El 10 de febrero de 1981, después de oír a los líderes políticos, Su Majestad el Rey hace saber al Presidente del Congreso que el candidato al que se refiere el artículo 99 de la Constitución es Leopoldo Calvo-Sotelo. El jueves 12 la Mesa del Congreso decide que el debate de investidura comience el miércoles 18. El mismo día 12 Alfonso Guerra, con precipitación poco democrática, «no descarta la posibilidad de una moción de censura» al nuevo Presidente. ¿Se tratará de reeditar la no-nacida operación Armada? En el número de Interviú que lleva fecha de 15 de febrero, el democristiano Álvarez de Miranda anticipa por su cuenta que UCD debe gobernar en coalición con el PSOE.
Aislándome un poco del ruido civil —el silencio militar es absoluto— he conseguido ultimar a la vuelta de Mallorca un esquema de discurso que conocerán sucesivamente, en la tarde del lunes 16, el Comité Ejecutivo y el Grupo Parlamentario de UCD. Los discursos de investidura se escuchan rara vez, no se leen jamás y casi nunca se cumplen; de la sesión se comentan durante unos días los enfrentamientos verbales o las malicias de pasillo: después sólo queda el silencio. Puede que no haya que tomar en serio un discurso de investidura: yo, ingenuamente, me tomé en serio el mío, lo preparé con cuidado y, sobre todo, me propuse cumplirlo. Y lo cumplí.
No le había echado la vista encima desde aquel 18 de febrero de 1981 en el Congreso[19]. Cuando escribo estas líneas lo tengo sobre la mesa; y éstos son los comentarios que se me ocurren:
En primer lugar quedó clara, desde el arranque, mi preocupación por el significado político de la sucesión en la Presidencia.
—«Quiero dejar en el umbral mismo de este discurso mi homenaje a la extraordinaria obra de Adolfo Suárez y mi afecto y admiración por su persona. Con su retirada termina la transición. Con su retirada termina una etapa singularísima de la Historia española. Precisamente porque yo no he sido el protagonista de esa transición que ahora termina, creo que puedo inaugurar una etapa nueva, en la que actúen desde el primer momento los mecanismos constitucionales limpios de toda emoción fundacional».
«Un cambio en la Presidencia del Gobierno es un hecho normal en los regímenes parlamentarios. Este cambio llega exactamente cuando atravesamos el ecuador temporal de la Legislatura. No hay, tras el hecho de la sustitución, una nueva aritmética parlamentaria, sino la misma que responde, hoy, como ayer, al veredicto de las urnas en mil novecientos setenta y nueve; la sustitución se produce, por lo tanto, en la continuidad política, y en la continuidad política he de gobernar yo si obtengo la investidura. Pero he de decir inmediatamente, señoras y señores Diputados, que sé cómo esta Cámara —y en ella, en primer lugar, los representantes del Partido del Gobierno— pide un rumbo nuevo para la nave del Estado. Yo soy sensible a este hecho político y anuncio desde ahora que, si obtengo la confianza del Congreso de los Diputados, dirigiré mi Gobierno en la continuidad pero, desde luego, sin la inercia de la continuación»[20].
La certeza de que yo no puedo sustituir el carisma de Suárez me decide a declarar terminada la «emoción fundacional»; los límites que me impone la composición del Grupo Parlamentario preexistente, y el margen estrecho en que me tendría que mover, inspiran todo el exordio.
Hay también en mis primeras palabras la satisfacción legítima por la obra hecha, la obra de Adolfo Suárez («es mucho lo que hemos hecho durante la transición y lo hemos hecho ejemplarmente»). Y, naturalmente, la propuesta de un Gobierno monocolor.
