No es verdad que el político cesante se quede enfermo de melancolía y quiera volver al paraíso perdido. La púrpura del poder es pesada y deja más alivio que nostalgia cuando se pierde. Desconfíen ustedes del Ministro alegre en su poltrona y triste en la cesantía: es que no se enteró bien de su Ministerio, o que no mandaba mucho, o que no merecía ser Ministro. En un sistema parlamentario, el llamado ejercicio del poder se parece mucho al ejercicio funámbulo de la cuerda floja, es una angustia que no cesa, la esperanza de un futuro mejor que no existe, un presente ahogado entre el escozor de ayer y la incertidumbre de mañana. El Ministro, y más el Presidente del Gobierno, son presentes sucesiones de difunto, como Quevedo, y no es fácil que apetezcan, una vez vueltos a la vida real, la resurrección del difunto que fueron.
Mi larga lucha en la arena política (tres Ministerios, una Vicepresidencia y la Moncloa) responde a ese cuadro pesimista del oficio público, salvo en un paréntesis soleado y casi placentero: los tres años de negociación con el Mercado Común, los tres años en los que fui Ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas. Probablemente esa excepción se deba al carácter singular que tuvo aquella función negociadora dentro de la Administración Pública. Yo era entonces un Ministro sin Cartera, y eso ya alivia la púrpura. Fui, además, un Ministro esencialmente transitorio, un Ministro de contrato temporal, llamado a desaparecer en cuanto concluyera la negociación. La estructura administrativa que tuve a mis órdenes no era un Ministerio; el Decreto que la constituyó le daba un extraño y feo nombre: «Órganos de apoyo del Ministro». Sobre ella pude levantar un equipo singularísimo, exótica isla de diligencia y de eficacia en una Administración que no suele ver como propios esos rasgos. Fuimos una especie de enclave con virtudes privadas en el Océano del sector público. Y también políticamente disfrutamos de una vida casi insular: todos los Partidos habían manifestado su acuerdo en el principio de la negociación y no había, por lo tanto, polémica viva en el Parlamento sobre nuestra labor; sólo alguna escaramuza en el Senado, que referiré luego. El interés de la opinión pública y de los medios era requerido, un tanto provincianamente, por otras cuestiones de política interior y sólo de tarde en tarde, casi protocolariamente, se fijaba en lo que hacíamos nosotros. En los Consejos de Ministros, a los que asistía yo como uno más, los vericuetos interminables de la negociación sonaban a música extraña, aunque no precisamente celestial, y no había manera de meter en ellos a los Ministros importantes, ni siquiera a los económicos, y menos aún al Presidente Suárez, que siempre anduvo más atento a la política interior ‘que a la exterior y, en la exterior, más a Hispanoamérica y a los Países Árabes que a Europa y a la Comunidad[88]. Todos estos rasgos atípicos hicieron de aquella Ínsula Barataria un lugar placentero y soleado para mí, pese a la dureza de la negociación.
Ya he contado cómo quedé fuera del Gobierno que siguió a las elecciones de 1977, y mi deseo entonces de volver a la actividad privada; ya he dicho también que Adolfo Suárez me repescó para les affaires (así llamaba Talleyrand a la actividad pública, et pour cause) en febrero del 1978. Exactamente el miércoles 8 de febrero.
La víspera, un desconocido meritorio socialista, Diputado, creo, por Ciudad Real, había lanzado en los pasillos del Congreso una burda patraña sobre el Acuerdo de Pesca con Marruecos empezado a negociar por mí dos años antes, cuando era Ministro de Comercio en el Gobierno Arias. Fue aquel un primer capítulo de la guerra sucia de los dossiers que el PSOE emprendió varias veces contra los Gobiernos de UCD, con un fracaso rotundo todas ellas. En ese caso inaugural se trataba de manchar a Víctor Moro, primer civil en la Dirección General de Pesca, limpio ejecutor de una política difícil (obtener caladeros bastantes para la flota española cuando España no era todavía miembro de la Europa Azul), buen político y parlamentario, gallego listo donde los haya, y de los que ejercen, a quien yo había izado a la vida pública —aunque no le gusta recordarlo— desde su cómoda y brillante instalación privada en la ciudad de Vigo. El que se llamaría Pleno de la Pesca tuvo lugar el 15 de febrero, y en él sólo exhibió el calumniador socialista mala intención y peores argumentos: Moro, en una admirable faena, y yo en la puntilla final, acabamos con él para una temporada. (La barata imagen taurina ha venido sin duda a mi subconsciente por la descomunal cabeza de toro que aquel socialista, meritorio entonces, colgó en su despacho, años después, al llegar, nada menos que a Comisario en Bruselas).
