Al empezar este capítulo pido a Dios, como Don Quijote, que me ayude y me dé buen suceso, porque ninguna de las aventuras que en este libro se relatan fue tan nueva y tan peligrosa como la de las autonomías, ésa que ha pasado a la historia con el extraño nombre de LOAPA, ni hubo jamás terreno tan minado —entonces y aun ahora— como el suyo.
Viene siendo moneda corriente desde 1978 sostener que el Título VIII de la Constitución salió ambiguo y contradictorio por voluntad o dejación de los Padres Constituyentes, entre los que me cuento. Sin embargo, a pesar de tan unánime convicción, nadie hasta la fecha en que escribo (1990) se ha atrevido, salvo mi Gobierno, con la arriesgadísima empresa de poner orden, o de intentar poner orden, en el proceso desencadenado por aquel texto ambiguo. Yo sí me atreví, seguramente por sentirme antes hombre de gobierno que de partido, y porque miraba más a los problemas del Estado que a las elecciones inevitables o a la crisis de UCD. Una parte menor del intento mereció un final abrupto a manos del Tribunal Constitucional, quien parcialmente descalificó no tanto una parte de lo que la LOAPA decía como el hecho de que lo dijera la LOAPA, por entender el Tribunal que era materia a él reservada y prohibida al Parlamento; pero la mayor parte de la misma LOAPA, y el resto de los que se llamaron Pactos Autonómicos, quedaron en pie y han contribuido a que el curso del proceso autonómico se serenase y pasara (como dicen los estudiantes de Hidráulica) de un régimen turbulento a un régimen laminar[53]. A su sombra terminó el proceso de formación de las Autonomías, quedó trazado el Mapa Autonómico y se aprobaron pacíficamente en el Parlamento los doce Estatutos que faltaban.
Una vez más vuelvo al discurso de investidura, donde quedó dicho mi propósito sobre esta grave cuestión, y vuelvo también a recordar que aquel discurso fue pronunciado el 18 de febrero de 1981 y es, en consecuencia, anterior al 23F. No está de más este recuerdo, porque se sigue diciendo[54] con ligereza que la política autonómica de mi Gobierno fue una cesión a los golpistas o, al menos, un corolario del golpe militar. Y eso no es exacto[55]. Acertada o no, la política que condujo a los Pactos Autonómicos de julio de 1981, y a la LOAPA entre ellos, fue una decisión mía que se anunció en el discurso de investidura cinco días antes del 23F.
Además, la decisión estaba en mi ánimo, realmente, desde mucho antes. Yo había sido Ministro en todos los Gobiernos de la transición desde 1976 y conservaba el recuerdo vivo del temporal autonómico rompiendo periódicamente sobre la mesa del Consejo. De manera singular recordaba la negociación durísima con el PNV y Convergencia a partir de los textos de Guernica y de Sau; aquel pulso entre unas fuerzas nacionalistas que no necesitaban, ni querían, medir el alcance nacional de sus pretensiones, y un Gobierno incapaz de fijar claramente las suyas, fue justamente calificado de dramático y dejó en mi ánimo un deseo vehemente de clarificación. La que intentó UCD en Andalucía tuvo la suerte miserable que todos conocen; yo quise proceder con más rigor.
José Pedro Pérez-Llorca, con quien siempre me entendí muy bien pese a la fama que los dos tenemos de difíciles, me había contado su angustia como responsable de aquella negociación y de la fórmula andaluza; y, en abril de 1981, siendo él Ministro de Asuntos Exteriores, me envió a la Moncloa un par de notas largas «para ayudarte con todas mis fuerzas a que nos hagas salir con bien de nuestros problemas». La expresión que he subrayado señala agudamente la preocupación que tenían entonces muchas personas responsables ante el estado de la cuestión autonómica.
Después del escándalo andaluz nadie, ni en el Gobierno, ni en UCD, ni en la oposición tenía las ideas claras —salvo una vez más los partidos nacionalistas, que se colaban por la brecha del Título VIII legítimamente, inteligentemente, pero también irresponsablemente, porque ni podía atribuírseles, ni ambicionaban, una verdadera responsabilidad nacional. Ésta era la situación cuando llegué a la Moncloa: una cabeza clara del partido socialista, Carlos Solchaga, la describió así año y medio más tarde, en el debate sobre la LOAPA:
«Desde diciembre de 1978, en que es refrendada la Constitución española, hasta julio de 1981, en esos dos años y medio transcurridos, el proceso de construcción del Estado de las Autonomías resultó ser un camino tortuoso y, conforme transcurrió el tiempo, cada vez más erizado de peligros. Es verdad que se habían promulgado por estas Cortes los Estatutos de Euzkadi y de Cataluña; pero qué duda cabe que la negociación de los mismos y su final aprobación se llevó a cabo en medio de fuertes tensiones y dejando en el ambiente dudas razonables sobre si el tema se había llevado de la mejor de las maneras posibles o si, por el contrario, las concesiones habían predominado sobre los acuerdos libremente alcanzados, fruto de una interpretación unánime del Título VIII de nuestra Constitución».
«Por lo demás, toda la maquinaria de funcionamiento de las competencias de autogobierno estaba todavía por acabar de hacerse: la LOFCA y los Conciertos Autonómicos, con las Leyes complementarias sobre cesión de tributos, valoración de servicios y determinación del cupo estaban todavía sin acabar de tramitarse y añadían tensiones adicionales al ya difícil y poco ordenado proceso de asunción de competencias y transferencias de servicios».
