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Octubre de 2007

Fue la compañera de habitación de Abby, Sue, quien cambió su vida sin querer. Se conocieron trabajando en un bar a orillas del río Yarra en Melbourne y se hicieron amigas al instante. Tenían la misma edad y, como Abby, Sue se había marchado de Inglaterra a Australia en busca de aventuras.

Una noche, hacía casi un año, Sue le dijo a Abby que un par de chicos guapos, un poco mayores que ellas pero encantadores, habían estado en el bar charlando con ella. Dijeron que el domingo iban a una barbacoa con un grupo de gente divertida y que la invitaban si estaba libre, que se llevara a una amiga si quería.

Como no tenían ningún plan mejor, fueron. La barbacoa era en la casa elegante de un soltero, un ático de lujo en uno de los distritos más modernos de Melbourne con unas vistas espléndidas de la bahía. Pero durante esas primeras horas embriagadoras, Abby apenas asimiló lo que la rodeaba, porque se enamoró instantánea y locamente de su anfitrión, Dave Nelson.

Había unas veinte personas más en la fiesta. Los hombres, que tenían de diez a sesenta y pico años más que ella, parecían extras de una película de gánsteres y las mujeres, bastante enjoyadas, parecían todas recién salidas de un salón de belleza. Pero en ellas tampoco se fijó demasiado. De hecho, apenas intercambió una palabra con nadie más desde el momento en que cruzó la puerta.

Dave era un diamante en bruto alto y delgado de unos cuarenta y cinco años con un buen bronceado, pelo corto engominado y rostro hastiado que seguramente había sido guapísimo de joven, pero que ahora parecía bastante curtido, aunque cómodo consigo mismo. Y así se sintió ella con Dave al instante: cómoda.

Se movía por el apartamento con una elegancia fácil, animal, y estuvo toda la tarde sacando generosamente botellas grandes de Krug. Dijo que estaba cansado porque se había pasado tres días enteros seguidos jugando al póquer en un torneo internacional, el Aussie Millions, en el casino Crown Plaza. Había pagado una cuota de entrada de mil dólares y había sobrevivido cuatro rondas, en las que acumuló más de cien mil dólares antes de caer eliminado. Un trío de ases, le había dicho a Abby compungido. ¿Cómo iba a saber que el tipo tenía dos ases en la mano? Si él tenía tres reyes, dos ocultos, ¡por el amor de Dios!

Abby nunca había jugado al póquer. Pero esa noche, después de que el resto de los invitados se marchara, Dave la hizo sentar y le enseñó. Le había gustado recibir su atención, el modo como la miraba todo el tiempo; le decía lo bonita que era, luego lo guapa que era, luego lo bien que se sentía sólo estando allí con ella. Sus ojos apenas se apartaron del rostro de Abby durante todas las horas que pasaron juntos, como si no importara nada más. Tenía unos ojos bonitos, marrones con un toque de verde, vigilantes pero teñidos de tristeza, como si hubiera sufrido una pérdida que le dolía en lo más profundo de su ser. Hizo que quisiera protegerle, mimarle.

Le encantaban las historias que le contaba sobre sus viajes y sobre cómo había amasado su fortuna comerciando con sellos raros y jugando al póquer, principalmente por Internet. Manejaba un sistema de apuestas que parecía muy obvio, cuando se lo explicó, y muy inteligente.

Las partidas de póquer por Internet se celebraban en todo el mundo, veinticuatro horas al día siete días a la semana. Utilizaba las zonas horarias y se registraba en las partidas que se jugaban en lugares donde era de madrugada y la gente estaba cansada y, a menudo, un poco bebida. Observaba un rato y luego se sentaba a participar. Eran ganancias fáciles para un hombre que estaba bien despierto, sobrio y alerta.

Abby siempre se había sentido atraída por hombres mayores y le fascinó este tipo que parecía tan duro pero que era un apasionado de los sellos minúsculos, delicados y hermosos, y se entusiasmaba al hablarle de sus vínculos con la historia. Para una chica de origen británico y sobria como ella, Dave era una persona totalmente distinta a cualquiera que hubiera conocido. Y aunque transmitía vulnerabilidad, al mismo tiempo había algo intensamente fuerte y masculino en él que hacía que se sintiera segura a su lado.