Vuelvo a tomar el hilo. Preparaba yo el 8 de febrero con Víctor Moro y con José Liado, sucesor mío en Comercio, el Pleno de la Pesca, cuando me llamó al Congreso el Presidente Suárez para ofrecerme volver al Gobierno en el papel que los periodistas llamaban entonces de Mister Europa. Fui a la Moncloa esa misma noche y Suárez me dijo cuál era su proyecto. El Gobierno había presentado la solicitud de adhesión a la Comunidad siete meses antes y urgían ya desde Bruselas el nombre de un negociador. Vi que Suárez había decidido encomendar a un Ministro esa tarea, y que necesitaba argumentos para convencer a Marcelino Oreja, entonces Ministro de Exteriores, que sentía ese nombramiento como una amputación. Yo había seguido, aunque de lejos, las cuestiones comunitarias, especialmente desde que en 1976, ocupándome yo de Comercio, José María de Areilza me había pedido que llevara también las relaciones con la Comunidad; y pude decir a Adolfo Suárez que de los cinco candidatos anteriores a España, tres (Inglaterra, Dinamarca y Grecia) habían encomendado la negociación a un Ministro especialmente designado, y sólo Irlanda y Noruega la condujeron desde Asuntos Exteriores; Noruega, además, con tan escaso interés por la Comunidad que acabó quedándose fuera. Suárez conocía esos antecedentes y me pidió que hablase con Oreja para tranquilizar sus inquietudes.
Así lo hice el jueves 9 de febrero en el Palacio de Santa Cruz y le ofrecí dos garantías reales de colaboración: la primera era mi compromiso de enviarle personalmente a él una copia de todos los papeles que pasaran por mis manos; la segunda, llevarme como Secretario General, con rango de Subsecretario, a José Joaquín Puig de la Bellacasa, excelente diplomático, amigo mío y más amigo de Marcelino, que desempeñaba entonces muy a disgusto la Dirección General del Servicio Exterior.
Mi nombramiento se hizo el viernes 10 y juré ante S.M. el Rey el lunes 13. Estuvo presente en el acto de la jura todo el Gobierno, como era entonces costumbre, y en el diálogo que siguió a la breve ceremonia me preguntó el Rey dónde iba a tener mi despacho. Le dije, como era cierto, que hasta ese momento lo ignoraba, a pesar de que dos horas más tarde tenía que recibir a Lorenzo Natali, Vicepresidente de la Comisión Europea, que llegaba a Madrid para inaugurar los trámites de la negociación; Rodolfo Martín Villa, que siempre ha dominado los bastidores de la Administración Pública, sugirió un domicilio provisional inmediatamente disponible: el llamado Palacio de la Trinidad, antigua dependencia del Ministerio para las Relaciones Sindicales en los tiempos de Franco, lugar que yo conocía por haber asistido en él a reuniones de empresarios. Acepté la propuesta delante del Rey y pedí a Rodolfo que llamara desde allí mismo a La Trinidad para que encendieran la calefacción y preparasen la llegada de Lorenzo Natali.
Cuando entré en la Trinidad dos horas más tarde, un termómetro de mercurio que había en el despacho principal marcaba 13 grados. Con el abrigo puesto recibí a Natali en la puerta, diciéndole:
—Perdóneme este frío recibimiento.
Natali, doblemente receloso por democristiano y por nacido en los Abruzzos, se quedó un momento con la mano en el aire, sin atreverse a estrechar la mía; y le tranquilicé:
—No es una metáfora; ahí dentro hace un frío polar.
