V
EL LIBRO DEL MAL AMOR

¿Por qué no nos querremos más?
(Adolfo Suárez, al salir de una reunión de UCD en 1980)

En 1981 y en 1982 me faltó el apoyo de un partido. UCD no era, no había llegado a ser, un verdadero partido: UCD era un gobierno pirandelliano en busca de partido. Pero hubo algo más, o algo menos, que esa existencia deficiente de UCD: lo poco que existía de ella, fuera del Grupo Parlamentario, no me apoyó realmente. ¿Por qué no pude contar con el apoyo resuelto del partido durante mi etapa en la Moncloa?

Para entender esa cuestión hay que volver a los orígenes de UCD. Creo haber visto con claridad en 1977 la necesidad en que estábamos de contar con un partido si queríamos seguir gobernando después de las primeras elecciones. No sé si esa convicción era tan clara en todos mis compañeros de Gobierno: ciertamente ninguno se sintió empujado por ella hasta el extremo de dimitir, como yo, para bajar a la arena electoral. El propio Adolfo Suárez confiaba más en sí mismo, en su carisma, en su dominio de la televisión, en su simpatía desbordante, que en la base sustentadora de una organización política. Estábamos aún muy cerca del caudillismo y la decidida opción democrática de Adolfo Suárez no era incompatible con su inclinación al ejercicio de una especie de democracia directa, con los modos antiguos de persuasión política que vinculan a los ciudadanos con un líder sin utilizar necesariamente el cauce de un partido. Sólo esa actitud explica la insistencia de Adolfo Suárez en la incompatibilidad electoral de los Ministros; es verdad que le preocupaba la posible reticencia de la izquierda ante la convocatoria y que quiso hacer gala de limpieza en la preparación de las primeras elecciones, hasta el punto de incluirse él mismo en la incompatibilidad; pero el simple hecho de que llegara a verse como Presidente del Gobierno sin ser él mismo Diputado, recibiendo el apoyo directo de una sociedad rendida a su seducción, sólo es inteligible desde aquella actitud preparlamentaria.

Como el sexo es a veces vacilante en la niñez, la convicción democrática de la primera UCD dudaba entre el parlamentarismo y el presidencialismo. Adolfo Suárez sentía en aquellos meses de 1976 y de 1977 el apoyo directo de los ciudadanos, que le llegaba sin el intermedio de un partido, y quién sabe si no tenía refugiado en el subconsciente un resto del talante antipartidista que le rodeó en sus años juveniles. (El mismo CDS ha sido más bien un soporte personal del Presidente carismático que una correa de transmisión de la opinión pública, y así presenta al observador desapasionado una estructura que recuerda la que tienen no los partidos, sino las partidas, las partidas heroicas de hombres amantes de aventura, en las que hay un jefe carismático e indiscutido, un núcleo próximo de leales y una orla de insatisfechos. Adolfo Suárez se mueve con más soltura entre las personas que entre las ideas o los partidos: su técnica invariable del «yo solo, yo solo» procede más de un talante presidencialista que de un talante parlamentario).

Desde sus orígenes históricos, la soberanía popular se ha encarnado a veces en una Asamblea, a veces en un hombre: Adolfo Suárez se inclina instintivamente por la encarnación personal y ha vivido de ella; no se ha sentido nunca a gusto en el Congreso de los Diputados, ni en la tribuna, ni en el escaño, ni en el tráfago de los pasillos; el día en que actuó con más soltura en el hemiciclo fue el 23F. Adolfo Suárez domina la mesa redonda y la televisión, sobre todo la televisión que es el instrumento decisivo de la democracia directa y que puede ser el verdugo del parlamentarismo; pero el hemiciclo no es su ámbito ni es su distancia.

El caso es que yo me quedaba solo en aquellos Consejos de Ministros de la primavera de 1977 defendiendo la tesis de que los Ministros, y por supuesto el Presidente del Consejo, tenían que ser candidatos en las primeras elecciones democráticas. Triunfó la tesis contraria y sólo una interpretación sutil que hizo Lavilla del Decreto Ley electoral permitió, a última hora, la candidatura de Adolfo Suárez.

Fue en esa última hora cuando pedí al Presidente que me permitiera dejar el Gobierno para ser yo también candidato. Mi propósito era dar a Adolfo Suárez el respaldo de unos grupos, sin duda minúsculos y sin verdadero soporte electoral, pero suficientes para legitimar parlamentariamente su carisma. Creo que ese propósito se alcanzó plenamente. A Suárez le preocupaba que yo me apoyase en la gestión de la campaña electoral para alzarme con una posición política rival de la suya; yo no entendí nunca su preocupación, porque ni ambicionaba la presidencia del gobierno ni me sentía capaz de alcanzarla. Pero el hecho es que Suárez quiso reducir a una dimensión administrativa mi oficio en la preparación de las elecciones, y que su entorno me confinaba en el título de «Gerente de la Campaña». La tarea ímproba de confeccionar, desde una posición política devaluada, las primeras listas electorales que se hacían en España después de 40 años me desgastó mucho con los líderes incipientes de UCD. A fin de poner orden en la improvisación forzosa de aquella coalición electoral tuve que imponer a los líderes un acuerdo en el que me apoderaban a mí sólo para presentar las listas en todas las circunscripciones: así fue posible cerrarlas a tiempo en muchas de ellas. Esta disciplina a que hube de someter a personas de la talla de Joaquín Garrigues, Francisco Fernández Ordóñez o Pío Cabanillas, les produjo una incomodidad grande, e hizo de ellos aliados naturales de un Adolfo Suárez receloso por mi protagonismo electoral, ciertamente discretísimo. Ésa fue la razón de que yo me quedara fuera del Gobierno formado inmediatamente después de las elecciones de 1977.

Cuando en el mes de agosto siguiente Adolfo Suárez decidió convertir la coalición en partido, ya fueron otras las manos encargadas de aquella tarea. Emergía en el nuevo Gobierno la personalidad de Fernando Abril, a quien apoyaban la amistad del Presidente, incondicional entonces, y su propia ambición. La tesis de Fernando Abril fue que el partido UCD no era el heredero de la coalición UCD: como gerente de la coalición me quedé al margen del partido, y tuve que afrontar, casi en solitario, la penosísima tarea de liquidar la coalición, mientras otros festejaban el triunfo del partido. Fue entonces cuando decidí abandonar la política y volver a la empresa privada.

Al contarme la lista del Gobierno que siguió a las elecciones de 1977, Adolfo Suárez me había dicho algo muy curioso, que anoté en mi agenda:

«No te hago Ministro ahora porque tengo que limpiar tu imagen».

Nunca me explicó las manchas que habían de someterse a esa operación de tintorería política. Además de la explicación que se deduce de cuanto dejo expuesto, sin duda pesó en el ánimo de Adolfo Suárez un reproche al gerente de la campaña por no haber obtenido la mayoría absoluta. Suárez estaba convencido de ella en las semanas que precedieron a las elecciones: y se mantuvo casi al margen de la campaña, como personalidad carismática que no debe bajar a la arena de la batalla política y que no cree necesitar un partido, ni una maquinaria electoral, para recibir el apoyo pleno de los ciudadanos. Aquella fue una campaña curiosa, con unos Ministros no candidatos que se mantenían asépticamente por encima del barullo electoral (salvo el de la Gobernación, Martín Villa, sin el que no hubiera sido posible cerrar las listas); con un Presidente-candidato sobrevolando también el campo de batalla, con unos líderes ideológicos sin votos y sin medios, avergonzados de haberse vendido a Suárez, y con un gerente destinado al ostracismo. Frente a ella, la campaña del PSOE fue ya una campaña profesional de un partido hecho.

En febrero de 1978 Adolfo Suárez me repescó para el Gobierno, tentándome con el oficio que los periodistas llamaban entonces de Mister Europa. Me resistí a esa nueva tentación reafirmando mi propósito de volver al sector privado.

«Sí; tú quieres volver, pero tus amigos de la empresa privada no te quieren recibir como sería justo».

Estaba bien informado Adolfo Suárez. Aclararé más adelante este punto[29].

Volví al Gobierno en febrero de 1978, como Ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas, y apenas tuve que ver con el partido. Mi función exterior me apartaba de la lucha política interior; y, aunque formaba parte del Comité Ejecutivo de UCD, no tuve en él ninguna posición relevante.

Yo había sido el artífice de la coalición UCD, pero el partido UCD se hizo sin mí y, al menos al principio, discretamente contra mí. Tenía ciertamente el status de barón de UCD, pero un barón atípico, acampado en las afueras de la organización. Cuando los barones le perdieron el respeto a Suárez, yo no estaba con ellos en «la Casa de la Pradera». Ésa fue sin duda una razón más para que Adolfo Suárez pensara en mí como sucesor suyo al presentar su dimisión en enero de 1981. Ya he contado la escena de aquella dimisión, y cómo fui yo quien más sinceramente razonó primero, y rogó después a Adolfo Suárez que reconsiderase su dimisión. Contaré ahora, en tres actos y un epílogo, el drama de mi relación personal con el partido Unión de Centro Democrático.

Acto 1.° Enero, febrero de 1981

En la noche del miércoles 28 de enero de 1981 Adolfo Suárez, ya dimitido, convoca en la Moncloa a nueve de sus colaboradores más directos para tratar de su sucesión. Es la una de la madrugada del 29 cuando nos reunimos otra vez en su despacho nuevo, con el mismo escenario de la tarde de su dimisión; hemos sido llamados Landelino Lavilla, Rafael Arias Salgado, Rafael Calvo Ortega, Rodolfo Martín Villa, Pío Cabanillas, José Pedro Pérez Llorca, Paco Fernández Ordóñez, Fernando Abril Martorell y yo. Adolfo Suárez comienza diciendo que su decisión de dimitir ha sido aceptada, aunque no compartida por el Rey. Como S.M. se va a Washington, la decisión debe hacerse pública antes. Suárez nos invita a ponernos de acuerdo en la persona de su sucesor, o en un equipo que incluya también la Presidencia y la Secretaría General del Partido: y afirma que él no será candidato en las elecciones próximas. Sigue un cambio de impresiones sobre la naturaleza del Gobierno que deberá formar el nuevo Presidente y se plantea formalmente la pregunta de si debe ser o no un Gobierno monocolor; la respuesta de Adolfo Suárez es categórica: Sí. Nadie se decide a dar unos nombres sobre los que se pueda deliberar y, eventualmente, votar; por fin, Fernández Ordoñez propone esta lista: Calvo-Sotelo, Lavilla, Martín Villa, Pérez-Llorca, Rodríguez Sahagún; e insiste en que los ha citado por el orden que le parece mejor. Pérez Llorca se excluye sin dar muchas razones; yo también me excuso y propongo que se añada a Fernando Abril Martorell; Pío Cabanillas dice enfáticamente:

«Entre esos nombres está el sucesor para el Gobierno. Hay que elegir más por lo definitorio que por lo precautorio».

Pío subraya su cacofonía final con una mirada de inteligencia que recorre los rostros de los presentes; cuando Pío subraya así determinados aforismos nadie se atreve a no entenderlos[30]. Rodolfo Martín Villa se excluye también y Pérez Llorca cierra las intervenciones diciendo que le parece bien el orden propuesto por Fernández Ordóñez. Landelino mantiene silencio.

