A finales de los 80 la relación entre libertad económica y libertades políticas parecía incuestionable. ¿Quién podía negar que en la perspectiva del Este europeo democracia, desarrollo y capitalismo iban de la mano? La masacre de Tiananmen lejos de negar el marco general parecía confirmarlo, los aires reformistas y las demandas democráticas, se decía, emergían de la naciente prosperidad que se palpaba ya en los polos experimentales de libre mercado.
Fuera del mundo comunista, las transiciones taiwanesa y coreana parecían reafirmar la idea: las libertades económicas y el libre comercio eran la puerta al desarrollo y la matriz de fuertes movimientos de reforma democrática que a su vez generaban marcos institucionales favorecedores de más capitalismo y más desarrollo. Democracia, desarrollo y capitalismo parecían tan inseparables como evidentes. Fukuyama lanzaba su libro El fin de la Historia[1] y la Era Clinton inauguraba el que se preveía como gran tema del nuevo siglo: la globalización.
El término comenzó a usarse masivamente en los años noventa. En aquella década, tras el derrumbe del bloque soviético y el desarrollo de las políticas reformistas de Deng Xiao Ping en China, las economías socialistas comienzan su integración en el mercado mundial. El proceso consiguiente reacelera las tendencias a la integración en el antiguo bloque occidental: en 1993 la Comunidad Europea alcanza la integración plena de mercado y se convierte en Unión Europea con el compromiso de mercado único consensuado con el Tratado de Maastricht, en 1994 se firma el acuerdo de libre comercio entre EEUU, México y Canadá, en 1995 se funda finalmente la OMC. La emergencia de nuevas potencias que ahora, quince años después, estamos viendo es consecuencia directa de aquel acelerón del proceso de integración económica global.
Pero lo que a vista de pájaro parece una auténtica Belle Epoque también mostró los primeros síntomas de una descomposición sistémica. La misma caída del bloque soviético no puede ser relatada de otra forma. A pesar de las huelgas salvajes del movimiento obrero en Polonia en el 70, 76 y 81, a pesar de la resistencia no violenta de la intelectualidad checa e incluso de la guerra afgana, no fue la conformación de un nuevo sujeto político al estilo de los de la épica histórica del siglo XX lo que derribó al bloque socialista. De hecho no fue derribado de ninguna manera. Simplemente se descompuso para sorpresa de todos. Tony Judt[2] describe muy bien la estupefacción de las propias élites opositoras, conscientes de vivir en un entorno donde
La mayoría de la gente vivía en una especie de «zona gris», un lugar seguro, pero sofocante, en el que el entusiamo había sido sustituido por el asentimiento. Era difícil justificar una resistencia activa y plagada de riesgos contra la autoridad, porque, una vez más, para la mayoría de la gente común, resultaba innecesaria. Lo más que cabía esperar eran «actos realistas, no heroicos». En líneas generales los intelectuales hablaban entre sí en lugar de dirigirse al conjunto de la comunidad.
Era la primera vez que un bloque económico y político se desmoronaba. Es más, se descomponía desde su mismo centro, incapaz de mantener la economía y las relaciones sociales en marcha.
La URSS, cuya economía dirigida se orientaba a mantener la carrera armamentística con EEUU, venía dependiendo desde los años setenta del comercio de granos con sus enemigos teóricos para poder mantener su abastecimiento interno. El sistema —en teoría cerrado— era incapaz de sostenerse económicamente sin recurrir al comercio internacional, y la población, políticamente inane, simplemente no se creía ya los incentivos socialistas y se acomodaba discretamente en las grietas del sistema. «Ellos hacen que nos pagan y nosotros hacemos que trabajamos» solía bromearse. Los ochenta es la época de los conseguidores, el mercado negro, las epidemias de alcoholismo y el absentismo laboral masivo.