Dos hombres enfundados en sus abrigos de invierno, con los cuellos subidos y las manos enguantadas, abrieron, muertos de frío, las negociaciones para la adhesión de España al Mercado Común en una sala coquetona con muebles de principios de siglo tapizados en rojo, que ocupaba la planta baja del palacete deshabitado de la Trinidad.
No había allí aquel 13 de febrero ninguna persona más que Natali y yo. Semanas después los negociadores eran ya veintitantos, procedentes de media docena de Ministerios: Exteriores, Comercio, Hacienda, Agricultura, Industria y Trabajo. Han pasado 12 años y aquel excelente equipo sigue siendo el núcleo de los especialistas españoles en la complejísima especialidad comunitaria[89].
Empezar un trabajo cualquiera desde el principio, sin la hipoteca de una organización anterior, sin el peso inerte de una herencia, es algo que rara vez se presenta en la vida pública, donde el Ministro siempre se instala sobre infraestructuras previas. Porque cualquier Ministerio, incluso los de nueva creación, se levanta sobre Direcciones Generales o Servicios que preexisten y que se agrupan con un rango nuevo. No fue así en el caso de La Trinidad: preexistían personas, qué duda cabe, pero no Instituciones que constituyeran el núcleo inicial de la actividad nueva. El equipo era breve y prestigioso: conseguí del Presidente del Gobierno que se me atribuyeran veinticinco funcionarios de nivel 30, el más alto de la Administración española, y con ellos elaboré las normas que habían de regir nuestro trabajo y que se inspiraron más en las que han hecho eficaces a las empresas privadas que en las propias de la Administración.
El nuevo estilo llegó también a la Misión de España ante las Comunidades, que había inaugurado años antes, con buen pulso, el Embajador Ullastres, y a cuyo frente estaba en 1978 Raimundo Bassols, alma, con Gabriel Ferrán, de todo el proceso negociador: a los tres se debe un reconocimiento público, porque no hay manera de entender sin ellos la incorporación de España a las Comunidades Europeas. La Misión en Bruselas se organizó con criterios distintos de los que entonces se aplicaban a las demás representaciones de España en el extranjero; un Acuerdo de Consejo de Ministros recogió en febrero de 1979 lo esencial de aquellas normas: entre otras la autoridad y responsabilidad acrecidas del Embajador; el libre nombramiento y separación de sus colaboradores por el Ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas, a propuesta del Embajador, y la excepción, mientras durasen las negociaciones, de los plazos que miden los destinos en la Carrera Diplomática. La Misión de Bruselas se definió como un cuerpo expedicionario en territorio hostil, y a esa naturaleza casi militar de su oficio se sometieron todas las instrucciones de disciplina y funcionamiento.
Tardé unas semanas en proponer al Consejo de Ministros el nombramiento de Secretario General, a pesar de que lo había previsto antes que cualquier otro. Puig de la Bellacasa no se decidía a cambiar el Palacio de Santa Cruz por el de la Trinidad.
—«Asciendes administrativamente —le decía yo— porque pasas de Director General a Subsecretario. Asciendes políticamente, porque en la Comunidad Europea está la política española del futuro. Y asciendes en el protocolo teológico, porque la Trinidad pasa por delante de la Santa Cruz».
Pero Puig no me contestaba ni que sí ni que no. Era sensible a la novedad y al interés del oficio que yo le había propuesto, y además no quería defraudar nuestra antigua amistad; pero era también sensible a las presiones de su Ministro y de sus compañeros diplomáticos.
Mi paciencia había adelgazado mucho una mañana en que vino a verme el Secretario General Técnico del Ministerio de Economía con una cuestión esotérica sobre protecciones para-arancelarias. El asunto era complicado y la clarísima exposición del Secretario General duraba ya 15 minutos cuando le interrumpí diciéndole:
—«Habrá usted notado que no sigo sus brillantes razones y que estoy pensando en otra cosa. ¿Quiere usted venir a la Trinidad como Subsecretario?»
