VIII
LA POLÉMICA ATLÁNTICA

La polémica atlántica atraviesa de cabo a rabo mis años en la Moncloa, continúa ocupando la escena política hasta 1986 y se acaba convirtiendo en una de las encrucijadas principales del posfranquismo. Con ella termina la etapa ideológica del PSOE, desfallece Fraga, renace la verdadera izquierda y España se desprende de su romanticismo en política exterior para aceptar el papel secundario, escasamente original, propio de una potencia media en este alborotado fin de siglo. Obligado por la cuestión Atlántica Felipe González culmina su paso «de la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad», y hace buena la tesis de que no es la opinión pública la que inspira a los medios de comunicación y a los partidos, sino que son los partidos y los medios quienes fabrican la opinión. A partir de esa tardía conversión del PSOE, España deja, por fin, de ser distinta y entra en el juego aburrido de la incipiente comunidad occidental, salvo esporádicas fintas exteriores de pandereta y de navaja en la liga con las que Alfonso Guerra entretiene a la franja izquierdista de su electorado, a costa de algún que otro jirón de prestigio nacional.

Habíamos alcanzado ya en 1982, con la entrada en la Alianza, nuestro final de la historia —una historia de sobresaltos internos y miserable aislamiento exterior que duraba ya dos siglos. La España que salió a principios del XIX de la escena internacional, siendo todavía un primer actor, había vuelto a ella aceptando el papel, ya no protagonista, que le corresponde hoy; pero aún tendría que debatirse hasta 1986 en una prolongación inútil, nostálgica y anacrónica de la última gran polémica sobre nuestro ser nacional.

Se excita la polémica atlántica el 18 de febrero de 1981, cuando anuncio en el discurso de investidura que me propongo plantear al Congreso de los Diputados la entrada de España en la OTAN; y llega a su cenit con la entrada efectiva el 30 de mayo de 1982 y mi asistencia a la reunión del Consejo Atlántico, en Bonn, el 9 de junio. Este acto solemne, en el que España fue recibida como decimosexto país de la Alianza Atlántica, pudo cerrar la transición política exterior, a la espera de que se completaran las negociaciones para la adhesión a la Comunidad Europea, que yo había tenido el privilegio de iniciar en 1978; pero la contumacia del PSOE prolongaría cuatro años más, sin ventaja para nadie y con perjuicio para todos, el aparcamiento de España extramuros de la comunidad occidental, donde acampábamos por lo menos desde el principio de nuestra guerra civil, por no decir desde principios del siglo XIX.

Ese retraso en la clarificación definitiva de nuestra política exterior no fue debido a razones objetivas y externas, sino a la muy lenta maduración del PSOE y de su Secretario General, Felipe González, que necesitaron ese tiempo para librarse de anacronismos y ataduras dogmáticos, como luego explicaré.

Quienes a mediados de 1976, en el primer Gobierno Suárez, echamos sobre nuestros hombros, la empresa que se llamaría más tarde transición política, sabíamos que había en ella dos capítulos diferentes; uno interior: la devolución a España de las libertades formales; y otro exterior: la instalación de España en el lugar que le corresponde hoy dentro del concierto internacional. Uno y otro capítulo eran asignaturas pendientes del régimen anterior. Sabíamos también que el primer empeño era el más arduo, y esperábamos ingenuamente un éxito fácil en el segundo. Muy pronto vimos que iba a ser al revés: la instauración de la Monarquía parlamentaria quedaba consagrada en diciembre de 1978 por la Constitución, pero nuestra vuelta al concierto internacional, nuestra política exterior, seguirían vacilando ocho años más entre la alineación y el neutralismo, entre occidente y el tercer mundo, entre la utopía y la realidad. ¿Por qué? Una respuesta clara a esa pregunta iluminaría algunas sombras de nuestra historia reciente; voy a intentar esa respuesta sin pretensión de objetividad —que sería vana en quien estuvo demasiado cerca de los hechos como espectador parcial siempre y, en ocasiones, como actor absolutamente comprometido.

Me apresuro a decir que en ese largo trámite de nuestra transición política exterior algo tuvo que ver la falta de una tradición española en el análisis de las cuestiones internacionales; y, como consecuencia, la ingenuidad con la que los primeros Gobiernos de la Monarquía, en los que yo estaba, abordaron el problema. No había entre nosotros experiencia pública exterior, porque la del franquismo había estado muchos años confinada en la retórica hispanoamericana e hispanoárabe. Los empresarios sí la tenían, en su propio ámbito, porque la economía española se había abierto al exterior desde los años sesenta; pero los políticos no, y así pudimos creer que nuestros vecinos de Occidente iban a recibir con alborozo y generosidad la vuelta al redil democrático de la descarriada oveja española, y que las cancillerías iban a degollar el cordero cebado en obsequio del que llegaba, arrepentido y jubiloso, desde las tinieblas exteriores de la dictadura. Naturalmente que no fue así; la comunidad internacional, que es todo menos evangélica, después de quemar un incienso retórico en honor de la nueva democracia española, mostraría pronto el rostro feo de los intereses y de los egoísmos nacionales, y se aprestaría a la defensa de las posiciones cuajadas en los foros y en los mercados internacionales durante nuestra ausencia, y a costa nuestra. Así el Mercado Común, a cuyas puertas llamamos en julio de 1977, nos hizo perder años en maniobras retardatorias, casi siempre de inspiración francesa; así también la OTAN, cuyo entusiasmo por nuestra adhesión fue en todo momento perfectamente descriptible. En ambas Organizaciones los juegos estaban hechos desde mucho tiempo antes de nuestro trámite de ingreso, y los egoísmos nacionales se habían ajustado unos a otros, en una trama tupida que negaba espacio a cualquier aspirante llegado del frío. El interés por la adhesión de España era, tenía que ser, tanto en el Mercado Común como en la OTAN, mucho más nuestro que suyo. En la OTAN y en la CE pesaba más la incomodidad del ajuste necesario para hacernos un hueco que la ventaja de ampliar, con nuestra presencia, el recinto común. Carecía de sentido, por lo tanto, preguntarse qué nos van a dar por nuestra adhesión, o proponer un toma y daca: yo entro en la Alianza y vosotros me admitís en la Comunidad, y me ayudáis a defender Ceuta y Melilla, y me devolvéis Gibraltar a cambio. Sin embargo, éstos eran los términos de la pobre polémica pública sobre la cuestión.

