II
«ENTRE CALVO-SOTELO Y LAVILLA ME QUEDO CON SUÁREZ»

El Consejo de Ministros del viernes 23 de enero de 1981 transcurre tediosamente. Informo sobre mi viaje al País Vasco y sobre el desarrollo de las negociaciones para el Acuerdo Marco Interconfederal. Se debate la norma que debe sustituir a la que exige, desde los tiempos de Franco, la publicación anual de la lista de los contribuyentes por Renta. (Tres días antes yo había anunciado en Bilbao, con el acuerdo del Presidente Suárez y el disgusto de Fernández Ordóñez, que las listas dejarían de publicarse). Doy cuenta de los estudios, casi terminados ya, para la creación del Instituto Nacional de Hidrocarburos. Hay un largo informe del Ministro de Cultura sobre el Guernica y otro del Ministro del Interior sobre la campaña anti-OTAN. La reunión del II Congreso de UCD, convocado para el fin de semana siguiente en Palma de Mallorca, centra las conversaciones durante el descanso habitual del Consejo. Al Presidente Suárez le preocupa la actitud de los «críticos»[7] e insiste en las razones que ha expuesto largamente a la Agencia EFE el martes anterior. En mis notas de la reunión, y en los desvanes del recuerdo, no hay ningún indicio de la inminente dimisión de Suárez.

Al terminar el Consejo repito al Presidente mi deseo de hablarle con calma sobre la situación económica, a la vista de las primeras estimaciones fiables que tenemos ya del ejercicio 1980. Le recuerdo que apenas he despachado con él desde mi nombramiento, cuatro meses antes, como Vicepresidente para Asuntos Económicos, a pesar de que me había dicho que pensaba tomar en la mano la economía de la que estuvo, a su juicio, demasiado lejos durante la Vicepresidencia de Fernando Abril. Adolfo Suárez me cita para el lunes 26, y sus Ayudantes me confirmarán luego que el despacho será a las 12.30 de la mañana. El mismo día por la tarde, a las 5, se reunirá el «sanedrín»[8] para hablar del Congreso de Palma.

Cuando acudo a la Moncloa el lunes, el Presidente está con Landelino Lavilla. Me dice Alberto Aza[9] que la conversación dura ya casi tres horas. Adolfo Suárez no ha sido nunca escrupuloso en materia de puntualidad, pero ese día bate sus propias marcas. A la una menos cinco llega Juan Rovira[10] que, inexplicablemente para mí, está citado a la una: mi despacho largo con el Presidente sobre la situación económica resulta así acotado y reducido, antes de empezar, a un espacio insuficiente.

A la una y media aparecen Suárez y Landelino en el salón de columnas. Me llama poderosamente la atención el semblante del jefe de los «críticos», rojo más de tensión que de cólera, con una mirada que se le pierde a través de los amplios ventanales en el horizonte de la Casa de Campo. Suárez está, como era habitual en él, sonriente y distendido y me pide en tono de buen humor que espere cinco minutos más y le permita tratar con Juan Rovira la muy breve cuestión que le trae a su despacho. Me quedo ese tiempo con Landelino y le pregunto por el largo diálogo: me dice muy poco y no oculta su preocupación por el Congreso de Palma, que ha sido la materia principal de la entrevista. No hay solución, a su juicio, para los problemas planteados en UCD y el Congreso consagrará la división del Partido. Tampoco advierto en Landelino señal alguna de lo que está a punto de ocurrir.