Apenas recordaba su nombre, aunque sí que era Técnico Comercial del Estado. Mi joven interlocutor pudo creer que se trataba de un caso, punible, de acoso administrativo. Pero no perdió la calma, y sin preguntar más, me dijo que me daría una respuesta en 24 horas. Lo que averigüé de él en ese plazo confirmó mi decisión precipitada. Su magnífica ejecutoria posterior en la Trinidad, en la Vicepresidencia económica, en la Moncloa y en el Ministerio de la Presidencia, fue prueba concluyente de que no me había equivocado llamando a la Trinidad a Matías Rodríguez Inciarte.
Mientras tanto, Marcelino Oreja estaba decidido a acabar con mi argumento teológico sobre la Trinidad y la Santa Cruz y presionaba a Suárez y al Consejo de Ministros para que me instalase definitivamente en la castiza calle de la Lechuga, inmediata al Palacio de Santa Cruz, en una casa vieja que estaba restaurando Exteriores.
«Irme ahora a la Lechuga sería descubrir antes de tiempo cartas negociadoras sobre la agricultura mediterránea que nos interesa guardar», replicaba yo, que empezaba a padecer la sañuda resistencia comunitaria a nuestras frutas y nuestras hortalizas.
Finalmente, por esa tendencia spinoziana a la perduración que tiene en España todo lo provisional, pude quedarme en la Trinidad —donde aún se aloja hoy la Secretaria de Estado—, conservando así mis ventajas de nombre y de teología. Y también mi independencia: la Trinidad está muy cerca del aeropuerto de Barajas y algunos días de atasco tardaba menos en llegar desde la Trinidad al Palacio Berlaymont en Bruselas que al madrileño Palacio de Santa Cruz.
A los eurócratas de la Comunidad que venían a Madrid les impresionaba mucho aquel palacete fin de siglo, especie de islote verde (otra vez una isla) ahogado por el desmedido crecimiento de los rascacielos en la calle de Francisco Silvela. Negociábamos en torno a la gran mesa de caoba del comedor principal, vigilados por cornucopias románticas, asistidos por aparadores panzudos con platas viejas y cerámicas finas; aquel ambiente nos daba alguna ventaja sobre los funcionarios de la Comunidad, que vivían resignados a sus celdas funcionales de vidrio y de plástico y a sus máquinas automáticas para el café y la coca-cola en vasos de cartón.
El malestar profundo con el que el Ministerio de Asuntos Exteriores había recibido la creación de aquella ínsula trinitaria, extramuros de su competencia, fue aliviándose con el tiempo, aunque nunca desapareció del todo. La negociación no sufriría por ello: el Consejo de Ministros me atribuyó el despacho directo con los Embajadores de España ante los 9 países comunitarios y hasta me concedió la cifra, Santo Grial de la Carrera, que nunca había salido a la calle, como las monjas de clausura.
A finales de 1978 me vi forzado a dar marcha atrás en mi generosidad primera con el Ministro de Asuntos Exteriores. Ya decía Oscar Wilde que hay que desconfiar de los primeros impulsos, porque pueden ser buenos. Durante nueve meses había yo mandado a Marcelino Oreja una copia de cada documento que pasaba por mis manos en sobres tatuados con sellos de película de espionaje: personal, confidencial, reservado, para abrir personalmente por S.E. Pero el trabajo del Ministro de Exteriores era muy grande y su Gabinete hacía seguir aquellos sobres aguas abajo hasta la mesa de un diplomático joven que cultivaba su asombroso parecido físico con Carlos Marx y hacía ostentación impune de su obediencia al PSOE. Tuve pruebas de aquella conexión en el curso del primer debate sobre las negociaciones que se celebró el 10 de noviembre de 1978 en la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado. Era portavoz del PSOE en ella Fernando Morán, hasta entonces tan especializado técnica y afectivamente en el tercer mundo que no había tenido tiempo de aprenderse la Comunidad: las paradojas de la política le darían años más tarde el envidiable privilegio de firmar el Tratado de Adhesión de España al Mercado Común. Pero en 1978 le faltaba información y sus preguntas iniciales eran inofensivas. Sin embargo, después de un primer turno dialéctico se ausentaba de la Comisión y volvía en su réplica mucho mejor armado con argumentos y, sobre todo, con datos documentales. Cuando se ausentó por tercera vez pedí a un discretísimo colaborador mío que averiguase en qué manantiales bebía Morán ausente: y así supe que hablaba, desde los teléfonos públicos e indiscretos del pasillo, con el doble de Carlos Marx en el Palacio de Santa Cruz, quien le facilitaba datos confidenciales e incómodos con mi propia firma. Estas cosas pasaban en los tiempos de UCD, y por eso la política tenía entonces un atractivo de intriga y aventura que la mayoría y la arrogancia del PSOE han hecho desaparecer.