«Todas sus señorías saben como yo mismo el difícil recorrido del Estatuto de Galicia que hubo de ser devuelto a la Comisión Constitucional; y todavía están frescas en las mentes de todos nosotros las consecuencias políticas de los vericuetos por los que hubo de atravesar la región andaluza hasta que alcanzó el nivel de autonomía que la mayoría de su población deseaba. Los Estatutos de Aragón y Baleares estaban empantanados desde hacía meses cuando se firmaron los pactos autonómicos; persistía el problema segoviano en la Comunidad de Castilla y León y el madrileño en la de Castilla-La Mancha; los problemas específicos de la Comunidad canaria parecían entonces insalvables, y los problemas lingüísticos y de otra naturaleza amenazaban encrespar el proceso autonómico del País Valenciano. Y lo que es peor de todo esto, no existía un mapa autonómico en julio de 1981, ni una distribución clara de cauces y techos de competencias que nos permitieran a unos y a otros vislumbrar el final del proceso en el que nos habíamos embarcado. Es verdad que, a tenor de su Título VIII, así lo quería la Constitución; pero es verdad igualmente que la prudencia política aconsejaba poner coto razonable a una situación que había hecho de la fuerza de negociación, respaldada muchas veces por coyunturas ajenas a la forma de demostración de la voluntad colectiva en una democracia, la última “ratio” de la marcha que adoptaba el proceso autonómico en cada región o nacionalidad y, por consiguiente, en el conjunto del Estado»[56]. Hasta aquí la muy larga cita.
Yo ni quería, ni podía estar en la Moncloa sin hacer alguna claridad en aquella situación tan confusa; no me sentía capaz de permanecer en el puente sin una carta que marcase, con más o menos precisión, el rumbo de la nave del Estado hacia la llamada España de las Autonomías.
Por eso, apenas llegado a la Moncloa decidí encargar a una Comisión de expertos un Informe sobre la ordenación del proceso autonómico que sirviera de base razonable y seria a la discusión parlamentaria posterior. Inicialmente pensé en algo parecido a las Royal Commissions británicas: precisamente una de ellas había producido en 1973 el famoso Informe Kilbrandon sobre cuestiones autonómicas, que tuve ocasión de conocer cuando el debate constitucional. En las Royal Commissions colaboran, como es sabido, expertos y parlamentarios, según métodos que tienen larga tradición en el Reino Unido: la falta de una tradición semejante entre nosotros, y las pasiones que suscitaba (y aún suscita) la cuestión autonómica, me llevaron a preferir una Comisión formada sólo por expertos, que trabajara independientemente y entregase luego su trabajo al Parlamento. Apenas filtrada esta idea se me vinieron encima las críticas de los partidos:
«¿Para qué los expertos? ¿Es que los parlamentarios y el Gobierno no saben lo que quieren?»
La respuesta, que no me pareció prudente dar entonces, era sencilla:
«Pues claro que ni el Gobierno, ni los Partidos, ni el Parlamento saben hoy por dónde salir de la confusión reinante».
Con la salvedad siempre de los partidos nacionalistas, que sí sabían perfectamente lo que querían: apurar al máximo el margen no definido del Título VIII sin medir ni prever el alcance nacional de tan legítima ambición.
Así que preferí formar una Comisión de expertos y acotar para ella un ámbito de reflexión entre las impaciencias, las improvisaciones y la pasión de los políticos. La última palabra la diría, naturalmente, el Parlamento (mejor dicho, la penúltima, porque la última corresponde siempre al Tribunal Constitucional, y yo me preocuparía —como luego se dirá— de hacer lo necesario para facilitar, y urgir, esa palabra definitiva).
En los primeros días de marzo de 1981 hablé separadamente con Rodríguez Sahagún, Felipe González y Jordi Pujol (el miércoles 4), con Garaicoechea (el 5), con Fraga (el 10) y con Carrillo (el 11). Lógicamente, el golpe militar se llevó la mayor parte de aquellas conversaciones, pero quise sondear en todas ellas la cuestión autonómica, aun a sabiendas de que no era posible obtener unanimidades. Desde el primer momento encontré, sorprendentemente, en Felipe González la misma preocupación que yo tenía y el apoyo que yo necesitaba: saludable rectificación, porque en el pasado próximo el PSOE, más atento a los votos que a los problemas de Estado, se había inhibido en el problema vasco y catalán[57], había permitido los excesos verbales de Benegas y había puesto a su servicio el error andaluz de UCD, dejando solos al Gobierno y a su partido por el minado campo del Título VIII de la Constitución. Esa coincidencia inicial con González animó los que más tarde se llamarían Pactos Autonómicos. Creí ver claro en aquellas primeras conversaciones que sólo el PSOE —venido en este punto a la ética de la responsabilidad— era capaz de mantener, con UCD, una actitud de gobierno, acaso porque sospechaba que iba a gobernar pronto; y pude comprobar más tarde la que me atrevo a llamar dimisión de los restantes partidos en cuanto a la construcción de la España de las Autonomías: era ciertamente más fácil, y quitaba menos votos, no ceder a nadie en el entusiasmo autonomista que pretender racionalizarlo.
