Morrison desenfunda el reloj de la manga que lo ocultaba y sale un sonido de información horaria telefónica. Morrison da las gracias sin sorprenderse y vuelve a frotarse las pecas sin que desaparezcan. Se pone en pie para acercarse a un cuadro-cromo en el que unas bañistas saltan sobre olas esmeralda en una playa caliente bajo la luz de un mar del sur.
—Tal vez me vaya ahí.
—No se está mal, pero le recomiendo Acapulco.
—¿Tiene usted hoteles allí?
—Alguna cosa.
Del cuadro empieza a salir música mediterránea. Una voz en off relata las excelencias turísticas de la Costa Azul italiana.
—¿Se irá usted con Nancy Flower?
—Es posible. Sobre todo si puedo ocultarle que he sido yo el que ha matado a Pepe Carvalho.
—¿Se había encariñado con él?
—No es exactamente la palabra. Si sabe que yo le mato es demasiado evidente la posible fealdad de su juego.
—¿Fealdad?
—Llámelo como quiera. Nosotros, al fin y al cabo, no defendemos poder ni ideas, como usted. Defendemos un tren de vida aceptable.
—Nancy Flower… Nancy Flower…
Míster H ha adoptado maneras de poeta lakista evocador y aparece Nancy Flower desnuda, como la Venus de Botticelli, naciente de lo alto de un pozo petrolífero. Nancy Flower se tapa un seno con la cabellera y el sexo con una mano. Aparta el cabello del seno y sale un chorro de leche evaporizada. Aparta la mano del sexo y sale una ráfaga de ametralladora. Todo ello a los acordes del segundo concierto para piano y orquesta de Rachmaninof.
—Me desagrada que evoque usted a Nancy con tanta familiaridad.
—Reacciona usted como un adolescente, Morrison.
—Usted no paga por controlar mis reacciones. Además, su imaginación erótica no me interesa. Yo quiero cobrar y marcharme.
—Primero ha de matar a Carvalho.
—Primero, Carvalho ha de matar a Carvalho.
Se enciende un televisor gigante disfrazado de ventana abierta a una inmensidad de torres petrolíferas. En el televisor, un hombre conduce un coche de matrícula oficial por una carretera de tierra. Morrison se acerca a la agrandada imagen y juega a entorpecer los giros del volante.
—Este desgraciado no sabe a dónde va.
—A veces he pensado que era demasiado inteligente para usted.
—Me ha favorecido esa impresión. Sobre todo porque él participaba de ella. Su espíritu de superioridad me ha ayudado mucho. Moralmente, ha constituido un estímulo inapreciable para mí.
Mete un dedo en el ojo del conductor del coche. Pero continúa su marcha sin darse por aludido. Diríase que silba una melodía, aunque la imagen no tiene sonido.
—¿Cómo sospechó usted de él?
—Por una información de Phileas Wonderful. Usted no le conoce. Fue un viejo agente nuestro y ahora vive retirado en España. Su única actividad es intelectual. Defiende con la pluma la estrategia universal de los Estados Unidos. Wonderful había sido director de la escuela donde se había formado Pepe Carvalho antes de ser Pepe Carvalho. Allí mantuvieron cierta relación por su paisanaje. Nuestro hombre tenía todo el encanto del joven intelectual nihilista que asume su pesimismo hasta el punto de invertir su moral y su conducta. De ser un aprendiz de revolucionario pasó a ser un aprendiz de contrarrevolucionario. Después, al salir de la escuela tuvo una irregular trayectoria de apariciones y desapariciones. Trabajos muy efectivos por cuenta nuestra en Santo Domingo, en el Líbano. Mientras tanto crecía la leyenda de Pepe Carvalho. Las grandes acciones de Pepe Carvalho coincidían con los períodos de descanso de nuestro hombre. Él justificaba sus desapariciones como lógicos períodos de desintoxicación y retorno a las fuentes. Lo cierto es que sus reapariciones eran éxitos seguros. Sabíamos que Pepe Carvalho trabajaba por cuenta de Bacterioon y lo más misterioso de su conducta era precisamente lo misterioso. Normalmente tenemos ficha completa de agentes amigos y enemigos. El jaque mate es cuestión de situación, las fichas nos las sabemos de memoria. Pero no la de Pepe Carvalho. La primera sospecha de que podía tratarse de una doble vida la tuvimos cuando estuvo a punto de ser asesinado Frondizi durante su gira europea. Pepe Carvalho era el encargado de matarle y nuestro hombre era jefe de la guardia personal del presidente. Wonderful se encontró a su ex alumno en Madrid y mantuvieron un breve encuentro. Fue lo suficiente para que Wonderful advirtiera algo desconcertante en el personaje: llevaba una cápsula de veneno adosada a los dientes delanteros.
Míster H sonríe con malicia de ama de llaves y crispa la mano y el antebrazo en un clarísimo gesto indicativo de la última rigidez que precede al orgasmo. En su pantalla cinematográfica cerebral, míster Wonderful besa apasionadamente a un agente secreto y le descubre una cápsula adosada a las encías.
—No, no. Simplemente, compartieron en noches sucesivas la misma secretaria de embajada. A pesar de la diferencia de edad la muchacha era mucho más fiel a Wonderful, un viejo garañón de galope espaciado y seguro. Pero tenemos otra fuente de comprobación, la esposa del agregado cultural de la embajada austríaca. Es una trituradora de hombres, cuando los deja no hay rincón que desconozca. Los deja limpios de cuerpo y alma. Ella también confirmó lo de la cápsula.
—Pero supongo que esas cápsulas deben ser muy frecuentes entre nuestros propios agentes secretos.
—Sólo cuando realizan misiones en territorio enemigo. No era éste el caso de nuestro hombre. En Madrid cumplía una misión en tierra amiga. ¿Y aquí? La cosa era evidente: un agente de doble juego.
—Pero de ahí a deducir que fuera Pepe Carvalho.
