VI
LA MAL LLAMADA MAYORÍA NATURAL

He dicho antes que la historia de la mayoría natural necesitaba capítulo aparte. Éste es.

Lo primero que hay que decir en él es que la mayoría natural no ha sido nunca natural ni mayoría.

No he podido averiguar cuándo se acuñó la expresión: sin duda circulaba ya en tiempos de Suárez, pero no fue un tópico obsesivo de AP hasta 1982. La tesis de la mayoría natural era ésta: existe una mayoría de electores que desea ansiosamente respaldar en las urnas a la coalición natural de AP y UCD; pero el empecinamiento de UCD y sus recelos hacia la derecha han impedido a esos electores el ejercicio de su voto natural. Cuando el triunfo socialista empezaba a cantar en los sondeos, a partir de 1980, la mayoría natural así definida pasó a ser, en el ánimo de sus voceros, la única alternativa posible al PSOE.

Siempre he pensado que late en esta arraigada convicción de Manuel Fraga su vieja idea de un centrismo sucesor de Franco, según la había concebido en Londres y elaborado en FEDISA cuando volvió a Madrid en 1975[44].

La inclusión de Adolfo Suárez en la terna del Consejo del Reino y su designación por el Rey como Presidente del Gobierno (julio de 1976) vinieron a romper brutal e inteligentemente las legítimas y fundadas aspiraciones que Manuel Fraga había puesto en su proyecto centrista: siempre, desde entonces, ha visto aquellas decisiones como un grave error de Torcuato Fernández Miranda y del Rey. Desde el sábado 3 de julio de 1976 Manuel Fraga empezó a ver en Adolfo Suárez el usurpador de una responsabilidad para la que él, Manuel Fraga, se creía mucho más capacitado. Sin caer en la tentación de la psicohistoria, me atrevo a señalar este hecho como capital para entender la dramática relación entre el centro y la derecha desde 1976 en adelante; no parece aventurado suponer que a partir de aquella fecha Manuel Fraga ha sentido que Adolfo Suárez y UCD le robaban su Presidencia del Gobierno, su idea del centro y hasta sus electores; y que, además, administraban torpemente lo robado.

Esta hipótesis puede documentarse en textos del propio Fraga: el hombre es tan vehemente y apasionado en todas sus cosas que siembra sus propios libros de pruebas contra él mismo. El «complejo de robado» ilumina algunas páginas de este curiosísimo testimonio, antiproustiano de la cruz a la fecha por el estilo brusco y la falta de matices, que se titula proustianamente «En busca del tiempo servido»[45]. Hacia la mitad de la página 239, columna de la izquierda, puede leerse el Diario de Fraga correspondiente al sábado 7 de marzo de 1981, que dice así:

«Meditando sobre el Maura, no, me encuentro con que una vez más otros quieren administrar mis ideas e iniciativas, sin darme parte: los últimos Gobiernos de Franco, la apertura; Adolfo Suárez, el centro; ahora, Calvo-Sotelo, la fórmula liberal-conservadora».

Un poco antes, en la hoja de otro sábado (el 21 de febrero anterior) protesta por las críticas de ABC y de Diario 16 a su actitud, agriamente contraria a mi persona en la primera sesión de investidura. Y escribe:

«Ahora, después de que en su día se nos birló el centro, nos quieren birlar la derecha» (página 234).

Es una pena añadir comentarios a palabras tan diáfanas; pero no resisto la tentación.

Asombra la presencia de ánimo con la que Fraga se apropia de los partidos, o de las ideas políticas: suyo es el último franquismo, suya la derecha, suyo el centro, suya la fórmula liberal-conservadora (como suya fue la calle). El cíclope Manuel Fraga no es un simple Diputado: es, en una sola persona, todo un Parlamento. Y, curiosamente, parece que luego se deja robar una por una todas las posiciones que se ha ido atribuyendo. Por lo visto yo le robo dos: la derechista y la liberal-conservadora. ¡Qué capacidad de simplificación la suya! La voluntad se impone a la inteligencia por el camino de la simplificación.

El lunes 7 de diciembre anotará:

«El Gobierno Calvo-Sotelo… sigue eludiendo lo único que cabe hacer, que es buscar una mayoría natural; sigue queriendo engañarme».

Estos párrafos de Fraga no están sacados con malicia de su contexto, porque no tienen contexto; son exabruptos, o desahogos, piedras duras sin pulir —como el propio Fraga— montadas en el soporte de una agenda de bolsillo.

Parece lícito deducir de ellos que la mayoría natural no es otra cosa que el invento de Fraga para recuperar lo que, según él, le fue robado; y un invento generoso puesto que quien se considera legítimo propietario ofrece al ladrón participar en el asunto.

