A pesar de la hipersignificación del término globalización, su fondo económico no es otro que el de una progresiva integración entre mercados. Globalizar no es más que tejer interdependencias entre las economías. En la promesa del capitalismo que viene las economías ya no podrían entenderse desde lo local, lo nacional o incluso desde lo regional, sino únicamente de forma global.
La globalización se construye desde cada mercado sobre tres vectores: libertad de movimientos para las personas, las mercancías y los capitales. Mientras el último alcanzaba ya cierta fluidez en los noventa, el segundo avanzó correosamente tras la puesta en marcha de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el primero, las personas, encontró cada vez más y más violentas cortapisas… con las que chocaron las nuevas migraciones masivas del interior asiático a la costa en desarrollo, de Africa a Europa y de Centroamérica y México a EEUU.
En un primer momento las resistencias a la globalización se dieron sobre todo en los países ricos. El desarme aduanero y la libertad de competencia amenazan en primer lugar sectores como el agrario o el cultural que han sido pilares de la construcción identitaria y clientelar del estado nacional. El capitalismo que viene no iba a ser bien recibido por todo el mundo. El desequilibrio entre los tres vectores acentuó pronto la inseguridad de los sectores más protegidos. Bajo distintas formas aparecieron tanto en Europa como en EEUU nuevos enfoques para el nacionalismo y junto a ellos sectores que pedían tiempo, tiempo para reformar la globalización, tiempo para hacerla más armónica. Pero no pretendían impulsar aún más el libre comercio y la libertad de movimientos de las personas, sino al revés, restringir una vez más el movimiento de capitales y levantar barreras no arancelarias al comercio (como las famosas claúsulas sociales). Son los altermundistas.
A finales de la primera década del siglo XXI, la evolución de China y otros países asiáticos demostrará en los hechos que las cláusulas sociales sólo ralentizan la salida de la pobreza. No es la única lección: los nuevos triunfadores asiáticos reforzarán también el modelo capitalista autoritario, sirviendo de referencia tanto para los países exsocialistas como para la sociedad de control hacia la que apuntan los estados nacionales en los países ricos.
Pero el cierre de filas de las redes clientelares y los privilegiados del mundo nacional en torno al estado no es un fenómeno periférico. En EEUU y en Europa las industrias dependientes del monopolio de la propiedad intelectual (cultura y entretenimiento, farmacéuticas, software, …) tuvieron cada vez más abiertamente un papel estratégico en las políticas estatales. Del Digital Millenium Copyright Act de Clinton al ACTA de Bush y Obama, el control social hacia dentro y el imperialismo tecnológico hacia fuera se convierten en la base del orden mundial impulsado por la UE y EEUU.
A otra escala, fenómenos similares de fusión y parasitismo clientelar aparecen alrededor de todos los estados. Los sectores no competitivos y las viejas clases de linaje cierran filas en torno al estado, restringiendo su alcance y su capacidad: enquistándolo en nacionalismo. La estrategia les resulta útil para evitar la pérdida de poder a corto plazo, pero a medio plazo es también destructiva para el propio mercado interno, sobre todo en los mercados nacionales más débiles.
En consecuencia surgen progresivamente «zonas de sombra» allí donde el estado no llega por su propia definición nacional o donde es incapaz de mantenerse por su pérdida de potencia económica. Son estos espacios los primeros en ser ocupados por paraestados y redes criminales transnacionales. Es el terreno natural de Hamas, el Primeiro Comando da Capital o los cárteles mexicanos.
Pero, ¿de dónde salían estos movimientos? Las políticas de captura funcionaron como el perro del hortelano: al limitar el alcance de la globalización y cercenar el desarrollo del capitalismo que viene sin recursos ni capacidad para conseguir un cierre total o alternativo en un ámbito menor, el nacionalismo de las élites privó a las clases medias de acceso a las posibilidades de competir en la globalización al tiempo que les negaba ya la protección clientelar.