Sin poder materializar el disenso en un sujeto político colectivo, la historiografía de hoy ha de contar el proceso como el fracaso de una tendencia de la élite del PCUS, la de Andropov y Gorbachev, cuyo modesto propósito reformista —revivificar la fe de la población en las instituciones y acomodar a la URSS y sus satélites europeos en el comercio global— se le habría ido de las manos. En realidad, las palancas del poder simplemente se deshicieron en sus manos. El golpe de 1991 escenificó bien tanto la impotencia del nuevo poder como la de sus sectores críticos. El hundimiento se mostraba en tiempo real ante las cámaras.
Pero ante los ojos del mundo el proceso aparecía como un producto de la inconsistencia de una utopía totalitaria fallida. No se enmarcaba en un fenómeno global. Era cosa de ellos, los del otro lado del telón de acero. Lo demás eran consecuencias más o menos directas como la llegada al poder de los muyahidines en Afganistán.
Cierto que la primera guerra del Golfo debería haber abierto una cierta reflexión, pero el foco estaba en otro lado. Al caer el bloque soviético el bloque occidental dejaba de tener sentido, perdía irremediablemente cohesión ante la ausencia del enemigo histórico. En palabras del presidente Bush, llegaba el tiempo de un Nuevo Orden Mundial en el que los países exsocialistas conocerían un crecimiento sin precedentes similar al milagro económico europeo de postguerra.
Con todo no faltaban síntomas de descomposición entre las economías más débiles. Somalia y Rwanda fueron algo más que anécdotas o un producto del reacomodo de las antiguas zonas de influencia dentro del bloque norteamericano. La anexión de la República Democrática Alemana por la República Federal Alemana mostró lo difícil que podía llegar a ser «reeducar» a una población cuyos lazos sociales se habían visto seriamente afectados por la descomposición dentro de una sociedad de mercado por próspera que fuera. La llegada masiva de emigración rusa a Israel, con su secuela de crimen organizado de alto nivel pero sobre todo con su resistencia a la integración lingüística y cultural también contaba algo importante.
Pero, en la mirada de la época, no dejaban de ser fenómenos periféricos o costes heredados. El centro vivía en la excitación de la inminencia de una nueva juventud. Su contraseña era globalización.
Como ocurre en muchos casos históricos el manifiesto más claro y completo de la promesa de la globalización se publicó cuando las razones para dudar de que la tendencia pudiera llegar a imponerse estaban generalmente fundadas. Como es tan común en nuestra época, se trató de un ensayo pulp, un libro de tirada masiva traducido a decenas de lenguas y convertido rápidamente en icono. Como también es común en estos casos su título —The World is Flat[3]— no correspondía exactamente al contenido del libro que más que defender la idea de que la Tierra es ya plana —una metáfora para subrayar las potencialidades del comercio, la competencia y la colaboración transnacional— defendía que se estaba aplanando.
En el modelo de Friedman la emergencia de Internet y la cultura hacker por un lado, con la internacionalización de las empresas por otro, unidos ambos por la ruptura geográfica de las cadenas de valor, producirían una verdadera popularización del capitalismo, una auténtica e irrefrenable globalización de los pequeños que impulsaría un desarrollo generalizado al permitir competir en condiciones de igualdad a cualquiera en cualquier lado.
Los globalistas podían mostrar como la reducción de la pobreza en el mundo, continua desde el arranque del capitalismo industrial, se había acentuado drásticamente desde 1989, sobre todo cuando a finales de los noventa los cambios en Asia comenzaron a reflejarse en las estadísticas. Los críticos señalaban que los niveles de desigualdad también se habían disparado[4]. El debate sobre la globalización (o para los antiglobalistas sobre el neoliberalismo) se enmarcaba así en unos moldes heredados de la batalla ideológica de la guerra fría, relativamente asumibles en la dialéctica derecha-izquierda en sus distintas variantes culturales.