El lunes 9 de marzo había reunido en mi despacho a la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Autonómicos, de la que era Vicepresidente Rodolfo Martín Villa en su condición de Ministro de Administración Territorial; a la salida analicé con él y con Pío Cabanillas, Ministro de la Presidencia, los términos en que podría hacerse la convocatoria de la Comisión de Expertos, y las personas que habrían de integrarla. Pensé muy pronto en Eduardo García de Enterría, de quien recordaba tres excelentes artículos publicados en El País sobre la cuestión autonómica[58], escritos con sistema y precisión; sin duda me animó también el prestigio que siempre ha tenido para mí el Cuerpo de Letrados del Consejo de Estado. Me pareció preferible acudir a un administrativista, porque necesitaba un informe pragmático y directamente aplicable sobre cuestiones muy concretas como la Función Pública, la Administración periférica o la financiación de las Autonomías; y no estaba seguro de que un trabajo así conviniera a los muy ilustres constitucionalistas que tiene la Universidad española: esa preferencia me costaría cara.
El miércoles 18 de marzo llamé a Enterría y pude vencer una resistencia inicial suya que atribuí a pudores profesorales y a un celoso amor a su independencia académica: quiero repetir aquí mi agradecimiento y mi admiración por Enterría, que no han podido empañar peripecias posteriores; sus ideas resonarán más de una vez en lo que sigue. Le ayudó a aceptar mi ofrecimiento el hecho de que yo contara, en principio, con el apoyo del PSOE; es decir, la certeza de que la Comisión de Expertos iba a tener un carácter bipartisano, como dicen los norteamericanos. Le pedí que propusiera nombres no vinculados a los partidos, buscando un equilibrio de simpatías políticas dentro de la Comisión, y le hice la reserva de una consulta con González, que fue resuelta favorablemente aquella misma tarde. El jueves 2 de abril quedaron claros los términos de un acuerdo entre Felipe González y yo, y se dio a la Prensa la nota siguiente:
«En la tarde de hoy el Presidente del Gobierno D. Leopoldo Calvo-Sotelo ha recibido en la Moncloa al Secretario General del Partido Socialista D. Felipe González».
«En la entrevista trataron de un modo preferente el tema autonómico y en especial sobre la necesidad de proceder con determinación a establecer el modelo global del Estado de las autonomías, dentro del marco de la Constitución y del respeto a los procesos autonómicos en curso, articulando con claridad la estructura administrativa que ha de resultar del sistema autonómico y dictando las disposiciones normativas que sobre competencias del Estado prevé el artículo 149 de la Constitución».
«También coincidieron en estimar que, para el eficaz y riguroso tratamiento de estos problemas, será conveniente contar con la colaboración de una Comisión de Expertos cualificados e independientes, designada de mutuo acuerdo y a la que se encomendará el estudio y la propuesta de las soluciones pertinentes. Se convino en que dicha Comisión actúe dentro del Centro de Estudios Constitucionales y en designar Presidente de la misma al profesor D. Eduardo García de Enterría».
«La semana próxima tendrá lugar una reunión política para llevar a la práctica lo acordado y concretar el procedimiento de trabajo a seguir.
Madrid, 2 de abril de 1981».
En los días siguientes se decidieron los nombres de los expertos[59] y se fijaron los términos del trabajo que se esperaba de la Comisión. Ésta quedó constituida el martes 7 de abril, y el mismo día envié una nota a Pujol, Garaicoechea, Carro y Carrillo para su «información y con el ruego de reserva».
De las escuetas instrucciones que se dieron a la Comisión cabe inducir cuáles eran las preocupaciones subyacentes. Ya entonces se imponía a todos como inevitable lo que empezaba a llamarse «generalización del hecho autonómico». No consta que los Padres Constituyentes hubieran creído que sólo iban a deducirse del Título VIII tres o cuatro Comunidades Autónomas, o que las Comunidades Autónomas que se constituyeran no agotarían nunca el territorio nacional: pero aunque así hubiera sido, nadie ponía ya en duda a principios de 1981 la extensión del sistema a toda España; y esta convicción exigía una ordenación global del proceso, que no se entendió necesaria, o no fue posible, en 1978. Una ordenación del proceso pendiente, que partiera de los Estatutos ya aprobados y no revisables —por lo menos entonces— y dirigiera la negociación de los nuevos Estatutos hacia un modelo final coherente de Estado, un modelo querido y no confusamente resultante de una serie de iniciativas autonómicas autónomas, si se me permite la aparente redundancia, negociadas sucesiva e independientemente como se deduce del principio dispositivo que establece la Constitución.
Pensaba yo entonces que una ordenación así tendría que ser grata a las Autonomías históricas vasca y catalana, a cuyos Estatutos no podría legalmente afectar: el hecho de que los demás se negociaran dentro de un marco común no haría sino destacar la singularidad de los primeros, fruto de una negociación exenta, y conduciría a una España Autonómica de dos velocidades, como catalanes y vascos deseaban. Pero me equivoqué: ni supimos explicar a Convergencia y al PNV nuestro propósito, ni era posible, probablemente, darles garantías formales suficientes de que aquel esfuerzo ordenador no enervaría el desarrollo (la profundización, como se decía ya entonces) de los Estatutos catalán y vasco. Por ello la LOAPA, según dijo Carrillo con frase feliz, fue concebida en pecado, en pecado de soledad[60]. Una vez más jugaba el hecho originario: el Título VIII y los dos primeros Estatutos eran, a la vez, ambiguos y contradictorios; Convergencia y el PNV esperaban —y esperan aún— ir resolviendo a su favor las ambigüedades y las contradicciones, a lo largo de una serie de pulsos entablados con el Gobierno central y ganados por la tenacidad nacionalista. Años más tarde, dirigiéndose al Parlament de Catalunya en un Debat General sobre l’Estatut (febrero de 1987), Jordi Pujol hablará del techo de sus ambiciones, con la paciencia de quien repite algo de clavo pasado:
«Jo li dic sempre. De 1979 encá… volem el sostre que aquest Estatut, amb les lectures d’aleshores, creiem que assenyalava. I aquest sostre, quin es? És el que resultaría del fet que la Generalitat guanyés tots els recursos al Tribunal Constitucional que nosaltres hem presentat, o que ha presentat el govern central. Aquest és el sostre al qual aspirem». (La cursiva es mía).