Pese a este panorama pesimista, para mí estaba claro desde 1977 que había que incorporar a España a la Comunidad Europea y a la Alianza Atlántica, porque quedarse fuera era quedarse en las tinieblas exteriores del aislamiento y de la reserva espiritual de Occidente.

¿Lo veía tan claro Adolfo Suárez en los años de su presidencia? Probablemente no. Suárez era un hombre poco viajado y había venido a la vida pública en la situación franquista de horizontes cerrados y de recelo ante las democracias occidentales. Por eso sintió como una bofetada la dureza negociadora de la Comunidad y apenas se interesó por aquel frente incómodo y lleno de complicaciones, del que sólo llegaban demoras y fracasos. Cuando yo informaba al Consejo de Ministros, como responsable de las Relaciones con las Comunidades Europeas, solía Adolfo dejar la presidencia a Gutiérrez Mellado para irse a pasear por el patio de columnas de la Moncloa con algún Ministro político que le hablara de política interior. Sólo en una ocasión a lo largo de tres años de negociaciones conseguí que Suárez fuese a Bruselas: le había invitado el Presidente de la Comisión, Jenkins, a un fin de semana en el castillo de la Hulpe con los principales Comisarios. Adolfo se sintió allí fuera de lugar, aislado por los tecnicismos de la negociación, que la barrera del idioma hacía más arduos para él, aburrido por la presencia de un intérprete (cuerpo extraño en aquella escena au coin du feu e incapaz de traducir fielmente al inglés la cálida seducción del verbo suarista). ¡Cuánta mayor satisfacción la que obtenía Suárez de sus viajes a Hispanoamérica, sin intérpretes, sin intereses contrarios que discutir y vencer, donde le bastaba para el éxito con dejarse llevar por el prestigio que había ganado en España y por la retórica de las cordialidades! O en el mundo árabe, cuya lengua no es vejatorio ignorar, y al que la crisis del petróleo había encumbrado entonces a un efímero protagonismo universal. Suárez volvía, insensiblemente, a las coordenadas franquistas, árabes y americanas, de la política internacional, y descuidaba la transición exterior. Sus íntimos llamaron «síndrome del Estrecho de Ormuz» a esa actitud de Adolfo en sus últimos años: el Presidente había puesto junto a la mesa en su despacho oficial un mapamundi de plástico, iluminado por dentro, y trazaba sobre él trayectorias geopolíticas y geoeconómicas muy alejadas de Bruselas, con un dedo índice que empezaba a cansarse de dirimir peleas fratricidas dentro de UCD.

En cuanto a la Alianza, ya apuntaba en Suárez un cierto antiamericanismo cuando Helmut Schmidt le abrió las puertas de la Casa Blanca para que explicase al Presidente Carter sus ideas sobre Centroamérica; el hecho de que Carter no valorase la opinión de Adolfo (como parece haber valorado Bush la de Felipe González) acentuaría aquel sentimiento suyo hostil a Occidente.

Esta situación personal de Suárez, tan ligeramente esbozada aquí, fue una primera causa del retraso en la transición exterior, que sólo podía orientarse hacia un destino occidental y europeo claramente querido. Corregir y precisar ese rumbo, equivocado e impreciso, fue uno de mis primeros propósitos como Presidente del Gobierno, manifestado ya en el debate de investidura.

Curiosamente, Felipe González tampoco tenía en 1981 las ideas claras sobre política exterior, aunque las razones de su confusión fueran muy distintas que las que confundían a Suárez. El Secretario General del PSOE era europeísta, como toda la izquierda del exilio, y había visto por aquellas fechas confirmada su fe comunitaria con el ascenso de la estrella Mitterrand; pero a la vez que europeísta era antiatlántico. La cosa no venía de muy lejos en el partido de los cien años de honradez, porque el PSOE del exilio, siguiendo a Indalecio Prieto, estuvo siempre a favor de la OTAN, que era una Alianza de países democráticos a la que la España franquista no podía acceder[75]. Brandt, Kreisky y Palme escorarían luego a la Internacional Socialista hacia la neutralidad, que en el sueco era congénita, en el austríaco forzosa y en el alemán hija natural de su Ostpolitik. Aunque España no sufría ninguna de esas tres limitaciones, el PSOE, dócil a la Internacional, fue haciéndose también neutralista por los años setenta. El vigésimo quinto Congreso del PSOE, el que elige en 1974 Secretario General a Felipe González «se declara hostil… a la existencia de bloques militares»; esta posición es todavía utópica, quiere transformar el mundo antes que entenderlo y apenas tiene que ver con la realidad: los bloques estaban ahí tercamente, desagradablemente, y declararse hostil a ellos en 1974 era declararse hostil a la realidad misma. Dos años más tarde, en diciembre de 1976, el vigésimo sexto Congreso del PSOE ya felipista «denuncia la renovación de los acuerdos de bases militares… con los Estados Unidos… en aras de nuestra política de neutralidad»; bien es verdad que el mismo Congreso, todavía en la ética de la convicción, aprueba un comunicado conjunto del PSOE con el Frente Polisario. En mayo de 1979 el vigésimo octavo Congreso declara que «el Partido Socialista Obrero Español se opone al ingreso de España en la OTAN, o en cualquier otro pacto u organización militar basada en la hegemonía». Y en octubre de 1981, a punto de iniciarse en Madrid el debate parlamentario sobre la Alianza Atlántica, el vigésimo noveno Congreso vuelve a oponerse «a la integración de España en la OTAN, por una serie de razones», entre ellas la certeza de que «la ampliación a España de la OTAN provocará la reacción del otro bloque».