—Nos está saliendo perfecto, míster H. Estamos componiendo un perfecto diálogo deductivo entre Sherlock Holmes y el doctor Watson. Elemental, míster H. Nuestras sospechas habían nacido y yo tomé personalmente el caso. En seguida comprendí sus aplicaciones prácticas. En seguida adiviné para qué podía servirnos un agente doble puesto al descubierto y en él séquito de Kennedy. Me limité a comprobar los silencios de nuestro hombre con las acciones de Carvalho. Eran de coincidencia total. Fue entonces cuando hice circular el rumor de que Carvalho quería matar a Kennedy y pedía al propio Carvalho si quería encargarse personalmente de la defensa del presidente. Hizo alguna comedia.
—Pero había un margen de error, Morrison. Podía ser un agente doble y no Carvalho.
—Su tibieza era evidente. Tenía maneras de vencido. No es un espectáculo agradable. Carvalho era uno de ellos y los datos que nos facilitó Nancy Flower, Robert Kennedy, Edward.
—Los Kennedy también.
En el televisor aparece ahora la foto colectiva de los Kennedy. En el lugar de John hay una vacía silueta con su pose fotográfica. Robert musita con los dientes apretados: Yo nunca me fié de él.
—Los Kennedy no podían saber si era Carvalho. Desconfiaban de su eficacia. Por eso le pegaban de vez en cuando y él jamás se volvió. Es difícil que usted entienda este dato, míster H. Usted tal vez haya subido desde la más absoluta pobreza hasta la nada, pero siempre ha sido americano. Nunca ha dejado un golpe por devolver. En Carvalho era muy coherente que no se volviera. Tenía que proseguir su empresa sin llamar la atención, y la llamaba precisamente por su sentido de la sumisión. Inexplicable. Como era inexplicable que lo aceptara todo sin inmutarse. El presidente pegaba a Allan Dulles: él ni pestañeaba. Jackie le enseñaba poemas de protesta… no se inmutaba.
—¿Jackie escribía poemas de protesta?
—Eran míos, míster H. Yo se los daba a Jackie para que se los pasara a Carvalho y así comprobaba su identidad. Era grotescamente imperturbable.
En la pantalla aparece un hombre de traje bicolor, sentado sobre una maleta de madera, con la fiambrera abierta y pugnando con la navaja para pinchar algo de su contenido. Cuando sonríe a Morrison y míster H enseña la bandera de la nicotina y las mellas de sus dientes bailones y delgados: ¿Gustan? Les ofrece un pedazo de lengua estofada que gotea salsa fría desde la punta de la navaja que lo sostiene.
—Nancy Flower…
Morrison se interrumpe y se estremece: Nancy Flower reaparece desnuda, sentada en cuclillas, de frente, con los brazos semitendidos, como en espera de un cuerpo que se le complementa a la usanza del coito balanza de la iconografía hindú. Morrison parece algo angustiado y solloza con histeria liberadora, controlada.
—Nancy Flower. Decía que Nancy Flower fue un personaje decisivo para la evidencia. Si hay algo que distinga al hombre fuerte del débil es su comportamiento en la cama.
—Ya lo puede usted decir, Morrison.
Nancy Flower ya tiene acompañante. El propio míster H la bascula. Morrison llora completamente arrodillado e intenta separar a la pareja de la pantalla sin llegar a tocarles, es una gesticulación muerta en el aire, blanda, como los intentos fallidos de los sueños.
—No hay mejor test para un hombre, Morrison. ¿Qué tal es usted?
—Discreto.
—¿Suave?… Psssseeeee… ¿Insuficiente? Tiene usted cara de irregular.
—Soy normal y en ocasiones algo superior a lo normal.
—Yo me cuido mucho. Era de las cuestiones que más me preocupaban a medida que llegaba la madurez. Afortunadamente vengo preparándome hace tiempo. Lo importante es no caer en trampas sicológicas. La última vez que fracasé estrepitosamente fue la última vez que me enamoré. Yo se lo dije a mi hijo mayor cuando se casó. Ahora te saldrán bien las cosas porque las hormonas no conocen sus propias motivaciones. Pero en cuanto se sepan el camino de memoria… A partir de cierta edad hay que mecanizar totalmente el asunto. Cuanto más mecánico, más fisiológico, más seguro el buen resultado.
Míster H viste de hawaiana y baila agitando los collares. En sus sobacos crecen flores de papel violeta y de sus manos gotea la sangre de los rubíes majados por el calor de un cercano volcán.
—Estoy cansado. Quiero acabar este asunto cuanto antes. Quiero cobrar y marcharme.
—Decía usted que los Kennedy habían sospechado de él.
—Ya ha quedado claro todo. No me paga usted por entretenerle, ni para darle conversación. Quiero el dinero en Suiza dentro de quince días. Ya sabe usted a dónde enviarlo.
—Se llevará usted a Nancy Flower, lo veo venir.
—¿Y a usted qué más le da? Nancy Flower ya ha hecho por usted todo lo que podía.
—Es deliciosa, algo patética. Pero es un mal asunto mezclar la conspiración con todo eso. Usted y Nancy trabajan muy bien. Muy coordinados. Pero a usted le mortifica que Nancy sea como es. No encaja con el resto de sus ideas y sus acciones.
—Es usted más sabio que yo. Aún no sé si me mortifica o no. Pero en el fondo no me importa lo suficiente. Hasta ahora nos ha ido bien así y usted no es el primero, ni el último. En cambio, yo soy el de siempre. En cierta manera, al final gano yo.
—Jamás escuché mejor filósofo.
Morrison se revuelca por el suelo y muerde la estructura metálica de la mesa. Da golpes con la cara contra las sillas hasta sangrar. Nancy Flower le seca el rostro con un paño de lienzo.
—El pobre tonto va camino de su propia muerte. Cree cerrar el ciclo con la muerte del viejo y no tiene en su mano el último disparo.
—¡Nancy!