Son las nuevas clases globales de la postmodernidad. Los descolgados de la globalización. Las élites medias de las estructuras sociales de la periferia, eran ya hijas de Internet y las compañías de vuelos baratos. Si volvemos atrás un lustro y miramos las biografías personales de sus líderes veremos que los dirigentes de los cárteles mexicanos habían estudiado en inglés en buenos colegios, los activistas de AlQaeda habían ido a universidades occidentalizadas y hecho viajes de estudios a Europa e incluso la dirección del Primer Comando da Capital paulista gestionaba vía satélite el curso de sus tráficos en tres continentes con la eficiencia de los sistemas de logística y mensajería punteros en el mercado. Pocas cosas pueden representar mejor hasta qué punto hemos entrado en una nueva etapa que esa nueva lumpenburguesía transnacional.
De hecho es sumamente reveladora sobre el significado de la descomposición misma.
La descomposición es el producto de un equilibrio de fuerzas mantenido demasiado tiempo, entre el capitalismo que viene y los sectores que viéndose perjudicados por él mantienen sin embargo el control sobre el aún formidable poder del estado. Estructuralmente se trata de un molde ya conocido. Si hacemos memoria es el mismo proceso que llevó al desmoronamiento del bloque soviético, congelado en la dicotomía entre autarquía estatalista e ingreso en el mercado mundial. En sistemas como aquellos donde toda la propiedad era estatal y la producción era dirigida por la clase política, el compromiso del estado con los privilegios de sus propias élites y redes clientelares no podía sino resultar tan paralizador como arrasador en su hundimiento. Eso fue lo que vimos a finales de los ochenta: no el triunfo de una ideología o un bloque sobre otro, sino el coste social y político de la resistencia nacional de las élites a aceptar la inserción en el mercado global. Inserción tanto más dolorosa cuanto que sólo es realmente abordable si se desbloquea el ascensor social… en sus dos sentidos.
Evidentemente las consecuencias y las formas concretas están siendo distintas en cada parte del mundo en función de su lugar en el mapa económico y político mundial. Lo que en EEUU genera el Tea Party, en Venezuela genera el chavismo y en Palestina a Hamas. Lo que en Somalia abre paso a una al Qaeda local, Al Shebah, en Michoacán da lugar a la familia; lo que en Rusia produce el fenómeno Putin en EEUU y la UE se manifiesta como leyes tendentes a la sociedad de control. Pero en realidad se trata de la misma obra representada en distintos escenarios con distintos contextos.
Una triste representación que de paso demuestra cómo el altermundismo no puede sino ser contraproducente y el antiglobalismo directamente reaccionario pues ambos acaban alimentando y dando razón de un enquistamiento nacional del estado indistinguible de su captura por las redes empresariales y clientelares que están en el origen de la descomposición misma. La diferencia es, en todo caso interna: los antiglobalistas pretenden la captura por los campesinos subsidiados o los funcionarios públicos, los neonacionalistas por los exmonopolios estatales y el capital de toda la vida. La nación siempre fue un imaginario de significados ambiguos.
La descomposición no es una consecuencia de la globalización, sino de su estancamiento ante la resistencia de los sectores del poder económico y social dependientes del estado nacional. Resistencia que hasta ahora ha conseguido frenar el verse sometidos a una creciente competencia, pero que —para lograr postergar ese hecho— ha sacrificado la cohesión social e impulsado, para encubrirlo, políticas cada vez más autoritarias vestidas, eso sí, de canto identitario al imaginario nacional.
Claro que la generación de identidades nacionales desde el estado también había sido erosionada por la globalización y, sobre todo, por la naturaleza transnacional de las comunidades virtuales nacidas de la blogsfera. ¿O no?
El año 2007 es el año de la gran celebración dospuntocerista: se multiplican los congresos y conferencias en todo el mundo, los medios hablan continuamente de la Wikipedia y aunque todavía siguen hablando de blogs, empiezan a recoger noticias sobre los primeros pasos de Twitter y el crecimiento de Facebook. La búsqueda «web 2.0» alcanza su máximo histórico según las gráficas de Google Trends, a partir de ahí dibujará una escarpada bajada. El iPhone de Apple sale al mercado.