A esta aspiración radical no le podía sentar bien el propósito ordenador y racionalizador de la Comisión de Expertos.
«¿Qué tiene que ver el señor Enterría con el Estatut?», me dijo mi buen amigo Miguel Roca el 8 de abril, sumando al recelo que le inspiraban los expertos la santa indignación del creyente ante el exégeta infiel que pone sus manos sacrílegas sobre las Sagradas Escrituras.
No supimos desarmar los recelos de vascos y catalanes, que fueron los más eficaces opositores de los Pactos Autonómicos —unos pactos, sin embargo, pensados para los demás y que podrían haberse administrado como consagración de la preeminencia catalana y vasca en la naciente España de las autonomías. Yo, sin embargo, no regateé esfuerzos, fundados en la excelente relación personal que de tiempo atrás tenía con Jordi Pujol y Miguel Roca, y en la admiración no exenta de envidia que siempre he sentido por la capacidad política del President de la Generalitat.
Pujol fue el primer político ajeno a UCD a quien recibí en la Moncloa, antes incluso que a Felipe González; vino a mi despacho oficial a las doce de la mañana del martes 4 de marzo, cinco días después de haber yo jurado como Presidente del Gobierno en la Zarzuela[61]. Y volví a recibirlo el 8 de abril, para decirle quiénes iban a formar parte de la Comisión de Expertos: en esta segunda ocasión se manifestó vehementemente contrario a la idea misma de la Comisión, con una claridad cortés y agria:
«La Comisión no hace falta —me dijo— y, además, se dedicará a proponer leyes de armonización contra nosotros. Te recuerdo que el Título VIII no es de Convergencia, sino de UCD y del PSOE: Convergencia quería un proceso autonómico de dos velocidades. Cuando salga de aquí, tendré que decir a la Televisión que las cosas no van bien».
Esta última sería, en adelante, su queja sistemática al salir de mi despacho cada vez que vino a verme, incluso un día en que pude contestar con un sí a las tres reclamaciones que me hizo. Pujol ha utilizado, con inteligencia y eficacia extraordinarias, el conocido argumento de la paloma de Kant que veía la resistencia del aire como un obstáculo, y no como la causa posibilitante de su vuelo. Pujol, y los nacionalistas en general, pero Pujol de manera eminente, se quejan por principio, y menos ingenuamente que la paloma, del obstáculo que es para ellos el Gobierno de Madrid, aunque saben muy bien que ganan las elecciones precisamente por la habilidad con la que administran ese obstáculo. Cuando ya no era yo Presidente del Gobierno coincidí con Pujol en el Palacio Real y le saludé diciendo:
—«Buenos días, Presidente, ¿cómo te va?»
—«Siempre lidiando problemas con el Gobierno de Madrid».
—«Y el día en que no los tengas ¿seguirás gobernando tan cómodamente en Barcelona?»
El Rey, que practica una cordialidad peripatética en los actos sociales, se había acercado a nosotros sin que lo advirtiéramos y tuvo tiempo de oír el breve diálogo; me pareció atisbar un esbozo de sonrisa regia (casi inconstitucional), que Su Majestad cortó inmediatamente para imponer otra conversación. Mis relaciones con Pujol y con Roca fueron frecuentes durante el largo proceso de los Pactos Autonómicos: Pujol vino muchas veces a la Moncloa; Miguel Roca hablaba conmigo en los pasillos del Congreso; yo hice varias visitas a Barcelona y nos cruzamos algunas cartas. Copio un párrafo revelador de la muy larga que fechó el Presidente de la Generalitat en Barcelona el 15 de abril de 1981:
«No pretendo negar que seguimos viendo con prevención la Comisión de Expertos. Pero, por supuesto, aceptamos tu invitación a participar en la discusión política que va a tener lugar a su entorno… (aunque) tenemos claros indicios de que existe el deseo de desprestigiar a Cataluña, de renovar el proceso de erosión a que ha estado sometida y a marginarla. Sé que éste no es tu propósito ni el de tu Gobierno, pero el clima que se está intentando crear podría incidir negativamente, y creo que injustamente, en las decisiones que afectan a Cataluña… Reitero nuestra voluntad de aplicar la política que nos marcó Cambó: queremos para Cataluña libertad, y para España la grandeza».