En esa introducción del discurso está una frase que los listos del día siguiente utilizaron contra mí. He tenido la desgracia de acuñar frases redondas, que alcanzaron sustantividad propia y que me devolvían mis adversarios, aislándolas de su contexto, como metralla. Así sucedió en este caso: yo dije que con la retirada de Adolfo Suárez terminaba la transición; y añadí que, por no haber sido yo el protagonista de esa transición que terminaba, creía posible inaugurar una etapa nueva, en la que actuaran los mecanismos constitucionales «limpios de toda emoción fundacional». Me parece claro lo que hay en ese texto: mi objetividad como candidato que se sabe sin carisma, y también la convicción de que los hombres carismáticos pueden modificar con su peso la exacta geometría de las instituciones democráticas —como las grandes masas deforman la geometría del espacio en las ecuaciones de Einstein. Recuerdo haber incrustado en el discurso con ese propósito, el adjetivo fundacional, de resonancias indudables. Pues bien: cuando cuatro días más tarde entra Tejero en el Congreso, los listos de siempre sacan la frase de su contexto y me largan un palmetazo:
«Conque había terminado la transición, ¿eh?»
Eso hubiera tenido más mérito dicho el 20, el 21 o el 22 de febrero; y hubo ancha ocasión parlamentaria y periodística para decirlo; pero nadie lo dijo entonces.
Después de la introducción, que contiene las coordenadas políticas esenciales, el discurso trata (entre otras materias) de economía, de política exterior y de política autonómica.
Hay en la primera parte el anuncio de un programa de reconversión industrial —que daría lugar al Real Decreto-Ley 9/1981— y la propuesta de un pacto económico y social para combatir el paro:
«Estimo necesario abrir un diálogo con las fuerzas sociales y económicas para la configuración conjunta de un programa concreto, ambicioso y realizable de acciones contra el paro».
De ahí saldría el Acuerdo Nacional sobre el Empleo, firmado por CEOE, UGT, CCOO y el Gobierno el 9 de junio de 1981.
En el capítulo de política exterior es claro el compromiso de nuestra integración en la Alianza Atlántica:
«Sin desconocer que la incorporación de España a la OTAN está vinculada a otros condicionantes de nuestra política exterior, el Gobierno que aspiro a presidir reafirma su vocación atlántica, expresamente manifestada por la Unión de Centro Democrático, y se propone iniciar las consultas con los Grupos Parlamentarios, a fin de articular una mayoría, escoger el momento y definir las condiciones y modalidades en que España estaría dispuesta a participar en la Alianza».
España se adhirió al Tratado de Washington el 30 de mayo de 1982. Quienes desde entonces hasta hoy han hablado de precipitación y de sorpresa en la adhesión están, ciertamente, entre los que no escucharon ni leyeron mi discurso de investidura, o entre los que no creyeron en mi propósito de cumplirlo.
La idea central sobre la política autonómica está recogida en este párrafo:
«La construcción autonómica ha de hacerse en su integridad y no parcialmente, y además, con rigor político y administrativo especialmente atentos. Esa integridad incluye al Estado mismo, como es elemental. El Estado no es un simple almacén de competencias que se van trasladando o transfiriendo a las unidades territoriales y en el que al final queda un conjunto residual más o menos fortuito. Por el contrario, el Estado es una pieza esencial del propio sistema autonómico, el que tiene que asegurar la articulación del conjunto, hacer posible su funcionamiento y la observancia final de los valores de unidad, de solidaridad y de igualdad que la constitución ha impuesto como cuadro general del sistema».
Este propósito anima los Pactos Autonómicos de julio del 1981.
Sobre estas tres cuestiones capitales volveré más detenidamente. Las he traído aquí porque ilustran el hecho, ya expuesto, de que las circunstancias anteriores al golpe me obligaban a fijarme estos objetivos claros y concretos. Y he subrayado anteriores al golpe para recordar que este programa se anuncia en el Congreso de los Diputados el miércoles 18 de febrero, cinco días antes del 23F. Todavía hoy, al cabo de los años, cuando la emoción y las pasiones de 1981 deberían haberse apagado, se sigue diciendo que los Pactos Autonómicos, la entrada en la OTAN y el Acuerdo Nacional sobre el Empleo fueron decisiones adoptadas a la sombra de los sables y para enfriar la cólera castrense.
«En el teatro —contaba Jacinto Benavente— hay que decir las cosas tres veces: la primera no se entera nadie; la segunda se enteran los inteligentes; la tercera, algunos críticos».
Diré por tercera vez, para que se enteren algunos políticos, que esas propuestas constituyen el eje de un discurso preparado casi un mes antes, y pronunciado cinco días antes del 23F.