Lo cierto es que por primera vez y por las mismas causas, emergía una nueva pequeña burguesía tanto en el centro como en la periferia que se conectaba más entre sí que con el entorno del poder económico establecido. De Shanghai a Berlín y de Nairobi a Sao Paulo pasando por San Francisco, pequeñas empresas comenzaban a disfrutar de un mundo con Internet, líneas aéreas de bajo coste y una parte importante del capital-conocimiento libre. Existir en el mundo se tornó en pocos años barato y accesible… no sólo para empresas convencionales, por supuesto, también para movimientos sociales, redes criminales y organizaciones terroristas[5]. La batalla de Seattle, el nacimiento de Al Qaeda y Alibaba.com no sólo tienen en común la fecha, año 1999, sino el sustrato de una estructura de comunicación distribuida transnacional y una base generacional nueva.
No en vano es también el momento álgido de la burbuja puntocom. Para los chicos listos de la nueva clase media emergente en la periferia y para los hijos de las generaciones desencantadas del mundo desarrollado, se trata en cualquier caso de una gran noticia: la capacidad de influencia que añoraban en casa se vislumbraba accesible a un paso, o mejor, a un click con el ratón. Basta con ampliar el campo de batalla. Algo que, en los noventa, la explosión del uso de Internet haría accesible para muchos.
De todos los eslóganes ciberpunks de los noventa seguramente el más ambiguo y por lo mismo el más potente sea el del grupo español: «Bajo toda arquitectura de información se esconde una estructura de poder».
La tesis que sintetizaba[6] iba mucho más allá de la desconfianza o el rechazo ante la centralización de la información personal y el creciente poder censor de la llamada propiedad intelectual. Usando la estructura de las redes de comunicación como metáfora de la estructura de poder, los ciberpunks españoles explicaban las características de las formas políticas y mediáticas como expresión de las propiedades sociales de las tres topologías básicas de una red: centralizada, descentralizada y distribuida. A la época de las comunicaciones centralizadas —el correo de postas— correspondían el periódico local, el club de la revolución francesa, el estado absoluto y la república jacobina. Mientras que a la revolución del telégrafo debíamos el sistema mediático contemporáneo (agencias, periódicos nacionales, ediciones locales), los partidos y sindicatos de masas implantados en el territorio, la interconexión de las bolsas, la empresa multinacional y el estado democrático federal.
¿Qué traería un mundo basado en redes de comunicación distribuidas como Internet? El fin del poder de filtro sobre la información y el estallido de las grandes agendas públicas nacionales en universos de agendas comunitarias. En una palabra, el fin del encuadramiento nacional de la conversación social y, al alimón, el de las trabas al comercio de inmateriales. Pero también el fin de la propiedad intelectual, de la empresa autoritaria, de los incentivos basados exclusivamente en el salario y hasta del sistema educativo al uso.
Recordar que bajo toda arquitectura de información se escondía una estructura de poder suponía dotar de sentido político a la explosión del uso social de Internet que comenzaba en la segunda mitad de los noventa. El futuro se convierte entonces en un mito poderoso y temible, manejado por veinteañeros y liderado por hackers y nerds que hasta un minuto antes no hubieran podido aspirar más que a un trabajo por debajo de su cualificación.
El futuro influye más en el presente que el pasado decía otro eslogan del grupo ciberpunk en aquellos años. La burguesía que tradicionalmente había despreciado los valores del hacker empieza a sentirse azorada por las grandiosas expectativas de un futuro cibernético. Expectativas infladas, y un total desconocimiento de la cibercultura y lo que representaba, se convirtieron en la fórmula de una especulación ansiosa y descontrolada: la burbuja puntocom. Páginas web que compraban cadenas consolidadas de medios, portales de proveedores que salían a bolsa… el despropósito parecía no tener fin. Hasta que el NASDAQ comenzó a caer entre ayes y maldiciones, demostrada la imposibilidad de monetarizar aquellas inversiones desaforadas.
Los inversores clamaban contra la misma estructura de la red y su neutralidad, que impulsaba una oferta prácticamente ilimitada a la que los usuarios podían acceder en igualdad de condiciones sin tener en cuenta el capital inicial de los promotores de un sitio u otro. De hecho la mayoría del tráfico empieza pronto a dispersarse por una pléyade de páginas personales y blogs que, casi de modo orgánico, imponen una cultura de la gratuidad.