Los párrafos revelan una desconfianza que sin duda Pujol vería también en mi actitud: la vieja desconfianza histórica entre Madrid y Cataluña. Subrayo la prevención catalana hacia la Comisión de Expertos, que apenas había comenzado sus trabajos; y el temor a campañas contra Cataluña, que existen o se están creando (sin que se sepa quién es el responsable de esa existencia, o del verbo crear, escrito en el modo siempre elíptico de la pasiva refleja). Y evoca también la carta uno de los centros permanentes de discusión en esta materia: el papel de Cataluña y el de España. La bella fórmula de Cambó (político para mí ejemplar y admirable, desde que leí y anoté los volúmenes de Jesús Pabón) casi me parece en la cita de Pujol una versión ennoblecida del famoso «pacto nefando». La conjugación de Bismarck y Bolívar (Bismarck de España y Bolívar de Cataluña) que Alcalá Zamora veía imposible en Cambó, sigue siendo posible en el ánimo de las mejores cabezas catalanas de hoy, y seguimos sin entenderla bien desde Madrid. Miguel Roca se refiera a ella extensamente en la carta que me escribió a la Moncloa el 26 de junio de 1981, a punto de ausentarse él «durante un mes fuera de España». La carta me pareció dura, viva y, a veces, áspera: «Es una carta catártica —dirá hacia el final— en la que me libero de muchas inquietudes». Entre ellas, la del papel de los catalanes en la política española:
«… En conclusión, se quiere aparentar (otra vez la pasiva refleja) la imagen de que España no es nuestro problema; no debería importarnos ni el modelo de Estado, ni el modelo de sociedad, ni sus relaciones exteriores… Se nos quiere limitar exclusivamente a Cataluña, para denunciar después nuestra falta de solidaridad…»
Le contesté casi a vuelta de correo:
«Sé que no leerás esta carta hasta dentro de un mes, pero quiero contestarte inmediatamente para que tengas mi primera reacción. Comprendo tus razones, aunque no creo que tengas razón. He procurado siempre informaros a Jordi y a ti de los grandes problemas que me preocupan. Y en el problema específico de las Autonomías, os he enviado al mismo tiempo que a los demás partidos políticos el Informe Enterría, pidiendo vuestras observaciones; otros partidos las han enviado[62] pero vosotros no: más bien habéis manifestado vuestra disconformidad con la creación de la Comisión de Expertos, y vuestro desinterés por los problemas generales del Informe, y habéis centrado vuestra preocupación en lo que pudiese afectar a Cataluña. No os hemos tratado en este tema de distinta manera: tal vez os habéis comportado vosotros de manera distinta…»
Podría haberle recordado nuestra reunión en mi despacho de la Vicepresidencia Segunda del Gobierno el martes 3 de febrero del mismo año 1981, recién designado yo por mi partido (el viernes 30 de enero) como sucesor de Suárez, cuando le pedí el voto de la Minoría Catalana para mi investidura:
—«Miguel, espero que me votéis y que pueda ser elegido en la primera votación».
—«Leopoldo, eso depende».
¿De qué dependía? De un compromiso mío en materia autonómica. De un compromiso mío sobre la profundización del Estatuto. Yo le dije que no podía pagarle en términos de Título VIII de la Constitución, que prefería —si ése era el precio— ser suspendido en la primera votación como candidato y aprobar en la segunda (Fraga me había dicho la noche anterior que no me daría su voto). Yo había acotado para Roca buena parte de la mañana, excusando mi presencia en la Comisión Delegada de Asuntos Económicos que se reunía a las diez y media. Pero nuestro diálogo fue tan breve que pude presidir la Comisión desde el principio.
Vino a mi memoria, mientras la presidía sin atender, la reunión constituyente del que iba a ser el Gobierno Aznar, último de la Monarquía, en el despacho de Berenguer el 17 de febrero de 1931. Bertran i Musitu asistía a ella en representación de Cambó —ya enfermo— y con una nota suya escrita «des del llit» en la que exigía, para que la Lliga participase en el Gobierno, que éste se comprometiera, «a concedir 1’Autonomía de Catalunya»[63]. La Monarquía de Alfonso XIII agonizaba en la calle, en los despachos oficiales y en Palacio, y el propio Cambó desfallecía en la habitación de un hotel, pero las instrucciones que daba a Bertran eran terminantes: no habría participación de los catalanes en aquel intento desesperado de salvación sin un compromiso previo sobre el Estatuto Catalán. La mayoría de los reunidos en Buenavista se resistía «a convenir bajo tal presión en cosas (que podían ser) opuestas al interés nacional»[64]. Sólo el pragmatismo de Romanones, verdadero director de aquel cotarro, le permitiría llevarse el gato al agua «venciendo las repugnancias que algunos sentíamos y la natural resistencia a aceptar las condiciones que los catalanes nos imponían»[65].
La historia será maestra de la vida; pero si yo no hubiera leído demasiada historia, quizás habría vuelto de mi decisión para llamar otra vez a Roca y convenir con él. Ni 1981 era 1931, ni Pujol era Cambó. Un acuerdo con la minoría catalana hubiera cambiado el signo de mi Gobierno. ¿O quizá no?
Mi amistad y mi estimación por Roca no sufrieron después de aquella escena. Meses más tarde le preguntaba si quería ser Ministro en mi segundo Gobierno: pero no insistí bastante, ni formalicé la propuesta. Fue una lástima.
El papel de Cataluña en España subyace, como problema, en la «operación Roca» de 1986; que debió llamarse, realmente, «operación Pujol». Iba dirigida a la «España grande» desde la «Catalunya libre»; la «España grande» no la entendió. Se puede analizar largamente el problema: siempre quedará un residuo insoluble, no analizable ulteriormente. Ése es el verdadero hecho diferencial.