—Puede estar bien seguro, míster H. No vacilaré y estaré allí en el momento oportuno. Entonces sí estará el ciclo cerrado.
—¿Ha observado usted que Nancy se depila algo el borde de las ingles?
—Nancy suele hurgarse la nariz continuamente y a veces no es muy discreta en la utilización del Òàòðàõ. Más de una vez he encontrado los canutos flotando sobre el agua del sifón del retrete. En cierta ocasión, su canuto de Òàòðàõ flotaba junto a un cigarro puro de usted. Un viaje en balde.
—No, no fue un viaje en balde. Nancy es una muchacha de recursos y supo satisfacerme pese a su estado.
—No me negará que la idea del viejo ha sido el último toque de genialidad.
—Yo le molesto como tercero, pero ¿y él?
—Lo de usted es vicio. En cambio, la relación de Nancy con él fue técnica, profesional. Nancy casi le arrancó una confesión completa. Jamás llegó a revelarle que Pepe Carvalho era él mismo, pero dejó entrever su doble juego. Un día, Nancy le dijo que por qué no pedía un destino en Europa.
Siempre he deseado ir a Europa. Podías pedir un destino. No mucho tiempo. Un año me basta. A un país donde no se me note demasiado que soy americana. Tal vez a Inglaterra o a Alemania. A ti te da igual.
—Él se puso grave. Era una ocasión propicia para la gravedad. Estaba satisfecho en cuerpo y alma. Yacía en la oscuridad junto a un cuerpo de mujer que había penetrado con acierto.
No sé si será posible. Yo no dependo de mí mismo. Ni siquiera de ellos. Algún día te lo contaré. Bacterioon. ¿Qué te dice esta palabra? Probablemente nada. También me gustaría a mí. Europa, un año, dos.
—Bacterioon.
—Bacterioon.
—Pepe Carvalho trabajaba para Bacterioon y al nosotros contratarle también sabía que seguía trabajando para Bacterioon. En definitiva iba hacia su primer fracaso evidente y Bacterioon quiso asegurarse la jugada.
—Tal vez hubiese sido más sencillo que Bacterioon nos hubiera conectado.
—¿Y le hubiera clarificado su papel de verdugo y víctima? Él lo hubiera sospechado inmediatamente.
Algo he leído sobre Bacterioon. Hay quien dice que existe. Que es la energía del mal convertida en omnipresente y formalizada y encarnada de muy distintas maneras.
—Bacterioon es la contrarrevolución, le contestó Carvalho. Es la antihistoria. Su tiempo es distinto. A veces rápido como el centelleo de un disparo. A veces lento como la contaminación atmosférica.
—Kennedy debía morir.
Míster H se santigua. Viste de cruzado medieval y camina hacia Jerusalén con los brazos en cruz. Se detiene ante la muralla y el cielo se abre. Resuenan los clarines y caen las murallas.
—Kennedy era peligroso. Un notario del capitalismo. El albacea testamentario. Tan estúpido como para ignorar su papel de gran liquidador de existencias. Engreído como un cabeza de huevo y moralista como un cura. Gentes así arruinan los mejores negocios con la excusa de ponerlos al día. Yo tengo un hijo que es igual. Le envié a Maracaibo para que vigilase la marcha de la compañía. El primer mes introdujo quinientas quince reformas. Según él debíamos mejorar de aspecto, adaptarnos a la marcha de los tiempos. Al mes siguiente, cuatrocientas diez reformas. Tres meses después los trabajadores venezolanos habían linchado a cinco capataces. Mandé llamar a mi hijo y le he montado una asociación filantrópica destinada a regalar langosta congelada a los parvularios de Thailandia. Pero cosas así ocurren en las mejores familias. El viejo Joe no era así. Yo conocía sus secretas aficiones por Hitler. Pero era un esteticista y quiso que sus hijos fueran una mezcla de estoico romano y recordman de Juegos Olímpicos. Le pirraban los intelectuales y los artistas decadentes. De esa gente no se aprende nada bueno. Sus hijos heredaron su orgullo y su confusionismo mental. John no era tan temible como su trust de cerebros. Son una pandilla de marañeros, quintacolumnistas, rojos.
—Bacterioon eligió el momento oportuno.
—¡O Kennedy o yo! Su política petrolífera era un desastre para nuestros intereses. ¡Qué manera de liquidar el asunto de la Steel! En cuanto a la alianza para el progreso, era el canto de una catarata por la que todos nos hubiéramos despeñado.
—Johnson da la talla del presidente que usted necesita. Y sobre todo Lady Bird. Usted se ha perdido el espectáculo de Lady Bird en sus relaciones con Carvalho. La tía no había visto nunca a un español y casi creía que no era gente de este mundo. Hablaba con él un lenguaje especial. Carvalho le contestaba como si nada. Un desastre de hombre, mister H. Se lo aseguro, nunca he visto camaleón más tierno.
Nuevamente Carvalho al volante de su coche. Se transmuta sucesivamente en viajante de comercio de Cleveland en ruta por el Middle West, en chica de conjunto de Las Vegas, en mistress Universo, en Lemmy Caution, en Jefferson, en un sicópata de telefilm, en Joe Di Maggio, en Mary Pickford.
—Imbécil. Cree que la sangre de ese viejo lavará todas sus huellas. No me ha elogiado usted la idea del viejo.
—Genial. Como todo lo suyo, Morrison.
—Él mismo hizo el montaje lógico.
Pero si yo disparo contra Kennedy soy el autor material, hemos de acumular pruebas contra un autor material y matarle también a él. Cerrar el ciclo, en una palabra. Trujillo así lo hizo con el vasco Galíndez. Lo raptó, lo subió a una avioneta, lo tiraron desde la avioneta y después la avioneta explotó en pleno vuelo. El ciclo está cerrado. Yo debo matar al asesino visible de Kennedy.
—Un vagabundo.
—¿Decía usted?