Algo sabe de eso Felipe González porque en diciembre de 1977 ha ido a Moscú, acompañado por Alfonso Guerra, y ha suscrito allí una declaración conjunta con el PCUS por la que se compromete a no modificar el equilibrio entre los bloques; es decir, a no entrar en la Alianza. El recuerdo de aquella ligereza irritaría mucho a Felipe González durante años, y esa irritación es una prueba más de su ligereza. Vale la pena de acercar un poco el zoom a esta historia, que fue así: Felipe González y Alfonso Guerra estuvieron en Moscú, invitados por el Partido Comunista de la Unión Soviética, del 11 al 15 de diciembre de 1977; las conversaciones muy largas que mantuvieron con Suslov, miembro del Buró Político y Secretario del Comité Central del PCUS, y con Ponomariov merecieron la primera página de La Pradva del 16 de diciembre, honor sin precedentes en las relaciones de los comunistas soviéticos con los Partidos Socialistas occidentales; hubo un comunicado conjunto, extenso, complacido y sin reservas, con un párrafo muy significativo que decía así en la versión de El Socialista:

«… Las (dos) Delegaciones han reafirmado los criterios de sus partidos acerca de la necesidad de superar la división del mundo contemporáneo en bloques político-militares contrapuestos y se han pronunciado contra la ampliación de dichos bloques».

La prensa y la opinión interpretaron la frase subrayada por mí como un compromiso exterior del PSOE contra la entrada de España en la Alianza Atlántica. Así, por ejemplo, El País de 17 de diciembre titulaba:

«El PSOE aceptó en Moscú no apoyar el ingreso en la OTAN».

A cambio de esta importante concesión, el PSOE obtuvo a partir de entonces una ventaja decisiva en el Kremlin sobre su adversario interior de la época, el Partido Comunista de España.

Marcelino Oreja, Ministro de Asuntos Exteriores, se refería a ese compromiso cuando, en un debate sobre política exterior que tuvo lugar en el Senado, aseguró meses más tarde que el comunicado conjunto «establece de una forma clara y terminante el criterio de ambos Partidos contrario a la ampliación de las Alianzas».

Ni en uno ni en otro caso rectificó el PSOE esa interpretación.

En agosto de 1981 volvió a salir aquella visita a Moscú en un documento interno de UCD, que copiaba un texto publicado en 1977 por Carta del Este; el cronista de UCD llamaba, equivocadamente, pacto secreto al que había sido en realidad un compromiso público. La reacción del Partido Socialista ante esa reedición de un hecho antiguo fue de una violencia asombrosa. Yo recibí en la Moncloa una carta fechada el 14 de agosto de 1981 de cuatro páginas a un solo espacio, en la que Felipe González, tratándome de Señor Presidente y de usted, destapaba una docena de cajas de los truenos para defenderse de la acusación. La carta empieza así:

«Señor Presidente del Gobierno:

Antes de contestar públicamente a la infamante mentira difundida por individuos cualificados del partido gubernamental contra mí, contra el partido Socialista y contra UGT, he preferido escribirle a usted esta carta, cuya copia envío a la Casa Real, al mismo tiempo que le pido tenga a bien transmitirla a los miembros de su Gabinete por estimar colegiada la responsabilidad del Ejecutivo».

A continuación se relatan los hechos arrancando de un Seminario sobre «España y la OTAN» que había tenido lugar el 11 de julio anterior. Siguen dos páginas en las que explica largamente que su moderación no debe entenderse como frivolidad:

«Mi tolerancia se vuelve inflexibilidad cuando alguien me acusa de vulnerar algunos de los principios que considero básicos, pues su conculcación descalifica humana y políticamente a quien la produce. Uno de ellos es la defensa de los intereses soberanos de España, desde una actitud independiente que no se deje influenciar siquiera por los deseos o pretensiones de cualquier potencia extranjera».

«Si alguien va contra ese principio… incurre, a mi juicio, en un delito gravísimo de traición a España que lo descalifica. Yo nunca volvería a tratar con quien esto hiciera y mucho menos a negociar y firmar acuerdos con una persona de esta especie».

«De la misma forma no toleraré bajo ningún concepto que nadie diga de mí que cometí este delito contra mi país… Si esto llegara a ocurrir no volvería a mantener relaciones con quien esto afirmara…»

«En este momento, no soy capaz de prever todas las consecuencias de este hecho repugnante… En todo caso, la reparación no será suficiente ni siquiera con una rectificación pública que espero de Usted y de su Gobierno».

