I
PREHISTORIA: LA LEGALIZACIÓN DEL PARTIDO COMUNISTA

El 5 de abril de 1977, Martes Santo, a la 1 de la tarde, tengo despacho en la Moncloa con el Presidente de Gobierno, Adolfo Suárez. Quiere saber mi opinión sobre la legalización del Partido Comunista. Unos días antes, el Gobierno ha intentado traspasar esa decisión política al Tribunal Supremo; pero el Tribunal se ha sacudido el muerto, argumentando impecablemente que no es suyo. Dice la Sentencia que «… en el Considerando 3.°… la inscripción de una Asociación Política en el Registro… quedó definida como típicamente administrativa. La Administración no puede ser despojada por una Ley Ordinaria… del ejercicio de sus atribuciones… La Justicia, a su vez, no puede competir, participar, suplir ni aun complementar a la Administración en el ejercicio de sus peculiares actividades administrativas». De ahí, «la falta de jurisdicción de esta Sala para conocer las presentes actuaciones»[1]. Ya no hay más remedio que coger el toro por los cuernos y olvidar la habilísima faena que había ligado el Ministro de Justicia. La prensa se hizo eco de una dimisión de Landelino Lavilla que Adolfo Suárez no aceptó.

Suárez quiere saber si yo tengo algún inconveniente en que el Gobierno haga, sin más, la inscripción del Partido Comunista en el Registro. Le digo que no tengo ninguno, y que me parece más valiente y clara esa aceptación directa de nuestra responsabilidad. (Pronto se vería que un mayor coraje, y un menor rigor, por parte del Supremo hubieran quitado a Adolfo Suárez el mérito de una de sus decisiones más acertadas). No está el Gobierno unánime en esa línea, y el Presidente me habla de las resistencias que encuentra en algunos Ministros importantes[2]; luego casi todos se sumarían alborozadamente a la decisión triunfadora. Pese a esas actitudes contrarias, o dubitativas, Suárez se propone legalizar inmediatamente el Partido Comunista y dar la noticia a la prensa el Sábado Santo, para diluir su previsible detonación pública en el rumor de las vacaciones que terminan. Al despedirnos me dice:

«Si te empeñas, nos vemos aquí el viernes, pero yo pensaba marcharme a Avila y volver el domingo a mi despacho».

(Durante un descanso del Consejo de Ministros del viernes anterior había pedido yo al Presidente que acotase un par de horas para mi despacho con él; me era indispensable su apoyo en el complicadísimo proceso de municipalización del metro madrileño[3]; pero, sobre todo, quería hablar con él de las elecciones, ya muy próximas, y de su organización.

«Necesito despachar con el Presidente aunque sea el Viernes Santo», le repetí en la mesa del Consejo al terminar mi informe. Adolfo había respondido con un reflejo rápido quitándome las cortas vacaciones de Semana Santa:

«Mis Ayudantes citarán al Ministro de Obras Públicas el Viernes Santo, día 8, a las 10 de la mariana»).

Pinchada su broma, le respondí que yo también me iría jueves, viernes y sábado a Ribadeo con mi familia, como así hice. Y le deseé buena suerte en la operación.

El sábado 9 la noticia estalló en la radio, difundiéndose rápidamente por todo el país. Aquella noche volvía yo a Madrid en tren. En la estación de Lugo me encontré a Fraga, que había pasado en su tierra de Villalba las vacaciones. Me saludó en sol mayor:

«Habéis contraído una gravísima responsabilidad legalizando el Partido Comunista: la historia os pedirá cuentas».

Le invité a que cenase conmigo en el tren; rehusó de entrada y hube de recordarle que el expreso de Galicia no lleva coche restaurante, por lo que me habían traído una cena de la cantina de Monforte; no sé si la fama gastronómica del establecimiento monfortino venció sus resistencias, pero el caso es que aceptó la invitación.

Hay que decir que el coche del Ministro no tenía comunicación con el resto del tren, por razones de seguridad, y que sólo en la primera parada, precisamente en Monforte, podría Fraga volver a su departamento. Nos encerramos, pues, con él, mi mujer, mi madre, mis ocho hijos y yo por un plazo mínimo de hora y cuarto. Imprudencia temeraria. Durante ese tiempo Fraga descargó sobre mi persona la vehemencia jupiterina que iba a hacerle famoso en la tribuna del Congreso. Su excitación fue en aumento a medida que trazaba, con trazos muy gruesos, los contornos del tremendo error que era la legalización del Partido Comunista. Tengo tomada alguna nota de aquel monólogo suyo, que yo apenas interrumpía con una discrepancia total, pero mesurada: la presencia de mi madre, de mi mujer y de mis hijos, me enfriaba la sangre en la camisa.

«Con una desgraciada decisión administrativa —tronaba él— habéis hecho retroceder 40 años la historia, habéis arruinado la pacificación de España, habéis provocado al Ejército, habéis abierto a la incertidumbre el futuro de nuestros hijos».

Y señalaba a los míos, que asistían asombrados a su primera lección de política española. Se me hizo larguísima la subida al Oural: el escape en el túnel rompía los agudos de Fraga, pero no le quitó vehemencia ni poder. Siempre he llegado a Monforte con alegría: jamás con tanta como aquel Sábado Santo.