Es también año de presidenciales en Francia. Sarkozy quiere ganar la batalla de la red. Un mapa publicado entonces muestra a los más de 80.000 blogs que apoyan al candidato. A la cabeza de ellos el famoso bloguero Loïc LeMeur aporta el conocimiento del terreno y el prestigio hacker con el que el candidato quiere resarcirse del susto de las ciberturbas de 2005. Pero el sistema político europeo no es como el americano: las redes no están para recoger fondos, sino para expresar adhesión. No ponen en jaque a los viejos aparatos electorales, que a diferencia de en EEUU no les necesitan para ganar independencia de los grandes contribuyentes, sino que los refuerzan a la manera de una hinchada futbolística. Y la vieja guardia se da cuenta. Tras la campaña se pulsa el botón de apagado.
El día después de las elecciones presidenciales, las gigantescas redes de blogs de ambos candidatos se deshinchan rápidamente. Un sabor agridulce queda incluso entre los seguidores del nuevo presidente. El aparato político, sin embargo, está encantado. Creen haber encontrado una forma de incluir la red en la campaña que la concibe como el aparato de una provincia periférica más. El coste invisible habrá de pagarse más tarde, cuando al intentar legislar sobre Internet, grandes sectores de la blogsfera no se sientan ya comprometidos con el presidente y se dediquen a erosionar su popularidad.
No obstante, un nuevo modelo se está asentando. Tan sólo unos meses después, en enero de 2008, las primarias estadounidenses serán una campaña basada en el prejuicio en la cual a la red no le queda otro papel que el de mero canal para alimentarlo. Romney, Obama y Clinton no salen indemnes. La comunicación política en red se entiende, desde un malévolo infantilismo, como terreno de video-maledicencia y juego de cromos. En ese marco, lo realmente novedoso de la campaña en red de Obama fue unir las técnicas recaudadoras que los demócratas habían ensayado en 2004 con la concepción de hinchada en red de Sarkozy, en una cultura de la adhesión a la que servicios como Facebook se ajustan como un guante.
Adhesión. Esta es la clave de la comunicación y la política en Facebook. La palabra pertenece en ella al líder, que por primera vez se comunica directamente con una masa de adherentes que ya no viven en foros y blogs, sino en pequeñas fichas donde el tamaño mismo de los mensajes difícilmente permite generar reflexiones alternativas y espacios deliberativos autónomos.
Tras la victoria presidencial, Obama escenifica su resistencia a dejar la Blackberry. Hay mucho contenido y densidad simbólica en este gesto. A diferencia de Sarkozy, el líder no quiere dejar la red. Quiere seguir comunicándose directamente con ella. A fin de cuentas, el modelo no es ya el de la emergencia y efervescencia conversacional que asustaba a los aparatos. Se ha convertido, y es el mérito de Obama haberlo entendido, en unidireccional. En una radio alternativa que el presidente pretende utilizar como un nuevo Roosevelt. El país, el pueblo, se ha convertido en un recipientario homogéneo que escucha directamente al hombre que representa la esperanza y habla cada vez más con lenguaje papal, situándose discursivamente por encima de la política. 2008 parece 1932 sin hiperinflación.
Los nuevos servicios estrella serán pronto jaleados por los medios tradicionales. La campaña presagia ya una estrategia de recentralización de la red en la que Google ha sido pionera. La cultura de la red, que ya había pasado de la interacción de la blogsfera al participacionismo de la Wikipedia, se precipitaba hacia un escalón aún más bajo: la cultura de la adhesión.
La metáfora ciberpunk de las topologías de red ha de ser leída en sentido contrario. De 2002 a 2005 los relatos de futuro se construían a partir de la blogsfera (una red distribuida) y de la experiencia y consecuencias sociales de la cultura de la interacción que llevaba pareja y que, a las finales, no era sino la experiencia social de la plurarquía en un entorno definido por la lógica de la abundancia.
De 2005 a 2007, los años del dospuntocerismo, el foco mediático recaerá sobre la Wikipedia, Digg y otros servicios web participativos: agregadores de contenidos cuyo crecimiento insinúa una arquitectura de red descentralizada. Discursos que exaltan la cultura de la participación. Pero participar no es interactuar. Se participa en lo de otro, se interactúa con otros. Los nuevos servicios dospuntoceristas se piensan desde la generación artificial de escasez: votar, decidir entre todos los que pasen por ahí la importancia de una noticia o la relevancia de una entrada enciclopédica y, sin tener en cuenta la identidad o los intereses de nadie, producir un único resultado agregado para todos. Todo se justifica sobre el discurso dospuntocerista. El rankismo y el participacionismo se convierten en arietes de una mirada sobre la red donde se recupera la divisoria entre emisores y receptores.