«Sinceramente, quiero decirle que he confiado y esperado que fuese cual fuere el nivel de debate y de discusión política que se produjera entre las fuerzas democráticas que sostienen al Estado, jamás descenderíamos a la guerra sucia, a la infamia, a esa técnica tan conocida y tan alevosamente usada por los nazis y los stalinistas de calumnia que algo queda. Todavía me queda la confianza de que la historia juzgue inexorablemente a los individuos de esta especie como ya lo hizo con los que practicaron estas técnicas destruyendo la libertad y la dignidad de sus países»[76].

Felipe González había perdido el tono y los nervios. La memoria de su ligereza moscovita ¿le estorbaba en un momento en el que ya veía cerca el poder? Estremece la dureza de los últimos párrafos; seguramente Felipe González habrá vuelto las descalificaciones que contienen contra Alfonso Guerra, tan experto en injuriar y calumniar a sus adversarios políticos desde la Vicepresidencia del Gobierno.

Precisamente por aquellas fechas (7 de septiembre de 1981) recibí una comunicación de Leónidas Breznev sobre «Los planes de la entrada de España en el bloque Atlántico». A lo largo del farragoso texto hay amenazas cuya rudeza no pueden disimular ni el lenguaje diplomático ni la mala traducción española que acompañaba al original ruso:

«Si España ingresa en la OTAN surgiría el problema de los aspectos propiamente militares de la situación… Y en estas condiciones la Unión Soviética y sus aliados preocupándose por sus intereses fundamentales incluso los intereses de seguridad serían obligados a sacar conclusiones adecuadas y considerar posibilidades de unos pasos correspondientes».

Llamé al Embajador Dubinin para decirle que daba por no recibido el texto impertinente.

Las primeras señales del que ha de ser un giro copernicano de González, convertido a la ética de la responsabilidad y al atlantismo, se oyen en diciembre de 1984 cuando el trigésimo Congreso dice que «el PSOE reitera su disconformidad con la manera como el Gobierno de UCD decidió la incorporación de España a la Alianza Atlántica, de forma irreflexiva, precipitada y gratuita, rompiendo el consenso». Ahora ya no está el PSOE gobernante contra la adhesión de España al Tratado de Washington, sino contra la manera irreflexiva, precipitada y gratuita de la adhesión. Permítaseme una breve glosa.

¿Irreflexiva la entrada de España en la OTAN? Hombre, no. El mismo González ha dicho en 1986 que se equivocó en 1981, y que una reflexión madura le había llevado a creer que era bueno para España estar en la Alianza: parece claro que irreflexiva, incluso irresponsable, fue la oposición del PSOE a la Alianza desde 1974 a 1986, puesto que una reflexión seria le llevó luego a cambiar radicalmente de opinión sin razones externas a su propia maduración interior[77].

¿Precipitada? Tampoco. Ese adjetivo se coló subrepticiamente en los medios de comunicación a finales de 1982 y no ha habido manera de echarlo de ellos: espero que no se cuele también en la Historia. Porque no se puede calificar de precipitada una decisión que está en los textos constituyentes y electorales de UCD desde 1977, que se comprometió en mi discurso de investidura el 18 de febrero de 1981, que se debatió tres días en Comisión y otros tres en el Pleno por el Congreso de los Diputados a finales de octubre del mismo año, y seis días más en el Senado al mes siguiente, y que fue, por fin, ejecutada por el Gobierno que yo presidía el 30 de mayo de 1982. Cinco años de precipitación parecen muchos años, sobre todo si se piensa que España llevaba treinta de retraso.

En cuanto a lo de gratuita, sólo los aficionados a la política internacional creen, según antes he dicho, que es una feria de toma y daca. Teníamos que entrar en la Alianza —como en la CE— sin pedir nada a cambio, forzando la admisión con la denuncia del escándalo que hubiera sido dejarnos fuera.

Afirmar, finalmente, que mi decisión atlántica rompió el consenso es casi una petición de principio. El consenso estaba roto, por lo menos desde la moción de censura al Presidente Suárez en mayo de 1980; además, no hubo consenso sobre la OTAN en 1981 porque el PSOE dijo que no a la Alianza, y si luego ha cambiado de opinión y reconoce que se equivocó entonces, no parece razonable el reproche de infidelidad a un consenso que se hubiera fundado en su propio error.

Sin embargo, esa versión oficial de nuestra adhesión al Tratado de Washington, fabricada en 1982, se sigue repitiendo oficialmente años más tarde y con la misma adjetivación; así ocurre en la Revista Española de Defensa que edita el Ministerio, y que dedicó su número 6 al cuadragésimo aniversario de la Alianza. Por cierto que envié a la revista un moderado artículo de puntualización y fue rechazado por el Director, recomendándome —con las mejores técnicas de la censura— que enviase otro hablando del futuro, y no del pasado; le respondí que daría el artículo a un medio más liberal: el ABC. Como es sabido, la historia la escriben los vencedores[78].

