Ningún suceso de la transición política ha merecido tantas páginas como el 23F; se ha hecho minuciosamente la crónica de aquellas horas, dramáticas y grotescas a la vez; se han inquirido los antecedentes inmediatos y remotos de la conjura; se ha descrito el estupor de los españoles, el miedo a una vuelta atrás, la pérdida súbita de la recién nacida confianza en las instituciones de la libertad; se ha alabado, justamente, la intervención decisiva de S.M. el Rey, que se ganó el Trono en una noche como sus antepasados medievales. Sobre el golpe militar queda muy poco que decir, aunque para algunos que creen en los secretos de Estado haya todavía sombras no esclarecidas y enigmas no resueltos. Queda, en cambio, casi todo por decir sobre la etapa que empieza el 24 F, sobre el proceso que saca del estupor a los españoles y les devuelve su confianza en las instituciones democráticas. Nadie daba un céntimo por la continuidad pacífica de la transición en la noche del 23F; pero la memoria individual y colectiva es flaca, y el interés periodístico por la normalización fue tan escaso como había sido extraordinario el interés por la ruptura de la normalidad. Sobre ese proceso de normalización política después del golpe quiero hacer algún comentario en lo que sigue.
Mi discurso de investidura, pronunciado el 18 F, había trazado un programa y unos objetivos de gobierno. Pero en la noche del golpe militar vi con toda claridad que mi obligación consistía, antes que en cualquier otra cosa, en devolver a una España conmovida y estupefacta el sosiego y la normalidad constitucionales. Secuestrados el Parlamento y el Gobierno, las intervenciones extraordinarias del Rey en la noche del 23F habían yugulado la confabulación, que increíblemente fiaba a la Corona su éxito. Pero una vez terminado el secuestro, ya no podía Su Majestad seguir en la arena política, porque se lo estorbaba el orden constitucional restaurado: era al nuevo Presidente y al nuevo Gobierno a quienes tocaba esa responsabilidad, y a ella hicimos frente desde el primer momento.
Nos faltaba, como a todos los españoles, información suficiente. Que el Gobierno anterior (presidido por Suárez, y en el que yo era Vicepresidente para Asuntos Económicos) estaba mal informado, es algo que se deduce directamente de la sorpresa con la que recibió el golpe. Yo creí en los primeros minutos que quienes entraban a tiros en el Congreso eran terroristas disfrazados de Guardias Civiles[27]. Dos años antes el Consejo de Ministros había sido, ciertamente, informado de la frustrada Operación Galaxia; pero la cuestión militar no volvió a estar de manera formal sobre la mesa hasta el 24 F. No se nos dijo ni siquiera que el General Armada iba a ser nombrado Segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército diez días antes del golpe; y la falta de una explicación suficiente a tan desdichado nombramiento dio lugar a toda clase de rumores. Agravó la orfandad informativa de mi Gobierno la ausencia de Suárez.
Hube de tomar mi primera decisión importante sobre la cuestión militar el mismo día 26, antes de formar Gobierno, cuando resistí vehementes presiones (no militares) para situar a un general en el Ministerio de Defensa. Desconociendo todavía la hondura y el alcance de lo que había pasado, decidí presentar a Su Majestad un Gobierno sin militares[28], el primero en España desde 1939, para dejar claro lo que se llamaba, impropiamente, supremacía del poder civil.
Alberto Oliart fue un excelente Ministro de Defensa. Cayó sobre él la pesada herencia del golpe militar; la aceptó responsablemente y supo administrarla con firmeza y, a la vez, con respeto para las Fuerzas Armadas que habían sido, en su inmensa mayoría, ajenas a la irresponsabilidad golpista. Los generales respetaron también en el Ministro Oliart la independencia, la rectitud, la autoridad —y el liberalismo propio de su antigua vocación intelectual.
Desde el primer día Oliart redujo a términos de normalidad el problema castrense. El Teniente Coronel Emilio Alonso Manglano (antiguo compañero mío de oposición juanista al régimen de Franco) nos dio muy pronto, desde la Dirección del CESID, una información sobre las Fuerzas Armadas, a la vez tranquilizadora, puntual y suficiente.
Mi problema no iban a ser los cuarteles tanto como el juicio a los militares golpistas. «El ruido que me preocupa no es de sables —dije en marzo del 81 a una prensa incrédula— sino de tenedores en los restaurantes donde conspira UCD y fantasean periodistas».