A continuación Suárez propone que se vote, escribiendo cada cual un nombre en un trozo pequeño de papel y echando las papeletas dobladas en un cenicero grande que está milagrosamente vacío. Salen 6 votos para mí, 2 para Rodríguez Sahagún, y 1 para Lavilla. Adolfo Suárez no ha votado; yo he votado a Lavilla; probablemente Abril y Arias, o Lavilla, han votado a Rodríguez Sahagún.

Confieso que esperaba mi nombre en algunas papeletas, pero no en tantas. Confieso también que, entre sorprendido y confuso, tardo en decir algo cuando Suárez proclama el resultado, y lo que digo al fin lo oigo como dicho por otra persona, y me parece trivial, indigno de la ocasión:

«Si no hay más remedio…»

Y a continuación añado un par de condiciones: la primera, que necesito al Comité Ejecutivo unánime en la propuesta; la segunda, sobre la que apenas había reflexionado, tendría más largas consecuencias: declaro que mi aceptación se refiere a la Presidencia del Gobierno, y que no quiero la Presidencia del Partido, en la que debe seguir Adolfo Suárez. Aunque parezca extraño, no había hablado antes de tan decisiva cuestión con el Presidente. No sé qué hubiera pasado si en vez de rechazar la Presidencia de UCD la hubiera exigido, pero me importa dejar constancia de que fui yo quien decidió esa noche rechazar el Partido.

Me sentía abrumado por la responsabilidad del Gobierno, pero mucho más dispuesto en todo caso a aceptarla que a reclamar o aceptar, además, la responsabilidad del Partido. Sé cuánto hay de adverso para mí en esta confesión; sé que de esa actitud se siguieron consecuencias incómodas para todos y graves para nuestros electores: pero esos son los hechos.

Confiaba entonces todavía en que Adolfo Suárez conservara la Presidencia del Partido; él negó allí mismo esa posibilidad, pero yo tenía la convicción (errónea) de que un Congreso que lo aclamara podía convencerle de lo contrario. Y en aquel momento me sentía plenamente dispuesto a colaborar, desde el Gobierno, con Adolfo Suárez en el Partido. Nunca había sufrido la jefatura política de nadie antes de 1975, y es muy probable que no vuelva a aceptar ninguna otra; pero en junio de 1976 acepté de buen grado la de Adolfo Suárez y trabajé lealmente a sus órdenes hasta febrero de 1981. No me he arrepentido de esa colaboración: me sentía y me siento muy orgulloso de ella.

El miércoles 28, antes del voto confidencial, había yo hablado sucesivamente con Pío Cabanillas, con José Pedro Pérez Llorca y con Rodolfo Martín Villa en mi despacho. Conservo breves notas de aquellas conversaciones. Pío me dice que probablemente se me va a ofrecer la Presidencia y que debo aceptarla; yo le hago ver mi disposición escasa. Pérez Llorca me anima menos: llama «voz interior» a esa disposición escasa, y dice que hay que oír siempre las voces interiores; todos los demás argumentos están, a su juicio, a favor del sí. La conversación con Pérez Llorca sigue en su casa donde almorzamos los dos matrimonios; José Pedro intenta convencerme haciendo hipótesis y listas. Por la tarde Rodolfo Martín Villa me dice:

«—Hay que aceptar estas cosas si se las ofrecen a uno; tendrás la ayuda de todos y habrá unidad en el Partido».

Rodolfo no rechazaría la Secretaría General. (Luego supe que mis interlocutores se habían reunido a última hora de la tarde y acordaron proponer mi nombre a Adolfo Suárez, con quien Pío despachó a las nueve de la noche en la Moncloa).

El jueves 29 hay Consejo de Ministros a las cinco para conocer de manera formal la dimisión del Presidente. Y a las seis se reúne el Comité Ejecutivo de UCD con dos puntos en el orden del día: la propuesta de sucesor y la fijación de una fecha nueva para el Congreso de Palma de Mallorca. Mientras está reunido el comité se da la alocución de despedida de Adolfo Suárez, que se había grabado para la televisión a primera hora de la tarde.

Después de saludar a los miembros del Comité y cuando el Presidente declara abierta la sesión, salgo discretamente de la sala y me instalo, para esperar, en un pequeño despacho inmediato; está conmigo Luis Sánchez Merlo[31]. No tengo, por lo tanto, información de primera mano sobre la sesión: se han publicado de ella distintas versiones, de las que cabe deducir el curso del debate. A las 7.30, y a petición de los «críticos», se suspende la reunión hasta las 11 de la noche.

Tengo una posición clara y se la hago saber a cuantos me preguntan por ella: no he sido yo, sino el Presidente Suárez, quien ha presentado mi candidatura; habiendo, además, condicionado yo mi aceptación a que la propuesta correspondiente fuera hecha de manera unánime por el Comité Ejecutivo, no me creo obligado ni estoy dispuesto a hacer campaña; tampoco puedo aceptar la invitación de los «críticos» (de los «críticos», no del Presidente) para que exponga ante el Comité Ejecutivo una especie de programa de investidura. Y esto último no por una ingenua tentación totalitaria, sino por la inminencia de un Congreso del partido que tendrá que definir, entre otras cosas, la línea política de UCD; me comprometo a seguir la que defina el Congreso, a escribir sobre ella el discurso parlamentario de investidura y a someterlo entonces al Comité Ejecutivo: pero no me parece que tenga sentido anticipar el debate del Congreso de Palma e instalarlo esa noche en la sesión del Comité.

Lo que los «críticos» proponen al Presidente Suárez es, precisamente, anticipar el debate político; y a esa propuesta se oponen, a mi juicio razonablemente, Suárez y la mayoría del Comité: abriendo el debate, no era probable que se llegara a un acuerdo y, como consecuencia, tampoco se llegaría a proponer unánimemente un sucesor; y la situación de vacío de poder creada por la dimisión de Suárez se agravaría así con la incertidumbre de la sucesión. La única salida era esperar al Congreso y pactar en él los rasgos esenciales de una política que orientara luego la acción del nuevo Gobierno.

Conviene recordar que la tensión interna de UCD se había agravado a lo largo del mes de enero. El día 12 publicaba Diario 16 unas declaraciones de Landelino Lavilla que se interpretan casi como una ruptura de hostilidades. El Director de Diario 16, que recibió personalmente las declaraciones, titulaba:

«Landelino Lavilla quema sus naves».

Recojo algunas frases que, incluso aisladas del contexto, me parecen reveladoras (aunque tal vez no sean representativas):

«UCD no es… el Partido que concebimos».

«Me siento personalmente identificado con el documento (de los “críticos”)».

«(Si algo hubiera de imputar al Presidente Suárez) sería el escaso ejercicio de sus poderes».

«Son indiscutibles los inconvenientes de un poder concentrado y no ejercido por su titular».

«Siempre me he negado a participar en una puja por un extraño progresismo».

El 20 de enero en el Club Siglo XXI Miguel Herrero, otro de los «críticos», se ha referido a un «caudillaje personal» en UCD para concluir así:

«Nuestros electores y España entera se sentirán inseguros si no pudiéramos trascender… las intuiciones o las razones, el genio o el capricho de un solo hombre, sea éste quien sea».

En este clima, abrir un debate sobre la sucesión era, sin duda, una necesidad táctica para los «críticos»; pero también era, objetivamente, una propuesta inviable. Los «críticos» podían temer que el candidato de Suárez fuese un muñeco que se dejara manejar por él, aunque la relación antigua y estrecha que yo tenía con algunos de ellos debió haberle sugerido que no sería exactamente así. En todo caso, comprendo y respeto ahora (como entonces) la razón procesal y política que les asistía en su propuesta, aunque sigo creyendo, como entonces, que fue mejor no aceptarla.

Reanudada la sesión a las 11 de la noche, yo vuelvo a quedarme fuera de la sala en que se debate sobre mi persona, y repito mis argumentos a quienes me repiten los de los «críticos»; en algún caso correspondo con cierta vehemencia a la vehemencia de mi interlocutor. Y como me parece que no tiene mucho sentido ni la espera extramuros, ni el diálogo intermitente y desigual con quienes salen por unos minutos de la reunión, cargados de la pasión que hay en ella, decido irme a casa y aguardar allí noticias. Noticias que me llegan a las 4 de la mañana cuando Suárez me dice por teléfono que he sido propuesto con 28 votos a favor, la abstención de Landelino Lavilla y la ausencia de Alzaga, Herrero de Miñón, Álvarez de Miranda, Luis de Grandes, Alonso Castrillo, Camuñas y Fontán. Acudo nuevamente al Comité mientras éste delibera sobre la celebración del Congreso y acuerda convocarlo para los días 6, 7 y 8 de febrero. Por el camino dudo si debo aceptar la propuesta o insistir en la unanimidad como condición necesaria. La seguridad que recibo de quienes se ausentaron de la votación en cuanto a su apoyo, y la insistencia de Suárez, me deciden a no mantener abierta la crisis de la sucesión. Álvarez de Miranda, Miguel Herrero y Camuñas me dicen, y lo repitieron más tarde ante la prensa, que no tienen reservas en cuanto a mi persona, pero sí una discrepacia radical con el procedimiento de la designación.

Las grietas antiguas de UCD (que son aristas de unos sillares nunca unidos ni sujetos por una voluntad auténtica de integración) se hacen cada vez mayores y está para mí claro, en esa madrugada del 29 de enero, que no será fácil componer la unidad de UCD. (Digo componer, y no recomponer, porque este último verbo supondría erróneamente que hubo en algún momento anterior una unidad verdadera y profunda en UCD). Mi convicción de aquella noche, no rectificada por el Congreso de Palma, es la que sigo teniendo ahora: UCD no llegó a ser nunca un verdadero partido. Y este hecho no disminuye, sino que acaso acrecienta, la hazaña de un grupo de hombres que, amparados por aquellas siglas, no mucho más que unas siglas, hicieron la transición política española sin el apoyo de un verdadero partido.

En esas circunstancias cabía trazar unos objetivos claros de gobierno e intentar cumplirlos en el breve plazo restante de la legislatura: pero no iba a ser posible gobernar, en el sentido pleno del término.

¿Hubiera aceptado Suárez que yo exigiese las dos presidencias, la del Gobierno y la del partido? No lo sé, porque no le di tiempo a pronunciarse. Ahora pienso que mi decisión y mi precipitación fueron un error grave.

En los preparativos del Congreso de Palma el espectáculo de UCD, visto desde fuera, me convencía de que aquel proyecto de partido, nunca acabado, había entrado en una descomposición vertiginosa. La dimisión de Suárez era una prueba clara de que él había llegado a la misma convicción.

La Presidencia del Gobierno que se me ofreció entonces estaba limitada a la duración biológica de la legislatura, muy poco más de dos años, y me faltó ambición —o me sobró lucidez— para extender más allá mis ilusiones. Confieso que caí en la tentación de usar el breve tiempo restante para hacer desde el Gobierno algunas cosas necesarias, que había echado de menos en los Gobiernos de Suárez; me pareció que sería posible hacerlas desde un Gobierno aislado asépticamente del partido, no contaminado por las disensiones incurables del partido. Al fin y al cabo eso había sido UCD desde 1977: un Gobierno antes que un partido, un Gobierno sano que no terminaba de parir un partido enfermo, un Gobierno estorbado en su libertad de movimientos por el cordón umbilical, nunca roto, de un partido nunca acabado de nacer.

Dejar el partido en manos de Adolfo Suárez, asegurar el Grupo Parlamentario, defender un ámbito ejecutivo para el Gobierno, mantener al Gobierno unido pese a la debilidad congénita y a la destrucción anunciada de UCD: esas fueron mi ilusión, mi esperanza y mi ruina.