—El viejo escogido es un vagabundo de origen irlandés. Su huella histórica apenas si existía. Ahora ya nada. Ninguna pista real conduce a su Londonderry natal, ni siquiera los registros de nacimiento de su ciudad. Todas las pistas actuales son falsas. Conducen a España, conducen a los orígenes de un falso Pepe Carvalho. El auténtico morirá segundos después.
Nadie puede hablar mal de mí, señor. Recorro los Estados Unidos con mi roulotte y paro allí donde sé que el ayuntamiento ha de darme facilidades. Me llaman Freddy, el amigo de los niños, y no le diré a usted que soy realmente amigo de los niños porque no los puedo soportar, no señor, más bien me dan un cierto asco y me irritan, no quiero negarlo, no señor, pero nunca les he hecho el más mínimo daño y en cambio les hago reír, les entretengo y los padres me lo agradecen, en todos los estados, en todos tengo padres agradecidos a quienes solucioné el problema de una tarde, el no saber cómo entretener a esos hijos de puta, perdóneme la dureza de la expresión, pero es que cada día son más hijos de puta los niños, si ustedes tienen me darán la razón y a este paso los niños del futuro no harán ni caso de los payasos, no ya de los payasos ambulantes que impresionamos menos porque se piensan que somos algo así como gitanos, sino ni siquiera los payasos en la nómina de los circos más importantes del mundo. Si ustedes me dan permiso para situarme en un lugar céntrico de Dallas, yo les prometo que aquel día haré felices a muchos ciudadanos. Mis chistes son honestos. Apenas si trabajo con palabras. No diría yo que mi trabajo sea demasiado fino, más bien de sal gruesa, diría yo. Pero es eficaz y no voy a la desesperada como más de uno que conozco. Tengo algún dinerito ahorrado. Tal como oyen. No cometan el error de suponerme un vagabundo sin donde caerme muerto. La roulotte es mía, casi nueva. Tengo algún dinero en un banco de Los Ángeles y un apartamento comprado en San Francisco. Como California no hay nada.
—Tunante de la mierda. ¿Qué tiene que envidiar Texas a California? ¿Lo sabe usted, Morrison?
Cuando ya no pueda ir por ahí, dando tumbos, me retiraré a mi apartamento. California es un país bendito.
—¡Grandísimo cerdo! ¡Eres de esos maricones que consideran que en Estados Unidos sólo existen Nueva York, Washington y San Francisco!
Míster H se abalanza, sobre el payaso. Engarria sus manos en el cuello del viejo y las hunde entre los pellejos maltratados por el after shave. Morrison les separa. El viejo se derrenga con las piernas abiertas y los ojos alucinados.
—No fue un encuentro muy afortunado.
—Convenga que fue una grosería. A un tejano no se le puede decir que California es un país bendito. Usted lo ha comprobado. Como Texas no hay nada.
—Pero el viejo era un excelente comparsa. Ni él mismo supone lo útil que ha sido su vida, lo útil que va a ser su muerte.
Si a usted no le gusta California, no tenía más que decirlo, señor, no vamos a pelear por eso. Ya soy viejo para peleas, lo habrá comprobado usted, pero no siempre ha sido así. Mire. Una navaja automática. ¡Snik! Ya está. ¿Qué me dice? Flusssss. Y es usted hombre muerto. O a veces, me conformaba cortando un buen par de huevos. Pero usted es un pez gordo y a los peces gordos no hay que pincharles. Es algo que sé desde muy joven… Pero por si acaso no me vuelva a poner las manos encima.
—Una cierta entereza.
—No lo dude usted, míster H. Un hombre de cuerpo entero.
—Espero que Carvalho sea rápido y piadoso en el instante justo.
—No es un sádico y es un excelente tirador. Estoy seguro de que su bala ha sido más determinante que la que ha disparado el otro.
Míster H tiembla como un rascacielos en el terremoto de San Francisco. Se le desploma el puro en ralentí. El sombrero de alas anchas se le echa a volar y de sus ojos salen círculos concéntricos de color malva.
—¿Otro? ¿Ha participado otro en el asesinato?
Por qué no me advirtió. ¿Por qué yo no sé nada?
—Bacterioon así lo dispuso.
—Pero entonces el ciclo no está cerrado. Al fin y al cabo yo soy el que pago. Al fin y al cabo nuestro compromiso con Bacterioon es puramente espiritual y los cuartos son míos, nuestros, de particulares que apostamos a la carta Bacterioon. No es justo. Ese otro es un cabo suelto. Ya me dirá usted.
—Ese disparo no pasará a la historia. Sólo pasará uno y hay muchos aspirantes mudos a papel de asesino: Freddy, el propio Carvalho. En cuanto al otro tirador en estos momentos debe estar muerto. El agente Sean Poverty ya debe haberle dado caza. Tampoco sabía de la misa la mitad.
Sean Poverty se desploma con lentitud. Frente a él un hombre joven sostiene una pistola movida por el pánico, como una veleta loca que apunta a todo y a nada.
—No quedará ningún cabo suelto. Sean Poverty…
—¡Mire!
Morrison se vuelve a tiempo de ver la escena de la muerte de Poverty. Corre hacia el teléfono. Da instrucciones sobre la localización del joven tirador. Después llama otra vez. Da instrucciones para que vayan a comisaría y silencien al joven tirador: bien, que lo haga ése. Está garantizado el silencio.
—Ya está.
—No lo veo muy claro.
—Ya ha jugado usted bastante a conspirador. El oficio es mío. Usted es un amateur. Yo no le aconsejo una determinada política de inversiones. Estoy tan cansado de aguantarle a usted como de montar todo el tinglado.
—No le soy simpático. Lo de Nancy Flower le ha sentado muy mal.
—Ya quedan pocos minutos de convivencia. Recuerde lo del dinero y no se extralimite.
—No peleemos, Morrison, es usted una de las personas más eficaces que me he echado en cara. Es sorprendente cómo ha podido jugar con un pájaro viejo como Carvalho.