Pero, desde 2008, Facebook y Twitter, dos redes centralizadas basadas en la cultura de la adhesión, se convierten, en parte gracias al tranquilizador reenfoque obamista, en los favoritos de la prensa del mundo. Sus usuarios crecen exponencialmente y hasta el Departamento de Estado recomienda a los disidentes iraníes que los utilicen —en lugar de los blogs— para coordinar sus protestas. Los ciberactivistas chinos pronto descubrirán lo fácil que es censurar o eliminar cualquier medio de comunicación centralizado. Fan-Fou, la versión local de Twitter, se cierra de la noche a la mañana durante los conflictos étnicos en el oeste del país. In-Q-Tel, el fondo de inversiones de la CIA, centra sus inversiones en empresas dedicadas a espulgar y analizar la ingente cantidad de información centralizada por los cada vez más masivos libros de cromos del siglo XXI.
Tampoco es que las grandes compañías tecnológicas se hubieran compinchado con los estados para matar la red en una conspiración de altos vuelos. Simplemente habían descubierto, por fin, una clave para evitar la disipación de rentas que en Internet había sido aún más característica que en ningún mercado.
Son los casos de éxito favoritos de las revistas económicas: Google, Facebook, Apple… Todos ellos apostaron por competir utilizando la infraestructura como ventaja competitiva, para atesorar la mayor información de los usuarios posible y generar escasez artificialmente mediante «corralitos» cerrados. El iPhone y el iPad se presentan como la forma al fin encontrada de monetarizar Internet y hasta de recuperar el poder de la prensa tradicional. Wired se pregunta —feliz— si la web ha muerto[12]. La nueva apuesta consiste en conseguir que los usuarios se olviden del navegador, ese peligroso botón de todo lo demás, que pone tan difícil obtener rentas extraordinarias y obliga a innovar continuamente.
En tan sólo ocho años, la evolución de la Web 2.0 ha conseguido revertir —al menos en parte— el desastre que el fracaso de las puntocom supuso para los que querían dominar la red sin asumir los valores de un mundo que es al mismo tiempo distribuido y globalizado. También en la red el capitalismo que viene parece retrasarse.
Una parte esencial de la promesa del capitalismo que iba a venir era que el paso de una sociedad de economía y comunicación descentralizada —el mundo de las naciones— a un mundo de redes distribuidas, hijo de Internet y la globalización, erosionaría para siempre la identidad definida en términos nacionales[13].
La experiencia social de la Internet distribuida había hecho aparecer nuevas identidades y nuevos valores desde los 90. No parecía ilusorio que a largo plazo acabaran superando y subsumiendo a la visión nacional y estatalista del mundo.
La identidad nace de la necesidad de materializar, o cuando menos imaginar, la comunidad en la que se desarrolla y produce nuestra vida. La nación apareció y se extendió precisamente porque las viejas identidades colectivas locales ligadas a la religión y a la producción agraria y artesanal ya no representaban de modo satisfactorio a la red social articulada sobre el mercado que producía el grueso de la actividad económica, social y política que determinaba el entorno de las personas.
A mediados de la última década para un número creciente de personas, el mercado nacional cada vez expresaba menos el conjunto de relaciones sociales que daban forma a su cotidianidad. Ni los productos que consumían eran nacionales, ni lo eran los contextos de las noticias que leían, ni —producto de la lógica transnacional de la blogsfera— lo eran la mayoría de aquellos con los que las discutían y cuya opinión les interesaba.
La identidad nacional se estaba quedando muy pequeña y muy grande al mismo tiempo: se estaba volviendo ajena. No pocos historiadores, politólogos y sociólogos predecían e incluso abogaban por una privatización de la identidad nacional. Un proceso que habría de tener similitudes con el paso de la religión al ámbito de lo personal y privado que caracterizó el ascenso del estado nacional. Pero la cuestión es que esa privatización, esa superación, sólo puede darse desde un conjunto de identidades colectivas alternativas.