Cuando, por fin, paso al despacho del Presidente lo encuentro detrás de la mesa, al parecer absorto en la lectura de un informe; durante algún tiempo los Ministros habíamos entrado por la puerta lateral que se abre cerca de la mesa de trabajo; pero a partir de una fecha, que no podría precisar, los Ayudantes nos ruegan que entremos por la puerta más lejana, la que normalmente utilizan las visitas; y hay un largo camino, dentro del despacho, que aquel día recorro sin que el Presidente levante los ojos de la mesa. Ya junto a ella me indica que me siente y hago un intento puramente protocolario de comenzar mi orden del día económico. Se echa de ver que no está el horno para esos bollos y cuando así se lo digo se levanta y me invita a pasear por el despacho para hablar de política. Adolfo Suárez es un hombre peripatético, que prefiere hablar mientras pasea, en un tono más relajado que el que impone un despacho ritual sobre la mesa llena de papeles, como hablan de sus cosas dos amigos y mirando él de soslayo a su interlocutor para sorprender la impresión que le hacen sus palabras. No me cuenta mucho de su reunión con Landelino, pero sí me dice su preocupación grave por lo que pasa en UCD. Y le oigo por primera vez que no quiere ser obstáculo para una conciliación dentro del Partido, que no quiere dar la impresión de que «se agarra a la silla». En una breve nota que tomé al llegar a casa he dejado escrito:

«¿Querrá irse?»

Pero mentiría si dijera que tuve entonces el presentimiento real de la dimisión que Suárez iba a anunciar tres horas después. Como eran las dos y cuarto y estaba citado el «sanedrín» para las cinco, Adolfo Suárez me invitó a almorzar con él. Me excusé por un compromiso anterior, que ya era tarde para cambiar; tanta imagen de normalidad daba el Presidente. Le recordé que a las seis me recibía el Rey y que, por lo tanto, tendría que ausentarme de la reunión del «sanedrín».

—«Tendrás tiempo de ir y venir a la Zarzuela» —me dijo.

Cuando volví a las cinco a la Moncloa ya estaban en el salón de columnas Pío Cabanillas, Francisco Fernández Ordóñez, Rodolfo Martín Villa, José Pedro Pérez-Llorca, Rafael Arias Salgado y Rafael Calvo Ortega. Nos hizo pasar a su despacho nuevo, el que acababa de estrenar, al que dan un cierto aire de tumba egipcia el techo bajo y los fúnebres colores amarillo y negro de una decoración desafortunada. La primera media hora fue una introducción del Presidente sobre el Congreso y sus perspectivas; dejé la reunión poco después de las cinco y media y acudí a la Zarzuela. En el orden del día de mi despacho con Su Majestad estaba la creación del Instituto Nacional de Hidrocarburos, sobre cuyo proyecto se había interesado el Rey en otras ocasiones. La reforma de la Campsa, creada medio siglo antes por José Calvo Sotelo, se imponía por la extraordinaria evolución de la industria del petróleo, por la crisis de los precios iniciada en 1973 y por el ingreso en las Comunidades Europeas que se venía negociando desde 1979. La creación del INH era el primer paso de esa reforma, paso que yo quería dar con la firmeza de mis propias convicciones pero también con la prudencia y el respeto que merece la historia ilustre de la Campsa[11].

Nada a lo largo del despacho con el Rey apuntó a los acontecimientos que, sin embargo, se habían desencadenado ya en la Moncloa. Porque a esa misma hora, poco antes de las siete de la tarde, Adolfo Suárez emprendía el muy largo y brillante discurso de su dimisión ante el «sanedrín».

A mi regreso, el Presidente me hizo la cortesía de resumir lo que había expuesto durante mi ausencia; y el resumen empezaba en el análisis de la difícil situación del Partido para concluir con una pregunta que acababa de dejar sobre la mesa: ¿no sería la dimisión de Suárez el primer paso para resolver los graves problemas de UCD? De la pregunta retórica pasó muy pronto a la afirmación apodíctica: esa, y no otra, era la solución.

Siempre recordaré la pasión y la lucidez extraordinarias de Adolfo Suárez aquella tarde. Hablaba con sosiego y con seguridad y nos presentaba su dimisión como una consecuencia que en aquel momento deducía lógicamente de su análisis, pero también como algo nacido en meditaciones solitarias mucho tiempo antes y que hubiera tenido una larga maduración. Adolfo Suárez es un excelente actor, pero yo no tuve entonces la impresión de asistir a una representación preparada, como la había tenido en otras ocasiones menos solemnes. Su sentido teatral apuntó una vez cuando nos dijo:

—«¿Os dais cuenta? Mi dimisión será noticia de primera página en todos los periódicos del mundo».