—Desde el siglo XV, al menos, mi dinastía está mejor alimentada que la suya. Desde los tiempos de mi abuelo Edgar, en mi familia se ha hecho deporte y nos hemos duchado, al menos, una vez por semana. La balanza se inclina de mi lado fatalmente.
—Y, sin embargo, Carvalho había conseguido gran crédito en la corte de los Kennedy. Jacqueline le apreciaba mucho y el propio John le había distinguido en público con sus respetos.
—Les parecía muy taurino todo. Para ellos, Carvalho era como un torero. En cierta manera, tenía el don del desplante y una cierta cultura. Estas cosas impresionan mucho a los chicos de Harvard, sobre todo a John. En cambio, a Robert no le impresionaba tanto.
No tanto. Nada. No me impresionaba nada. Me molestaba su aire huidizo. Su estar en todo. Su silenciosa ironía. Siempre que podía, le pegaba y luego me justificaba diciéndole que era para comprobar sus reflejos. Más de una vez le había dicho a John que aquel hombre no era el más adecuado. Un guardaespaldas ha de ser de otra pasta.
—Ya ve usted, Robert Kennedy recelaba y de hecho sólo John y Jacqueline habían claudicado ante el hechizo del guardia de corps. El viejo Joe miraba de reojo al gorila.
—Siempre creí que lo más difícil sería el desvelamiento parcial del plan. Varias veces le insinué que yo pertenecía a grupos de extrema derecha y que mi admiración por Kennedy no conseguía eliminarme el recelo por su exceso de confianza frente al peligro comunista. Por fin llegó el día en que le llevé a una reunión de la John Birch Society. A la salida me dijo que nuestro fascismo le parecía muy subdesarrollado.
Vuestro fascismo abierto es como la quinta variedad de dedales que vuestra industria puede producir. Es algo así como vuestras izquierdas: un lujo de una economía de superproducción en la que el desperdicio es condición sine qua non para que continúe la mecánica de la superproducción. Tenéis de todo: desde el fascismo operante de algunos de vuestros militares y de Foster Dulles o Barry Goldwater, hasta fascistas poéticos que se disfrazan de Ku Klux Klan o cotizan a la John Birch. Igual que tenéis marxistas espiritistas y socialdemócratas de salón. Todo esto es un supermercado.
—Le contesté que me interesaba mucho su opinión y hasta qué punto le repugnaba el fascismo como estilo de vida.
Me repugnan pocas cosas. Ya casi nada. ¿Cuánto dinero te dan esos fascistas? Yo tengo un precio. Quiero jubilarme a los cuarenta años y ya me falta poco. Quiero agonizar después otros treinta años sin sobresaltos, coleccionando algo y dedicándome a la pesca.
—Algo muy parecido a lo que usted pretende, Morrison.
—Éramos del mismo oficio. Es lógico que los dos tengamos los mismos sueños de huida. Aquella conversación aclaró mucho las cosas.
—Después nuestro encuentro a trío.
—Carvalho salió muy impresionado por usted y muy despreciativo conmigo. Me comentó que siempre había estado equivocado sobre la verdadera valía de Hemingway y Scott Fitzgerald. En cierta ocasión, Scott Fitzgerald le dijo a Hemingway: «Los ricos son diferentes». Hemingway contestó: «Sí, tienen más dinero». Siempre había estado equivocado. Yo creía que el más listo era Hemingway y Scott Fitzgerald un advenedizo con complejo de vivir a este lado del paraíso. Pero el sabio era Scott Fitzgerald. Los ricos son diferentes. Bastaba ver a H en diálogo contigo y conmigo. Él era diferente. Tenía más dinero. Todo el dinero. Y ya es diferente por eso. Es el único poder sólido.
—La corrupción de Carvalho se acrecentaba día a día. Su disgusto por el trabajo que hacía era un acicate para dar el golpe definitivo. Cuando le propusimos matar a Kennedy vio la oportunidad de cobrar un doble sueldo con un solo tiro: el que ya había estipulado con Bacterioon y el que le ofrecía usted.
—La oportunidad de toda una vida.
«Pepe, hijo mío. ¿Es verdad todo lo que dice este señor? Nosotros siempre habíamos sido pobres, pero honrados. Tu abuelo paterno fue campesino. Yo fui modista desde los doce años y cuando la modistería se daba mal me dedicaba a la confección de ropa interior de caballero. Tu padre fue emigrante, de la UGT, policía secreta durante la guerra, preso político y mozo de almacén hasta el último suspiro. Cuando te aprendiste de memoria el Diccionario Ilustrado Spes comprendimos que estabas llamado a hacer grandes cosas. A los once años leías El Criterio, del padre Balmes y La vuelta al mundo de un novelista, de Blasco Ibáñez. A los quince años eras profesor de párvulos y cobrador dominguero de recibos del seguro de entierro. Cuando entraste en la Universidad yo misma te hice unos pantalones nuevos, te compraste una chaqueta todo-tiempo en los almacenes más prestigiosos del barrio y tu padre te fue a ver en secreto cuando hacías cola para matricularte. Después te dio por la política y una noche se te llevaron porque habías ido pintando las paredes de toda la ciudad. Después te casaste y a los cinco meses volvieron a llevársete y no te soltaron hasta un año y medio después. Nada en tu vida respondía a las esperanzas que tu padre y yo habíamos concebido. No nos habías comprado un piso, aunque hubiera sido a plazos. No nos habías comprado un coche para ir al pueblo a enseñarlo a los parientes. Tu mujer fumaba y enseñaba las piernas como yo nunca las había enseñado. Te contestaba mal en nuestra presencia. Venías a comer a casa más para ahorrarte una comida que para hacernos compañía y cuando tu padre te propuso enchufarte en un banco a través del señorito Paco, el hijo de don Licinio Prat, te pusiste hecho una fiera y dijiste que el pobre hombre no entendía nada de nada. Pero, Pepe, por todo habríamos pasado de no haberle hecho aquella marranada a Muriel. ¿Por qué te fuiste de pronto y la dejaste plantada con la nena? Desde que tú te fuiste apenas si hemos visto a la niña, de ti sólo sabemos de tarde en tarde, cuando escribes dos letras o envías algún dinero que yo ingreso en una cartilla de ahorros para la niña. Y ahora nos enteramos que has matado al presidente de América. Ya no me quedan lágrimas para llorarte. Además no entiendo cómo con tus ideas has atentado contra un presidente de la República. Tu padre siempre había sido republicano y aunque mi padre era de derechas (se metió en un lío de la CEDA nada menos que en 1937 y en zona roja) a mí siempre me había tirado políticamente la república y sentimentalmente la monarquía. La república es más cosa nuestra, pero la monarquía es, cómo te diría yo, más bonita. ¿Qué te había hecho el presidente de América, Pepe? ¿No te das cuenta que dejas una viuda y dos hijos sin padre? No sabes tú, desgraciado, la falta que hace un padre en una casa. Yo tuve que sacarte adelante mientras tu padre estaba en la cárcel y sé lo que cuesta. Ya sé que la familia del presidente tiene dinero, pero el dinero no lo es todo. He estado engañada hasta el final. Ya debía suponer que si eras capaz de dejar abandonadas a tu mujer y a la niña eras capaz de todo. Sin embargo, pase lo que pase, ya sabes que estoy a tu lado. Te envío una manta y una fiambrera con carne empanada para cuando te detengan. Dime si te dejan meter termos y te haría un buen caldo gallego. Ya hablaré con Muriel por si quiere ayudarme a encontrar un abogado. Escríbeme pronto y dime si te parece bien el señor Ruiz Jiménez como abogado. Estuvo muy simpático y comprensivo en las anteriores ocasiones.