La sesión de investidura empezó el miércoles 18 con mi discurso: el jueves y el viernes tuvo lugar el debate. La Constitución ha hecho del debate de investidura un ejercicio arriesgado para un hombre solo. Para un hombre contra muchos. El número de mis adversarios estaba artificialmente hinchado por la presencia de tres Grupos Parlamentarios socialistas: el PSOE, el PSOE-PSC (catalán) y el PSOE-PSE (vasco). Una brecha reglamentaria hábilmente explotada (contra toda lógica política) por el Partido Socialista, y débilmente denunciada por UCD, permitió ese desafuero durante la I Legislatura. En la II Legislatura quedó corregido el disparate. Pero yo tuve que enfrentarme, sucesiva, repetida y pacientemente, a tres voces que recitaban, con más o menos afinación, la misma partitura socialista. Esta anomalía polifónica alargó innecesariamente la sesión y dio a mi principal adversario ocasiones no reglamentarias de réplica y de dúplica.
El antecedente inmediato, y único, era la investidura sin debate de Adolfo Suárez en abril de 1979. Entonces el Presidente, cediendo a consejos protectores y equivocados, no quiso debate: leyó su discurso e, inmediatamente, tuvo lugar la votación. El hecho trajo un inmenso desgaste para Adolfo Suárez, que había entrado en la sesión con el prestigio intacto de la transición política en su haber; y para Landelino Lavilla, que hasta el último momento se había negado a asesinar reglamentariamente el debate. El Presidente del Congreso hubo de soportar el mayor escándalo de la Legislatura, y lo aguantó con un coraje digno de mejor causa[21].
«He levantado la hipoteca», le oí decir con una pasión que reventaba los moldes jurídicos de la metáfora. En adelante no se consideró ligado por voto de obediencia al partido que le había dado el escaño, aunque procurase servir los ruegos que se le hacían: yo hube de padecer en varios trances apurados las consecuencias de esa actitud.
Mi debate de investidura fue, por lo tanto, el primero de la Monarquía Parlamentaria. Volviendo a él, me pareció de clavo pasado contestar a todos mis objetores. Y lo hice con una sola excepción: no contesté a la durísima intervención de Fraga. Tres diputados de su breve Grupo Parlamentario habían pedido libertad de voto para apoyarme: Osorio, Areilza y Senillosa; pero Fraga insistió en la abstención. Pocas veces por cierto, se habrá defendido una abstención —postura que suele sugerir indiferencia o frialdad— con más artillería y más calor apocalíptico. Volvió a su escaño transido por el esfuerzo oratorio y tardó unos minutos en darse cuenta de que yo había rechazado el gesto del Presidente de la Cámara invitándome a hablar; estaba ya en la tribuna Roca cuando desde los escaños de AP llegó repetida la exclamación de Fraga:
«¡C…, no me contesta!»
Más tarde me diría que yo había interpretado mal su catilinaria[22]. Pero la entendí muy bien.
Contesté a todos los demás. A algunos brevísimamente, como a Bandrés, el Bandrés de 1981, que me había insultado y a quien devolví su injuria «envuelta en el más pequeño de mis desprecios»[23]. O como a Piñar, que había empezado su parlamento reprobatorio quemando un incienso de respeto en honor de mi apellido y afirmando su devoción por José Calvo-Sotelo: hube de recordarle que su partido acababa de reeditar —con prólogo del propio Piñar— un libro viejo y agotado, gravemente ofensivo para José Calvo-Sotelo, cuyo título, «Biografía apasionada de José Antonio», lleva la huella de las inclinaciones del autor[24].
Miguel Roca estuvo correcto y afectuoso, pero no quiso votarme porque yo no había querido negociar con él su voto. Inevitablemente la negociación me hubiera costado compromisos autonómicos que no era fácil para mí valorar entonces[25].
Votaron en contra, además del Partido Socialista, la Minoría Vasca y, naturalmente, el Partido Comunista. Carrillo me dedicó un discurso pedagógico y discretamente despectivo: ya mucho antes de la sesión de investidura había adelantado esa actitud a la prensa, pero la cosa no pasó de ahí. Yo le hablé de su amigo Ceaucescu, con cuya amistad tanto se honraba entonces.