Me he detenido largamente en mis relaciones con la minoría catalana durante la gestación y el cumplimiento de los Pactos Autonómicos. Con Arzallus y Garaicoechea no hablé tanto, seguramente porque no preexistía una relación de amistad personal como con Pujol y Roca; por la misma razón el diálogo fue menos abierto y me atrevo a decir que menos franco. El PNV se opuso también —y más radicalmente, si cabe— a los Pactos Autonómicos, pero dio la impresión de abandonar en manos de CDC la vanguardia pública de esa posición institucional[66]: a mí me hablaba Arzallus más de un pretendido «parón autonómico» que de la Comisión Enterría, y me enviaría diligentemente sus comentarios —negativos— al Informe poco después de que se lo hiciera llegar. Mis conversaciones con Garaicoechea acababan siendo monográficas sobre terrorismo y orden público y no faltó alguna vez en ellas una violencia verbal que nunca se dio con los catalanes[67]. Conviene recordar que la posición del PNV en tal delicada cuestión no había llegado entonces a la mayor claridad que alcanzaría más tarde: yo tuve que arrastrar literalmente a Garaicoechea conmigo al primer entierro en Bilbao de dos policías nacionales asesinados por ETA durante mi mandato. Le presté incluso una corbata negra que se puso obediente, para quitársela poco después con la excusa de que desentonaba.
Al PC y a AP les molestó desde el principio la colaboración Gobierno/PSOE: Carrillo se retiraría de los Pactos a última hora, amparando inteligentemente su retirada en la posible inconstitucionalidad de la LOAPA. Fraga no asistió nunca a las reuniones preparatorias convocadas por mí: primero enviaba a Carro y más tarde a Lapuerta, devaluando ostensiblemente la representación; Lapuerta abandonaría horas antes de firmar, sin explicaciones. A Fraga lo han descolocado siempre las acciones prudentes del Gobierno: tenía que estar conmigo en los Pactos Autonómicos, y con González en la OTAN o en el 14 D: y no estuvo. Suele predominar en él la oposición sobre la posición y, a veces, el temperamento sobre la inteligencia.
Ciertamente, después del fracaso inicial con los nacionalistas no parecía necesario, ni aun conveniente, envolver el acuerdo Gobierno/PSOE en un ámbito aparentemente mayor: de ahí que la fase final de las negociaciones que darían lugar a los Pactos se celebrara en mi despacho entre González, Guerra, Martín Villa, Arias Salgado y yo. Nuestra negociación en ese círculo restringido estropeó técnicamente el texto que nos había propuesto la Comisión Enterría, y sobre todo el articulado de la LOAPA: este último sufriría aún más a manos de la Comisión Parlamentaria que lo dictaminó. En los últimos días de Julio (los Pactos se firmaron el viernes 31) intenté llevar a la mesa de negociación con el PSOE algunas propuestas transaccionales que me había enviado Roca: la posición de Guerra fue de cerrada negativa. Me sorprendió su rigidez: pensé que se temía un acercamiento electoral UCD/CiU —tan plausible como inalcanzable entonces.
Tuve especial interés en urgir la entrada en liza del Tribunal Constitucional. En este punto discrepaba de una opinión muy en boga desde 1979, según la cual no debían trasladarse al Tribunal los problemas políticos derivados de la ambigüedad del Título VIII. Como me parecía insensato proponer una reforma de la Constitución, e imposible replantear un consenso que ya había sido insuficiente en el debate constitucional y en el de los Estatutos catalán y vasco[68], no me quedaba otro camino que ir por la senda parlamentaria, de acuerdo con el PSOE, hasta donde fuera constitucionalmente posible, y urgir, pasándome un poco, la última palabra del Tribunal Constitucional. Y así lo pacté con Felipe González quien en el primer día del debate en Pleno de la LOAPA propuso al Gobierno, de acuerdo conmigo, «que tenga la paciencia de empezar a aplicar esta Ley a partir de la resolución del Tribunal Constitucional» porque, al terminar el debate, va a haber «una clara voluntad» de acudir a él. Rafael Arias Salgado, en nombre del Gobierno, aceptó inmediatamente su propuesta. La Disposición final l.a de la LOA-PA diría: «La presente Ley entrará en vigor a los cinco meses de su publicación en el Boletín Oficial del Estado»[69].
Y el Tribunal entró en liza. La sentencia se hizo esperar un año. Acababa yo de perder las elecciones de octubre cuando coincidí con García Pelayo, Presidente del Tribunal, en un acto público:
«¿Habéis visto muchos pecados en la LOAPA?», le pregunté. «Algunah cosiyah», me dijo, con su acento del sur pasado por ultramar, mirándome de soslayo y displicentemente.
Esas cosiyah dieron, y darán, mucho que discutir a los políticos y a los juristas. Cuando llamé a Enterría para constituir la Comisión de Expertos (18 de marzo de 1981), el Tribunal Constitucional era nuevo en la plaza: había dictado sólo dos sentencias, de ellas una sobre cuestiones autonómicas[70]. Cuando se hizo pública la sentencia de la LOAPA (5 de agosto de 1983) eran veintisiete las ya dictadas por el altísimo Tribunal, la mitad sobre problemas de las Autonomías[71]. Sin duda los Pactos y la LOAPA sirvieron para estimular su trabajo en tan incómoda cuestión: al menos esa eficacia mayéutica sobre el Alto Tribunal no podrá negársele a mi iniciativa.
La famosísima Sentencia declaró insconstitucionales buena parte del Título I de la Ley y su carácter orgánico y armonizador. No añadiré yo a mi insolencia de entonces (como Presidente del Gobierno que invadió un terreno acotado para el Tribunal) una insolencia mayor invadiendo ahora (como Ingeniero de Caminos que discrepa de una Sentencia inapelable) el coto sagrado del Derecho constitucional. Son ya numerosos los estudios que han publicado los juristas. Me atreveré sólo a esbozar algún comentario político.