La persistencia de la injusticia que sobre él se ejerce produce en el expropiado un síndrome que empieza en la acritud y llega fácilmente a la violencia. Recuerdo varias escenas de 1977, en el Congreso de los Diputados, cuando ofrecí a Fraga la presidencia de una Comisión Parlamentaria en las primeras Cortes democráticas y, para hurtar a los periodistas el espectáculo, me lo tenía que llevar a uno de los despachos entonces libres del segundo piso; estábamos allí los dos de pie —las conversaciones en el Congreso son siempre de pie— y Manolo medía con poderoso tranco la estancia, reclamando más Presidencias con argumentos en tromba. De vez en cuando se volvía a mí para decirme, señalando una silla con dedo imperativo:

—«¡Siéntate ahí!»

Fraga aludirá, anacrónicamente, a esta historia en la página 252 de su citado libro para calificarla de absurda. Y ciertamente lo era; pero real[46].

Retomemos el hilo.

La derrota de 1977 impone a Manuel Fraga una primera catarsis y una primera refundación de su partido. La derrota más grave de 1979 le hace pensar seriamente en la retirada. Compañeros suyos, si no amigos, del franquismo le sugieren por escrito que abandone temporalmente la política activa en favor de UCD, a la que podía dar así una posición mayoritaria en el Congreso recién elegido. Pero tal vez esa mayoría, fundada en su renuncia y presidida por Suárez, no le parecía natural[47].

El extraordinario temple de Manuel Fraga y el apoyo de los más jóvenes entre sus militantes[48] le deciden a continuar una patética travesía del desierto (polvo, sudor y hierro, con 8 de los suyos) hasta que la debilidad de Adolfo Suárez en 1980 le hace entrever la tierra de promisión.

Llegado a este punto, creo necesario intercalar un lejano recuerdo personal. Conocí a Manuel Fraga en el verano de 1943, recién terminado mi bachillerato; me quiso entonces convencer, amable y halagadoramente, de que no estudiara Caminos, sino Derecho, para mejor servir a la vocación política que él había adivinado en mí. Ya entonces no acepté su consejo. Desde hace más de 40 años tengo una verdadera estimación personal por Manuel Fraga, llena de matices, distingos y salvedades, pero nunca rectificada; me atrevo a creer que también Manuel Fraga conserva hacia mí la estimación personal de 1943, con tantas salvedades por lo menos y algunas cicatrices más. A veces este antiguo afecto que supongo en él se le escapa entre las palabras desdeñosas con las que políticamente me solía condecorar. Y es que Manuel Fraga valora con exceso la historia académica y profesional de las personas, entre ellas la mía, y acaso esa debilidad (que le había impedido medir en 1976 la gran dimensión política del mediano estudiante Adolfo Suárez) le hizo temer en 1981 que yo fuera capaz de estorbar su avance hacia la tierra de promisión, resucitando la ya entonces maltrecha UCD; sin duda infravaloraba la crisis de UCD, o sobrevaloraba hasta la taumaturgia mis capacidades refundadoras[49]. Por eso aquella durísima intervención suya en el debate de Investidura que precedió al 23F, a la que yo no contesté para no aumentar sus heridas; aunque ésa es otra historia de la que más adelante retomaré el hilo.

Sobre este dibujo hay que situar la invocación a la mayoría natural que Manuel Fraga reiterará a lo largo de 1981 y 1982 y hasta en su carta de despedida de 1986. He dicho antes que la mayoría natural nunca fue tal mayoría. Desde 1979 el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) hacía un sondeo mensual con el título genérico de «Barómetro de la Opinión Pública»: a partir de abril de 1980 nunca ese sondeo atribuye más porcentaje a la suma de UCD y AP que al PSOE[50]. Ya desde 1980 la mayoría natural era, pues, socialista, hecho que los historiadores entenderán como una consecuencia lógica de los 40 años de franquismo[51].

No altera esta contabilidad el dato de que la Ley Electoral española potencia las grandes formaciones y da, con los mismos electores, más escaños a la formación mayor: porque lo que el sistema d’Hondt no puede hacer, salvo en casos teóricos poco probables, es dar más escaños a quien tiene menos votos. El efecto d’Hondt hubiera podido dar la mayoría a UCD en 1979, previa la renuncia de Fraga y siempre que todos sus electores hubieran aceptado votar a UCD; pero eso ya no era posible en 1980, ni siquiera dándose las dos improbables hipótesis anteriores. Y menos aún en 1981 o en 1982.

El hecho relevante en este análisis es, precisamente, que la hipótesis según la cual todos los votantes de AP y todos los votantes de UCD hubieran votado a una coalición de los dos partidos, no es una hipótesis real. En cualquier momento desde 1977 una coalición así hubiera lanzado por la borda, a la derecha y a la izquierda, votantes que no estaban dispuestos a aceptarla: es lo que pasa en 1986, cuando, ya desaparecida UCD, se dividen sus electores entre el PSOE, el CDS, la abstención y AP, sin que AP llegue a recoger el 50% de los votos centristas originales.

El análisis según el cual se ha producido a lo largo de la transición política una falta de sintonía entre los líderes del centro y de la derecha y los electores, porque los líderes no han sido capaces de hacer la coalición que los electores reclamaban, no es correcto y parte de una petición de principio: la existencia de la mayoría natural. No han sido los políticos quienes han forzado a los electores a votar separadamente lo que hubieran querido votar conjuntamente; han sido los electores, de uno y otro signo, los que han animado a los líderes a mantener levantadas ofertas electorales distintas[52]).