Lo realmente interesante era, sigue siendo, que las comunidades y redes virtuales identitarias que apuntaban posibilidades de construirlas no sólo se definían por ser transnacionales, sino que manifiestaban una naturaleza muy distinta a la de las grandes comunidades imaginadas de la Modernidad, como la propia nación, la raza o la clase histórica del marxismo. Eran, son, comunidades reales: sus miembros se conocen uno a uno incluso aunque no se hayan encontrado fisicamente jamás.
En un momento de lo que parece un ciclo vital, algunas de estas comunidades deliberativas empiezan a desarrollar identidades fuertes. Sus miembros sueñan con trasladar el conjunto de su vida a ese entorno de libertad y abundancia. Es el sionismo digital, un momento inestable en la definición comunitaria que adolece de la falta de una economía propia pero que está en el origen de muchos de los nuevos movimientos transnacionales y de nuevas formas comunitarias empoderadas económicamente: las filés[14].
Sin embargo, lo que nos dice la experiencia social es que el efecto cultural que ha tenido la bajada de escalón en los modos de relación del modelo blogs y comentarios al de los libros de caras como Facebook ha conllevado, en términos generales, la generación de una mayor cultura de la adhesión a costa de una menor lógica de interacción. También, y parece una consecuencia lógica, muchísimos menos discursos sionistas digitales y un verdadero parón en la aparición de núcleos de filés.
Estas experiencias, con independencia de sus límites y posibles críticas, representan la tensión de comunidades que, desde identidades más o menos sintéticas, comenzaban a transcender la lógica conversacional de la blogsfera y buscaban ir más allá en una lógica transnacional. Este retroceso es, además, significativamente síncrono y coherente con la constatable renacionalización de las conversaciones en las blogsferas que se observa desde 2008. El modelo de socialización bajo Facebook y Twitter ha tenido un fuerte impacto sobre la cultura de la red que va más allá de los peligros generales de recentralizar la comunicación: renacionalizar las conversaciones y limitar seriamente la aparición de nuevas identidades y modelos sociales.
Pero, ¿qué ha pasado con lo que ya había? Por un lado tenemos todas esas islas en la red que nacieron en el marco de la promesa de un mundo distribuido. Muchas son comunidades y movimientos ya consolidados; los estudiaremos en la tercera parte de este libro. De momento sólo remarcaremos una idea: las comunidades reales construyen un futuro para ellas, las identidades imaginadas creen en el futuro, un porvenir igual, reluciente o catastrófico, para todos.
Por otro lado tampoco hay que desdeñar el impacto de la emergencia de las redes distribuidas y la globalización en los viejos movimientos sociales de valores universalistas basados en estructuras nacionales. El eslógan con el que abríamos este libro —«bajo toda arquitectura informacional se esconde una estructura de poder»— todavía tiene una lectura más.
Las organizaciones y las ideologías mutan al cambiar las herramientas a través de las cuales se representan y organizan. El modo de organización de una red es su forma de reproducir un cierto modelo de poder. Los movimientos que surgen a partir de los 90, desde los antiglobis de Seattle o Porto Alegre al Tea Party son algo «diferente» de sus directos antecesores de la izquierda o la derecha de la guerra fría, cuyos modos y cosmovisión siguen configurando las grandes organizaciones políticas de referencia.
Pero la evidencia de la descomposición implica que los discursos que hacen suya la lógica de un mundo distribuido no se han tornado hegemónicos y, por tanto, su representación social no ha salido del marco del sistema de un poder para el que son un cuerpo extraño, aunque no por ello deja de darles forma.
En general, cada sujeto, discurso o comunidad que surge en un periodo de cambio de las estructuras de comunicación, representando nuevas formas de poder, tiene un doble antagonismo latente: con su pasado (o mejor dicho, con los sujetos del viejo mundo que les dieron origen) y con su futuro (los antagonistas que están definidos en un «lenguaje de poder» similar).
A partir de ahí comienza la promiscuidad y el baile de alianzas, la búsqueda del «mal menor» y la adopción de programas en los que la representación niega el significado.