Los valores de la ética hacker, que habían dado lugar años atrás al movimiento de derechos civiles en la red y al —entonces todavía minoritario, pero creciente— movimiento del software libre, se trasladan a la generación de contenidos. La blogsfera materializa el sueño de un gran medio de comunicación distribuido y hasta los periódicos —que en un principio se sienten amenazados— comienzan a abrir bitácoras para sus periodistas y opinadores habituales.
La emergencia de la blogsfera no hará esperar sus consecuencias políticas. Manila en 2001, Madrid en 2004 o París en 2005[7] son la piedra de toque de un nuevo tipo de movilización de masas que no necesita de partidos, nace de la deliberación espontánea en Internet y se moviliza usando teléfonos móviles que calcan en sus agendas el punto fino de la red social real.
Bajo la arquitectura distribuida de las nuevas formas de comunicación se escondía una estructura nueva de poder basada en la deliberación más que en la decisión, en la agregación espontánea de acciones individuales antes que en la votación colectiva. Se teoriza entonces la plurarquía[8] y lo que Juan Urrutia había llamado, en un ensayo de 2001[9], la lógica de la abundancia.
Mientras, las revoluciones de colores —en menor medida en Serbia, mucho más en Ucrania— consagran al blog y a las comunicaciones distribuidas de bajo coste como forma de organización política en sí, como estructura civil paralela y coadyuvante de unos partidos de oposición que de por si hubieran sido incapaces de unirse en una alternativa electoral.
Es el momento álgido de la promesa de las redes distribuidas, un mundo donde el poder de filtro de las élites se desmorona ante una sociedad que, de alguna manera, al virtualizar su conversación, se independiza de la capacidad disciplinaria y homogeneizadora de los media y el estado.
En apenas una década, las redes distribuidas habían impuesto modos alternativos de generar y distribuir información, productos culturales y conocimiento técnico; su extensión social había abierto paso a nuevas formas nuevas formas de movilización y estas habían a su vez generado terremotos políticos.
Parecía inminente un impacto económico profundo y, de hecho, desde finales de los noventa las industrias ligadas a la llamada propiedad intelectual (software, audiovisual, farmacéuticas, etc.) venían anticipando los desastres que —para ellas— se avecinaban y proponiendo leyes dique contra el cambio sociotecnológico.
La unión de redes distribuidas y globalización, la globalización de los pequeños, parecía imparable. Nos sentíamos en el albor de un nuevo sistema, lo llamábamos el capitalismo que viene.
A finales de 2003, la Universidad Carlos III de Madrid encarga a Juan Urrutia una serie de artículos sobre el impacto de Internet y la globalización en la economía[10]. En aquel momento Tim O’Reilly aún no ha acuñado el término 2.0, pero el mundo económico está sorprendido al descubrir que las nuevas empresas estrella en Internet no son ya generadoras de contenidos al modelo puntocom sino meros prestadores de servicios, cuando no simples agregadores del contenido elaborado por los propios usuarios.
Urrutia comienza su serie hablando de las nuevas motivaciones, de la superación del homo economicus como base de los modelos de comportamiento. Durante meses, artículo a artículo, desgrana las formas que toman las principales instituciones económicas —el mercado, la propiedad, la empresa y la regulación estatal— cuando incorporamos la globalización y la comunicación en redes distribuidas.
El resultado es un concepto que concreta en tres palabras la subversión subterránea que estaba viviendo el mundo desde los noventa: disipación de rentas. En el lenguaje del análisis económico se llama rentas a todos los beneficios que exceden al beneficio en competencia perfecta. Y en competencia perfecta el beneficio es mínimo: el coste de oportunidad.