Normalidad. Aquí ha podido pasar mucho, pero no ha pasado nada. La Ley castigará a los responsables directos del golpe, y no habrá caza de lejanos cómplices o de brujas próximas. La democracia se basta a sí misma, en el ejercicio ordinario de su fuerza, sin medidas excepcionales de ningún tipo, para curar sus heridas; y UCD, minoritaria, también se basta para devolver a la política española, su normalidad perdida, sin coaliciones contra natura que podrían aportar una cierta justificación ex post facto de los golpistas. Éste fue el tono que quise dar a mi Presidencia desde el 25 F, día de mi tercera y definitiva investidura: las breves palabras que pronuncié entonces huyeron deliberadamente de toda retórica —en contraste con otras inspiradísimas que allí se dijeron. (He de confesar que mi tentación de volver a la tribuna, manchada por Tejero, con un lacónico «decíamos antes de ayer» encontraba también apoyo en el rubor que me hubiera producido cantar desde ella un himno heroico a la libertad, ante los mismos escaños que nos habían dado refugio escasamente heroico unas horas antes).
También es verdad que a mi propio talante le va mejor el laconismo que la retórica; y esa preferencia, mantenida en la ocasión excepcional del 25 F y en las siguientes, me valdría adjetivos favorables —como serio o impávido— y otros peyorativos —como hierático o distante— que me acompañarían mientras estuve en La Moncloa.
Mi Presidencia tuvo la preocupación, casi obsesiva, de la vuelta a la normalidad. No era fácil volver a ella con un largo juicio a los golpistas por delante: nunca he sentido tan de verdad el agravio del «delay of law» que Hamlet cita en su «to be or not to be» como una de las razones para no ser. Durante más de un año, la instrucción del sumario y el juicio oral renovaron ante la opinión pública, todos los días, el drama grotesco del 23F, que una elemental higiene social y política hubiera aconsejado archivar, sin olvidarlo, en los desvanes del recuerdo. El juicio acaparó la actualidad, amplificó la voz de los golpistas y les dio una presencia diaria en la sociedad que no habían tenido nunca, ni se correspondía con su fuerza real. Toda aquella historia de la democracia vigilada, que traté sin éxito de convertir en crónica de la democracia vigilante, recibía su impulso de los reportajes interminables sobre la sesión plenaria del Consejo Supremo de Justicia Militar. Y no hubo en esos meses presión militar ninguna sobre el Gobierno o sobre su Presidente: las reuniones que tuve a los pocos días del golpe con los Consejos Superiores del Ejército, del Aire y de la Armada empezaban con una declaración de acatamiento al poder civil y terminaban con el memorial de siempre, como siempre justificado, acerca de la situación económica de los militares y sus posibles remedios. Ya he dicho que los militares no presionan, porque no es lo suyo; que presionar es algo propio de los civiles sin armas; que quien las tiene, o bien las blande, como Tejero y Milans, o bien, si no las usa, obedece, como la inmensa mayoría obedeció el 23F. Pero la ampliación de la voz de los golpistas en el juicio oral, o en su preparación, recogida diariamente por los medios, deformaba, agitándola, la verdadera cuestión militar, que nunca pasó en aquellos tiempos de una dimensión modesta.
Quise explicar esto a los directores de los grandes medios de comunicación social, a quienes llamé a mi despacho en vísperas de que se abriera la fase plenaria del juicio. No tuve éxito en mi explicación. Entendían que yo intentaba una forma cortés de censura gubernativa, quizás impuesta por los militares mismos; cuando lo que yo solicitaba, o sugería, era un tratamiento libre del juicio, pero en tono menor, casi con sordina: y justamente lo que interesaba a los procesados, y también lo que vendía más, era la crónica ostentosa y escandalosa que iba a prestar a los golpistas una audiencia extraordinaria, una importancia desmedida y, ante sus incondicionales, un prestigio creciente. Pocas veces el mensaje se redujo tan exactamente al medio, o lo pintado se incautó más de lo vivo, o la anécdota devoró más a la categoría que en los meses del juicio contra los golpistas. Se produjo así una curiosa revancha de los derrotados del 23F, favorecida paradójicamente por quienes eran sus adversarios más radicales. Nadie había hablado de problema militar en las semanas que precedieron al golpe, nadie oyó ruido de sables en vísperas del 23F —y a partir del 24 F todo era estruendo castrense, democracia vigilada, conjura de coroneles o de capitanes. Dije una vez, almorzando con periodistas amigos, que no me sería posible gobernar eficazmente hasta que me sacara la muela del juicio, del juicio a los golpistas; la sentencia se dictó el 4 de junio de 1982 e inmediatamente la Fiscalía del Reino interpuso un recurso que dejaba la última palabra a un tribunal civil: pero en esas fechas la sangría de UCD había puesto ya un límite infranqueable a mi Gobierno, y no me quedaba tiempo útil para gobernar sin la losa del juicio.