La reacción de los que allí estábamos fue de sorpresa y de no aceptación. La negativa a aceptar aquello era firme y reiterada en las palabras de Arias Salgado, en las de Calvo Ortega, y en las mías; en las de los demás pudo parecer levemente protocolaria.

A medida que avanzaba la reunión el acento de Suárez se hacía más seguro y no tardó en pronunciar el adjetivo que suele acompañar a las dimisiones: irrevocable. Y con esa palabra nos despidió rogándonos reserva absoluta, porque no había hablado todavía con el Rey y porque no deseaba hacer pública su decisión hasta el fin de semana, es decir, hasta el Congreso de Palma.

Al salir de la Moncloa era ya tarde y decidimos ir a cenar a un restaurante de la carretera de La Coruña. A lo largo de la cena yo insistí en las consecuencias graves que tendría la dimisión de Suárez para el Partido, y en que de ninguna forma cabía esperar que fuese a resolver los problemas pendientes.

Pasada la medianoche llamé desde el restaurante a la Moncloa, pidiendo al Presidente que revisara su decisión y que nos recibiera de nuevo: volvimos a su despacho y lo encontramos tranquilo, sonriente y firme; nos dio el encargo de pensar en un sucesor.

La discreción de todos fue perfecta: hasta Fernández Ordóñez supo ser fuerte en su ya entonces bien acreditada debilidad.

Al día siguiente, martes 27, me reúno a las 10.30 con Pérez-Llorca, García Díez y Robles Piquer (Secretario de Estado en Exteriores) para hablar de los problemas de la pesca en aguas marroquíes —la eterna cuestión. Y a las 11 presido la Comisión Delegada para Asuntos Económicos. El Ministro de Transportes da cuenta de que ha comenzado una huelga de controladores aéreos que va a paralizar el tráfico en los aeropuertos españoles; sería muy difícil que pudieran trasladarse a Palma los mil y pico compromisarios del Congreso de UCD.

Al terminar la Comisión llamo al Presidente para decirle que he reflexionado toda la noche y que sigo pensando que él es el mejor candidato. Y le recuerdo mi respuesta en los pasillos del Congreso, varios meses antes, a un periodista que me pedía opinión sobre el titular de un boletín confidencial que hablaba de Lavilla y Calvo-Sotelo como probables sucesores de Adolfo Suárez.

«Entre Calvo-Sotelo y Lavilla —había respondido yo— me quedo con Suárez».

El Presidente me da las gracias y me dice que no tenga prisa en arreglar la huelga de controladores, porque le conviene aplazar el Congreso de Palma.

El martes 27 Adolfo Suárez almuerza con el Rey. Antes de subir al despacho de S.M. pasa por el de Sabino Fernández Campo[12] y le anuncia su decisión de dimitir. Quiere Suárez que Sabino tenga la certeza de que la decisión es suya; quiere que sepa que no le ha sido sugerida por el Rey. Si yo conociera fidedignamente los términos exactos en que hablaron el Rey y Suárez podría referirlos; al no ser así, puedo decir cuáles supongo que fueron. Llevado por su afecto a Suárez, el Rey tendría un primer movimiento de resistencia preguntando al Presidente si había meditado bien su dimisión; pero también supongo que la profesionalidad notoria del Rey y su respeto exquisito a la Constitución le llevarían seguidamente a interesarse por el trámite sucesorio. ¿Le pareció a Suárez que hubo poco tiempo entre una y otra actitud, la personal y la institucional? ¿Esperaba una mayor resistencia regia? De verdad que no lo sé.

A las siete de la tarde el Comité Ejecutivo de UCD[13], reunido en Semillas[14], aplaza el Congreso que debía comenzar el viernes. No se fija nueva fecha. Nadie sabe nada sobre la dimisión, pero el aire es de Fronda y hay alguna violencia verbal. Cuando salimos pregunto a Suárez por su larga entrevista con el Rey, y me responde maligna y galaicamente:

—«Le ha gustado mucho tu propuesta sobre el Instituto Nacional de Hidrocarburos».