El Almirante Pita da Veiga dimitió el lunes 11. El Alcázar tuvo la primicia de la información, y la adelantó en solitario el martes 12 atribuyéndola a «informaciones oficiosas» y añadiendo la dimisión del Teniente General Franco Iribarnegaray, Ministro del Aire, que luego no se confirmaría. Fue noticia de primera plana en el resto de la prensa el miércoles 13. La víspera se había reunido el Consejo Superior del Ejército, presidido por el Teniente General Vega.

Yo había tenido problemas con el Almirante Pita en el Gobierno anterior. Como Ministro de Comercio era responsable de la Subsecretaría de la Marina Mercante, pero de hecho la influencia residual del Ministerio de Marina en las dos Direcciones Generales de Pesca Marítima y de Navegación seguía siendo muy grande. Todo el alto personal de la Subsecretaría se reclutaba en la Marina de Guerra. En diciembre de 1975 me atreví a comenzar la reorganización de la Subsecretaría con el nombramiento de Víctor Moro como primer Director General, no militar, de Pesca. Esa decisión, aceptada lúcidamente por Arias Navarro, me trajo una escena desagradable con el Director General de Pesca cesante; detrás del incidente estaban la voluntad de Pita y su disconformidad con mi decisión[4].

Meses más tarde tuvo lugar una de las pocas discusiones ideológicas que yo recuerdo en un Consejo de Ministros: se trataba de un Proyecto de Ley de Reforma Política presentado por Fraga, en el que una enmienda tipográfica de última hora mantenía el carácter inmutable de los Principios del Movimiento[5]. Yo me opuse a que ese núcleo duro de las Leyes Fundamentales se trasladase a la nueva Constitución. La discusión era inútil, porque sin duda aquello venía arreglado en pactos exteriores al Consejo de Ministros; pero me hicieron frente el General de Santiago y el Almirante Pita. Con ellos utilicé un argumento de humor que tuvo, sin embargo, eficacia dialéctica.

—¿Cómo pueden ustedes pedir que la futura Constitución española consagre, sin revisión posible, el texto de un francés hereje, y probablemente masón?

Y expliqué brevemente que aquello de «la unidad de destino en lo universal» no era sino la mala traducción de un texto famoso de Renan. Al salir de la Sala de Consejos, para el almuerzo que nos ofrecía el Presidente Arias, coincidí con el General y el Almirante.

«Mi General, espero que no me hayas puesto en tu lista negra».

El General, que a esas horas tendía a la cordialidad amistosa, me contestó:

«Ten la certeza de que no».

El Almirante Pita da Veiga subrayó lacónicamente:

«Por ahora».

Volviendo al mes de abril de 1977, el viernes día 15 tomó posesión de la Cartera de Marina el Almirante Pery, que estaba en la reserva. Su designación se hizo entre rumores y descalificaciones: no había sido posible encontrar un candidato en activo. La democracia debe mucho a la valentía civil del Almirante. A la ceremonia de la jura en el Palacio de la Zarzuela asistió el Gobierno en pleno.

«Llevaba tanto tiempo sin ponerme el uniforme que no cabía en él», nos dijo el Almirante.

Mientras esperábamos estaba con nosotros Alfonso Armada, todavía Secretario de la Casa del Rey: Osorio me lo había presentado tiempo atrás y yo lo veía con alguna frecuencia en mis visitas a la Zarzuela. Aquel día me tomó del brazo, me condujo al hueco de una de las ventanas del saloncito que hay en el piso primero del Palacio, frente al desembarco de la escalera, un poco aparte del resto de los que esperaban, y me empezó a hablar sobre la situación creada por la legalización del partido comunista. Conservo notas de aquella conversación, que ya entonces me pareció notabilísima. Armada me fue refiriendo el disgusto de sus compañeros de armas, en un tono animado al principio y vehemente después. El descontento militar había llegado a un punto peligroso en el que todo era posible. Cuando yo le dije que la información del Gobierno coincidía con la suya en cuanto al malestar en los Cuartos de Banderas, pero no en cuanto a que estuvieran en juego la lealtad y la disciplina de las Fuerzas Armadas, el tono de Armada pasó desde la vehemencia a la irritación.

«¡No hay nada tan grave como subestimar la gravedad misma de los hechos! Me estremece la poca información que tenéis. Se puede hacer cualquier cosa con las bayonetas menos sentarse encima. Del Gobierno será la responsabilidad de lo que suceda».

Y a renglón seguido quiso personalizar en Suárez aquella responsabilidad histórica.

Había escuchado en silencio su larga acusación. Pero cuando alcanzaba en ella al Presidente del Gobierno, le interrumpí formalizando bruscamente un diálogo hasta entonces informal[6]:

«General: no puedo consentir ni el contenido ni el tono de lo que me dices. Te recuerdo que estás ante un superior: pienso que no has olvidado cuál es la conducta de un buen militar en esa situación».

El efecto fue inmediato. Armada se cuadró con un taconazo y me respondió:

«A tus órdenes, Ministro; perdóname; estoy muy nervioso estos días; retiro lo que hubiera de agravio en mis palabras anteriores».

En ese momento un ayudante de Su Majestad anunció desde la puerta del salón que el Rey nos esperaba, y allí terminó mi diálogo con Armada.

No volví a verlo hasta cuatro años más tarde, el 24 de febrero de 1981, cuando salíamos del Congreso entre dos filas de guardias civiles; él estaba en el patio exterior, en segundo término, por la derecha; me saludó imperceptiblemente con la mirada.