Tuve que decir a Marcelino Oreja que no podía seguir enviándole toda la documentación personal, confidencial y reservada de las negociaciones, pero que le haría llegar inmediatamente cualquier documento que me pidiese, siempre que me garantizara la reserva[90]. No me pidió ninguno. Desde entonces, cuando informaba yo al Senado, instruía Oreja al portavoz de UCD, el también diplomático Ramiro Maura, para que me vigilara, me quitase poder y dulcificase los posibles excesos de mis réplicas a Morán, con la excusa de que un triunfo dialéctico mío podía estorbar la estrategia de Exteriores en el consenso de otras altas cuestiones de Estado. ¡Curiosa precaución democristiana!
La prensa adivinaba estas anécdotas, escudriñando entre los bastidores y las bambalinas del escenario político, y, alguna vez, llegó a darles una importancia que no tenían. Para consuelo de todos, puedo asegurar que esas habas se habían cocido en todas partes: Rippon, Canciller del Ducado de Lancaster y negociador inglés, con quien hablé largamente en mi despacho el 23 de febrero de 1978; Papaliguras, Ministro griego de la Coordinación Económica, a quien vi con frecuencia en Bruselas; y Víctor Constancio, negociador portugués, compañero mío de fatigas negociadoras en el Palacio Charlemagne, que tampoco era Ministro de Asuntos Exteriores aunque llegaría luego a presidir el Partido Socialista de Portugal, me contaban historias de celos administrativos muy parecidas a las nuestras y ciertamente más graves. Las administraciones públicas son iracundos Otelos en la defensa de su ámbito competencial y allí donde se creó un Órgano nuevo, una isla, para negociar mejor con la Comunidad, menudearon los crímenes pasionales.
Pero las habas más duras de mi puchero no eran españolas, claro está, sino francesas. Francia condujo siempre la negociación con España al ritmo que marcaba su calendario electoral; en cualquier obstáculo aparecía una french connection. No digo que los restantes países de la Comunidad no pusieran también dificultades a nuestra integración: pero el cabeza de fila de la oposición comunitaria a la adhesión española era siempre un francés. Al final de la década de los setenta Francia dominaba abrumadoramente la burocracia de la Comunidad: el Reino Unido era un recién llegado; Alemania se envolvía en su modestia deliberada; Italia atendía más a defender, lira a lira, sus intereses económicos inmediatos que a los planteamientos de tipo general. La negociación de España con el Mercado Común fue casi un asunto franco-español, como en 1808. Con el amistoso contrapunto del inestimable favor alemán, encarnado en Hans Dietrich Genscher y en Guido Brunner, y de la colaboración italiana que nos daban Andreotti y Colombo.
Los negociadores franceses usaron eficazmente la técnica del préalable, la palanca de la cuestión previa: primero fue un examen a la Administración española (al que respondimos, por cierto, con una diligencia y una exactitud que sorprendió a propios y extraños)[91]; luego la Comisión hizo el Dictamen preceptivo, el fresco, como se llamaba en el argot comunitario, y en su redacción las enmiendas francesas fueron una rémora; más tarde el Embajador Representante Permanente de Francia ante la Comunidad, Vizconde Luc de la Barre de Nanteuil[92], propuso que se hiciera un nuevo informe de conjunto sobre la adhesión de España, una vue d’ensemble que ni Duns Scoto hubiera distinguido del Dictamen anterior. En estos y otros ejercicios escolásticos se consumió todo el año 1978, y sólo en febrero del 1979 fue posible abrir realmente las negociaciones.