El miércoles 28 vuelve Adolfo Suárez a la Zarzuela por la tarde y el 29 Sabino Fernández Campo visita al Presidente en la Moncloa por la mañana. El mismo jueves a las 5 hay un Consejo de Ministros que conoce formalmente la dimisión del Presidente, adelantada a las tres y media por un teletipo de Europa Press. Televisión Española difunde a las seis y media el mensaje de despedida de Adolfo Suárez. El viernes 30 vuelve el Presidente a la Zarzuela con su carta de dimisión; es preciso rehacer la carta porque lleva fecha 30, y el Rey debe conocer formalmente la dimisión antes de que se anuncie al país. La carta definitiva lleva fecha 29.

La dimisión fue noticia de primera plana en todos los periódicos del mundo.

¿Por qué dimitió Adolfo Suárez? Ésta es la pregunta más importante entre las que todavía no han hallado respuesta clara en la historia de la transición. Y acaso no exista nunca una respuesta suficiente, ni siquiera el día en que Adolfo Suárez se decida a escribir sus memorias (si es que se decide, porque él ha preferido siempre hacer historia a escribirla).

¿Por qué causa dimitió Adolfo Suárez? Cualquier pregunta, como sabía Sócrates, prejuzga la mitad de la respuesta: en este caso el prejuicio es que una causa, sola y oculta, determinó la dimisión. Yo no creo que hubiera una sola causa, ni que se haya ocultado. No creo en presiones militares directas: los militares pueden sublevarse pero no está en su vocabulario el verbo presionar, ni está en su panoplia la presión, que queda para nosotros, los civiles desarmados y locuaces. Tampoco creo en una presión indirecta del Rey: el Rey ha dado pruebas sobradas de su escrupuloso respeto a la Constitución y sólo antes de ella pidió a un Presidente preconstitucional que dejara su puesto. Sin embargo, esa interpretación estaba en el ánimo de muchos antes de la dimisión: tanto que el propio Adolfo Suárez, en su alocución de despedida, se creyó en la obligación de decir:

«Me voy sin que nadie me lo haya pedido».

Como tampoco se le pedía esa explicación no fue difícil deducir de ella, según el proverbio latino, una acusación subconsciente o manifiesta. Pero yo pienso que Suárez quiso, simplemente, salir al paso de algo que sabía que se iba a decir y que le molestaba que se dijera. Esa misma preocupación le llevó a comunicar su decisión al «sanedrín» antes que al Rey; como le llevó también, tres días más tarde, a pasar por el despacho de Sabino Fernández Campo antes de subir al de Su Majestad.

No hay, a mi juicio, razones ocultas en la dimisión. No es útil buscar una razón sola, como si las decisiones graves se tomaran con el determinismo puro de la causalidad física. El hombre que ha hecho la transición política no dimite por una sola razón: dimite desde un estado de ánimo. Y un estado de ánimo es siempre una mezcla complicadísima de ingredientes difícilmente aislables; una decisión así brota desde el hemisferio cerebral derecho, y no suele ser fiable la versión racionalizada que produce, simultáneamente, el hemisferio izquierdo. No más fiable será la posible explicación del propio Suárez cuando, pasado el tiempo, racionalice su conducta para insertarla estéticamente en una parábola vital completa. Napoleón hace en Santa Elena el más brillante ejercicio de racionalización que recuerda la Historia.

En el estado de ánimo de Adolfo Suárez había muchas cosas cuando tomó su decisión. Había cansancio, porque su tarea fue abrumadora durante cuatro años y medio, y porque la soledad propia del que manda tuvo en él más acendrada angustia, al faltarle instituciones y hábitos democráticos de la sociedad sobre los que apoyarse. Yo sé que el cansancio se apodera recurrentemente del inquilino de la Moncloa, como lo sabe Felipe González, y pienso que pudo alcanzar en enero de 1981 una cota muy alta dentro del ánimo de Adolfo Suárez. Había en él también desencanto y amargura: Adolfo se había sabido rodear en 1977 de hombres objetivamente más brillantes que él, sin miedo a que la luz de los demás oscureciera la suya propia; y la conducta de esos hombres en los que había confiado pudo parecerle en 1979 y en 1980 poco leal, sobre todo en las reuniones de la Casa de la Pradera. Pudo parecerle. Suárez, que conoce como hombre inteligente sus limitaciones, se sintió quizás a lo largo de 1979 y 1980 crecientemente desasistido o distanciado por sus colaboradores más próximos, por el «sanedrín» del que yo entonces no formaba parte. Volveré más adelante sobre este punto.

