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Octubre de 2007

A las 18.45 Abby comenzó a preocuparse por si la empresa de mensajería se había olvidado de ella. Estaba preparada y a la espera desde las 17.30, con la maleta junto a la puerta, el abrigo colgado encima y el sobre acolchado cerrado y con la dirección escrita.

Fuera ya estaba totalmente oscuro y, como seguía diluviando, no veía demasiado. Vigilaba la aparición en la calle de una furgoneta de Global Express. Por enésima vez sacó el spray de pimienta del bolsillo trasero de sus vaqueros y lo examinó.

El pequeño cilindro rojo con las hendiduras para los dedos, la cadena y el enganche para el cinturón pesaba mucho, y eso le inspiraba confianza. Abría repetidamente la tapa de seguridad y practicaba apuntando con el pitorro. El tipo que se lo había vendido en Los Ángeles, antes de regresar a Inglaterra, le dijo que contenía diez toques de un segundo y que podría cegar a una persona durante diez segundos. Lo había colado en Inglaterra escondiéndolo en el neceser de maquillaje dentro de su maleta.

Volvió a guardárselo en el bolsillo, se levantó y sacó el móvil de su bolso. Estaba a punto de marcar el número de Global Express cuando por fin sonó el timbre.

Corrió por el pasillo hasta la puerta. En el pequeño monitor en blanco y negro vio un casco de moto. Se le cayó el alma a los pies. Ese teleoperador imbécil, Jonathan, le había dicho que vendría una furgoneta. Ella contaba con que vendría una furgoneta.

Mierda.

Pulsó el botón del interfono:

—Sube, octavo piso —dijo—. Me temo que el ascensor no funciona.

Los pensamientos volvían a agolparse en su cabeza, intentaba replantearse la situación a toda prisa. Cogió el sobre acolchado. Tendría que volver al plan original, decidió mientras lo estudiaba detenidamente durante los dos largos minutos que pasaron antes de oír los golpes bruscos en la puerta.

Alerta como siempre, se acercó a la mirilla y vio a un motociclista, vestido con un mono de piel, con casco negro y la visera oscura bajada, sujetando una especie de carpeta.

Abby giró la llave, descorrió las cadenas de seguridad y abrió la puerta.

—Creía… Creía que vendría una furgoneta —dijo.

El hombre dejó caer la carpeta, que aterrizó en el suelo con un ruido metálico, y le dio un fuerte puñetazo en el estómago. La cogió totalmente desprevenida y la dobló en dos con un dolor punzante. Abby se tambaleó de lado contra la pared.

—Me alegro de verte, Abby —dijo el hombre—. No me mata tu cambio de imagen.

Luego, le dio otro puñetazo.