Toda acción de Gobierno arranca de un reducto interior y se bate en un frente parlamentario y en un frente electoral. El reducto interior, escenificado semanalmente en las reuniones del Consejo de Ministros, se mantuvo intacto durante 1981 y 1982, salvo la huida precoz de Fernández-Ordóñez y la espantada tardía de José Luis Álvarez. En el sistema español, el frente parlamentario permanece abierto nueve meses al año: durante mi Presidencia tuve que ocuparme mucho de él y dedicar a las Cortes mucho más tiempo que mi antecesor o mi sucesor.

El Grupo Parlamentario, enfermo de trasfuguismo, se iba desangrando lentamente: primero Fernández Ordóñez y sus socialdemócratas[32]; luego Miguel Herrero y dos más[33]; después Alzaga y sus críticos, por fin el mismo Suárez[34]. Pero un núcleo sólido y fiel, «el resto de Jacob», permaneció en su puesto hasta las últimas escenas del drama.

El frente electoral fue durísimo: entró en actividad tres veces, con resultados que aumentaron desde la derrota mínima a la catástrofe final. En octubre de 1981 perdimos Galicia, en mayo de 1982 perdimos Andalucía y en octubre de 1982 perdimos España.

Después de la derrota gallega decidí a la fuerza tomar el partido; después de la derrota andaluza decidí, también forzado, dejar el partido; la catástrofe de las legislativas hizo sonar la última hora de la notabilísima aventura que se llamó UCD. Lo que sigue es la crónica de esa muerte anunciada.

Acto 2.° Octubre, noviembre de 1981

El Congreso de Palma eligió para la presidencia del partido a Agustín Rodríguez Sahagún, que encabezaba la lista ganadora frente a los críticos de Landelino Lavilla. Los críticos tuvieron muchos votos: entre ellos el de Punset, que repetía a los periodistas por los pasillos, en un estudiado mohín y escanciando las sílabas con su lentitud habitual:

«Yo voto a Landelino, porque Calvo-Sotelo me odia».

(El verbo odiar sufre en los labios de Punset, como cualquier otro término, una devaluación escéptica y literaria que lo hace casi enternecedor).

Mis relaciones con Sahagún fueron más amistosas que eficaces. Yo estaba ocupado en gobernar: las secuelas del golpe, la crisis económica, el brote terrorista, las polémicas Leyes del Divorcio y de Autonomía Universitaria no me dejaban mucho tiempo para el partido; el poco que tenía se lo daba al Grupo Parlamentario, sostén frágil, pero con un núcleo fiel, del Gobierno en las Cortes. Agustín pensaba que si le veía poco era por falta de aprecio personal, y me hacía en esos términos sentimentales un reproche sistemático; pero lo cierto es que UCD carecía de una verdadera estructura de partido y que (pese a la buena voluntad de Sahagún) no podía darme ni el apoyo ni los criterios de unos electores crecientemente desenganchados. Tampoco la organización desconcertada y dividida de UCD era capaz de enviar al Gobierno iniciativas o advertencias claras.

El Comité Ejecutivo me presionó en dos cuestiones claves: la televisión privada y la Alianza Atlántica; una especie de sebastianismo suarista planeaba sobre el Comité y extendía la convicción de que Suárez estaba en contra de las dos. Más precisa fue la intervención escrita de Sahagún pidiéndome el cese de Castedo como Director General de TVE: conservo una carta suya de 8 de octubre de 1981 en la que me urge la sustitución y me reprocha enérgicamente falta de autoridad al consentir los desplantes de Castedo que refiere. (El CDS haría luego a Castedo y a Sahagún extraños compañeros de cama).

Entre febrero y noviembre de 1981 el Gobierno y el partido no tenían fricciones, porque apenas tenían contactos.

Mi Gobierno era casi exactamente el mismo que había presidido Suárez hasta su dimisión: lo mantuve creyendo, como Suárez, que era el mejor de los posibles, y temiendo que cualquier cambio sustantivo en él rompiera el frágil Grupo Parlamentario; pero, sobre todo, lo mantuve como clara muestra de mi propósito de continuidad con la política de Adolfo Suárez. Y así lo entendió la oposición, que me reprochaba esa continuidad. ¿Lo entendió también así Suárez?

Confieso mi falta de perspicacia: cuando hice el Gobierno en la tarde del 25 de febrero no medí bien la distancia afectiva que se había abierto entre Adolfo Suárez y sus barones, desde aquel juicio de residencia a que le sometieron en 1980 junto al embalse de Santillana. Y no pensé que, al mantener a sus Ministros, corría el riesgo de que Suárez extendiese hasta mi persona aquella distancia que le separaba de ellos.

También supe más tarde que los Ministros apenas vieron a Suárez, todavía Presidente aunque ya dimitido, entre su dimisión y mi nombramiento. Ese despego caló muy hondo en el ánimo de Suárez. La primera impresión desagradable que recibe el que cesa es que dejan de sonar los teléfonos. «Ya no nos llaman», me decía Pío Cabanillas en diciembre de 1982, poco antes de que él mismo dejara también de llamarme. Por lo visto en aquel mes de febrero de 1981 los barones dejaron de llamar al Duque. Yo no. Aunque andaba muy apretado por el recuento de votos, por la búsqueda de los que me faltaban, por la nueva estructura del Gobierno, por el discurso de investidura y por la atención al Grupo Parlamentario, la verdad es que llamaba a Adolfo con frecuencia.

Después del golpe tuvimos un Consejo de Ministros, el último presidido por Suárez, en la tarde del 24 F. La votación definitiva de mi investidura fue el 25 F, y la Jura ante S.M. el 26 F: en aquellas horas críticas no pude encontrar a Adolfo Suárez para hacer con él un examen de la situación creada por el golpe. El 26 volvimos juntos desde la Zarzuela hasta la Moncloa y en el umbral del Palacio, donde se recibe a los Presidentes extranjeros, nos despedimos. Ya he contado que me ofreció, mirando su reloj, unos minutos de diálogo: no muchos, porque tomaba el avión de Nueva York a la una. Confieso que yo había esperado que aplazara sus vacaciones como consecuencia del golpe militar; y me pareció que «aquello» no se podía despachar en 20 minutos; así que rechacé cortésmente la oferta y me fui al Ministerio de Economía, en donde estaba mi mesa de Vicepresidente. Suárez tardó un mes en volver; eché de menos su consejo, aunque le agradecí su discreción. A su regreso no me llamó, ni vino a verme.

Tuve noticia por la prensa de que llegaba el domingo 29 de marzo procedente de Panamá. También por la prensa supe algunas opiniones suyas, confiadas a un periodista durante el vuelo: a juicio de Suárez el Gobierno y la oposición, durante su ausencia, «se habían dejado llevar por la psicosis del golpe»; mi asistencia al entierro de dos guardias civiles asesinados en Bilbao le parecía un «fácil recurso gestual»; al saber la anunciada visita del Secretario de Estado norteamericano a Madrid, había preguntado: «¿Quién ha cursado la invitación?» Todo ello me pareció sólo ligereza propia de un soldado con permiso que vuelve al campo de batalla, tostado y deportivo, después de una larga vacación. Pero adiviné malos tiempos.

Suárez coincidió conmigo a la puerta del Congreso de los Diputados el martes 1.° de abril. Admiré una vez más su irresistible simpatía; allí mismo le invité a cenar. Cenamos los dos matrimonios al día siguiente en Lucio, y no hablamos de política; pero dos sonrientes alusiones suyas me hicieron ver cómo le habían calentado la cabeza sus amigos. Voy a contarlas, de manera sumaria, porque ilustran bien el estado de ánimo con el que volvía el ex Presidente.

Una alusión fue sobre la llamada «historia de la Madre Abadesa». Me había yo reunido por primera vez con el Grupo Parlamentario de UCD en la mañana del 10 del marzo; el diálogo, vivo e incómodo para mí, se centró por parte de los Diputados que intervinieron en la necesidad de un cambio respecto de mi antecesor en la Presidencia, necesidad que les parecía defraudada por el hecho de que yo hubiera mantenido sustancialmente el mismo Gobierno anterior. (Cualquier Grupo Parlamentario está lleno de Ministros nonatos). Ante la presión de ese reproche conté el viejo cuento de una monja, recién elegida Madre Abadesa de su convento de clausura, que iniciaba todas sus instrucciones con esta cláusula de estilo: «Como hubiera sin duda hecho nuestra llorada predecesora, he decidido…» Al año, no conocía el convento ni el Santo fundador. Era una salida por la puerta del humor y, a lo sumo, el esbozo de un estilo galaico de hacer las cosas; pero inevitablemente, los incondicionales de Adolfo, los leales sebastianistas, anotaron el cuento como prueba de deslealtad.

La otra alusión fue sobre la respuesta dada por mí a una de las preguntas que los periodistas me hicieron, recién nombrado, sobre mi nueva vida en la Moncloa.

«Aquí no se vive bien —les dije—. Hay muchos teléfonos y pocos libros».

La respuesta hirió, por lo visto, a Suárez —aunque bien sabe Dios que yo no pensaba en él: me salió del alma, porque no había podido llevarme a la Moncloa mis muchos libros, y los echaba de menos aunque no tuviese tiempo para leer. En Adolfo era visible, a veces, un candoroso complejo de estudiante mediano, frente al buen estudiante que fui yo; y aquella frase le había renovado su escozor. ¡Si él supiera cómo he envidiado yo la inteligente administración de su tiempo, cuando estudiante, que él empleaba en el trato con las gentes y yo perdía en el trato con los matemáticos y los filósofos! No ha sido la menor de mis desventajas en la política el hecho de haberlo aprendido casi todo en los libros. Pero la tentación de la cultura es grande en los políticos pragmáticos: recuérdense las citas, no siempre exactas, con las que se adorna Guerra, o aquel acudir a Max Weber de Felipe González para justificar su giro copernicano en torno a la OTAN. El mismo Sahagún me diría meses más tarde:

«Leopoldo, tú no me estimas; tienes que venir a casa para ver cuántos libros tengo».

Claro que Agustín había sido, en sus tiempos de Deusto, un buen estudiante como yo.

Después de aquella cena vi a Suárez alguna vez en el Congreso, aunque él no era muy asiduo, pero no volvimos a hablar largamente hasta el 25 de junio en mi despacho. Le había llamado para tratar sobre el partido: no quiso ni entrar en el tema, que para él era materia reservada a Rodríguez Sahagún.

«Además —me decía—, el problema no es el partido, sino el Grupo Parlamentario».

Le recordé que yo había querido, cuando su dimisión, que él conservara la presidencia de UCD:

«Cambiar ahora de Presidente —me dijo— sería una complicación enorme, porque habría que convocar un Congreso extraordinario». Yo no lo creía así: ¿le preocupaba a él no encontrar dentro del Consejo Político, propuesto por él en Palma de Mallorca, la mayoría suficiente? Me habló también de la derechización de UCD, reproche extraño que estaba todos los días en la prensa, alentado por los suyos, sin una sola justificación real. Me repitió una y otra vez que él no quería protagonismo político, sino dedicarse a su despacho de abogado. Y me acabó pidiendo una Embajada para un antiguo colaborador suyo, Bregolat, diplomático serio y competente que merecía ser Embajador y lo fue.