Sin duda también se sentía Suárez injustamente tratado por la opinión y por la prensa. Como dijo en su alocución de despedida:

«El ataque irracional sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución para los problemas del país… no son un arma legítima».

Hubo, en efecto, una concentración de agresiones sobre su persona; y no supo defenderse de ellas desde la tribuna del Congreso de los Diputados, cuando esa hubiera sido la defensa políticamente más eficaz y psicológicamente más liberadora.

También había en su ánimo el deseo de que no se le atribuyera un excesivo apego al poder, como dijo en su despedida:

«Nada más lejos de la realidad que la imagen que se ha querido dar de mí como la de una persona aferrada al cargo».

Cansancio, desilusión, amargura, incomprensión de los leales, complejo parlamentario: éstas pueden ser algunas de las razones de su dimisión.

¿Hubo, además, un cálculo político? Probablemente sí. El ejemplo de Felipe González en su Congreso de 1979, con una dimisión a la que siguió el retorno triunfal tres meses más tarde, pudo también pesar en su ánimo. El hecho de que entregara el Partido a un hombre como Rodríguez Sahagún abonaría esta hipótesis. Y acaso también la abonaría el hecho de que hubiera pensado en mí como sucesor suyo en el Gobierno. Dijo en su alocución:

«En UCD hay hombres capaces de continuar la labor de Gobierno con eficacia, profesionalidad y sentido del Estado». Estos rasgos tienen que halagarme, si se refería a mí, pero indudablemente dibujan un perfil político más bajo que el del propio Suárez, sin el decisivo peso carismático de su personalidad. ¿Quién sabe si Suárez pensó que yo no duraría tres meses? No hubiera sido original ese pensamiento, que está en la prensa de los días siguientes a mi designación por el Partido. Y si hay que creer a Rodolfo Martín Villa, Pío Cabanillas, por entonces Ministro de la Presidencia, insinuaba que «el fuelle de su amigo Calvo Sotelo no daría para mucho más allá del verano»[15]. Pudo esperar Adolfo Suárez que yo iba a naufragar pronto y que entonces él volvería a encabezar las listas de una nueva UCD en unas elecciones anticipadas; esta hipótesis es probable, aunque los sondeos que conocía Suárez no dejaban margen alguno para el optimismo electoral desde 1980.

Hay una situación en el aire también desde 1980, especialmente perceptible en los días que precedieron a la dimisión, que no ha sido explicada, ni siquiera suficientemente descrita hasta hoy —pese a su gravedad. Las alusiones que conozco hablan de una «operación» poco trabada que habría interesado a políticos de la democracia situados a la derecha y a la izquierda de UCD; su objetivo sería salvar a la monarquía parlamentaria de una crisis causada por la debilidad crónica de UCD, por un supuesto vacío de poder a que había dado lugar el desfallecimiento de Suárez[16]. La sospecha, o la certidumbre, de que el partido socialista era sensible a un planteamiento así pudieron haber influido en el estado de ánimo del Presidente más que el desmoronamiento de su propio partido. Adolfo Suárez había convivido durante años con una UCD incómoda y fatigante, y no creo que el movimiento crítico hubiera elevado mucho su nivel de fatiga o de incomodidad. Pero el respeto último del PSOE creyó que no le faltaba, pese a la moción de censura de mayo del 1980: advertir o sospechar que le faltaba pudo haberle arrancado el tu quoque del desistimiento y de la túnica sobre la cabeza.

Hubo, en fin, un noble sentido de la Historia en su dimisión, que late dentro de este párrafo de su despedida televisada:

«Trato de que mi decisión sea un acto de estricta lealtad… hacia mi propia obra».

Adolfo Suárez sabía que dejaba una obra importante, una obra que le asegura un lugar eminente en la historia del siglo XX español, y sabía, tal vez, que difícilmente lo que hiciera luego iba a añadir un codo a su estatura política de 1976, de 1977 y de 1978[17]. Dimitiendo, quiso aislar su segunda navegación de la primera.