En el momento en el que se dicta la Sentencia (dos años después de los Pactos Autonómicos), el Título I es ya casi inútil; en primer lugar porque ha terminado la elaboración de los Estatutos, y en segundo lugar porque sus criterios han sido tratados por el Tribunal en sentencias dictadas durante ese plazo, sin rectificar por cierto uno solo de los contenidos materiales de la ley, sino confirmándolos y desarrollándolos con la mayor precisión que la jurisprudencia puede tener, al referirse a casos concretos, en relación con la Ley misma. La supresión parcial del Título I, cuando ya no hacía falta, ha tenido ventajas políticas porque la norma, incorporada a las disposiciones autonómicas de los doce Estatutos elaborados durante mi Presidencia, hubiera resultado para los nacionalistas inútilmente molesta. Como dijo con precisión el Diputado Marcos Vizcaya, del Grupo Parlamentario Vasco, PNV, en el Debate de Totalidad de la LOAPA:
«… (La LOAPA) es una Ley innecesaria precisamente por llegar tarde. Antes de que esta Cámara… tenga conocimiento (de ella)… la LOAPA ya es una realidad en la práctica estatutaria… Con la LOAPA ha pasado al revés que con el Cid, que ganaba batallas después de muerto. La LOAPA ha ganado batallas antes de nacer». (La cursiva es mía)[72].
Éste es el mejor elogio posible a la LOAPA.
El Informe Enterría, y luego los Pactos Autonómicos, tuvieron la virtud de cerrar la situación abierta por la dramática negociación de los Estatutos Vasco y Catalán, y que corría el riesgo de prolongarse en cada una de las discusiones de los Estatutos restantes por la inevitable puja que la rivalidad electoral entre los partidos había comenzado a establecer en los debates estatutarios; rompieron además el tabú que venía pesando sobre la cuestión autonómica, la presunción de intocabilidad que la protegía y que enarbolaban con el fervor del creyente los nacionalistas; permitieron la elaboración pacífica y unánime de doce Estatutos y el cierre del mapa autonómico de España: mapa destinado a durar, asi lo espero, tanto como el de Javier de Burgos que dibujó la estructura provincial; y sosegaron, en fin, el proceso autonómico, todavía hoy in fieri pero que discurre ya por cauces normales. Además, y sin contradicción real con lo anterior, la Sentencia dio seguridades a los nacionalistas sobre el rango de los Estatutos y contribuyó al arraigo de esa Institución clave que es el Tribunal Constitucional.
Al mantener el carácter orgánico de la Ley, sabiendo que era jurídicamente vulnerable, mi Gobierno pretendía echar un cerrojo de seguridad a los Pactos Autonómicos, vinculando a UCD y al PSOE en una mayoría cualificada, y facilitar al mismo tiempo la interposición del recurso previo de inconstitucionalidad. Tan claro era mi deseo de que entrase en liza el Tribunal que pensé seriamente en que el Gobierno mismo interpusiera el recurso: una nota de mi directo y dilecto colaborador en la Presidencia Manuel Villar Arregui, lúcida y brillante como todas las suyas, me convenció de lo extrañamente autocrítica y penitencial que hubiera parecido tan rebuscada iniciativa.
Por cierto que el propio Marcos Vizcaya acertó una vez más al expresar así la preocupación de los nacionalistas por esa entrada en liza del Tribunal Constitucional, animada desde los Pactos:
«… Yo creo que sería también muy importante… llegar a un acuerdo sobre lo que se somete al Tribunal Constitucional, (sobre) cuál es el contenido que se plantea ante el Tribunal Constitucional, porque —y yo quiero dejarlo aquí bien claro— una cosa es que el Tribunal incida en los conflictos que se vayan planteando a medida que se vayan aplicando determinados artículos de la LOAPA, y otra cosa es que echemos sobre las espaldas del Tribunal Constitucional la responsabilidad política y las consecuencias políticas de esa Ley…»[73].
Aquí resuena la tesis, muy razonable y muy en boga entonces como ya he dicho, según la cual debíamos ser los políticos, y no el Tribunal, quienes completáramos el impreciso dibujo del Título VIII.
La LOAPA, en suma, jurídicamente vulnerable y vulnerada, fue políticamente saludable, y contribuyó a la definición y a la salud de la España de las Autonomías, enferma de ambigüedad, de indefinición y de sacralización antes de la Ley, algo más sana desde entonces y definitivamente trazada.
Y quiero añadir, me atrevo a añadir, un comentario personal, menos fundado que malicioso, sobre la que fue para mí vehemente sospecha en 1981, 1982 y 1983. Antes he escrito que preferí en la Comisión de Expertos un color administrativista a un color constitucionalista; y que esa preferencia me costó cara. Con el máximo respeto a las personas diré que la Sentencia de la LOAPA se puede mirar también como un inteligente desquite de politólogos enojados.
Un dato posterior vino a animar esa sospecha. El Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales fue concedido el 22 de junio de 1984 a Eduardo García de Enterría, en reñida votación final en la que obtuvo siete votos frente a los cinco de Ramón Carande. Presidía el Jurado Manuel García Pelayo, Presidente también del Tribunal Constitucional y eminente politólogo. Cuando el Jurado, resuelta ya la votación, procedió a redactar las breves líneas en las que se acostumbra a motivar el premio, parece ser que hubo una primera redacción que calificaba a Enterría como «profesor y jurista de reconocido prestigio en España y en el extranjero… con marcada influencia en la renovación científica del Derecho Público…». Lenguas anónimas cuentan que, llegando a este punto el Secretario en su lectura del proyecto de Acta, el doble Presidente García Pelayo interrumpió vehementemente para rechazar que se atribuyese a Enterría la renovación del Derecho Público, precisando que le parecía más ajustado a la realidad localizar su labor científica en el Derecho Administrativo; se aceptó la corrección, bien que añadiendo «… y en el enfoque de otros sectores del Derecho Público». No pude evitar entonces, ni ahora al rememorar el presunto incidente, una sonrisa que nace de la Sentencia de la LOAPA.