Algunos oradores echaron de menos en mi discurso precisiones sobre determinadas materias; y me las pidieron. Nadie, ni en el hemiciclo ni en la prensa o la radio, me pidió informes o definiciones sobre política militar. Estremece el repaso de los periódicos que llevan la fecha dramática del 23F, porque la cuestión militar está ausente de ellos. Nadie oyó en la mañana de aquel día el ruido de sables, y vaya si lo hubo. Luego, durante muchos meses —cuando apenas sonaban ya— todo eran oídos para el alboroto militar.
Di mucha reflexión a la conveniencia de hacer un Gobierno de coalición con el PSOE, aunque ninguno de los análisis que hice me llevó a dudar seriamente sobre mi propósito inicial de proponer a S.M. un Gobierno «monocolor» de UCD y no muy distinto del que todavía estaba en funciones. ¿Por qué no un Gobierno de coalición? Esa pregunta estaba ya planteada antes del 23 de febrero, y adquirió, como es lógico, mayor y distinta significación después del golpe. Antes y después me parecía muy arriesgado proponer, desde una UCD profundamente dividida, un Gobierno de coalición con un Partido socialista visiblemente sólido y sin problemas internos. Hacerlo hubiera supuesto el trasladado al Consejo de Ministros de las graves divisiones que aquejaban al Grupo Parlamentario de UCD. Hubiera sido muy difícil tomar decisiones aceptables en un Consejo formado por una minoría homogénea de Ministros socialistas y una mayoría heterogénea de Ministros de UCD. La coalición se hubiese roto por las discrepancias internas de UCD en muy pocas semanas; y aun supuesto el milagro de que no se rompiera por parte de UCD, se hubiera roto por iniciativa del PSOE (al que sobrarían pretextos) sin otra alternativa entonces para UCD que la dimisión y la disolución.
La experiencia de los problemas internos de UCD me animaba a acariciar la ilusión de un ámbito de Gobierno protegido de las divisiones del Partido, confiando en que la ejecución de un programa bien definido conferiría «desde fuera» unidad al Gobierno durante el plazo acotado e improrrogable de la legislatura. (Una unidad por la causa final a falta de la imposible unidad por la causa eficiente, como hubiera dicho un alumno de escolástica). Creo que conseguí esa unidad, con las dos excepciones bien conocidas del madrugador Fernández Ordóñez y del tardío José Luis Álvarez; pero no pude evitar una fragilidad parlamentaria creciente que me exigió mucho tiempo, me supuso un enorme desgaste y me impuso rígidas limitaciones. Mi análisis en febrero de 1981 era optimista y pecaba de vocación ejecutiva.
Después del golpe pareció a algunos que había más razones que antes para un Gobierno de coalición UCD-PSOE: así lo sostuvo, por ejemplo, un artículo que llevaba la firma de Guillermo Luca de Tena en el ABC del 25 de febrero. Pensaba yo entonces (y el razonamiento me sigue pareciendo válido hoy) que formar un Gobierno de coalición porque había habido un golpe era como dejarse empujar por el propósito de los golpistas. Creí también que la libertad y la democracia podían asegurarse sin medidas excepcionales de ningún tipo; un Gobierno forzado de coalición, aunque perfectamente democrático, hubiera sido una medida excepcional; UCD, bajo cuyo Gobierno en definitiva se había fraguado el golpe, tenía la obligación de resolver por sí misma el problema, y lo resolvió. Confieso, en fin, haber tenido la esperanza de que la sacudida del 23 de febrero estimulara una reacción unitaria en UCD, con propósito de enmienda de pasados errores. Salvo en este último punto, creo que mi análisis y mi posición eran correctos y que fue mejor no haber hecho un Gobierno de coalición.