Por estas razones creo que no es exacto decir, como se ha repetido, que sólo la ambición personal de los líderes ha determinado el mantenimiento de la diversidad en el espacio del centro y de la derecha: sin negar, naturalmente, la presencia de ese factor, quiero insistir ahora en la otra parte de la realidad, aquella que se refiere a la diversidad profunda del cuerpo electoral.

Diversidad mucho más honda a la derecha que a la izquierda del espectro político español. Y a lo mejor no sólo en España. Por lo menos dos fronteras cruzan entre nosotros esa parte derecha del campo electoral: una es la que deja a un lado a los nacionalistas; y la otra es la que deja a un lado a los conservadores. Hay muchos electores a la derecha del socialismo que no aceptan ni la etiqueta conservadora ni la etiqueta nacional: no sucede lo mismo en la izquierda, porque no hay partidos nacionalistas en la izquierda que disputen eficazmente el voto al socialismo, y porque el comunismo está en una crisis universal e irreversible. La derecha catalana, como es sabido, vota CiU, y la izquierda catalana vota mayoritariamente PSOE. En el ámbito nacional sucede que los conservadores votan a AP, mientras que los liberales, o los de obediencia demócrata-cristiana, o los que se sienten sencillamente progresistas y también están a la derecha del PSOE, han necesitado votar a otras formaciones. Podría afirmarse, parodiando a Aristóteles cuando habla de la analogía del ser, que «el ser de derechas se dice de muchas maneras», en tanto que «el ser de izquierdas» es casi unívoco: y más a partir del colapso comunista.

Los defensores de la mayoría natural no aceptan esa diversidad del «ser de derechas», o le atribuyen menos hondura de la que realmente tiene. Tampoco la creación de UCD como partido, en agosto de 1977, fue respetuosa con la diversidad del centro y de la derecha: y UCD vino al mundo como una mampostería mal concertada y sin argamasa. Fue entonces el grupo demócrata-cristiano el que más protestó contra aquel nuevo Decreto de Unificación: hay que recordar esto para justificar, en parte, a los muchos tránsfugas que la democracia cristiana ha dado a la política española.

Si ya era imposible mantener la unidad interna de UCD en 1981 y 1982, ¿cómo se podía pensar en extender su ámbito hasta la mayoría natural? Si ya era ingobernable la diversidad en UCD, hasta el punto de que dio en el suelo con el partido en poco más de tres años, ¿qué estabilidad, o qué consistencia cabría atribuir a un conglomerado que añadiese al mosaico de UCD el azulejo, también variopinto, de AP? Adolfo Suárez —hábil, maniobrero, cauto, cautivador y con profundo instinto político— fue capaz de asegurar durante unos años la incierta unidad de UCD; la personalidad monolítica, cíclope, torpe y vigorosa de Fraga no parecía la más indicada para cumplir el ejercicio de cohabitación que la mayoría natural exige, y mucho menos aún para dirigir el nuevo cotarro. Pero eso no es lo más importante: como antes dije, las divergencias entre los líderes del centro y de la derecha no han sido sólo un capricho de políticos ambiciosos, sino también un reflejo de la diversidad real del electorado. La mejor manera de probar este aserto es recordar que Adolfo Suárez se marchó a principios de 1981, y no por eso fue posible la mayoría natural; que UCD está muerta desde 1983, y no por eso ha sido posible la mayoría natural. No será tan natural un proyecto que fracasa sistemáticamente a lo largo de 10 años, aunque cambien las personas y se sucedan los partidos.

En suma: si de alguna manera consistente fuera posible entender eso de la mayoría natural, sería como una nueva UCD, pero más a la derecha del espectro político; y ese proyecto tendría la misma falta de respeto para la diversidad real de los electores que tuvo desde el principio UCD, porque los electores no se sienten naturalmente llamados a ese tipo de unificaciones: e incurriría en un error de contabilidad al suponer el apoyo mayoritario de los electores al nuevo invento. Creo que hoy ya está suficientemente claro para todos lo que yo repetía, con poca audiencia, en 1981 y en 1982: que no hay mayoría, natural o artificial, ni un milímetro más a la derecha de UCD.

Quizá Fraga decidió retirarse en 1986 más por haber comprendido (tardíamente) esta situación que porque Bancos —que la habían comprendido antes— le negaran su apoyo. Y la misma razón ha tenido para resistirse en 1989 a la tentación de volver, quedándose en Galicia. Haría falta ahora que el PP abandonase definitivamente la tesis errónea de la mayoría natural, y que dedujese todas las consecuencias de ese cambio. El Congreso de Abril de 1990 parece haber dado ya los primeros pasos resueltos por el buen camino: esa luz de esperanza se enciende cuando estas páginas van a la imprenta, a pesar del escándalo que no cesa.