Felipe González ha cantado la palinodia tan palmariamente que pasó en sólo unos meses de denostar a la Alianza a presumir ante el aliado norteamericano de sus buenos servicios a la Alianza. En mayo de 1987 publica el Washington Post una larga entrevista con el Presidente del Gobierno español[79]; dice el entrevistador que el Sr. González «puso mucho énfasis en la colaboración que su Gobierno ha dado a la solidaridad occidental, consiguiendo que un electorado reluctante apoyara en referéndum la permanencia de España en la Alianza». No es fácil faltar más cumplidamente a la verdad. En primer término, porque la convocatoria de un referéndum en materia de defensa atentó al cimiento mismo de la solidaridad atlántica, jamás cuestionada antes por una consulta así. En segundo lugar, porque no era necesario un referéndum para avalar lo que ya había decidido el pueblo español, a través de sus legítimos representantes parlamentarios, en el otoño de 1981. Y por fin, last but not least —para decirlo en la misma lengua del Washington Post—, porque si hubo que corregir en 1986 una opinión pública contraria a la Alianza fue precisamente por la eficacia con la que el partido socialista de Felipe González se había dedicado a fabricar esa opinión en los años anteriores. Explicaré algo más de este último punto.

Los datos disponibles de los sondeos del CIS dan al principio de la transición política un saldo favorable a los partidarios de la Alianza[80]. Esta situación empieza a moverse lentamente a partir de 1977, cuando empiezan también a arreciar las declaraciones del PSOE, en sus Congresos y en la prensa, contra la Alianza y a favor de la neutralidad; la campaña anti-OTAN del PSOE llega a su apogeo en 1981 —invadiendo incluso la Televisión de Castedo[81]— después de haber yo anunciado en el discurso de investidura que tenía la intención de proponer al Congreso de los Diputados la adhesión de España al Tratado de Washington. A partir de entonces se invierte en los sondeos el saldo anterior, favorable, y empieza a ser contrario a la integración de España en la OTAN. Han sido, pues, los socialistas —bien acompañados en este punto por los comunistas y la izquierda extraparlamentaria— quienes han movido a la opinión pública española contra la OTAN y contra la solidaridad occidental. Parece un poco desahogado que el Secretario General del PSOE, que promovió aquella campaña contra Occidente, presuma cuatro años más tarde en la prensa norteamericana de sus servicios a Occidente por haber cambiado una opinión que él mismo había metido antes en la cabeza de muchos españoles[82].

La oposición del Partido Socialista a la entrada de España en la OTAN fue sañuda y sistemática durante el largo proceso parlamentario y político de los años 1981 y 1982. Antes de llegar al debate propiamente dicho hubo que ir ganando, en el Parlamento, una por una, innumerables trincheras defendidas por el filibusterismo del PSOE. El simple examen de las cuestiones previas consumiría varias sesiones. Primero se discutió, bizantinamente, la Comisión Parlamentaria a la que correspondía el dictamen. Una vez resuelta tan caprichosa dificultad (a favor de la Comisión de Exteriores, naturalmente) fue preciso rechazar sucesivas argucias reglamentarias que presentaba, incansable, el hábil portavoz Peces Barba: una impugnaba la convocatoria misma de la Comisión; otra pedía una consulta previa al Tribunal Constitucional sobre nuestra entrada en la OTAN; la tercera dudaba si el acuerdo parlamentario habría de tomarse en los términos del artículo 94 de la Constitución, es decir, por mayoría simple (como proponía el Gobierno) o en los términos del artículo 93, previsto para el Tratado de Roma, que exige mayoría cualificada; la cuarta volvió a exigir una consulta previa y dilatoria al Tribunal Constitucional sobre aquella duda. El Grupo Socialista completaría su obstrucción pidiendo la prórroga de los plazos reglamentarios en todos y cada uno de los distintos momentos procesales que tuvo el larguísimo trámite. Abierto, por fin, el debate en la Comisión, la mayoría que apoyaba al Gobierno tuvo aún que derrotar, sucesivamente, la petición de un referéndum que ratificara la decisión del Parlamento y las numerosas mociones que pretendían sujetar la autorización para entrar en la Alianza a condiciones rígidas. Con un falso patriotismo, que algunos tomaron en serio, pedía el PSOE que se modificara el artículo 5.° del Tratado de Washington para incluir a Ceuta y Melilla en el ámbito territorial de la defensa común; o que, antes de entrar, se obtuviera del Reino Unido la devolución de la soberanía de Gibraltar, y de la Comunidad Europea la aceptación de España como país miembro.

Esta variada carrera de obstáculos enmascaró ante la opinión pública la esencia de la cuestión que se sometía a debate, y que no era otra sino la incorporación definitiva de España al concierto europeo y occidental del que forma parte. La victoria del Gobierno fue muy clara y se alcanzó el 28 de octubre en el Congreso de los Diputados por 186 votos a favor y 140 en contra; y en el Senado el 26 de noviembre por 106 a 60.

Pero la batalla no había terminado: faltaba el acuerdo preceptivo de los 15 países signatarios del Tratado de Washington. Ésta era la penúltima baza del PSOE y en ella confiaba plenamente, sobre todo a partir del triunfo del socialista Papandreu en las elecciones griegas de mayo de 1981. Por entonces veía yo muy a menudo a Alfonso Guerra con ocasión de los Pactos Autonómicos, y en los descansos de la farragosa discusión me solía obsequiar con su mejor sonrisa (cada gesto de su cara es un delito, había dicho Cambó de Romanones con menos fundamento)[83] mientras aseguraba:

—«No lo dudes, Presidente: nunca entraremos en la Alianza Atlántica».

Yo sabía que él pensaba, como yo, en las kalendas graecas, pero a él —tan leído— no se le ocurrió la metáfora. Después de varios meses de incertidumbre, vi a Papandreu en Atenas el 13 de abril de 1982, y me traje la seguridad (tratándose de Papandreu el término seguridad es sin duda excesivo) de que su mayoría parlamentaria daría la aprobación a nuestra entrada en la OTAN, pero sólo en último lugar, cuando la hubieran dado los Parlamentos de los 14 países restantes. Alfonso Guerra no supo esta traición anunciada del querido cofrade griego, y me seguía repitiendo, sonriente, su malicioso pronóstico:

—«Presidente, que no, que no entraremos en la OTAN».