¿Qué sería lo particular de los sujetos que están apareciendo ligados a la descomposición? En realidad un tanto de descomposición es inevitable en toda bisagra histórica. Pero la cuestión es que ahora no es un producto, una fricción irremediable dentro de un afianzamiento progresivo de una nueva forma de poder. Ahora la descomposición es el fenómeno dominante, el marco global que da forma y límites a sus componentes. Por eso el relato épico clásico (un sujeto colectivo que enfrenta antagonistas y funda una nueva sociedad) se torna imposible. Descomposición es descomposición también, y sobre todo, de los sujetos con los que se componía la narración histórica: las clases, las naciones, los grupos de interés, el marco de mercado… con ellos muere ese futuro que se pretendía el futuro y que es precisamente aquel por el que los universalistas se afanan.
Ese futuro universal es hoy un enfermo crónico en fase terminal. Nacido en el siglo XVIII, tuvo su crisis adolescente con el Romanticismo, su madurez con el progresismo decimonónico y su primera crisis grave con los genocidios cometidos por el estado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Como ocurre con los viejos dictadores, su existencia se ha convertido en una convención inoperante que a duras penas puede ser considerada relevante por nadie. Hace ya mucho que el proyecto ilustrado que le mantenía en pie no le insufla vida alguna. La idea misma de postmodernidad podría entenderse como la consciencia del fin del proyecto ilustrado, como su último y trágico momento de lucidez.
Por supuesto, no falta quien intenta acudir al lecho del enfermo con ánimos y promesas de nueva juventud. Pero no, no es lo mismo. No es lo mismo la Wikipedia de Wales que la Enciclopedia de Diderot, del mismo modo que las guerras de los neocons no pueden compararse al terremoto social y político de las guerras napoleónicas.
El mundo del proyecto ilustrado, el mundo que tenía futuro porque se pensaba en términos universales se parece cada vez más al Ubik de Philip K. Dick: todo se descompone en él. Cuando Wales levantaba la última y modesta utopía ilustrada, la participación en el conocimiento universal, la realidad trajo adhesión, cuando los neocons levantaron la bandera de las guerras quirúrgicas e instantáneas llegaron las guerras de final autoproclamado.
Asumámoslo, el futuro universalista ya no está entre nosotros, ya no es real simplemente porque, como recordaba en su novela PK Dick, «realidad es aquello que, cuando dejamos de creer en ella, no desaparece» y el hecho es que el futuro ya no nos vale ni como hack para modificar el presente: dejamos de creer en él y desapareció. Por eso murió el Ciberpunk, por eso se secó su literatura: hasta para ser pesimista o crítico con el futuro hay que creer en él. El futuro es un personaje tan inverosímil en nuestro tiempo como Amadís de Gaula.
El diagnóstico es simple: no hay futuro universal sin categorías sociales universales. Categorías que nos son ya cotidianamente ajenas, que intuimos necesariamente totalitarias.
Desde las periferias ideológicas del viejo sistema, el vértigo se apodera del discurso. Antiglobis y Tea Party comparten aires decrecionistas y argumentos conspirativos. Unos y otros son conscientes de que las bases materiales de los futuros pasados no pueden generar otros nuevos. La palabra comunidad no se les cae de la boca. Aunque cuando la usen no quieran decir comunidad, sino cantón, condado, ciudad o parroquia, al modo de las Transition communities. El único futuro que pueden fantasear es el de un colapso económico, energético o ecológico. Expresan con ello que necesitan, para volver a poder tener futuro, un nuevo punto de partida que haga todo más pequeño. Cuesta creer en el estado nacional. En el mercado nunca creyeron. E incluso a los que alguna vez lo alabaron desde esas bandas ahora tampoco les sirve: no deja de tener gracia leer al padre de las reaganomics fantasear como serían los efectos terminales de la descomposición en EEUU para llegar a la moraleja de que nunca tendría que haber salido del pueblo.
La descomposición tiñe al universalismo de pesimismo cataclísmico y ansias religiosas más o menos inconfesables. No es sólo que el proyecto ilustrado se haya tornado una utopía reaccionaria, es que también supura descomposición por cada poro.
Y, frente a todo esto, la pequeña comunidad real, último atractor de orden, de cohesión social mínima. Definitivamente sin futuro, pero con una nueva promesa: no un único futuro para todos sino miríadas de ellos. We few, we happy few, we band of brothers…