Por primera vez en su vida, infringiendo su propia norma con total despreocupación, se acostó con Dave esa misma noche. Y se trasladó a vivir con él tan sólo un par de semanas después. La llevaba de tiendas, animándola a comprar ropa cara, y a menudo llegaba a casa con joyas o un reloj nuevo o un ramo de flores demencialmente generoso si había tenido un buen día en el póquer.

Sue hizo todo lo posible para disuadir a Abby de aquella relación, aduciendo que era mucho mayor que ella, que tenía un pasado algo incierto y reputación de donjuán —o, para expresarlo más cruelmente, que era un follador en serie.

Pero Abby no hizo caso de nada de aquello, y rompió su amistad con Sue y posteriormente con los otros amigos que había hecho desde su llegada a Melbourne. Le gustaba quedar con el círculo de gente mayor y —en su opinión— mucho más glamurosa e interesante. Siempre le había atraído el dinero y estas personas lo gastaban a mansalva.

De niña, cuando llegaban las vacaciones escolares, a veces iba a trabajar con su padre, que tenía un pequeño negocio de alicatado de suelos y baños. Le encantaba ayudarle, pero sentía una atracción mayor por las casas de la gente rica, algunas realmente increíbles. Su madre trabajaba en la biblioteca pública de Hove y la pequeña casa pareada donde vivían en Hollingbury con su jardín impecable, que sus padres cuidaban amorosamente, constituía el máximo de sus aspiraciones.

Al crecer, Abby fue sintiéndose cada vez más coartada, y limitada, por la modesta educación que había recibido. De adolescente, leyó con avidez las novelas de Danielle Steel, Jackie Collins y Barbara Taylor Bradford y de todas las demás escritoras que relataban las vidas de la gente rica y glamurosa, además de devorar las revistas OK! y Hello! todas las semanas de cabo a rabo. Secretamente, albergaba el sueño de poseer una riqueza inmensa y las casas y yates espléndidos en países cálidos que podría permitirse. Anhelaba viajar y sabía, en el fondo, que algún día llegaría su oportunidad. Cuando tuviera treinta años, se prometió, sería rica.

Cuando un amigo de Dave fue detenido acusado de cometer tres asesinatos se quedó horrorizada, pero no pudo evitar sentir un escalofrío de emoción. Luego otro hombre de su círculo de amistades murió de un disparo en su coche, delante de sus hijos gemelos, mientras veía un entrenamiento de fútbol infantil. Comenzó a percatarse de que ahora formaba parte de una cultura muy distinta de aquella en la que se había criado y que antes comprendía. Pero a pesar de la impresión que le causó la muerte del hombre, el entierro le pareció emocionante. Estar allí formando parte de toda aquella gente, ser aceptada por ellos, era lo más excitante que le había pasado en la vida.

Al mismo tiempo, comenzó a preguntarse en qué más andaba metido Dave en realidad. A veces le veía adulando a unos tipos, según él eran los jugadores más importantes para intentar hacer alguna clase de negocio con ellos. Una mañana le escuchó hablando por teléfono diciéndole a alguien que comerciar con sellos era una forma estupenda de blanquear dinero, de moverlo por el mundo, como si intentara venderle la idea.

Aquello no le gustó tanto. Era como si durante todo aquel tiempo no le hubiera importado vivir al margen de la ley, saliendo de bares y de fiesta con esa gente. Pero, en realidad, que Dave hiciera negocios con ellos —que casi les suplicara que le dejaran hacer negocios con ellos— lo rebajaba a sus ojos. Y, sin embargo, en el fondo de su corazón, tenía la sensación de que tal vez pudiera ayudarle, si lograba atravesar el muro que parecía haber construido a su alrededor. Porque, después de varios meses con él, se dio cuenta de que no sabía más sobre su pasado que el día que lo había conocido, aparte de que se había casado dos veces y que los dos divorcios habían sido muy dolorosos.

Entonces, un día de repente, Dave soltó la bomba.