la Moncloa muy frecuentemente a Carlos Ferrer (siempre que me lo pidió): las entrevistas, en mi memoria y en las notas que guardo, se parecen unas a otras como gotas de agua. Después de un saludo cortés y afectuoso, el Presidente de la CEOE se sentaba a mi derecha, en el sofá de las visitas, pero no para una escena de sofá; yo le invitaba a hablar y él extraía del bolsillo interior de su americana un haz de breves papelitos, los miraba unos momentos, levantaba los ojos y me lanzaba con suavidad ignaciana esta jaculatoria interrogativa:
«¿Cuándo cesas a García Díez?»
La jaculatoria se repetía invariablemente en todas las ocasiones. Ferrer estaba de acuerdo con aquellos para quienes García Díez, procedente de los socialdemócratas de Fernández Ordóñez, era una incrustación traidora dentro de UCD, traidora a los votos que habían dado el Gobierno a UCD. Y sin duda me veía a mí ingenuamente prisionero de un hombre peligroso, del que debía tomar distancia cuanto antes. García Díez no ignoraba esta animadversión con que le distinguía la derecha, y más de una vez me ofreció su dimisión; pero nunca tomé en serio el ofrecimiento. García Díez era Secretario General Técnico de Comercio en el último Gobierno de Franco, con José Luis Cerón al frente del Ministerio; al llegar en diciembre de 1975 lo mantuve en su puesto e iniciamos allí una colaboración estrecha de la que tengo un excelente recuerdo. Conocía yo de antiguo a García Díez y a sus compañeros del Ministerio de Comercio, también amigos míos[106] y pude comprobar que el antiguo progre al que llamaban «el Carpojo» sus más próximos había dejado paso a un hombre responsable, con una seria preparación económica, en la línea liberal que ha inspirado la política económica española de la transición. Nuestra colaboración en 1981 y 1982 fue muy buena, y sólo se volvió difícil hacia el final, cuando el desamparo parlamentario del Gobierno, el injusto uso que hizo la oposición del dramático síndrome tóxico contra varios Ministros económicos y, entre ellos, contra García Díez, y la presión misma de la crisis, llegaron a doblegar su buen temple. A última hora fue la flexión de García Díez la causa inmediata que me determinó a disolver en agosto de 1982, porque estaba claro que el equipo dirigido por él no tenía ya el ánimo numantino que hubiera sido necesario para preparar los Presupuestos de 1983. García Díez se había batido heroicamente hasta entonces, en medio de una situación económica y política miserable, y no tenía ninguna razón Ferrer al hacerlo responsable de todos los males.
Se daría más tarde, con el Gobierno del PSOE, la paradoja siguiente, muy conocida por otra parte, que explicaré en un lenguaje escolar porque es muy claro:
Valorando las conductas de O a 10, como en el colegio, la CEOE esperaba de un Gobierno de centro (de centro-derecha, según ellos) un comportamiento de 9 puntos, y lo tuvo sólo de 7; en cambio, se temía de un gobierno del PSOE un comportamiento de 3, y lo ha tenido de 5. Ciertamente 5 es peor que 7, pero la mejoría respecto de lo temido les ha dejado un sentimiento de gratitud hacia el PSOE, como les dejó un sentimiento de hostilidad hacia UCD la rebaja respecto de lo esperado, aunque fuera en valor absoluto mejor. El final de la crisis y la euforia subsiguiente han hecho lo demás. Esto se lo explicaba yo a Ferrer, incluso con este mismo ejemplo de las notas de clase, pero no conseguí nunca su comprensión.
Sin duda una parte de la derecha económica extendía a mi persona la descalificación a priori que les mereció García Díez, y atribuyó a las malas compañías alguno de mis comportamientos. Así el Presidente —ya fallecido— de uno de los grandes Bancos, por quien tuve siempre una gran admiración personal, no se sorprendió cuando le dije una vez en mi despacho de la Moncloa:
—«Mire, Presidente, desde 1975 han cambiado muchas cosas en España: el régimen político, las libertades, las Cortes, el gobierno, los Sindicatos, las relaciones laborales: sólo siguen igual los Consejos de Administración de algunos Bancos grandes. ¿No le parece a usted, además de anacrónico, levemente provocador y gravemente peligroso?»
No se sorprendió, pero sin duda me puso una mala nota más. Y no cambió ni un consejero.
Otro Presidente, el del Grupo bancario —también entre los siete grandes— para el que yo había trabajado 25 años (desde octubre de 1950 hasta diciembre de 1975), me dejaría en la calle de la jubilación anticipadísima cuando entré de arribada en su despacho después de la derrota de UCD, a finales de 1982; fueron precisos dos cambios en la Presidencia de aquel Banco para remediar el entuerto; la espera me hizo pasar algún apuro, ciertamente relativo, pero me dejó a cambio muy buena conciencia. Nadie es profeta en su tierra.