Dicho esto sobre la amplificación que prestaron al golpe las interminables sesiones del juicio en los medios de comunicación social, debo añadir algo aparentemente contradictorio: es cierto que el 23F y su epílogo judicial pusieron entre paréntesis la confianza de los españoles en la democracia, pero también es cierto que no modificaron sensiblemente sus preferencias de voto. Muchos electores dudaron a partir del 23F que la democracia hubiera resuelto los problemas antiguos: pero el golpe militar no les llevó a transferir su voto más a la derecha o más a la izquierda. Los sondeos del CIS muestran que los efectos electorales del 23F, si los hubo, no fueron duraderos ni profundos.
Ya dije entonces que el 23F había tenido tres minutos dramáticos y diecisiete horas grotescas. La opinión pública percibió esa ambigüedad, mejor dicho, ese triunfo de lo grotesco sobre lo dramático. El ojo de la televisión, que se había quedado milagrosamente abierto sobre el hemiciclo, hizo ver a los españoles el escenario de la tejerada, les hizo asistir al asalto del Congreso y le quitó a la escena el misterio esencial de cualquier drama. He escrito escenario y escena, y no es metáfora: aquello fue una representación teatral, a la que el tricornio, el bigote y la pistola aportaron el eficacísimo apoyo de la guardarropía de repertorio. Era otra vez la España de los esperpentos, la España de Merimée que Antonio Machado había creído definitivamente muerta. En el extranjero se vio aquello, efectivamente, como una vuelta a la tradición perdida, como una ‘prueba más de que España seguía siendo diferente.
La imagen televisada engrandece lo banal y trivializa lo trascendente: habrán de aceptar las generaciones futuras que los grandes hechos históricos se degraden en la pantalla hasta el rango de reportajes periodísticos. El 18 de Brumario resistió los pinceles de Bouchot, pero no hubiera resistido un solo Informe Semanal. Aunque suene a paradoja, la fotografía diseca y mata más que la pintura y mucho más que la crónica literaria. Los españoles pudieron ver con sus propios ojos que el 23F había sido una farsa, que allí, a fin de cuentas, no había sucedido nada dramático ni esencial, aunque pudo haber sucedido mucho y muy grave; que el susto se había quedado en eso: y un susto televisado no modifica el curso de la historia.
Sí pudo modificar, en cambio, la apreciación global de los ciudadanos por la política y los políticos: es probable que la decadencia del Parlamento, a la que tantas veces se han referido los comentaristas, tenga su punto de arranque en aquel escenario de escaños vacíos ante la tribuna ocupada por un tricornio; y es seguro que tiene su estación de término en el rodillo socialista.
Después del 23F se reprodujo una especie de consenso, pero que ya no era el consenso inaugural de la transición política, porque todos habíamos perdido el estado de gracia y de ilusión creadora de los primeros tiempos. El nuevo consenso fue más bien una tregua armada, llena de suspicacias y de precauciones, que duró muy poco tiempo: el necesario para que se instalara en todos la certeza de que la cólera militar no crecería en diluvio. Cuando en mayo de 1981 estalló el síndrome tóxico, la tregua había llegado a su fin.
En aquellos meses de marzo y abril algunos habilidosos de la política me reprochaban que no exagerase el problema militar para que volvieran a UCD los votos del miedo. ¿Estaba en mi mano hacerlo así? ¿Podían recuperarse para UCD los votos del miedo a un golpe que le habían dado precisamente a la confiada UCD? La exageración del miedo ¿no hubiera llevado más bien esos votos a quienes dieran más seguridades que UCD? El consejo de los habilidosos era disolver inmediatamente y convocar nuevas elecciones; ya he dicho en otro lugar por qué razones esa conducta me parecía irresponsable y, además, inútil para UCD. Repito que la existencia misma de un problema militar a los 4 años de estar UCD en el gobierno, con un golpe dado por sorpresa a un gobierno de UCD, no eran datos fácilmente convertibles en votos para UCD. Pero también es cierto que la vuelta a la normalidad significaba, en el mejor de los casos, la vuelta a la situación del 22 F, en la que UCD era ya minoritaria y el PSOE empezaba a ser el partido más votado.