»Te abraza tu madre que te quiere.»
—Santa mujer.
—Muy emotivo.
Míster H solloza a hurtadillas mientras finge arreglar unos papeles sobre la mesa palisandro. Morrison mira entristecido la falsa ventana donde las falsas torres de petróleo lanzan falsos chorros de oro negro. Entra en la estancia un caballero de la Orden de Malta que recauda fondos para los niños poliomielíticos de Guinea Ecuatorial. Morrison le da mil dólares y míster H un millón.
—¿Qué debe hacer nuestro hombre?
En el televisor, Pepe Carvalho prosigue su decidida conducción. Probablemente se estén forjando una falsa opinión de mí. En realidad más que ganar dinero persigo destruir cualquier asomo del obsceno sentido de la solidaridad. La conducta perfecta es la más aséptica y predico con el ejemplo. No hay mejor prueba de asepsia que el asesinato. Predico con el ejemplo.
—¿Ha oído usted a ese cínico?
—Le he oído. Es inadmisible.
—¡Qué desfachatez!
Y si acepto cobrar es porque de esta manera destruyo en mí mismo cualquier coartada de moralidad convencional. Si ustedes tienen una formación religiosa y cultural sólida, ya me entenderán. Voy a matar a ese viejo. Nadie me lo impedirá y después dejaré todo esto. Entre lo que me paga Bacterioon y lo que me paga míster H tengo una espléndida madurez y una tranquila vejez aseguradas. Como en las películas bonitas, volveré a mi tierra, intentaré recuperar a Muriel y a la niña, cambiaremos de nombre y emprenderemos una nueva vida sin que nada nos falte. Disculpen la torpeza de mi madre. Los proletarios son impúdicos, cometen la cotidiana obscenidad de su miseria objetiva, para decirlo en términos que ustedes, con la formación religiosa y cultural que les supongo, sabrán degustar con tan exquisito paladar.
—¡Morrison! ¡Mátele! ¡Inmediatamente!
—Cada cosa a su tiempo. Aún no me han avisado de la llegada del helicóptero. En diez minutos estoy allí. Dos después de que él haya liquidado al viejo Fred.
—Por favor, Morrison, le pagaré mejor, pero no se vaya con Nancy. Le he cobrado afecto a la muchacha. Morrison, por favor. A mi edad esas cosas se agradecen tanto que no es preciso ni comprobar su sinceridad. ¿Usted me comprende?
—¿Cuánto paga por Nancy Flower?
—Dos millones.
—Bien. Pero quiero también algo para ella. No sería justo que no sacara algo.
—Otros dos.
—Trato hecho.
—No sabía cómo decírselo. Le he dado vueltas y vueltas. Todo lo demás era secundario. Bueno, hasta cierto punto. Pero yo quería a Nancy Flower.
—Coloque usted un renacuajo en su escudo de armas: la cabeza de Kennedy y la cola de Nancy Flower.
El renacuajo nada en el aire de la Habitación. Tiene el cabezón sólido y aperillado, como los cabezones de las monedas, y la cola carnal y casi transparente, blanda y con un rojo intermedio entre la sangre y la carne despellejada. Huele a loción capilar y a flujo. Diríase que su talante es pensativo de no agitar tanto la cola y lanzar tantas esporas de renacuajos que crecen al calor de los ceniceros, las papeleras y las vacías fundas de las máquinas de escribir.
—Sólo queda algo por aclarar, Morrison. El asesinato de un presidente de los Estados Unidos traerá mucho lío. Habrá investigaciones. Será precisa una explicación lógica de todo ante la opinión pública.
—Si la explicación puede montarse por la línea Carvalho-Fred, ahí se para todo. En el misterio de un ajuste de cuentas en una roulotte, en un descampado. Si la torpeza de Poverty ha dejado el otro cabo suelto, cualquier idea de conspiración será sofocada desde el poder. En este país las alarmas ponen en marcha, automáticamente, los proyectiles dirigidos de cabeza atómica. A nadie le interesan nuestras alarmas. Cuatro o cinco moralistas protestarán y exigirán la verdad. Pero envejecerán y dentro de cuarenta o cincuenta años el caso Kennedy será un tema curioso del Reader’s Digest o lo que sea. Los nombres de usted y Carvalho no querrán decir nada a nadie, y Kennedy será en la memoria de las gentes un renacuajo con la cabeza del rey Midas y la cola del rey Arthur de Bretaña.