El color francés de los problemas me obligó a especializarme en política interior francesa y a hacer de París mi lobby preferente. Conocí a los principales personajes de la comedia: Chirac, Barre, Mehaignerie, Chaban-Delmas, Lecanuet, Chinaud, Olivier Stirn, Guiringaud, Deniau, Frangois-Poncet, Pisani y, naturalmente, Valery Giscard d’Estaing. La actitud hacia España era de enfrentamiento manchado por paternalismo e impertinencia, con alguna excepción amistosa. Si a los españoles nos costó trabajo aceptar el papel que nos corresponde en la comunidad internacional a finales del siglo XX, también a nuestros vecinos les costó trabajo ver en el pariente pobre del sur un interlocutor igual y una amenaza seria para su propio mercado interior.
Fue muy curioso aquel desfile de personalidades francesas. Recuerdo una larga entrevista con Chaban-Delmas, Presidente entonces de la Asamblea Nacional y herido por el regate de Chirac que dio en 1974 a Giscard la presidencia de la República. Fui a verle[93] por su extraordinaria influencia en el Sudoeste francés, región poco desarrollada donde el temor a la competencia española era muy grande. El Duque de Aquitania (como le llamaban malévolamente sus adversarios para reírse de su cacicazgo, de sus maneras aristocráticas, de su porte de gran señor y de su talento de buen actor teatral) estuvo especialmente comprensivo con mis planteamientos, para distanciarse así de sus amigos en el Gobierno que le habían dejado en su perchoir fuera del poder. Después de hablar con él muy largamente sobre nuestras pretensiones, pregunté a Chaban acerca de la política francesa del momento. Entonces el Duque de Aquitania se levantó, fue a inspeccionar las tres puertas de su magnífico despacho del Palais Bourbon, comprobó que nadie escuchaba detrás de ellas y, volviendo a su sillón, dijo al estupefacto Marqués de Nerva, Embajador de España, que me acompañaba:
«Señor Embajador: si usted me promete solemnemente no contar en un telegrama a su Ministro lo que voy a decir ahora, si usted refrena esa pasión de todos los Embajadores por los telegramas, yo podré contestar cumplidamente a la pregunta del Ministro. Pero necesito su palabra».
Nerva hizo ademán de marcharse discretamente, pero yo lo retuve y le pedí también su palabra. Cuando la hubo dado, Chaban-Delmas emprendió una crítica minuciosa y feroz del gobierno Chirac y de la influencia que sobre su Presidente ejercían Pierre Julliard y Marie France Garaud: Garaud, Julliard y Chirac formaban lo que todo París llamaba le trio, verdadero triunvirato del poder gubernamental. También estas habas de las bodeguillas se cuecen en otras ollas.
La actitud oficial de Francia respecto a la adhesión de España colgaba directamente de las posiciones personales de Giscard. Giscard había venido muy pronto a la España posfranquista, y fue el más relevante Jefe de Estado extranjero que asistió a la proclamación del Rey Don Juan Carlos en la Iglesia de los Jerónimos el 27 de noviembre de 1975, después de un desayuno en la Zarzuela. A partir de aquella fecha dio señales de padecer el que se llamó entonces «síndrome Luis XIV», que le llevaba a mirar a la nueva España democrática casi como si fuese un protectorado francés. Cuando comprobó que el Rey de España no era Felipe V, su empressement inicial fue cediendo el paso a un creciente detachement. Empezaría a darnos achares con el candidato griego, hasta hacerlo su preferido entre los tres mediterráneos[94]; y terminaría con un veto disfrazado a la adhesión de España y Portugal en el famoso discurso con que abrió su campaña electoral el día del Corpus Christi de 1980.
Una etapa en su distanciamiento fue la segunda visita a España en junio de 1978. Por lo mucho que me importaba la posición francesa, el Presidente Suárez dispuso que yo interviniera en la organización del viaje. Tengo anotadas un par de anécdotas que voy a contar.
A la hora de preparar las condecoraciones que se cruzan los Gobiernos con ocasión de la visita de un Jefe de Estado, se nos dijo por vía diplomática que Giscard quería el Toisón. Tuve que explicar largamente al Embajador Emmanuel de Margerie que el Toisón no es una condecoración como las demás, que el Gobierno no puede otorgarla, que la otorga libremente el Rey como Jefe de la Casa de Borbón a quien le place, que no solía darla a políticos extranjeros o españoles, que además hay un número limitado de Toisones físicos, de manera que ni siquiera el Rey puede conceder uno supernumerario. La polémica duró varias semanas y, por fin, Giscard se resignó, humildemente, al Gran Collar de Carlos III.