Nos vimos de nuevo en mi despacho el 25 de septiembre. Le había llamado varias veces por teléfono para pedirle su presencia en la campaña electoral gallega, y siempre me contestaba con una ambigüedad afectuosamente negativa. Insistí aquel día sin obtener respuesta clara; Suárez se fue una vez más por los cerros de Úbeda con la historia de la derechización, de las facturas que me pasaría la derecha económica, de mi excesiva proximidad a Ferrer Salat. ¡Cómo es posible que estuviera tan mal informado en ese punto! Cuando le pedí más apoyo de UCD al Gobierno, me contestó pidiendo el apoyo del Gobierno para UCD —siempre Pirandello— y quejándose con amargura de unas palabras mías en el Congreso de los Diputados sobre la independencia que tiene el Presidente del Gobierno para elegir a sus Ministros. Me parece que vale la pena recordar aquellas palabras, dichas por mí una semana antes desde la tribuna y en respuesta a Felipe González, hacia el final ya del durísmo debate parlamentario sobre la colza (Diario de Sesiones, Sesión plenaria 181 de 16 de septiembre de 1981, página 10855). El Secretario General del PSOE había acusado al Gobierno de tener miedo. Mi respuesta fue así:

«No se ha tenido miedo, señor González. Ni el Presidente ni los Ministros tienen miedo, ni en éste ni en ningún otro tema. La situación de España es una situación lo bastante difícil para que no quepan en el Gobierno hombres que tengan miedo. Y ya que hablo del Gobierno, comentaré también otra de las manifestaciones del señor González: “Que se queden los Ministros —ha dicho— hasta que se esclarezca todo”. Yo pido al señor González que respete la Constitución y deje al Presidente del Gobierno hacer o deshacer sus Gobiernos mientras tenga la confianza de la Cámara. Porque si el Presidente no está en principio muy dispuesto a consentir que su propio partido le haga el Gobierno, mucho menos está dispuesto a consentir que se lo haga el líder de la oposición. Los Ministros se han quedado hasta este debate y están en sus puestos. Permítame el secretario general del Partido Socialista decirle que, en principio y mientras yo tenga, mientras el Presidente tenga, la confianza de la Cámara, se quedarán, y no hasta que él lo diga, sino hasta que el propio Presidente lo decida así».

La queja de Adolfo Suárez me pareció excesiva. ¿Por qué no me habló del injusto ataque al Gobierno con motivo de la colza, del acoso a que se nos sometía, de la difícil situación en que estábamos? Ni siquiera me explicó por qué Rafael Arias Salgado, hombre tan próximo a él, me había dicho por escrito que no cuando le pedí que defendiera al Gobierno en aquel debate, en nombre del Grupo Parlamentario y del partido[35]. Nada de eso mereció su atención. Sólo la tenía para la querella de patio de vecindad que desangraba a UCD.

Salí de aquella conversación con dos conclusiones. Una: la diarquía Gobierno-partido no es funcional. Dos: la situación se hace insostenible si, detrás del partido, actúan las viejas cicatrices que marcan a un ex Presidente del partido y del Gobierno, aunque haya dejado las dos presidencias por su propia voluntad, y contra la mía.

No se sorprenderá el lector si concluyo que, en el otoño de 1981, la distancia entre el Gobierno y el partido había llegado a ser insalvable. Las Secretarías Provinciales arrojaban sobre el Gobierno la culpa de la imparable decadencia de UCD. Y viceversa. Suárez atendía con pereza y parsimonia a mis llamadas telefónicas. Por su parte, Rodríguez Sahagún me aseguraba que el partido era él, y no Adolfo Suárez. Los Ministros —Diputados en su mayoría— se me quejaban de la hostilidad con que el partido trataba al Gobierno en sus circunscripciones. Aparecía ya por el horizonte nublado el fantasma de la próxima convocatoria electoral. Por todo ello el sanedrín informal que se reunía en mi despacho los fines de semana me presionaba para que ocupase la presidencia del partido. Mi entusiasmo era muy pequeño, pero mi resistencia cada vez menos firme. Las razones de esa resistencia son de confesión difícil: me faltaba vocación para el partido, percibía en él desafecto, cuando no enemistad, hacia mi persona y no me quedaba tiempo para intentar una regeneración de UCD. Los sondeos del CIS, ya malos en enero de 1981, acentuaban mi pesimismo. Además, mi contrato con Adolfo Suárez y con el partido había sido un contrato de Presidente del Gobierno y no de Presidente de UCD. Pero tenían razón los Ministros al decir que la situación era insostenible.

A la campaña gallega se sumó, por fin, Suárez, accediendo tardíamente a mi ruego repetido. Coincidimos en un mitin de cierre el 17 de octubre en Lugo: fue nuestra última comparecencia electoral conjunta. Suárez estuvo cortés conmigo, reservado con UCD y sólo encontró un acento caliente para afirmar su progresismo personal. Sahagún animó la tarde lluviosa y triste del polideportivo lucense con un alegre «meigas fora», que no fue, sin embargo, capaz de conjurarlas. Yo me opuse a la tesis de la mayoría natural lanzando a Fraga, que ya era ganador en los sondeos, un imprudente aunque galaico «estate por ahí, que xa te chamerei». Perdimos por dos escaños: un enredo último de Meilán y de Franqueira había hecho fracasar dos meses antes la candidatura de José María Suárez, Rector de Santiago, en un episodio más de la rivalidad clásica entre Santiago y La Coruña. José María Suárez hubiera gobernado en Galicia, con Fernández Albor como Conselleiro de Sanidad.

Al día siguiente de las elecciones reuní de mañana en mi despacho al sanedrín, para apurar la derrota de la víspera. Tengo anotada por extenso y, excepcionalmente, con buena letra aquella reunión; y voy a reproducir algunas intervenciones, sin ánimo de dibujar la posición de cada Ministro, aunque sí de darle color.

Alberto Oliart cedió un tanto a la deformación profesional propia del Ministro de Defensa y a nuestra preocupación por la normalidad.

«Hemos perdido, pero las Instituciones han funcionado bien después del 23F».

Para Juan José Rosón hay «un riesgo de que UCD se disgregue». «Nunca ha estado consolidada». «El cisma gallego ha sido responsable del descalabro: la UCD nacional debió poner orden a tiempo en el batiburrillo regional».

Pérez Llorca:

«A la personalidad de Fraga no hemos sido capaces de oponer simplemente una persona».

Martín Villa fue claro y crítico:

«No me siento responsable de esto; el partido está desvencijado; la diarquía es mala; tenemos un Presidente del partido sin autoridad bastante».

Pío Cabanillas exhibió excepcionalmente una precisión casi castellana:

«Hay que desembarcar en el partido ya. Si no conquistamos el partido antes de un mes, no tenemos nada que hacer». Y luego hizo una frase de las suyas:

«Manolo ha pasado de ser hombre espectáculo a ser hombre posible».

El más pesimista fue García Díez:

«No somos capaces de ganar elecciones; no tenemos cartas que jugar; el tiempo está contra nosotros».

Al salir, me aconsejó reservada y vehementemente:

«No desembarques en el partido; disuelve ya y convoca elecciones».

Por la tarde recibí a Sahagún. Sólo conservo cuatro notas que recogen literalmente palabras suyas: «Fraga ha triunfado con el apoyo de la CEOE». «Es un líder regional». (Lúcida premonición). «Su propuesta ha sido un cambio sin cambiar». La cuarta nota se refiere a Castedo: «Es vox populi que con él hemos entregado RTVE al PSOE». «Supongo que habrás recibido mi carta proponiéndote que lo ceses»[36].

Veinticuatro horas más tarde —22 de octubre de 1981— cité a Castedo en mi despacho: cuando entró y vio conmigo a Suárez, a Sahagún, a Cabanillas y a Ignacio Aguirre tuvo un instante de estupor y, en seguida, una reacción inteligente y elegante:

«Estoy dispuesto a firmar una carta de dimisión. ¿Cuándo la quieres, Presidente?»

«Ahora mismo».

Y allí la dictó a mi secretaria particular[37].

La decisión de desembarcar en UCD me costó un esfuerzo extraordinario. Mi vocación de partido era tan escasa como a principios de año, pero ya no quedaba otra alternativa al desembarco que no fuese la disolución inmediata. Aquel fin de semana decidí aplazar la decisión hasta después del debate atlántico, que se iniciaba el martes 27 en el Congreso. Pocas veces he necesitado más esa capacidad de Frégoli que la política impone a sus servidores: tuve que saltar en unos minutos desde la campaña electoral a la política exterior, desde el fracaso gallego a la preparación animosa del debate parlamentario (que había de ser uno de los más largos y duros de la transición); del guirigay del partido al guirigay del Congreso.

El debate de la OTAN acaba el jueves 29 de octubre por la noche con una votación que gana el Gobierno por 186 contra 146. Dedico el viernes al Consejo de Ministros. El sábado hablo con Landelino Lavilla: también él cree que hay que desembarcar en el partido. Me parece que tengo ya la decisión tomada. Entre disolver o desembarcar, decido desembarcar. Caliente aún el debate OTAN me da pena perder, con la disolución, la mayoría de apoyo a la Alianza Atlántica: porque disolver es —el CIS lo viene diciendo desde hace más de un año— dar ya el Gobierno de España al PSOE, y perder la autorización de las Cortes para que España se adhiera al Tratado de Washington.

El domingo 1 de noviembre hablo largo y tendido con Fraga. Aunque me dice que sólo quiere tratar sobre Galicia, no tarda en hacer el canto a la mayoría natural. Está generoso y amable: es su primer éxito desde 1969. Comprende incluso mi desplante en el mitin de Lugo. Ofrece a UCD cinco Consellerías de las once que ha de tener la Xunta, y reserva para su partido la Presidencia. Extiende al resto de España los resultados gallegos e insiste en que UCD y AP juntas tienen la mayoría absoluta. Cuando le digo que no puedo responderle sin consultar con el partido, y que el partido está en plena crisis (como es notorio), me responde impaciente:

«No quiero plantear un ultimátum, pero hay plazos objetivos que no se pueden perder».

Tiene razón. Urgido por su impaciencia le adelanto mi criterio: apoyar a AP, sin pacto parlamentario expreso, y no entrar en el gobierno gallego ni en acuerdos globales sobre la hipótesis, a mi juicio dudosa, de la mayoría natural. Pero esa hipótesis, y mi escepticismo sobre ella, merecen capítulo aparte.

El lunes 2 ruego a Pío Cabanillas que prepare la «operación desembarco»; hablamos sobre ella el martes, antes de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos, y por la tarde recibo a Carlos Ferrer que me pide, una vez más, el cese de García Díez y entona su propio canto a la mayoría natural.

El miércoles 4 recibo a Miguel Roca:

«No te importe el hemiciclo, sino la calle. Tienes que mandar en UCD pactando con Suárez».

¿Y Suárez? He hablado con él después de Galicia un par de veces por teléfono. Me ha asegurado su apoyo personal. Me ha desaconsejado vivamente la mayoría natural: prefiere un pacto con los catalanes. Sobre todo ello se ha pronunciado breve y desganadamente. Porque no quiere nada. Alude a su ilusión de un despacho multinacional.

«En política, sólo quiero hablar con la libertad de un hombre de 80 años».

El miércoles 4 tengo una larga entrevista con Sahagún. Le propongo tratar separadamente el partido y el Grupo Parlamentario.

«El Grupo Parlamentario es asunto tuyo», me dice.