—Habla usted como un buen vendedor, Morrison. Le hago una oferta especial como vendedor. La jefatura de la costa oeste. Jefe de ventas. Ya está dicho.
—Lo siento. Cobro y me marcho.
¿Por qué te vas y me dejas con este viejo rico y asqueroso? Todo lo he hecho por ti. Desde hace casi diez años toda mi vida la he puesto a tu disposición. He corrido peligros por tu culpa. He ido con otros hombres cuando tú me lo pedías.
Eso no es cierto. Nadie te pidió que te acostaras con míster H y lo hiciste. Nunca te he dicho nada, pero me sentó muy mal, Nancy. Una cosa era todo lo que conllevaba nuestro trabajo, otra el capricho, y el acostarte con míster H fue muy mortificante para mí.
—Nancy y yo le escribiremos.
—No pienso darles mis señas.
—Vamos, Morrison, no sea usted quisquilloso. Soy tan feliz que quiero compartir con todo el mundo mi felicidad.
Estaba harta de tus juegos. Estaba harta de que me utilizaras sin ninguna esperanza de final feliz, sin ninguna esperanza de que aquello realmente nos uniera algún día, al fin solos, tú y yo.
Sabías que éste era el final de la aventura. Que aquí ponía punto final. Te lo dije: Nancy, he pescado algo gordo, si me ayudas, ésta es la definitiva. Lo sabías y, sin embargo, te acostaste con míster H.
Me fascinó su prepotencia. Tiene demasiado dinero para merecer un no, Morrison, debes entenderlo. No me dejes con él. Llévame contigo. Si me dejas no sabré decirle que no.
Lo siento. Ya estoy decidido. Me ha ofrecido demasiado dinero. Si no me hubiera enterado de que fingías ante él orgasmos patéticos aún habría podido prescindir de la tentación de los dos millones. Pero ha sido excesivo. Además te dejo bien arreglada. Él te da otros dos millones.
—¿Dos millones?
¡Dos millones!
No lo sabía. Me ha desconcertado tanto tu actitud que no he escuchado lo que yo sacaba ganando. Así la cosa cambia.
Considerablemente.
Pero me cuesta renunciar a ti. Podríamos dejar pasar un año. Después me deshago de míster H y voy en tu busca.
No está mal pensado.
Espérame.
Lo intentaré.
Entra en la estancia un chófer de Dodge español. Lleva la gorra respetuosamente sobre el brazo en ángulo recto.
—Señor, el helicóptero ha llegado.
—Gracias, Paco: la hora de la verdad, Morrison.
—Ha llegado.
—No falle.
—No fallaré. Será casi instantáneo y simultáneo. Aún no haya matado a Fred, yo ya habré disparado sobre Pepe Carvalho. Adiós, míster H, y no olvide lo del dinero.
Se va volando por la ventana falsa, seguido del chófer, que luce ahora unas bruñidas alas metálicas. Nancy Flower sale entonces desnuda del tintero y besa líquidamente a míster H.
La roulotte estaba aparcada en un pequeño prado, junto a una hilera de álamos que seguían la ruta de un seco canal. Era una roulotte verde, con letreros publicitarios de ungüento de serpiente de los Apalaches. Puñados de vencejos perseguían el rastro de la noche cercana y en los desmontes envejecía la tierra a medida que el sol se retiraba tras las colinas. Al cerrar la portezuela del coche pensé que el ruido era muy similar al que se oía en las películas americanas cuando el protagonista cierra la portezuela del coche. Es el ruido más característico del cine americano; prueba de ello es que cuando en el resto del mundo se realizan películas con pretensiones de perfección norteamericana, el ruido del cierre de portezuelas de coche se multiplica sin ton ni son. Mientras descendía por el prado hacia la roulotte pensaba que hay dos clases de ruido de cierre de portezuela de coche, según dos clases de significados dentro del contexto de la trama-intriga. Uno es el ruido de secuencias de enlace dentro de la descripción: secuencias conjunción, en general, copulativa. Por ejemplo: Doris Day llega a un gran supermercado. Aparca el coche. Sale del coche. Se inclina ofreciendo al espectador la perspectiva de su culito proporcionadísimo y cierra la portezuela. Toe. Es un ruido que promete la compra de un gran bistec y de latas de cerveza. Otra secuencia. La misma Doris Day ya ha hecho la compra, vuelve a subir al coche, con el consiguiente ruido y se va a su casa. Llega a la casa. Primer plano de una ventana abierta (Doris Day la había dejado cerrada).
Plano medio de Doris Day sentada al volante y con el ceño fruncido. Doris Day sale del automóvil. Ahora ofrece al público sus pechos acuarentados, su rostro preocupado de adolescente de cuarenta años, sus pecas con cuarenta años a cuestas. Cierra la portezuela. Toc. Ese ruido promete el hallazgo de un cadáver en el hall, el cadáver de Raymond Burr, pongamos por caso, con un hilillo de sangre descendiente de cada juntura de labios, como si se tratase de un bigote mongol de defectuoso arranque.