Se ofreció también por vía diplomática a Giscard la tribuna del Congreso de los Diputados para que se dirigiera a las dos Cámaras juntas. El ofrecimiento ya era entonces excepcional. Quiso el Presidente francés entrar en el Congreso por la Puerta de los Leones y hubo que explicar al Embajador, in situ, que la Puerta estaba cerrada siempre y sólo se abría al principio de la Legislatura para que entrase por ella el Rey: ésa era la tradición española desde mediados del siglo XIX. Al Elíseo no le pareció que la puerta lateral, por la que entra todo el mundo, fuese a la medida de la majestad de Giscard, y la discusión amenazó en algunos momentos con hacer imposible el viaje del Presidente francés. Por fin se me ocurrió una idea feliz: ofrecer a Giscard la tribuna del Senado, Palacio de mejor factura arquitectónica y que, además, tiene una sola puerta. La propuesta fue aceptada, aunque Giscard tuvo que pagar el precio de una audiencia mucho menor, puesto que en la bellísima sala del Senado no cabe más que la tercera parte de los Parlamentarios nacionales.
Entre éstas y otras historias, Giscard cambió pronto su benévolo padrinazgo por la indiferencia, primero, y la hostilidad, más tarde, hacia España. En dos problemas esenciales para la nueva Monarquía de aquellos años (la lucha contra el terrorismo y la adhesión a las Comunidades Europeas) la Francia presidida por Giscard pasó del ofrecimiento de apoyo a la obstrucción activa en las negociaciones de Bruselas[95], y mantuvo fríamente el amparo a los terroristas con una excusa no aplicable ya a los exiliados de la España democrática: que Francia es un país de asilo. Martín Villa y yo sufrimos directamente, por nuestras competencias ministeriales, aquella hostilidad. Yo me referí a ella en el comentario sobre el libro de Giscard, Le Pouvoir et la Vie, que me publicó la revista Saber leer de la Fundación March en su número 18 de octubre de 1988. Y Martín Villa, en tono de humor pero con seriedad profunda, diciendo en el «Comedor de invitados» de Radio Nacional, el 31 de marzo de 1989, que habría que tomar precauciones en 1993, cuando se establezca la libertad de circulación de las personas dentro de la Comunidad, para vigilar la entrada en España de Valery Giscard d’Estaing.
* * *
Con la llegada de Mitterrand al Elíseo, en mayo de 1981, las cosas empezaron a ir mejor, y durante mi Presidencia pudieron aprobarse capítulos importantes del Tratado de Adhesión. La Trinidad pasó a ser una Secretaría de Estado, eficazmente dirigida por Raimundo Bassols; Gabriel Ferrán fue destinado al frente de batalla como Jefe de la Misión de España ante las Comunidades Europeas.
El azar de la historia dio al Gobierno socialista el privilegio de cerrar la negociación. Fernando Morán resolvió los últimos problemas con su colega francés Dumas, en un viaje de madrugada a Burdeos. La vocación y la dedicación de Morán le llevaban a latitudes no europeas de la política exterior: él sabe cuánto le envidio que le fuese dado poner su firma al pie del Tratado de 1985.
Iba yo al día siguiente del acuerdo camino de la República de El Salvador, en el grupo de observadores invitados a las elecciones que verían el triunfo de Napoleón Duarte, y durante una escala en el Aeropuerto de París me llegó la llamada del Presidente del Gobierno, Felipe González, que me quería dar la noticia del cierre de las negociaciones y me convocaba para una cena en la Moncloa esa noche.
«Presidente —le dije—, cuántas vueltas da la política. Hace tres años ibas tú con frecuencia a América Central y me reprochabas mi exagerado europeísmo; ahora me invitas a cenar contigo para celebrar la entrada de España en el Mercado Común, y yo voy camino de unas elecciones en El Salvador. Así son las cosas de la oposición y del poder».