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Enfriado el debate autonómico después de la sentencia famosa, vuelve a encenderse seis años más tarde, y alcanza una nueva cima con las mociones de autodeterminación aprobadas por los Parlamentos Vasco y Catalán en diciembre de 1989 y febrero de 1990. No es ajena a ese reverdecimiento la catarsis histórica desencadenada en los países del Este europeo, y los espasmos nacionalistas que la acompañan. También la ebullición de nacionalidades que siguió a la caída del imperio austro-húngaro en 1918 relanzó, en Cataluña y en Madrid, la polémica sobre el Estatut; hay un debate famoso en el Congreso de los Diputados, a finales de octubre de aquel año, que enfrenta a Cambó con Alba y precipita la crisis del Gobierno Nacional. Hoy, en circunstancia internacional análoga, vuelve a plantearse, como entonces, la cuestión permanente de Cataluña en España. Sobre ella dije unas palabras presentando a Miguel Roca en la tribuna del Club Siglo XXI el 20 de octubre del 89, pocas semanas después de los incidentes que se produjeron con motivo de la inauguración por Sus Majestades los Reyes del Estadio Olímpico de Montjuich. Copio algunos párrafos de aquella intervención para cerrar con un comentario actual este capítulo retrospectivo sobre la inacabada historia de la España de las Autonomías.
«Si al llegar el régimen que ha de sustituir a la Dictadura no se va lealmente a la solución del problema catalán, la inmensa tarea de iniciar en España la instauración de un régimen democrático será perturbada por el problema de Cataluña. Los catalanes, en vez de aportar su concurso a la estructuración de España, se verán condenados a la triste misión de perturbarla… y el necesario concurso catalán se convertirá en una dificultad más que añadir a las existentes».
«Esto dejó escrito Francisco Cambó hace 60 años, cuando agonizaba la dictadura Primo de Rivera, en la página final de su opúsculo “Por la Concordia”. Pero el párrafo pudo también haberse escrito en los últimos años del régimen del General Franco, cuando empezaba la transición a la democracia. El hecho de que un texto político soporte sin envejecer medio siglo prueba la hondura y la permanencia del problema catalán».
«La hipótesis amenazadora y pesimista de Cambó se hizo realidad en 1931, cuando la primera transición política española: estuvo presente en la carta escrita por Cambó “des del Ilit” y llevada por Bertran i Musitu a la reunión preparatoria del último Gobierno de la Monarquía; y se habría de cumplir, con grandísimo disgusto de Cambó, en la proclamación por Maciá de la República Catalana pocos meses más tarde».
«Las cosas transcurrieron de manera radicalmente distinta en la segunda transición, la que nos ha conducido desde el régimen franquista hasta la Monarquía parlamentaria. La hipótesis de Cambó no se ha cumplido. El problema catalán se abordó desde el principio lealmente —aunque quizá también confusamente— con el nombramiento de Tarradellas, con el Estatuto y en la Constitución. El concurso catalán a la instauración de la democracia encontró un cauce eficaz en Miguel Roca, ponente constitucional. Pero sigue siendo lícito y útil preguntarse por la evolución del problema en los mismos términos de Cambó. ¿Ha recibido la transición política todo el concurso que cabe esperar de Cataluña? ¿En qué medida el problema catalán todavía perturba la estructuración de España, como temía Cambó?») Hasta aquí la cita.
Mi respuesta a esas preguntas no podía ser satisfactoria en 1982, ni lo es 8 años más tarde. Había entonces, y sigue habiendo ahora, un problema catalán que perturba la construcción de la España democrática, al menos en la misma medida en que desde Cataluña se ha colaborado a ella. Los últimos episodios (prefiero llamarlos con ese sustantivo ligero) de Montjuich y de la autodeterminación muestran que la antigua polémica sobrevive.
Cataluña tiene hoy una autonomía que no pudieron soñar la Asamblea de Parlamentarios en 1917, ni las Constituyentes en 1931, ni Jordi Pujol en 1975; y esa autonomía real ha sido querida y votada por las más importantes fuerzas políticas y sociales de España. Sin embargo, para los nacionalistas «no ha llegado aún el verdadero cambio político», el que «se producirá el día en que el catalanismo participe en el gobierno de España»[74]. Yo quise, cuando podía hacerlo, que un catalanista de pro fuera Ministro en mi Gobierno: es verdad que no puse por mi parte el empeño necesario; pero también es verdad que Miguel Roca pensaba entonces que tenía que reclamar, como contrapartida, un trozo del Título VIII, porque seguía viendo el Título VIII como una cuestión previa. Y ahí me parece que le faltaron generosidad política y grandeza de hombre de Estado.
España necesita y merece la colaboración catalana, sin el Título VIII como eterna cuestión pendiente: porque esa cuestión ya no está pendiente, está resuelta con lealtad en lo esencial, y no debería perturbar, ni siquiera venialmente, la construcción de la Monarquía parlamentaria, en cuyo edificio falta sólo por ajustar el sillar nacionalista.