El extractor de la roulotte empezó a expeler humo. Saqué la pistola de la sobaquera y quité el seguro. A unos cinco metros de la roulotte pensé en lo que diría: ¡No oponga resistencia! O, tal vez: ¡Manos arriba y mucho ojo! Tal vez no dijera nada y me limitara a pincharle los riñones con la punta de la pistola. Pero algo tendría que decirle para que acabara de interpretar mi acto. ¿Un culatazo? Quizá recurriría a la voz del juego infantil: ¡Manos! Nunca el lenguaje gangsteril ha llegado a tal economía expresiva como en el lenguaje de los niños que juegan a gangsters y policías. Ya no dicen ¡manos arriba! Les basta el ¡manos! Dentro de la convención del juego, ¿para qué otra cosa pueden servir las manos sino para ponerlas arriba? De pie, con la pistola en la mano, a cinco metros de la roulotte, me di cuenta que estaba a tiro, bastaba que el viejo hubiera oído el ruido del coche. Di dos ridículos saltos para situarme tras la parte ciega de la roulotte y me senté en el suelo. Con unas piedrecitas desvié la ruta de un hormiguero; me planteé una vez más el tema de las relaciones familiares entre las hormigas. Si frustras el recorrido de las hormigas puedes provocar tragedias familiares. Madres hormigas que pierden a sus hijos. Padres hormigas que nunca más se reúnen con su familia. Parejas de hormigas recién casadas que quedan separadas por kilómetros y kilómetros hormigueros. Las hormigas me fascinaban desde pequeño. Mi padre las adoraba. Se ponía en cuclillas ante el pueblo errante y malgastaba algunas oraciones líricas que el pobre hombre guardaba para estas situaciones. Tenía una cierta manía (más verbal que práctica) al género humano y eso le llevaba a entusiasmarse excesivamente por las hormigas, las abejas y los gatos pequeños. También le gustaban las estatuas de escayola, las ciudades a lo lejos y andar por alamedas en compañía de doscientas cincuenta mil personas con gustos muy afines a los suyos. Le gustaba con locura la cerveza con gaseosa, el caldo gallego, el escaso fresco barriobajero de una noche de verano, quedarse en camiseta sin mangas, limpiarse los zapatos, limpiarme los zapatos, pelar manzanas al resto de los comensales, ofrecer su pañuelo para que los demás se sonaran, hacerse chancletas con zapatos viejos, defender a Stalin, recomendar la lectura del padre Balmes y del barón de Holbach, estimular el ahorro entre los niños, regalar relojes a todos sus parientes, quedarse callado con los codos apoyados sobre la baranda de un estrecho balcón, los ojos juguetones sobre las gentes que pasaban por la calle con la confianza del que atraviesa un desfiladero formado por nichos de viejas familias comanches muertas.
El fresco del césped me enfrió el culo. Me puse en pie. Volví a meter la pistola en la sobaquera. Palpé la plancha de la roulotte por si a ella llegaba algún eco de la escasa vida que se desarrollaba dentro. No recibí ninguna sensación digna de que le dedique una línea. Amigo lector, usted, con su inteligencia innata y con la costumbre de la coparticipación literaria que ha adquirido bajo la influencia de los profetas de la hora del lector, ya habrá adivinado que yo no tenía ningunas ganas de consumar mi propósito. Que por eso me hacía el remolón, agotando los últimos rincones de mi capacidad de recuerdo y olvido. Y si usted, amigo lector, es un apasionado de la literaturametría, o ciencia de medir la literatura, ya se habrá dado cuenta de que la presente parrafada se alarga más que las inmediatamente anteriores, precisamente para aplazar todo cuánto puedo el momento de enfrentamiento con el viejo.
La noche había subido desde mis pies hasta el cielo enlunado. Sentí el suficiente frío como para cruzar los brazos sobre el pecho y complacerme con mi propio calor. Me acerqué hasta la primera ventanilla. Pero las cortinas estaban corridas y nada se veía. Un débil ruido de cosa en estado de fritura. Un olor. O tal vez el olor lo suponía porque no supe diferenciarlo. Seguí andando hasta llegar a la portezuela. Probé con el pomo. Cedía y retiré la mano con precipitación. Pensé en volver atrás, en dejar la cosa para la policía o para Morrison y los demás. De hecho me aparté unos pasos de la roulotte. Me detuvo el paso veloz de un coche por la carretera. No. Aquél era un asunto mío. Un asunto que me interesaba a todos los niveles. Me volví resueltamente hacia el cajón metálico. Desanduve lo andado, empuñé el pomo con decisión y mi brazo se tensó para tirar de la portezuela, mientras mis pies se afirmaban en el suelo para dar el salto. Algo hizo que toda mi estructura física se relajara y que protegiera mi cabeza contra un hombro. Traté de pensar algo, pero no pensaba nada. Ante mi imaginación una laguna negra sin agua, mis ideas rotas, ni palabras ni sonidos en ningún rincón de mi cabeza más que regular. Me metí las manos en el bolsillo. Saqué una mano, la dejé colgada del pomo. La mano cobró libertad de acción, manipuló y tuve que apartarme para dejar sitio a la portezuela abierta. El rectángulo iluminado estaba poblado por una pequeña cocina de gas, por la bombona, por la sartén de la que salía poco humo y olor a tocino frito. Zambullí la cabeza en el rectángulo. A mi izquierda, las cortinas corridas sobre la gran ventana central; a mi derecha, la espalda enchaquetada de un hombre sentado y sin pantalones que tenía los pies metidos en un barreño humeante. Subí quedamente, pero sin propósito. El techo me obligaba a inclinar la cabeza. Me quedé con el techo por sombrero, empotrado entre techo y suelo, con la mano a medio camino hacia la espalda del hombre o hacia su cabeza cana. Di un difícil paso, sin abandonar el ficticio raíl entre techo y suelo. Mis dedos rozaron primero la vieja hombrera izquierda, después se posaron sobre ella. El hombre volvió la cara. Sus arrugas, sus ojos deformados por las lentes de hipermétrope, me miraban a la cara. Volvió la cabeza hacia el barreño y chapoteó suavemente con los pies. Sacó los pies del agua y se los miró cuidadosamente. Eran unos pies desvencijados. Con venas a punto de estallido. Llenos de lomas y de rojeces.
Los dos primeros tiros se insertaron casi en el mismo orificio, bruscamente abierto entre los sucios pliegues del cogote. Se derrumbó casi al mismo tiempo que se derramaba el agua jabonosa por toda la roulotte.
El tercer tiro arrancó un jirón de ropa quemada a la altura espaldar del corazón. Sólo se estremeció una vez.
Barcelona, La Garriga, 1967-1971.