Un taumaturgo podía haber convertido el golpe militar en una revitalización, interna y externa, de la descuajaringada UCD; yo no era ese taumaturgo. Tuve tiempo de sobra para pensar en todo esto durante la noche larga del 23F, y algo le dije a Suárez a la mañana siguiente, cuando salíamos del Congreso: le pregunté si él, que todavía conservaba en las manos los hilos y los mimbres, había pensado en reconsiderar su dimisión. A lo mejor Suárez, maestro en ese género de ilusionismo, era capaz de sacar conejos de la chistera del golpe. No me dijo nada; luego supe que había dado vueltas a la idea el 24, buscando apoyos que no encontró. El 26 se fue a Contadora.
En resumen: el 23F puso entre paréntesis la confianza de los ciudadanos en la democracia recién establecida, pero no modificó la situación minoritaria de UCD ni la intención de voto de los electores. Era necesario devolverles aquella confianza normalizando la vida política, pero no era posible poner ese proceso al servicio de UCD. Ése fue mi análisis entonces, y nueve años más tarde me sigue pareciendo acertado.
Entre las Instituciones que sufrieron inmediatamente después del golpe estaba la Corona misma. Hubo una campaña contra el Rey en las hojas clandestinas de algunos cuarteles, en un sector mínimo, pero eficaz, de la prensa, y luego en el recinto y en los pasillos del juicio. No era preciso que se me pidiera la movilización del Gobierno al servicio de la Corona: mi sentido de la responsabilidad y mi condición de monárquico antiguo me habían movilizado antes de cualquier requerimiento. Y aunque el Gobierno volvió a estar muy pronto acosado por la oposición en su propio ámbito, los Ministros y yo movimos todos los recursos a nuestro alcance para que luciera la verdad histórica que hoy ya nadie discute. Hasta tal punto se dio la vuelta a aquella campaña, que la Corona salió del trance mucho más arraigada en el corazón de los españoles, y el Rey pudo añadir a su legitimidad de origen la de ejercicio por su intervención decisiva en la noche del 23F. Los Ministros y yo, como los hombres de Nehemías, «con una mano levantábamos los muros y con la otra sosteníamos la espada».
Y ya metido en teologías me atrevo a parafrasear el Felix culpa de san Agustín, que se lee en la Vigilia de Pascua, aplicándolo al 23F. «Feliz culpa de Adán —dijo el santo— que nos valió un Redentor». Feliz culpa la de Tejero que nos valió el arraigo de la Monarquía.
Recibí de Suárez una España traumatizada por el golpe militar, que dudaba de sus Instituciones democráticas y hasta de la Corona; entregué a los vencedores de 1982 una España que volvía a confiar en la libertad y que estaba más unida que nunca a su Rey. No es cierto que se consolidara la Monarquía Parlamentaria por el triunfo socialista, como dijeron los vencedores de 1982; más bien es cierto lo contrario, es decir, que el triunfo socialista fue posible porque estaba ya consolidada la democracia cuando se convocaron las elecciones. Permítaseme compartir con mis Ministros de 1981 el orgullo de haber logrado esa consolidación.
En el Diario 16 del 23 de febrero de 1981, que ya estaba en la calle cuando Tejero entró en el hemiciclo, escribía Pedro J. Ramírez lo siguiente: «Una de las mejores cosas que podría decirse de la etapa que ahora inicia Calvo-Sotelo es que sirvió para que los socialistas llegaran al poder en un clima de consolidación y asentamiento». Si la consolidación y el asentamiento eran ya una tarea necesaria antes del golpe, qué duda cabe que después del golpe iban a ser el objetivo principal, y casi único, del Gobierno. Acotar los estragos del golpe, en el espacio y en el tiempo; juzgar ejemplarmente a los golpistas; demostrar que la democracia sola se bastaba, sin acudir a situaciones de excepción, para volver a la normalidad; fortalecer la posición internacional de España con la incorporación a la Alianza Atlántica y la negociación de ingreso en la Comunidad; serenar las tensiones sociales con el Acuerdo Nacional sobre el Empleo; completar y racionalizar el proceso autonómico y mantener las cotas de libertad más altas que ha tenido España desde el 36, fueron los frentes en los que mi Gobierno ganó la batalla de la normalización. Todo lo demás se perdió. Al día siguiente de las elecciones, me empeñé en que la «transmisión del mando» se hiciera ejemplarmente; tratar como un hecho normal la grave derrota de UCD fue un último servicio de mi Gobierno a la noble causa de la normalización política.