¿Y el partido?

«Estoy dispuesto a ceder la Presidencia, pero no en esta situación de acoso».

¿Y Adolfo?

«No te confundas, Leopoldo: ésta es una cuestión entre tú y yo».

Volvemos a vernos el domingo 8, antes del Comité Ejecutivo convocado para el lunes 9. Sahagún viene dispuesto a dejar la Presidencia de UCD. Trae un extenso guión escrito que parece seguir fielmente. Tengo que oír un reproche minucioso al Gobierno por su derechización y por haberse mostrado abierto a la tesis de la mayoría natural. Y luego una defensa ritual del reformismo, del progresismo y del interclasismo. Exige garantías concretas sobre esos vagos ismos. Garantías que se resumen, a falta de ideas claras, en los nombres de las personas que serían, para él, aceptables y no aceptables en los órganos del partido. Me trae una propuesta para un cruce de cartas entre él y yo. No le discuto nada.

Sin embargo, no presenta su dimisión en el Comité Ejecutivo del lunes 9, y hay que convocar otro para el viernes 13. Por fin, el 30 de noviembre el Consejo Político me elige Presidente de UCD. Ha pasado poco más de un mes desde el fracaso gallego. Faltan seis meses para el fracaso andaluz. Y doce para el fracaso final.

Encomiendo la Secretaría General de UCD a Íñigo Cavero, hombre que ha aceptado siempre responsabilidades graves en los momentos difíciles, y que ha hecho frente a ellas con valentía y generosidad. Sitúo a Rodolfo Martín Villa en una Vicepresidencia del Gobierno sin cartera específica, de agente como luego Alfonso Guerra, para que se ocupe de la relación entre el Gobierno y el partido, que ha sido tan deficiente. En su nuevo oficio, Martín Villa no fue ni feliz ni eficaz: ha dicho años después en sus memorias que se había equivocado al aceptar la Vicepresidencia; yo quiero asumir expresamente mi parte de culpa: también yo me equivoqué al nombrarle. Porque le derribó el ánimo la falta de una ocupación concreta —a él, que había desempeñado tantas y con tanto éxito en puestos anteriores.

Probablemente ya no había nada que hacer a finales de 1981: pero no hicimos bien lo poco que podía hacerse. A partir de entonces las sucesivas encuestas del CIS nos embestían periódicamente, como golpes de mar, y eran medida y causa a la vez de nuestra decadencia.

Acto 3.° Mayo, junio, julio 1982 - Suárez

El PSOE había forzado la fecha de las elecciones andaluzas (23 de mayo de 1982) durante la negociación de los Pactos Autonómicos. (Yo intenté sin éxito dejarlas para el otoño, porque veía con claridad que las elecciones andaluzas marcarían el principio del fin).

Adolfo Suárez se negó esta vez a hacer campaña, aunque mantuvo sus dudas hasta el final. Hubo dificultades para encontrar un candidato a la Presidencia de la Junta: Merino aceptó el papel de víctima propiciatoria. El entusiasmo de los militantes y la simpatía de los andaluces fueron muy gratificadores durante la campaña, y nos hicieron creer que se equivocaba el CIS en sus pronósticos agoreros. Pero no se equivocaba. Al terminar el escrutinio del 23 de mayo, UCD era en Andalucía un partido casi testimonial.

La derrota de UCD, el crecimiento de AP y, sobre todo, el triunfo espectacular del PSOE, sacudieron la frágil estructura del partido. El mismo día 24 Sahagún solicita verme; le recibo en el acto con estas palabras:

«Vienes a pedirme que deje la Presidencia de UCD; ten la certeza de que seré mucho más diligente que tú a la hora de marcharme».

Naturalmente que me pidió que me marchara, sacándose la espina de la conversación simétrica que habíamos tenido siete meses antes.

El mismo día por la tarde me reúno con el sanedrín. Asisten a la reunión Martín Villa, García Díez, Pérez-Llorca, Oliart, Rosón, Cabanillas, Lamo de Espinosa, Rafael Arias Salgado e Migo Cavero. Hay casi unanimidad: han fracasado el partido y el Gobierno. (Rodolfo ya no puede repetir, como después de las gallegas: «Yo no me siento responsable de esto»). El Gobierno, a partir de ahora, vive de prestado: la oposición ni siquiera va a provocar nuestra caída. No se puede llegar a marzo del 83: hay que disolver. Pero antes hay que intentar que UCD recobre su imagen perdida. ¿Cómo? Nadie tiene una respuesta clara. Se habla de un Congreso extraordinario del partido, de un acuerdo con el PSOE. A todos nos parece que hay que capear el temporal hasta las vacaciones parlamentarias de julio, y luego actuar. Pero, otra vez, ¿cómo? Queda en el aire la pregunta que nadie ha hecho: ¿se podrá abrir el Parlamento en septiembre?

Durante la reunión recibo una llamada telefónica de Fraga proponiéndome una entrevista. Ubicumque fuerit corpus…

El martes 25 despacho con S.M. a las 9.30; recibo a las 11 en Barajas a Seku-Turé, Presidente de Guinea Conakry. Me reúno a la 1 con el Grupo Parlamentario y veo por la tarde en la Moncloa a Felipe González. El Secretario General del PSOE está alarmado por el alza de AP:

«El PSOE va a ganar las próximas elecciones y no me gustaría tener enfrente a Fraga como Jefe de la Oposición, a pesar de que la tesis de la mayoría natural puede dar la mayoría absoluta al PSOE».

El miércoles 26 se reúne el Comité Ejecutivo de UCD en Cedaceros. El comunicado de prensa reconoce, sin reserva alguna, el fracaso electoral; anuncia un proceso de autocrítica y de redefinición; insiste en la «validez y permanencia de la oferta política de centro, que no se ha agotado con la transición». Hay un párrafo en el que se nos cuela casi una despedida:

«UCD sabe que no siempre ha conseguido transmitir a los españoles el espíritu de responsabilidad y generosidad que ha presidido su actuación, de modo que con frecuencia la opinión y el electorado han percibido como ambigüedad o tibieza lo que ha sido una constante voluntad de propiciar una vida política lo menos tensa y conflictiva posible, y un propósito decidido de aportar un elemento esencial de moderación y concordia a la escena política española».

Yo le llamaba a eso la nocividad de la moderación.

Con el presentimiento del fin próximo, ofrezco esa noche una cena de gala en la Moncloa a Sekú-Turé y a su séquito. ¡Qué oficio el de Presidente!

El jueves 27 me reúno a las 9.30 con el Grupo Parlamentario del Senado. La crítica y el pesimismo son mayores que en el Congreso de los Diputados. A la 1 viene a la Moncloa Manuel Fraga. Insiste en su oferta de la mayoría natural:

«La gente está esperando un acuerdo. ¿Quién se opone? ¿El Duque? El Duque te ha dejado una herencia muy mala: ya te lo había anunciado en julio del 76; lo repetí en la sesión de tu investidura, y me interpretaste mal. Si reúnes a los barones, estás perdido».

Por la tarde hablo largamente con Santiago Carrillo. Siempre hubo entre él y yo una dificultad que, para algún comentarista, era la sombra del pasado. Pero siempre he apreciado la claridad y el buen sentido del líder comunista. Éstas fueron algunas de sus palabras, tal y como las conservo en mis notas:

«Las elecciones andaluzas han descentrado el equilibrio político español. Vuelve a haber un peligro de polarización izquierda-derecha. Si gobierna el PSOE, habrá contradicción entre sus bases y sus cuadros. La derecha dirigida por Fraga tendrá, pese a sus esfuerzos, tirones posibles de la ultraderecha. UCD ha sido necesaria para la transición; y la transición no ha terminado. Fue un error de UCD dar por concluida en 1979 la política de consenso. La extrapolación a toda España de los resultados andaluces sería mala para el Partido Comunista, pero peor para UCD. No deben adelantarse las elecciones».

Al final hay una nota mía: «Entre dos derrotados, el diálogo es más fácil».

A última hora de la tarde asisto en la Zarzuela a la recepción que SS.MM. ofrecen a los hombres de ciencia españoles.

El viernes 28 hay Consejo de Ministros; inevitablemente se repite el análisis que ya había hecho el sanedrín. Se comentan luego las buenas noticias sobre el proceso de nuestra incorporación a la Alianza Atlántica. El Parlamento griego, a pesar del compromiso de Papandreu con el PSOE, ha ratificado la adhesión de España al Tratado de Washington: el último obstáculo está vencido. La ratificación griega sorprende al Partido Socialista, que ha preparado una proposición no de Ley para reabrir en el Congreso el debate atlántico. Tomamos la decisión de presentar inmediatamente el Protocolo de adhesión en Washington: y así se hace el domingo 30[38].

Por la tarde vuelvo a reunir al sanedrín. El ambiente es aún más pesimista:

«Hay que saber irse a casa con dignidad».

Se habla por primera vez de reunir una Junta de Fundadores de UCD. Anoto una observación lúcida de Martín Villa: «¿Podemos los Fundadores renovar UCD?»

El domingo 30 se celebra en Zaragoza el homenaje a la Bandera. La situación del Gobierno en la prensa es tan baja que se interpreta maliciosa y exageradamente la organización material del acto: en vez de poltronas, el Gobierno tiene sillas para ver el desfile. Sillas de tijera, como no se cansará de repetir despectivamente Rodríguez Sahagún, el Ministro de Defensa al que dieron el golpe un 23F sentado en su poltrona, el Ministro de Defensa que nombró Segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército al General Armada diez días antes del golpe. Lo que no trasciende a la prensa es bastante más grave: la banda de música que iba a acompañar en el desfile a las fuerzas de la Guardia Civil incluía a algunos músicos que habían entrado en el Congreso de los Diputados, con metralletas, a las órdenes de Tejero. La Guardia Civil, naturalmente, desfiló sin banda; confieso que esa grotesca situación pesó en mi ánimo —y no las sillas de tijera— a la hora de reaccionar ante la sentencia del tristemente famoso juicio, cuatro días después.

El lunes 31 recibo a José Luis Álvarez: mis notas subrayan cómo insistió en el carácter personal de su apoyo. Me propuso, además, el acuerdo con AP y Convergencia. Luego Pío Cabanillas me hablará de la reunión con los Presidentes y los Secretarios Provinciales de UCD, convocada para el día 2:

«Sobre todo, deja claro que UCD no va a escorar a la derecha».

De pasada, Pío define a Suárez con una pareja de sustantivos: superficialidad e instinto.

Rodolfo Martín Villa me llama por el teléfono rojo para decirme que tiene que haber elecciones en el otoño, sin coalición electoral previa, y que hay que intentar que Suárez venga con nosotros; pero lo que más le importa en ese momento es la amenaza de reprobación parlamentaria que pesa sobre Manuel Núñez, Ministro de Sanidad y compañero suyo de familia en UCD.

Recibo también a Areilza, que me repite su solidaridad y su disposición para ir con UCD en las listas electorales próximas. Y a Carlos Ferrer que, como siempre, me pide el cese de García Díez.

«Ya no falta mucho», le respondo, y creo que no me entendió.

Por la tarde vuelo a Málaga para consolar, dar las gracias y arengar —si puedo— a los cuadros andaluces de UCD. Su esfuerzo, como el de todo el partido y el Gobierno en la campaña, ha sido muy grande: no está ahí, ni aún mínimamente, la razón del fracaso. Merino y los suyos se han dejado la piel en el empeño.