Nunca me pareció necesario ni posible un Gobierno distinto del último que presidía Suárez. No me pareció necesario porque estaba de acuerdo en que el Gobierno de septiembre de 1980 era «el mejor de los que podían extraerse de UCD en aquellas circunstancias». Es cierto que UCD había conseguido reclutar muy buenos equipos en casi todas las áreas de gestión ministerial y que de ellos hubieran podido salir otros ministros: pero a mitad de legislatura y con la crisis abierta del Partido no se podía pensar en renovaciones profundas, que exigen la euforia de un triunfo y un plazo largo de gobierno por delante. Si alguna nota se repitió con monotonía a finales de 1980 y, sobre todo, en enero y febrero de 1981 fue aquella que señalaba un «vacío de poder». Las querellas de UCD y el desfallecimiento de Suárez, hábilmente explotados por la oposición parlamentaria de izquierda y de derecha y por la oposición extraparlamentaria de extrema derecha, habían contribuido a forjar ese concepto. Creí yo entonces que la crítica envuelta en él no afectaba a los ministros principales, sino al Presidente y al Partido; el propio Suárez lo pensaba así cuando explicó su dimisión. Un cambio de Presidente y una actitud inicial resuelta del sucesor podrían ser bastantes para terminar con aquella impresión de vacío. Por otro lado, no había tiempo para el trámite largo que se llamaba en el antiguo régimen «la toma de tierra de los nuevos ministros»; no iba a haber para un Gobierno hecho en tan singulares circunstancias ningún «estado de gracia», ninguna gracia de estado como la que se atribuyó al gobierno socialista en 1983. Era preciso que los Ministerios rodasen a su velocidad de régimen (nunca muy alta) desde el primer día.
Por otra parte, el Gobierno estaba predeterminado por el Grupo Parlamentario, y yo mismo preso en la aritmética de las tendencias y de las familias. No era posible un Gobierno muy distinto sin una rotura inmediata del Grupo.
Quiero añadir, en fin, que no me pareció serio ni prudente dar la impresión de un quiebro radical en la línea de los Gobiernos anteriores. Como no formaba parte del «sanedrín» que residenció al Presidente en la Casa de la Pradera, estaba yo menos afectado que otros ministros por el cansancio que el suarismo había llegado a producir en todos. Para mí Suárez seguía siendo el eje en torno al que giraba la frágil unidad interna de UCD; sin él, sólo la continuidad en su línea política podía evitar la dispersión. Yo me tenía que mover en el breve margen semántico que dejan entre sí los términos continuación y continuidad: continuidad sí, continuación pura y simple, no. Y ese margen me impedía una renovación sustancial del equipo gobernante.
Mi estimación política por Adolfo Suárez estaba entonces todavía intacta, y no me costó ningún trabajo mantener esa postura: hubiera tenido que vencer convicciones profundas para presentarme ostentosamente en discrepancia con el Presidente dimitido. No es exacto cuanto se ha dicho sobre mi deseo de tomar distancia política de Suárez. Cosa distinta es mi error al suponer que Suárez iba a recibir con gusto el hecho de que yo conservara casi intacto su Gobierno. Volveré sobre este grave error mío.
Después del 23 de febrero las razones que he apuntado para mantener el equipo se hicieron todavía más sólidas. La necesidad de un Gobierno que cerrase inmediatamente el paréntesis de vacío era todavía mayor y, sobre todo, se había hecho imprescindible no quebrar la línea anterior porque ello se entendiera como una cesión ante los golpistas; porque el golpe, en suma, se había dado contra un Gobierno de Adolfo Suárez. Pero había empezado ya un mes antes la cantinela de la «derechización» de UCD y ni siguiera repitiendo el Gobierno anterior pude cortarla.
Con esas convicciones acudí a la ceremonia del juramento ante S.M. el Rey en la Zarzuela el jueves 26 a las 10 de la mañana. Asistieron Adolfo Suárez y Fernández Ordóñez como Notario Mayor del Reino. Siguió al brevísimo acto una conversación informal con el Rey, en la que Suárez estuvo especialmente distendido. La espontaneidad y la simpatía del Rey allanaron las dificultades posibles, y los comentarios se prolongaron hasta después de las 11; al salir me recordó el Rey que debía estar a las cuatro y media en la Zarzuela para asistir a la reunión de la Junta de Defensa Nacional.