La Historia tiene un final medido al segundo, como los buenos finales del baloncesto. La sonrisa del Vicesecretario General del PSOE se hiela el 27 de mayo: ese día se produce el voto favorable del Parlamento griego. Formalizado el último trámite, recibimos el sábado 29 la invitación oficial de la Alianza para adherirnos al Tratado. La víspera, el sorprendido PSOE había presentado al Congreso una Proposición no de Ley en cuya Conclusión segunda se solicitaba del Gobierno «que no proceda al depósito del instrumento de adhesión de España a la OTAN y, al mismo tiempo (que) el Presidente del Gobierno se abstenga de participar en la reunión del Consejo Atlántico prevista para el próximo 9 de junio», todo ello «ante la ausencia de garantías en las negociaciones bilaterales con Inglaterra para la recuperación de Gibraltar». La Conclusión tercera remacharía aún «que por el Gobierno español se comunique a todos los Gobiernos de los países miembros de la OTAN su firme decisión de no adherirse a la Alianza Atlántica hasta que no se obtengan garantías completas por parte de Inglaterra en torno a la recuperación definitiva de Gibraltar para la soberanía española».

El viernes 28 el Consejo de Ministros, a propuesta mía, acordó presentar en Washington el Protocolo de adhesión al Tratado. Aunque no era probable que un debate nuevo invirtiese el resultado de la votación de octubre, se corría el riesgo de graves complicaciones porque el PAD de Fernández Ordóñez, recién constituido, anunciaba aquel mismo día en la prensa su posición favorable a la propuesta socialista, y Suárez —que estaba clueco incubando con sus fieles el huevo del CDS—, manifestaba también sus reticencias sobre la Alianza. Ni que decir tiene que UCD sobrevivía en plena descomposición al fracaso de las elecciones andaluzas y que nadie sabía ya cuáles eran los efectivos fieles del Grupo Parlamentario. Así las cosas di instrucciones al Ministro de Asuntos Exteriores para que ejecutara inmediatamente el acuerdo del Consejo de Ministros presentando el Protocolo de adhesión el domingo 30 de mayo de 1982 (porque el lunes 31 era el Memorial Day, festivo en Washington).

La Mesa del Congreso de los Diputados se reunió el 1 de junio, como todos los martes, y acordó admitir a trámite la Proposición no de Ley presentada por el Grupo Parlamentario Socialista, que se publicaría en el Boletín Oficial de las Cortes Generales el 17 de junio. El debate ya no tuvo lugar, y no volvería a hablarse de política exterior en el Parlamento hasta el 5 de febrero de 1986, con motivo de una Comunicación del Gobierno sobre política de paz y seguridad.

Ésta de la OTAN fue una de las pocas batallas que le gané a Felipe González. Como en 1986 el Presidente del Gobierno cantaría la palinodia pasándose a mis posiciones, la victoria del 1982 se ha quedado en una victoria sin enemigo. Pero en su día fue política y parlamentariamente cruenta.

No jugó sólo el PSOE al travestido en la cuestión atlántica, haciendo un giro copernicano sobre sus posiciones históricas: la confusión alcanzó también a la derecha, a Alianza Popular, que propuso la abstención a sus electores en el referéndum del 1986. Es cierto que la pregunta del referéndum era una trampa diabólica y que no dejaba a la derecha ninguna salida airosa: el sí hubiera sido ad maiorem gloriam del Presidente González, pero la abstención, o el no, traicionaban las más antiguas convicciones conservadoras sobre política exterior; había que elegir, como tantas veces en política, entre dos cosas malas, y Fraga eligió la peor. Los españoles fuimos a un referéndum inútil y arriesgado con el primer partido de la izquierda pidiendo el sí a la OTAN y con el primer partido de la derecha pidiendo la abstención. Se olvidó pronto aquel irresponsable rigodón de travestidos: pero pudo costarnos muy caro. Y probablemente a Fraga le costó su liderazgo nacional.

Ya en el trámite parlamentario de 1981 la actitud de AP había complicado las cosas: Fraga quería, patrióticamente, que la autorización al Gobierno para suscribir el Protocolo de adhesión al Tratado de Washington se diese por el Congreso condicionada a la recuperación de la soberanía sobre Gibraltar; ello hubiera supuesto el retraso sine die de la entrada en la OTAN. Hubo que aprovechar una ausencia de Fraga en Galicia (el debate coincidía con la campaña de las elecciones gallegas) para convertir, salvando sinuosas dificultades reglamentarias, la condición suspensiva en una recomendación; con todo, el representante de AP en Comisión de Exteriores, Antonio Carro, llegaría tarde a la reunión del jueves 8 de octubre, que trató la cuestión, y no participó en el debate sino para explicar, ambiguamente, su voto.

Esta curiosa actitud de AP no fue obstáculo para que Fraga se apuntase al éxito del Gobierno mostrándolo como un fruto de la mayoría natural[84] y llegara luego a convencerse de que la entrada en la OTAN había sido’ más bien obra suya y no del Gobierno que presidía yo[85]:

Al mirar desde 1990 esta ceremonia de la confusión parece como si se tratara de un hecho muy lejano: ‘tan rápido ha sido el cambio de los últimos meses en la escena internacional. La conversión a la democracia de los países del Este ¿dejará colgadas en el aire las alianzas a un lado y a otro del derruido muro de Berlín? Sin duda será preciso revisar el papel del Pacto de Varsovia y de la OTAN, pero ¿habrá perdido en tan breve tiempo todo su sentido la polémica atlántica? ¿Han dado la razón los hechos recientes a quienes dijeron en el 1981 que no merecía la pena incorporarse a una Alianza obsoleta y próxima a su fin?