* * *

Más adelante, cuando haga la crónica de UCD, relataré las circunstancias y los términos en que se produce mi designación como sucesor de Suárez en la Presidencia del Gobierno. Anoto ahora algunos datos sobre el estado de ánimo con que la recibí.

Suárez dejaba un pasado brillante y una herencia difícil. Yo me casé con una legislatura viuda, peor aún, desdeñada. Hay que arrancar de ese dato para entender bien mis años en la Moncloa. No llegué a la Presidencia del Gobierno con el estado de gracia y la fuerza que se atribuyen al ungido por el voto popular: llegué con la debilidad congénita propia del voto de unos barones[18] enfrentados en la guerra civil de UCD.

Aunque la situación política era, ya antes del golpe, objetivamente mala, Leopoldo Calvo-Sotelo, sucesor designado por Suárez, Ministro en todos sus Gobiernos, Vicepresidente en el último, ni podía levantarse sobre una crítica de la etapa anterior, ni se le hubiera tolerado que se quejara de la herencia recibida.

La marcha de Suárez fue explicada por él mismo, en su alocución televisada, como la del chivo expiatorio que se lleva al desierto los pecados de la ciudad: pero Adolfo Suárez sabía muy bien que su persona, además de ser una causa posible del desplome de UCD, había sido, y era, la piedra angular del inestable edificio, hecho por él a su imagen y semejanza y fundado en su carisma personal. Como le dije muchas veces, y la última en la misma noche de su dimisión, Suárez era el clavillo del abanico que mantuvo frágilmente juntas las varillas —familias— de UCD; y no parecía razonable que se intentara arreglar el abanico roto prescindiendo, justamente, del clavillo que le daba su única consistencia.

El golpe del 23F vino a complicar extraordinariamente las cosas. Es cierto que le conviene a un político llegar al poder en lo más hondo de una crisis, para presentar como éxitos suyos todos los ascensos desde la cota mínima. Pero esa vieja artimaña sólo es posible cuando el político llega como salvador desde fuera de la crisis misma, cuando puede lanzar sobre sus antecesores la culpa de la situación crítica, cuando puede convocar unas elecciones en las que grite:

«No voten ustedes a los que han traído esta catástrofe, vótenme a mí que soy adversario y distinto de ellos».

Porque el golpe militar se lo habían dado a un Gobierno de UCD, presidido por Suárez, en el que yo era Vicepresidente —bien es verdad que con responsabilidades en un área muy lejana de la militar. Y ese hecho me ataba las manos y la lengua. ¿Podía yo decir que era la política militar del Gobierno anterior la que nos había traído la sorpresa del 23F? ¿Podía yo decir que el hecho mismo de la sorpresa estaba ya señalando alguna insuficiencia en aquella política? ¿Podía yo denunciar el nombramiento del General Armada, diez días antes del golpe, para un lugar clave del Estado Mayor del Ejército?

Probablemente pude hacer todas esas cosas, y alguna tentación tuve a lo largo del secuestro del 23 y el 24, y durante mis reflexiones del 25, reflexiones solitarias porque no encontré a Suárez para hacerlas con él. Pero ese camino exigía la disolución de las Cortes y la convocatoria inmediata de elecciones. ¿Qué partido iba a presentar en ellas las listas que me apoyasen? UCD, deshecha ya antes del golpe, definitivamente pulverizada por esa hipotética disolución de las Cortes, no hubiera sido sujeto capaz de presentar listas coherentes en las 52 circunscripciones. Y las que presentara no serían mías, porque yo no mandaba en el partido. La disolución y la convocatoria, además, hubieran añadido un par de meses al famoso vacío de poder, caldo de cultivo del golpismo desde la moción de censura.

No iba a tener más remedio que gobernar en la continuidad con los escasos mimbres existentes, aprovechando la frágil posición en el Congreso y en el Senado para terminar algunas cosas que habían dejado pendientes la ambigüedad, o acaso la prudencia, de Adolfo Suárez.