Adolfo Suárez y yo volvimos juntos en el coche del Presidente, en el que él había venido: y hubo que librar un breve torneo de cortesías, porque yo quise que Suárez se sentara a mi derecha, y él se negó sonriente pero autoritariamente. Así le acompañé al Palacio de la Moncloa, donde los suyos ultimaban los preparativos de la mudanza. (Adolfo me había pedido que tardara 3 o 4 días en ocuparlo, y yo le aseguré que no pensaba cambiar mi residencia y que no había, por lo tanto, problema alguno de plazo. Durante un par de semanas, en efecto, seguí viviendo en mi casa de siempre y sólo la insistencia razonada de los servicios de seguridad me obligó a trasladarme a la Moncloa con mi familia, ya entrado el mes de marzo).
En la puerta de la Moncloa Suárez me invitó a pasar, porque aún le quedaba algún tiempo (veinte o veinticinco minutos, me dijo mirando el reloj) antes de salir hacia el aeropuerto. La invitación me encendió la sangre: no había podido hablar con él después del golpe y ahora me brindaba unos minutos, puesto ya el pie en el estribo hacia unas largas vacaciones, para despachar aquello. No le alcé la voz, pero le respondí que quien tenía poco tiempo era yo. Nunca pude entender que Suárez no aplazara sus vacaciones como consecuencia del golpe militar; Felipe González calificaría aquel desplante de espantó. (Ver nota 98).
Me fui a mi despacho del Ministerio de Economía y hablé a última hora de la mañana con Fernández Ordóñez y con Alzaga; el primero aceptó sin reservas seguir en el Gobierno; el segundo prefirió no entrar pretextando razones profesionales.
Por la tarde volví a la Zarzuela, donde se reunía la Junta de Defensa Nacional, presidida por el Rey, de la que formaban parte el Presidente del Gobierno, el Ministro de Defensa y los Jefes de Estado Mayor. Aquella reunión, a los tres días del golpe, cumplía todos los requisitos para haber sido una «reunión histórica». Siento defraudar a quienes piensen que la historia sucede según las pautas de los dramas o de las comedias bien construidos, o según las versiones, a veces también teatrales, de algunos periodistas y algunos historiadores: la reunión no tuvo ningún interés. O la prudencia ataba las lenguas castrenses, o la cólera militar no había sido tan grande, o la procesión iba por fuera de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Espero que haya lugar más adelante para volver sobre la materia.
Pedí permiso al Rey para ocupar un despacho en la Zarzuela y hacer desde él, por teléfono, las últimas consultas que necesitaba antes de presentarle una lista de Gobierno. El Rey me ofreció su propio despacho, que tenía la ventaja del teléfono rojo por el que se accede directamente a los despachos de los Ministros. Me resistí a ocupar el sillón del Rey: con afecto y autoridad fui empujado físicamente a él. Dos horas más tarde presentaba a S.M. la lista. Los cambios eran mínimos. No había Vicepresidentes, se fusionaban Educación y Universidades, y Trabajo, Sanidad y Seguridad Social; las relaciones con las Comumidades Europeas se encomendaban a un Secretario de Estado dependiente de Asuntos Exteriores. Un solo nombre nuevo en la lista: el de Luis Ortiz en Obras Públicas, Cartera por la que había pasado fugazmente en 1977 como sucesor mío. Éstos eran los Ministros: Juan Antonio García Díez, Rodolfo Martín Villa, José Pedro Pérez Llorca, Francisco Fernández Ordóñez, Alberto Oliart, Jaime García Añoveros, Juan José Rosón, Ignacio Bayón, Luis Ortiz, José Luis Álvarez, Jaime Lamo de Espinosa, Íñigo Cavero, Jesús Sancho Rof, Juan Antonio Ortega, Pío Cabanillas[26].
Cuando se iba a dar la lista a la prensa descubrí en la copia mecanográfica un error: faltaba el nombre de Fernández Ordóñez como Ministro de Justicia; fue preciso repetir la lista para incluirlo en su lugar protocolario. Ello dio lugar a un retraso y a más de una impaciencia porque era la hora del Telediario de la tarde. Entonces no quise creer en lo que tenía aquella omisión de premonitorio. La omisión dejó de serlo seis meses más tarde.