El martes 1 de junio voy por la mañana a despachar con S.M. Luego presido la Comisión Delegada para Asuntos Económicos: tengo tendencia a creer, en clara huida de la realidad, que la situación de la peseta en los mercados exteriores es el primun vive re, y que UCD es sólo un inútil y penoso philosophare.

La reunión con los Presidentes y Secretarios Provinciales, el miércoles 2, es una triste obligación a la que me someto sin esperanza. Ahí está el partido que se fue haciendo sin mí, los cuadros a los que no he conseguido atraer, los hombres de otras obediencias dentro del partido. Ahí están las familias de UCD: yo no pertenezco a ninguna y esa independencia, que me fue tan útil en 1976, me convierte cuando llegan los tiempos de la ira en blanco para que hagan ejercicios de tiro los que no me sienten de los suyos. Aquélla fue una antología del mal amor: dejo su crónica para otro Arcipreste.

A última hora de la tarde vuelvo a ver a Felipe González: quiero hablarle de la inminente sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar. Comentamos su posible rigor y su probable insuficiencia; le cuento la reforma que tenemos estudiada del Código de Justicia Militar. Obtengo, de pasada, su compromiso de no organizar en el Congreso otro debate de reprobación contra el Ministro de Sanidad: y llamo, para tranquilizarle, a Martín Villa.

Los días 3 y 4 de junio están llenos, para la prensa, para la opinión y para mí mismo, de los comentarios sobre la sentencia contra los golpistas. El Consejo de Ministros del 4 se muestra partidario del recurso. A mí me parece saludable que la última palabra la pronuncie un tribunal civil, y así lo anticipo en una muy polémica declaración a la radio[39].

El sábado 5 presido la comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos, dedicada a los complicados asuntos de financiación de las Comunidades Autónomas y a las valoraciones de los servicios transferidos.

He pedido a Adolfo Suárez que nos veamos, y viene a la Moncloa al final de la mañana. Se presenta en mi despacho con atuendo informal y deportivo, abiertos tres botones de la camisa, como si quisiera subrayar así el carácter amistoso, no político, de nuestra conversación, como si estuviera de vacaciones. Le cuento abiertamente a mi antiguo Jefe político la crisis extrema de UCD, y mi delicadísima situación. Y le pido ayuda. Éstas son algunas de sus afirmaciones, hechas en el inimitable tono coloquial que tanto le envidio; aun hoy me parecen notabilísimas:

«Yo —Suárez— no tengo sitio en el partido, no me encuentro cómodo en UCD. No mando ni en el Comité Ejecutivo ni en el Consejo Político, que no han sido hechos a mi medida[40]. No quiero ser un barón más del partido. Te equivocarías si considerases que son hombres míos, o emisarios míos, personas como Agustín Rodríguez Sahagún, Fernando Abril o Rafael Arias: Agustín me ha llamado esta misma mañana preguntándome lo que quiero; como verás, ni los suaristas saben lo que quiere Suárez. Te apoyaré en tanto que Presidente del Gobierno, pero no en tanto que Presidente del partido. Quiero estar seguro de que se hace en el partido lo que yo decido. Por eso lo que de verdad me apetece es crear un partido propio, mío, que no se me escape de las manos. Pero, por otra parte, me siento obligado a colaborar en una solución para la crisis de UCD, aunque la veo muy difícil».

El domingo 6 llamo a Landelino Lavilla y le propongo una reunión informal de él y Adolfo Suárez conmigo, para buscar esa solución; la reunión tiene lugar al día siguiente. Suárez acude a mi despacho en la misma actitud que el sábado y con la misma indumentaria veraniega de amigo afectuoso para la tertulia, no de político dispuesto al pacto. Expongo mi propósito, que es encontrar rápidamente una solución para la crisis de UCD, elaborarla en el mes de junio y ponerla en práctica a primeros de julio, cuando empiecen las vacaciones parlamentarias. Landelino propone un examen de la situación general: la coincidencia en el análisis es fácil. Tampoco hay discrepancia en cuando a la conveniencia de mantener la posición independiente de UCD, en el centro del espectro político; ni en el rechazo de la mayoría natural. Adolfo Suárez es más terminante en este punto y considera deseable un Gobierno UCD/PSOE después de las elecciones; quiere excluir cualquier acuerdo con AP, y hacer las listas electorales en función de ese objetivo.

—«Ni un solo nombre en las listas de alguien que quiera luego colaborar con AP».

Según Adolfo Suárez el PSOE no soportaría quedarse fuera del Gobierno, si sus resultados no fuesen de mayoría absoluta, y sería arriesgado para España no contar con él. Siempre su mayestática preocupación por la gobernabilidad.

Los problemas empiezan cuando volvemos los ojos sobre UCD y sobre sus órganos de gobierno. La idea del triunvirato Suárez, Lavilla, Calvo-Sotelo se acepta de entrada: pero Suárez quiere que no haya órganos de decisión en el partido, que se declare en él una especie de estado de excepción, que se disuelvan tanto el Comité Ejecutivo como el Consejo Político, concentrando en el triunvirato todos los poderes; y que, además, sea yo quien proponga ese recurso extremo. Sobre este punto yo no puedo estar de acuerdo: me parece que una decisión así tendría consecuencias inmediatas, y graves, en el Grupo Parlamentario y, a continuación, en el Gobierno; algo menos grave sería que esa propuesta de «estado de excepción» la hiciera él. Tampoco se avanza a la hora de repartir las responsabilidades o las funciones dentro del triunvirato: Adolfo no parece dispuesto a nada que no asegure su absoluto dominio personal de UCD, aunque dice que no tiene ambiciones respecto del Gobierno. (De un Gobierno terminal).

Lavilla no quiere ser un obstáculo, pero tampoco entrar en un juego llevado exclusivamente por Suárez. La herida antigua, no cicatrizada, del Congreso de Palma sigue abierta. Mi impresión a partir del lunes 7 de junio es que la aceptación de las condiciones de Suárez trae consigo el final inmediato del partido y del Gobierno, porque Adolfo no tiene interés alguno en continuar la línea anterior en cuanto a las personas se refiere, y quiere hacer un partido nuevo que sólo utilizará del anterior las siglas. Eso es quitar el andamio antes que los albañiles. Por otra parte, si Lavilla no se integra en la solución, el Grupo Parlamentario se desmorona también, porque se marchan por lo menos los democristianos y los críticos. De los grupos iniciales que firmaron la coalición UCD los menos centrífugos son el viejo Partido Popular, y los llamados azules: los socialdemócratas de Ordóñez ya se han ido; los democristianos están a punto de irse; y los liberales andan disgregados sin su pastor Garrigues a la busca de pastos nuevos en los Clubs. No hay ninguna solución viable, no hay voluntad asociativa en los cuadros dirigentes, las familias de UCD se han convertido en tribus que no se soportan y se «canibalizan» o se dispersan. Sólo cabe elegir la manera más digna de llegar al final.

El día 11 veo otra vez a Felipe González. Según él, vuelve a estar en la calle la conveniencia de un Gobierno de gestión que gobierne por encima de la crisis interminable de UCD. Le digo que eso viene siendo ya el Gobierno que presido: un Gobierno de gestión, sin apoyo de un partido real.

El sábado 12 por la tarde vienen otra vez Suárez y Lavilla a mi despacho: la reunión es, también, un pietiner sur place, con el mismo escenario e idéntica guardarropía que las anteriores. Decidimos dejar aparcados los motivos de discrepancia, y hablar del Secretariado que pueda gobernar UCD a las órdenes del triunvirato. Suárez propone elegir a un Presidente nuevo (él mismo) y nombrar Secretario General a Laína; todos los barones deben pasar a segundo término. Lavilla no está de acuerdo; se echa indolentemente, cortésmente, fuera; dice poner su confianza en lo que hagamos Suárez y yo. A mí no me parece posible marginar a los barones/Ministros sin disolver. Yo pienso demasiado en el Gobierno; Suárez demasiado en él mismo; quien sabe si Lavilla piensa en el partido. No tiene mucho sentido seguir hablando a tres. Decidimos la convocatoria del Comité Ejecutivo y del Consejo Político para los primeros días de la vacación parlamentaria, sin que esté de ninguna manera claro lo que vamos a proponer a esos Órganos.

Vuelvo a ver a Landelino, sin Suárez, el sábado 19. Si Adolfo tiene ganas de volver y Landelino tiene ganas de llegar, yo cada vez tengo menos ganas de seguir.

El Comité Ejecutivo se reúne el viernes 2 de julio. Llevo a él un programa de 4 puntos, que son los siguientes:

«1. Someter a un próximo Comité Ejecutivo la constitución, de acuerdo con los Estatutos, de una Comisión Permanente, reducida en número y con amplios poderes, de la que formen parte, en todo caso, D. Adolfo Suárez y D. Landelino Lavilla».

«2. Resolver urgente y definitivamente los contenciosos provinciales pendientes y preparar en cada provincia la persona que vaya a encabezar en su día la lista electoral».

«3. Renovar el Secretariado Nacional».

«4. Poner a punto desde ahora un programa electoral que convoque y movilice nuevamente a nuestros electores de 1979».

«La situación en UCD —sigue diciendo mi nota— exige por parte de todos decisión, disciplina, prudencia y desprendimiento personal. En esta línea, el Presidente está determinado a mantener firmemente las soluciones apuntadas. Y también estaría dispuesto a dejar, si fuera necesario y en el marco de otra solución de conjunto, su Presidencia a la disposición de los Órganos del Partido».

El Comité se reúne a las diez de la mañana en el edificio que aún se llamaba entonces «Semillas Selectas». No asiste Suárez; sus fieles —Rodríguez Sahagún, Calvo Ortega y Viana— acuden a la sesión de la mañana, pero no a la de la tarde. Yo presento al Comité la propuesta escueta que se ha transcrito. Rosón hace todo un programa de Gobierno, sin hablar apenas de UCD. Arias Salgado y Abril presentan un largo texto doctrinal, que concluye diciendo:

—«Lo que de verdad está en juego es la concepción, la ideología y el espacio político de UCD».

La reunión transcurre mañana y tarde en un ambiente extraño de aburrimiento y violencia a la vez. Me veo obligado a suspenderla a la siete para recibir al Presidente del Gobierno italiano, Spadolini, que llega a España en visita oficial. Ceno con él en la Moncloa y al día siguiente por la mañana continuamos hablando en mi despacho; hay almuerzo después en la Embajada. El Gobierno italiano se compromete a acelerar el ritmo de las negociaciones de España con la Comunidad Europea, y mantiene como fecha para la adhesión el 1.° de enero de 1984. (Las cosas no serían tan fáciles; el Gobierno socialista no conseguirá la adhesión hasta el 1.° de enero de 1986).

Se reanuda a las cinco y media de la tarde del sábado la reunión del Comité Ejecutivo de UCD. Pesan sobre los reunidos los titulares de la prensa del día. «Los suaristas rechazan una propuesta de Calvo-Sotelo para superar la crisis de UCD». (El País). «Portazo suarista a la ejecutiva de UCD» (Diario 16). «Las tesis presentadas por Calvo-Sotelo fueron rechazadas por los centristas» (Pueblo). El editorial de Diario 16 se titula: «Suárez o dentro o fuera», y tiene párrafos de gran dureza, como éste:

«Cuando Calvo-Sotelo ofrece a Suárez un compromiso público y responsable, resulta inadmisible que el duque conteste con desplantes, silencios y desafíos».