Las rentas están ligadas a distintas formas de monopolio. Sus dos ejemplos clásicos son las rentas derivadas de la llamada propiedad intelectual y las rentas generadas por la posición. Las rentas derivadas de patentes y otras formas de la llamada propiedad intelectual se generan gracias a un privilegio legal que impide a otros explotar una cierta innovación durante un tiempo estipulado legalmente. Las rentas de posición se producen porque o bien somos un intermediador necesario, que los agentes no se pueden saltar, o bien porque físicamente ocupamos un espacio determinado por el que los demás han de pasar. Tanto unas como otras entran en crisis en el capitalismo que viene.
Las rentas de posición se erosionan tanto con la globalización como con Internet. La virtualización de servicios había eliminado en los años anteriores barreras a la entrada de nuevos competidores en el sector servicios. Se acababa la época en que las agencias de viajes eran pequeños monopolios locales. Para 2005, el 75% de los turistas que llegaban a Andalucía habían decidido destino, hotel y medio de transporte consultando en Internet. Antes de darnos cuenta nuestro agente de toda la vida estaba compitiendo con las páginas inglesas de vuelos baratos y con las ofertas de las casas rurales que abrían página web.
La caída de barreras legales a la importación y la implantación de empresas de capital extranjero, la globalización en sentido estricto, ahondaba aún más en la herida. Llegan los nuevos bancos de segunda cuenta donde se opera llamando a un call center situado a miles de kilómetros o emitiendo órdenes a través de una web. En la industria la situación es aún más dramática. De los electrodomésticos a la máquina herramienta, los campeones locales ven erosionadas las ventajas de su posición en los mercados centrales ante la llegada de nuevos competidores de los países de bajo coste. En un primer momento se refugian en la diferenciación de las marcas premium, pero el embate es de largo aliento: los nuevos concurrentes ganan poco a poco calidad y capacidad de comercialización sin perder competitividad en precio. La única estrategia que queda a las empresas de los países centrales es asumir su pérdida de centralidad e invertir en los mercados de origen de su propia competencia[11].
Por otro lado, las rentas de innovación también están en jaque. Una innovación aislada ya no genera por sí misma una ventaja a largo plazo porque la copia es cuasi-gratuita e instantánea. El impacto sobre los productores de objetos culturales y software es obvio, lo que aviva el discurso proteccionista de una industria que pretende defenderse de sus propios consumidores mediante leyes de propiedad intelectual cada vez más restrictivas. Pero el sector farmacéutico tampoco se libra: las nuevas tecnologías de síntesis, cada vez más asequibles, en el marco de la deslocalización del I+D en Asia y Africa empiezan a preocupar seriamente a unos laboratorios que, en realidad, ya no son laboratorios, sino —de un modo similar a sus colegas del electrodoméstico— gestores de grandes redes de marketing y carpetas de patentes.
La conclusión de Juan Urrutia es que en el capitalismo que viene, un marco en el que las rentas tienden a desaparecer, a disiparse, sólo la continuidad de la innovación produce rentas. La innovación ya no es puntual y concreta, ya no es una fórmula o un producto que generan una renta derivada de un monopolio legal (patente) o de facto (porque sea muy caro reproducirla).
En el capitalismo que viene la única manera de mantener ventaja sobre los competidores es dinámica, innovando continuamente para que, aunque el tiempo de liderazgo que nos dé en el mercado cada innovación concreta sea corto, en conjunto vayamos siempre uno o dos pasos por delante de una competencia resignada a copiarnos.
Cuando una vez preguntaron a Juan Urrutia por qué había que aprender a innovar respondió:
Para aprender a vivir arrebatados por el cambio.
Cuando la promesa de la globalización se unía a la de las redes distribuidas el resultado era un verdadero leitmotiv de la ética hacker del trabajo, un grito de guerra de los nuevos valores. En el horizonte se dibujaba un modelo económico a nuestra medida. El capitalismo de amigotes, el juego de las élites hereditarias amparadas por el estado y el control del acceso al mercado, tenía tan poco futuro como las puntocom. Porque el tiempo jugaba a nuestro favor, ¿o no?