No lo creo. La reunión del Consejo Atlántico del 15 de diciembre de 1989 vino a sostener —con el apoyo explícito del Presidente González— que «en estos tiempos de cambio, llenos de incertidumbre, la Alianza sigue siendo la garantía más firme de la paz», como «sigue siendo esencial la solidaridad entre las democracias de América del Norte y de Europa occidental en el marco de la Alianza». Al mismo tiempo, «la Alianza tendrá que ejercer cada vez más sus funciones políticas», ya previstas en el Tratado del Atlántico Norte, «… utilizando con imaginación sus recursos al servicio del cambio político en la estabilidad…» «Nuestra Alianza aportará (así) una contribución esencial al advenimiento de una Europa no dividida».

Me atrevo a recordar que ya en la presentación parlamentaria del Tratado del Atlántico Norte (octubre de 1981) me había yo adelantado a responder al argumento de la obsolescencia, sin adivinar —naturalmente— la perestroika. No resisto a la tentación de citarme por extenso:

«Podría sugerirse la tesis de que ya no es tiempo de integrarse en la Alianza Atlántica porque la Alianza, que tiene treinta y dos años, acaso haya cumplido su función y necesite ahora una puesta al día; y ciertamente se dice que podríamos ahorrarnos la entrada ahora en la Alianza y llegar directamente, como atajando, a una fórmula nueva que comenzaría a dibujarse en el horizonte del futuro… Esa tesis me recuerda aquel antiguo ejemplo del reloj parado que vuelve a marcar la hora exacta doce horas después. Yo no comparto esa tesis. Yo no creo que haya atajos en la Historia. Yo no creo que la Historia vuelva a pasar por un reloj parado. Quedamos un día al margen de la Alianza, en la que normalmente hubiéramos estado, y debemos ahora restituir a España la posición que se le negó entonces, seguros de que nuestro destino está unido al destino de los países occidentales de nuestro entorno, seguros también de que cualquier fórmula nueva en que estos países configuren su colaboración para la seguridad y para la paz surgirá dentro de la Alianza misma y será elaborada desde ella por los mismos firmantes del Tratado de Washington»[86].

Y esto es lo que está sucediendo. Hay una situación nueva, radicalmente nueva, a partir de 1989: y uno de los foros en los que se analiza esa situación y se preparan las respuestas es el Consejo Atlántico. Invito al lector a un ejercicio de historia-ficción muy sencillo: suponga que no estuviéramos en la Alianza cuando se ha producido el rapidísimo deshielo de la Europa del Este. ¿No nos sentiríamos de verdad marginados o, peor aún, marginales en la Europa que nace? Si ya nos acecha la preocupación de que se mueva hacia Oriente el centro de gravedad de Europa y nos deje en una lejana periferia, aun siendo miembros de la Comunidad y de la Alianza, ¿cuál no sería nuestra pérdida de pie si nos hubiéramos quedado voluntariamente fuera de la OTAN y hubiéramos seguido la política exterior autónoma de los no alineados, que preconizaban el primer González y el Morán de siempre?

No. No ha perdido interés ni vigencia la polémica atlántica como ejemplo de la resistencia final de España a reintegrarse en las filas de Occidente y Felipe González lo sabe, y con publicidad discreta reconoce el error de su contumacia antiatlántica, y agradece la herencia de UCD. Sobre todo a partir de 1989 y de la revolución de la libertad en el Este de Europa, que ha dejado al descubierto, escandalosamente, sus posiciones ambiguas de 1981, y todavía de 1984, cuando jugaba a la equidistancia entre el Este y el Oeste, cuando pretendía quedarse fuera de la tensión entre dos modelos de sociedad, como si los dos fuesen igualmente vitandos, si no es que se inclinaba a favor de uno, del que se ha venido abajo con estrépito y al que sonreía costosamente ese Ministerio de Asuntos Exteriores bis que regenta Luis Yáñez. Parece muy lejano, pero hace sólo cinco años que el Vicepresidente del Gobierno español huía de España ante la venida del Presidente Reagan para refugiarse en los brazos de los líderes —hoy devorados por la Historia— de los países del Este. Es la política exterior del PSOE la que ha envejecido definitivamente y, con ella, la serie de regates, distingos y melindres con los que Felipe González pretendió cubrir, y disimular, su espectacular palinodia de 1986, la que llamaría él mismo su conversión weberiana.

Lo que hoy está decrépito no es la incorporación de España a la OTAN que decidió mi Gobierno, sino el pintoresco Decálogo que propuso González al Parlamento en febrero de 1986 y que complicó gratuitamente la diplomacia española durante un lustro. Acerquémonos a él como nos acercaríamos a un daguerrotipo amarillento y abarquillado.