El Comité Ejecutivo no rechaza de manera formal mi propuesta y, al fin, después de muchos monólogos yuxtapuestos, parece tomar dos decisiones: una, constituir un comité de redacción en el que están Rosón, Enciso, Cavero, García Díez y Arias Salgado para que prepare un nuevo documento que recoja los puntos esenciales tratados; la otra, encomendar al triunvirato Calvo-Sotelo, Lavilla, Suárez que elabore sobre aquel documento un plan de acción.

El documento está en la prensa del domingo y relaciona los puntos sobre los que parece haber acuerdo; entre ellos el compromiso de que UCD concurra a las elecciones con su propia identidad, descartando cualquier tipo de coalición; el rechazo a las tendencias organizadas dentro de UCD; y la afirmación de una militancia inequívoca que excluya la pertenencia simultánea a otras organizaciones, políticas o parapolíticas.

Algún titular del domingo es demasiado optimista; así el de Diario 16: «Calvo-Sotelo logró la vuelta de Suárez a las negociaciones». El Alcázar, por una vez lúcido, sentencia: «Se confirma la desintegración de UCD».

Convoco el lunes 5 por la mañana en mi despacho a Lavilla y a Suárez, para dar cumplimiento a los acuerdos del Comité Ejecutivo que han de ser presentados a la reunión del martes 6. Lavilla acude, pero Suárez no. Yo sigo en mi empeño de buscar una solución razonable con Suárez y le propongo por teléfono que nos reunamos fuera de la Moncloa, en un terreno neutral: cenando en Zalacaín esa noche. Adolfo acepta desganadamente; los dos vamos a ir al último partido que juega España en el Mundial: contra Inglaterra en el Bernabeu. Coincidimos en el palco: Adolfo no quiere venir a la primera fila, y se queda atrás. España se despide con dignidad: empate a cero. Salimos separadamente, por la historia del protocolo y el barullo reinante. Cuando llego a Zalacaín, ya está esperando Landelino. Adolfo se presenta poco después con la actitud que viene siendo habitual en él desde su regreso de Contadora. No quiere nada, no ambiciona nada, no le interesa regresar a la política: pero si se le pide que vuelva ha de ser en condiciones que él fija y que no son negociables, porque su falta de deseo de volver no le dispone a la negociación. Las condiciones en esa última reunión del triunvirato están ya claras. Suárez quiere la presidencia del partido, con todos los poderes, sin triunvirato, sin Comité Ejecutivo, sin Consejo Político. Lavilla se echa fuera de la conversación con su cortesía habitual. Yo acepto en principio las condiciones de Suárez, pero añado que todo ha de hacerse guardando la estabilidad del Gobierno, y la mucho más precaria del Grupo Parlamentario; porque si no, si se producen dimisiones de Ministros, o nuevas fugas colectivas del Grupo Parlamentario, será preciso disolver inmediatamente. Suárez no quiere entrar en esas complicaciones y ratifica sus exigencias, a las que añade una más: debo ser yo (Calvo-Sotelo) quien, antes de dejar la presidencia, disuelva el Comité Ejecutivo y el Consejo Político, jubile a los barones y proclame en UCD el estado de excepción.

En ese momento le digo a Suárez que yo no puedo hacer eso. Las personas que, según Suárez, yo debo despedir y licenciar son Ministros de su último gobierno o vocales elegidos en su lista por el Congreso de Palma. Yo no tengo hombres míos, ni en el partido, ni en el Gobierno; y no he sido excluyente ni en mi Secretaría de la Moncloa (en la que está José Ramón Caso, hombre de Adolfo, próximo tránsfuga al CDS, a quien he recibido en mi corto equipo de colaboradores directos por mi deseo de transparencia respecto a Suárez, sabiendo que el suyo es un destino claramente submarinista). Y, además, llevo quince meses en un ejercicio de funámbulo apoyándome en sus hombres, en los hombres que fueron suyos y que yo no quise cambiar cuando le sucedí en enero, y he afrontado con ellos la grave crisis económica y política que me legó Suárez y las consecuencias del golpe militar que le dieron a él. Yo puedo dejar la Presidencia de UCD y ofrecérsela a Suárez: al fin y al cabo, que presidiera él UCD es lo que le pedí cuando su dimisión. Pero no me siento obligado a realizar, además, la sale besogne que Suárez me exige; no me da la gana de ser el ejecutor de sus rencores; no estoy dispuesto a despedir a quienes han estado lealmente conmigo, aun no siendo míos, en este año y medio de dura batalla política. Y ello no sólo por razones de dignidad o de respeto a los demás, y a la democracia misma del partido, sino porque el simple enunciado de esa propuesta desencadenaría inmediatamente la ruptura definitiva del Gobierno y del Grupo Parlamentario.

Landelino asiente. Suárez sonríe y vuelve a decir que él no quiere nada, que comprende que su precio es muy alto, pero que él no ha pedido esta negociación, que no quiere volver a la política activa, y que si los demás queremos que vuelva tendremos que aceptar su precio.

El diálogo ha terminado —¿o tal vez no ha empezado nunca? Suárez, sin perder su sonrisa, ni su cordialidad, ni su encanto personal, echa un poco hacia atrás la silla que ocupa y apoya las manos sobre el borde de la mesa, en la actitud característica de quien se quiere marchar, educadamente si le es posible. Y se marcha. Yo me quedo unos minutos más con Landelino; sé que la crisis no tiene ya solución, pero pienso que tal vez lo menos malo sea que yo deje la presidencia de UCD y proponga a Landelino como sucesor; mi dimisión puede enfriar el ánimo de los incondicionales de Suárez y retener al duque; y la presidencia de Lavilla puede retener a los críticos y a los democristianos. Retener, evitar la hemorragia, disolver y no ser disueltos. Los socialdemócratas ya se han ido y habrá que cuidar a los liberales, que pueden estar a punto de irse.

Landelino me pide tiempo para reflexionar, y yo me llevo la certeza de que la aventura de UCD está acabada.

Llegado a la Moncloa, localizo rápidamente a Pío Cabanillas —tarea no siempre fácil, ni aún para los sagacísimos sabuesos del Gabinete Telegráfico— y le resumo la conversación. Aunque todavía espero la sorpresa —Adolfo Suárez es maestro en ir y venir, en amagar y no dar, como ya sucedió el día 3—, pido a Cabanillas que esté dispuesto a dar el nombre de Landelino en la reunión del Comité Ejecutivo que tendrá lugar a última hora de la tarde siguiente.

La sorpresa, el milagro, no se producen. Adolfo Suárez no asiste a la reunión. Lo más notable de ella es una larga, violenta intervención de Fernando Abril contra mí, dura en el tono aunque de escasa ilación en la estructura, y no siempre inteligible en sus términos. (Con Fernando Abril me ocurre algo no frecuente: la falta de reciprocidad en la estimación personal. Yo admiraba su temple, su paciencia y su decisión cuando asumía él solo el peso del Gobierno, durante los desfallecimientos guadiánicos de Suárez; y la penetración de su juicio, que brilla de pronto, fugaz e intensamente, en medio de un discurso mal servido por sus extrañas artes oratorias. Pero yo sé que él no suele encontrar mucho que apreciar en mí: a lo mejor le hiere mi obsesión por la claridad; aquel día no encontró nada bueno)[41].

Presento mi dimisión. Nadie la discute: por fin una propuesta mía obtiene la unanimidad sin reservas del Comité Ejecutivo. Pío Cabanillas insinúa el nombre de Landelino Lavilla, que yo propongo formalmente: nadie se opone, si no es el propio Landelino que pide otra vez tiempo para reflexionar. El Comité le concede hasta el sábado 10, pero le obliga votando su candidatura unánimemente, incluidos los suaristas: eso me hace confiar en que puede todavía haber un entendimiento entre Suárez y Lavilla. Se dice que en toda reunión de políticos hay siempre alguien que quiere sustituir a quien preside; no fue así entonces: nadie quería ser Presidente de UCD en julio de 1982, como nadie había querido ser Presidente del Gobierno en febrero de 1981. Landelino acepta con reservas, y anuncia la que será su famosa «condición devolutiva», una precaución legalista sin alcance político real. Yo se la acepto[42].

El miércoles 7 mi dimisión y mi propuesta de sucesor hacen los titulares de la prensa, con algún sermón fúnebre sobre mi persona que estaba preparado de antemano: no se había acuñado todavía el título, pero aquélla era una muerte anunciada. Yo confirmé lacónicamente por escrito mi dimisión a Íñigo Cavero, Secretario General de UCD. Lavilla hubiera preferido que todo quedara pendiente y confidencial hasta el sábado. No fue posible, y él tomó la publicidad inevitable de mi dimisión como un deseo mío de presionar su decisión última; hasta me hizo ver telefónicamente que podría no aceptar. Pero aceptó. Por su sentido de la responsabilidad, sin duda, pero también porque era para él la última ocasión de dar el gran salto que todo político ambiciona: el salto a la cabecera del cartel. La herencia yacente era mala: un partido deshecho. Tampoco había sido buena la mía en febrero de 1981: un partido deshecho más un golpe militar. O la de Suárez en 1976: cuarenta años de dictadura. (Sólo Felipe González ha recibido una buena herencia en estos tiempos: y él lo sabe, pero los electores todavía no).

El sábado 10, después del Comité Ejecutivo, almuerzo en la Moncloa con Plácido Domingo, que canta esa noche Sansón y Dalila, y con Joaquín y Juliana Calvo Sotelo. Tiene Plácido la caridad y la elegancia de no hablarme de política, y de olvidar por un momento sus devociones en ese campo. Yo no puedo centrar la atención en las anécdotas que relata sobre su peregrinaje lírico por el mundo, siempre acompañado por el éxito. A los postres, el próximo derrotado hace un brindis al triunfador. Luego Joaquín pide a Plácido que cante la famosa frase con que empieza el Ofertorio del Réquiem de Verdi: Plácido accede generosamente y Joaquín tararea, con afinación, el mínimo contrapunto de la cuerda. Es un Réquiem de gala por UCD.

Terminado el almuerzo, solo ya en la Moncloa, tomo unas notas que ahora transcribo sin retocarlas apenas. Quieren ser un resumen del proceso que estaba terminando:

Suárez dimitió el mes de enero de 1981 porque ya no era capaz de seguir inventando el futuro, como había hecho admirablemente en 1976, 1977 y 1978. Pero dimitió, sobre todo, porque se sabía calado por sus barones: no es que ya no confiara en ellos, sino que sabía que ellos no confiaban ya en él. La situación había llegado a ser como la que describe Eugenio d’Ors en su Oceanografía del tedio, y puede resumirse de esta forma: los barones le han tomado la medida a Suárez; Suárez sabe que los barones le han tomado la medida; los barones saben que Suárez sabe que ellos le han tomado la medida; Suárez sabe que los barones saben que él sabe que le han calado. Así no se podía seguir. No se puede mandar si no se tiene el respeto intacto de los mandados. Suárez lo había tenido, se lo había ganado legítimamente en julio de 1976 y en julio de 1977, cuando reunió en torno a él a unos hombres que, entonces, parecían por lo menos tan considerables como él mismo, sino más. Y se impuso a ellos, se nos impuso, por la fuerza de su convicción, por la audacia de su proyecto, por la limpieza de su actitud y por la seducción de su persona. En el mes de enero de 1981 quedaba poco de todo aquello para sus íntimos, para su comisión permanente, para sus jueces en la Casa de la Pradera. Había hecho con ellos un último esfuerzo en septiembre de 1980, cuando presentó al Rey «el mejor de los Gobiernos posibles de UCD». Pero muy pronto supo Suárez —y supimos sus Ministros— que el esfuerzo era vano. Que ya no le quedaban conejos en la chistera, como dijo algún comentarista. Porque, efectivamente, no le quedaban. Pero los barones exigían, exigíamos, que Suárez siguiera sacando conejos de la chistera vacía. Aquel era un ejercicio sin sentido. Por eso dimitió Suárez.

Pienso que debió de sentirse aliviado inmediatamente después de su dimisión. ¿Esperaba, sin embargo, que el Rey lo retuviera? ¿Preveía un regreso triunfal como el de Felipe González a los tres meses del XXVIII Congreso del PSOE? Quizá, pero ni él mismo lo sabía entonces. El Rey no le retuvo más allá de los límites de la cortesía y de la Constitución. Vino el golpe. Suárez dio su espantá a Contadora. A su regreso no percibió en la opinión, ni en el partido, la añoranza del líder deseado; eran los cortos meses de mi estado de gracia. Y entonces entró en una etapa indecisa y confusa: Se ilusionó fugazmente con un despacho de gestión; creyó que no quería volver a la política; puso distancia entre él y sus leales; rumió el despego de sus barones —pero no era capaz de seguir viviendo sin las candilejas de la política activa. En un desahogo aislado, entre su dimisión y mi investidura, me había dicho con afecto y estimación para mí:

«Leopoldo, no sé qué voy a hacer; porque a ti te interesan la ciencia y la filosofía, te gusta viajar, te apasiona la vela, te llena tu familia: y a mí nada me basta, si no es la política». Nada necesito y nada me basta, podía haber sentenciado como la Reina Cristina de Suecia.

La etapa indecisa concluyó pronto con su decisión de volver. Volver, pero no a UCD. No estaba dispuesto al esfuerzo, quizá baldío, que hubiera sido necesario para reconquistar a sus barones, a sus gentes. No quería repetir la aventura que tantas cicatrices le había dejado. Quería un partido nuevo, con incondicionales que no estorbaran su agilidad. Quería más una partida que un partido. De la enferma UCD le interesaba, si acaso, la sigla, el nombre registrado, «la ficha» (como si fuera un Banco), pero no el fichero. UCD, sin embargo, era criatura suya y Suárez se sentía obligado a salvarla de la crisis; porque sospechaba que no le sería fácil al fundador justificar el abandono del partido que él mismo había fundado. De ahí su conducta ondulante, casi femeninamente coqueta, que he intentado relatar sine ira et studio. De ahí que le conviniera dar la impresión de que le echábamos de UCD, porque habíamos derechizado el partido o pactado con Fraga, para sentirse con las manos libres. Y se marchará efectivamente, pero sin las manos libres, porque UCD no se ha derechizado, ni ha pactado con Fraga; se marchará sin que le sea posible evitar el reproche —que le ha de seguir como una sombra— de haber dejado el espacio político de centro imposible para él y para los demás. Éstas son su alfa y su omega: Adolfo Suárez, artífice de la transición e insigne fundador de UCD; Adolfo Suárez, máximo, último, cismático tránsfuga de UCD.

Epílogo

Se marchó el 31 de julio. El 28 había comunicado por carta a Lavilla su deseo de que le diera de baja en el Partido «por causas que no hace falta que te reitere». Vaya si hubiera hecho falta. Las causas se buscan, y no se encuentran, en el manifiesto de 20 folios que entregó el 31 a los periodistas. Éste es el párrafo que intenta explicar su abandono:

«En una democracia consolidada quizá deberíamos haber defendido nuestras tesis en los órganos del partido del Gobierno para intentar recuperar su dirección y orientar su acción política. Pero en una democracia consolidada no sentiríamos la urgencia de salir en su defensa, porque no existirían los riesgos que nos acosan. En la joven democracia española, los sectores involucionistas aprovecharían el espectáculo de lucha por el control del partido para tener un nuevo argumento con el que justificar sus intentos de acabar con la soberanía popular. Dada la falta de acuerdo que mantenemos con muchos de los actuales dirigentes del Gobierno y de su partido, en cuanto a los objetivos políticos fundamentales, su prioridad y los métodos y personas para llevarlos a cabo, estaríamos dispuestos a abandonar totalmente la vida política si no considerásemos que el momento es especialmente delicado. Por ello, con violencia personal nos vemos obligados a escoger entre continuar formalmente adscritos a nuestro anterior cauce político o abrir las velas, en defensa de las propias convicciones, a un nuevo empeño. Esta última opción constituye el partido que ahora sale a la luz pública».

Quien escribió lo que antecede se diría anclado en una fecha: el 23 de febrero de 1981. Desde entonces no ha olvidado nada ni ha aprendido nada. El lenguaje de la nota ya pareció anacrónico a los comentaristas de entonces. Hay en el tono, y en lo que me decido a llamar concepto, mucho del más genuino Suárez: defensa de la democracia amenazada, peligro de involucionistas acechantes, deseo de abandonar de verdad la política si no fuera por la llamada de un deber patrio. Suárez se va porque si intenta, dentro de UCD, imponer sus ideas, debilita a la democracia y despierta a los golpistas. ¡Como si esa lucha interna no hubiera sido la historia misma de UCD en los últimos dos años, desde «La Casa de la Pradera», o quizá desde 1977! Pero la política es más imagen que coherencia[43].

La marcha de Suárez precipita las cosas. Para mí no tiene sentido seguir fingiendo que no pasa nada grave. La marcha del hombre que había hecho UCD a su imagen y semejanza acaba con el invento, muy deteriorado ya. La frágil base parlamentaria de UCD no existe. Ya no existía cuando dimitió a principios de 1981, como él mismo dijo entonces: yo tuve que navegar los mares que él juzgaba imposibles. Pero ahora hay que disolver. Así me lo ha dicho Lavilla cuando recibió la carta de Suárez. Mi decisión está tomada. Se me ofrecen soluciones para «tirar» unas semanas más en septiembre y octubre. Todos queremos terminar cosas pendientes: sobre todo Martín Villa, que quisiera dejar aprobado el Estatuto de Castilla y León. Todos no: García Díez se ha roto y no puede con la tremenda carga de los problemas económicos; los mercados internacionales descuentan ya el triunfo socialista y la imprudencia de algunas declaraciones desata una presión creciente sobre la peseta.

Yo tengo la decisión tomada. Una sola dificultad para fijar el día: el viaje del Papa, que no debe interferir con la campaña electoral. Pido al Embajador en el Vaticano, única persona a la que informo de mi decisión de disolver, que haga una gestión confidencial con Su Santidad pidiéndole que adelante o retrase su visita, ya que todavía no ha sido oficialmente anunciada. Pero el Embajador no consigue hablar con el Papa, que está ya en Castelgandolfo, ni con el Sustituto Martínez Somalo, que anda por sus tierras riojanas. Afortunadamente el Cardenal Tarancón, desde su retiro valenciano, arregla el problema en un par de horas: el Papa retrasará su viaje a los primeros días de noviembre.

Sometí al Rey el Decreto de disolución el 21 de agosto, después de oír al Consejo de Ministros que fue, bien a pesar de todos, unánime. De la nota que leí ante la televisión transcribo los párrafos centrales:

«Desde la investidura he manifestado en varias ocasiones mi propósito de no adelantar sustancialmente las elecciones generales, aunque siempre he añadido que no debía entenderse ese propósito como un deseo de agotar a todo trance y hasta el último día la legislatura, independientemente de las circunstancias parlamentarias y políticas. Esas circunstancias han cambiado en las últimas semanas con la creación de nuevos partidos, de manera que son hoy distintas de aquellas en las que fueron elegidos, hace tres años y medio, los actuales diputados y senadores. Esta situación no permite, a mi juicio, la apertura de un nuevo período de sesiones parlamentarias en condiciones aceptables de estabilidad y de eficacia. Por eso he decidido la disolución inmediata, antes de que se reanuden las tareas legislativas en este mes de septiembre».

«Es verdad que todos los Gobiernos desde 1977 han sido minoritarios, y han sabido hallar en cada caso los apoyos políticos necesarios para desarrollar su programa. Pero a partir de ahora el Gobierno que presido se vería obligado a entrar en pactos difíciles y artificiales, confusos para la opinión pública y necesariamente deformadores de sus propios criterios. No creo que ni el prestigio de las Instituciones ni la eficacia de la acción de gobierno salieran ganando si yo me empeñara en mantener, con estos datos, la apariencia de una normalidad parlamentaria».

«No me he dejado llevar por ninguna consideración de partido al tomar la decisión de disolver, y he querido estar atento sólo a los intereses de España. El respeto a las Cortes, y el deseo de hacer lo necesario para que la nación tenga cuanto antes un Gobierno que se apoye mayoritariamente en ellas, han prevalecido en mi ánimo sobre cualquier otro razonamiento».

Las elecciones dieron, efectivamente, un Gobierno mayoritario. Los sondeos me lo habían anticipado ya. Lo que yo no sabía es que la mayoría iba a ser tan estable y tan fatigosamente duradera.

* * *

Aquí termina el libro del mal amor, crónica incompleta de aquel proyecto de partido que hizo la transición mientras se deshacía como tal proyecto. Pero sería injusto haber relatado las querellas y las rencillas en que consistió UCD sin dejar constancia de la anchísima adhesión popular que despertaron sus siglas. Adolfo Suárez acertó al abrir en 1977 un espacio político de centro con unos rasgos tan imprecisos como atrayentes: la moderación, la tolerancia, la reforma, el arranque sin ruptura desde las instituciones anteriores; y también la libertad, la modernidad, el cambio social hacia el progreso. Muchas gentes se apuntaron en toda España a aquel líder nuevo, joven, sonriente, que prometía un tránsito suave, pero resuelto, a la democracia. La transferencia de esa adhesión política desde una persona, Suárez, a unas siglas, UCD, fue, para quienes la intentamos, una misión imposible: precisar lo impreciso, definir lo indefinido, racionalizar la intuición. Y en esa tarea no tuvimos éxito. Al racionalizar la intuición afloraron diferencias crecientes entre los grupos fundadores de UCD, como surgieron las herejías en los primeros siglos cristianos cuando se metió en solfa teológica el Nuevo Testamento. Parece seguro que la inmensa mayoría de los seguidores iniciales de Suárez y de UCD no necesitaban aquella racionalización, ni entendían las tensiones que produjo. Esa mayoría apoyó primero al partido; cuando no pudo reprimir la crítica a los reinos de taifas en que aquél vino a dar, siguió apoyando al Gobierno por encima del partido. Y, cuando cayeron el partido y el Gobierno, siguió siendo fiel a la nostalgia de UCD. Nostalgia de un paréntesis de ilusión, de libertad y de limpieza, cuya luz brilla más cuando se mira desde la fea realidad política de 1990.

Éste fue el esquema originalísimo de una empresa que hizo historia y que no ha sido historiada aún. Quizá las páginas anteriores aporten materia prima, no elaborada, para esa historia que está por hacer. Me gustaría que llevaran también a los hombres y a las mujeres de UCD, cuya lealtad nostálgica se percibe aún hoy en toda España, la gratitud de quien quiso servir a los mismos ideales y acabó siendo, bien a pesar suyo, corresponsable de la muerte de UCD.