En la sesión del 5 de febrero de 1986 pude aplicar al Decálogo aquel viejo juego de palabras que habla de lo nuevo y lo bueno. «Porque es verdad —dije[87]— que entre los diez puntos del Decálogo hay puntos nuevos y puntos buenos, pero también es verdad que los buenos no son nuevos y los nuevos no son buenos». Entre las cosas aceptables que propuso el Decálogo están, en efecto, la adhesión al Tratado de Washington, la no nuclearización del territorio español y la reivindicación —pro memoria— de Gibraltar, puntos que ya habían sido aprobados a propuesta de mi Gobierno por el Congreso de los Diputados en 1982 y no eran, por lo tanto, nuevos. Y entre las novedades del Decálogo están la no participación en la estructura militar integrada de la Alianza, el acceso a la Unión Europea Occidental y la reducción de las fuerzas americanas en España, novedades que tienen muy poco que ver con el interés real de España y de los españoles.

La primera y la última son una mala imitación de la famosa decisión tomada en 1966 por el General De Gaulle. De Gaulle abandonó en aquella fecha la estructura militar de la Alianza y echó de Francia al Cuartel General de la OTAN y a todos los soldados norteamericanos que de él dependían, para sentarse luego, solo y arrogante, sobre su propia fuerza nuclear, columna vertebral de la defensa francesa. Aquella decisión fue equivocada y había de traer, como tantas otras del General De Gaulle, consecuencias malas para la integración europea; lo que no se le puede negar es dignidad y grandeur. Frente a aquel «váyanse ustedes todos», fue casi patética la exhortación de Felipe González: «Yanquis, váyanse ustedes, al menos unos cuantos». Exhortación que, además, no supuso necesariamente una reducción real de la presencia norteamericana en nuestro país, sino una simple reducción contable, porque nunca se había alcanzado antes de 1982 la cifra máxima de tropas norteamericanas en España que autorizaba el Acuerdo bilateral. La reducción, aunque nominal, de tropas americanas en suelo europeo fue un mal servicio a la solidaridad occidental, que en el año 1986 creía imprescindible la presencia de un contingente norteamericano a este lado del Atlántico y lo defendía frente a las continuas peticiones de reducción del Congreso y del Senado de los Estados Unidos. No se entendió en la Alianza Atlántica, ni en las capitales de los países miembros, aquella propuesta del Decálogo sino en los términos electorales en los que sin duda fue concebida y presentada al Parlamento español. Cuando el Presidente del Gobierno dijo, en las declaraciones al diario El País antes citadas, «para que se entienda, aquí no va a haber nadie que tenga que hacer el servicio militar fuera de nuestras fronteras», tampoco se entendía, ni en España ni fuera de España, sino como un mensaje electoral para madres y novias de reclutas españoles. La posición del Gobierno español era tan rebuscada y sinuosa que obligó a una larguísima negociación en Bruselas antes de obtener el necesario visto bueno del Consejo Atlántico. Pertenecer a una Alianza militar negándose a participar en la estructura militar de esa Alianza, que es su núcleo central, es como aquel pastel de liebre sin liebre del que hablaba teológicamente uno de los personajes de Buñuel. El nacionalismo de ambición que practicó De Gaulle se degradaba, en la imitación española, hasta un nacionalismo de dimisión y de confusión. Afortunadamente el viento de la historia se ha llevado muy de prisa toda aquella hojarasca de distingos, dengues y sutilezas que sólo tuvo por objeto cubrir electoralmente la rectificación del Partido Socialista, incluido nuestro cacareado ingreso en la UEO, instrumento entonces de una Pax francesa con la que ha terminado la realidad inevitable de la reunificación alemana.

Toda la política internacional del Decálogo se ha quedado en una finta sin contenido real ninguno. Ni siquiera permanece una de las razones que se dio para tomar esa distancia de nuestros aliados occidentales: el propósito de acotar para España un ámbito propio de política exterior, de originalidad hispánica, que nos distinguiera de nuestros aliados de la OTAN y de nuestros socios de la Comunidad. El progreso de la cooperación política comunitaria es incompatible con aquella pretendida originalidad, cuya única manifestación externa ha sido alguna votación insolidaria y testimonial en la Asamblea de las Naciones Unidas. Sigue, en cambio, en pie, intacta y vigente, la adhesión al Tratado del Atlántico Norte que propuso al Parlamento el Gobierno presidido por mí.

Me parece que la única interpretación no electoral de aquel Decálogo es la que lo muestra como un último esfuerzo, romántico y anacrónico, para salvar la identidad imperial de España en nuestro proceso creciente de integración a los foros internacionales. Hay en él una nostalgia patética del protagonismo que tuvo España hace siglos y que ahora no puede tener, una falta de aceptación del papel solidario que nos corresponde como miembros de la comunidad occidental, un resto del viejo eslogan que se acuñó para consolación de una España entonces marginada: «España es diferente». Fuimos diferentes durante los tiempos de nuestra decadencia, cuando nos sentíamos despojados, y nostálgicos a la vez, de una hegemonía definitivamente acabada. Nuestra decadencia termina con la integración de España en el grupo de las naciones de Occidente, entre las que están nuestros adversarios históricos de ayer, reducidos hoy, como nosotros, a un papel solidario dentro de la Comunidad Europea o de la Alianza Atlántica. Sobre la decadencia de las sucesivas hegemonías española, francesa e inglesa y el recelo ante una inevitable hegemonía alemana, se levanta la realidad ascendente de una Europa nueva en cuya construcción nos corresponde un lugar destacado, pero escasamente original. La incorporación de España a la Comunidad Europea y a la Alianza Atlántica ha sido el final de nuestra larguísima decadencia histórica y el principio de una manera nueva de ser español. UCD lo supo ver así en 1981; el PSOE necesitó cinco años más, pero parece haberlo entendido ya. Este es el sentido último de la polémica atlántica.