Me topé por última vez con Wonderful en Madrid.

Yo iba en el séquito de Leonardi y Wonderful estaba destinado allí, donde consumía plácidamente los días que le separaban de la jubilación. Intentó presentarnos una secretaria de embajada amiga común, que apenas se sorprendió al comprobar que ya nos conocíamos. Wonderful pasaba los días en un cargo burocrático, escribía sus memorias y poemas rimados de exaltación de hechos de la historia de España y Estados Unidos (los comuneros de Castilla, el atentado contra Lincoln, Pearl Harbour, las luchas entre el PSUC y la CNT y el POUM en el mayo barcelonés de 1937). Tenía un bien rimado poema dedicado al bandido catalán Serrallonga y le llamaba Fidel Castro de Cataluña.

Le pregunté si había cambiado su opinión sobre Fidel Castro: un peligro mundial, me contestó.

¿Entonces?

—Bueno, una cosa es la literatura y otra la realidad y otra, además, la profesión. Soy incapaz de escribir un soneto sobre Foster Dulles y en cambio era capaz de descargar una pistola entera sobre la cabeza del que le tocara un solo pelo.

Wonderful ya se teñía entonces las canas a la descarada, incluso perdía con frecuencia la contención que le había hecho famoso y fuerte. Me cogía por el codo con una lamentable afectuosidad de viejo chocho guiando los pasos inexpertos del joven hijo adoptivo. Era un gesto sentimental de la preguerra. Wonderful, en muchas cosas, había vuelto a la juventud.

—En cierta ocasión vine a Madrid con Companys, cuando ya era ministro de Marina. Lluís era muy juerguista, un buen compañero para pasarlo bien.

—¿Políticamente?

—Un Kerenski, un Kerenski como una casa.

Se reía con las manos conteniendo tópicamente la recién estrenada tripita.

—Un peligrosísimo Kerenski.

Y seguía riendo. Aproveché su fuera de juego para ligar con la secretaria de embajada que me contó cosas sustanciosas de Wonderful. Por ejemplo: ha abierto cartillas de ahorros a sus cinco nietecitos, hijos de los hijos que no había vuelto a ver desde 1939.

A Kennedy le ha bastado inclinar el cuerpo para que la piedra ni le rozase. Un instante después yo notaba entre mis manos una confusa mezcla de cabello y de nuez aguda, desagradable como la piel muerta de la gallina. En milésimas de segundo he aplicado una llave de judo y el hombre ha saltado por encima de mi cabeza. Sus riñones se han estrellado contra el canto de la acera y su cabeza después ha rebotado contra la rodilla de un policía. Mis manos se han hundido en la pechera del hombre, como las manos de los augures entre las tripas del chivo expiatorio. He acercado a la mía su cara negroide, la profundidad del miedo de sus ojos, el reguero de sudor que descendía hacia sus cejas espesas. Mis nudillos no han acertado con la mejilla y han chocado contra una sien. Después mi puño se ha hundido en la juntura del alto con el bajo vientre y en mi rodilla se ha roto su grito entre un estrépito de dientes y barbilla.

Lo he levantado como a un payaso roto y mi empujón le ha precipitado en la negrura de una furgoneta. El contraste del sol con la fresca oscuridad de la furgoneta era agradable y me he sentado en uno de los bancos laterales con una intensa sensación de relax. El hombre estaba acurrucado en una esquina y nos miraba con y sin miedo, como si vacilara ante la adopción de una actitud definida. Un joven agente le ha pegado una patada en el costillar, pero el capitán Morrison se ha interpuesto.

Al llegar al palacio de las siete galaxias le hemos empujado hasta la entrada de la rampa que conduce al sótano. Sus piernas han resistido la primera parte del declive, pero un nuevo empujón le ha hecho caer y rodar hasta el término de la rampa de hormigón. Después ha quedado derribado en el suelo, bajo el chorro luminoso de una campana verde cenital. Morrison le ha hecho poner boca arriba y después le ha puesto el pie suavemente sobre los genitales. Morrison no sonreía con sadismo. El sadismo lo tenía en la palma de su pie que se hundía o subía alternativamente sobre los aullantes cojones del caído.

Diez minutos después ya sabíamos que era un espontáneo, licenciado en bioquímica por la Universidad de Denver, miembro de una asociación en contra de toda clase de Derechos Civiles porque no creía en esas trampas del capitalismo… Tal vez era homosexual porque cuando otro agente le ha descubierto las nalgas para rompérselas con un vergajo de esqueleto metálico, se ha vuelto hacia nosotros riendo y ha dicho que aquello apestaba a vaselina.

Lady Bird viste de madrastra,

levanta el polvo de los pasillos,

atraviesa telarañas con el estoque,

pinta sus uñas-garfio de lila,

usa colmillos amarillos,

riega las petunias con orín de gato ciego,

aspira el polvo malva de las estrellas perversas,

agencia cadáveres de niños,

mete su torpe nariz en las cerraduras

y en mis camisas

cuando ríe se le rompen los pómulos como el cristal

y la sangre le baña las mejillas,

gotea hasta el suelo

para entonces desaparecer como un presentimiento.

Cuando los Kennedy están sentados a la mesa se revela la existencia de una galaxia familiar, con sus soles y reglas de traslación. El viejo Joe hace de moderador, papel que muchas veces cede a la madre, Rose, en una graciosa condescendencia de irlandés-americano emancipado. El que tiene prioridad en el uso de la palabra es John y a continuación Robert y Edward; las mujeres pueden pedir turno una vez consumidos los tiempos varoniles. Con motivo del santo del presidente se nos ha permitido asistir a la comida familiar. John ha comido con un hijo sentado en cada rodilla y, sin embargo, no ha apartado los codos de los costados ni los ha apoyado sobre la mesa. Rose, la madre, le miraba llena de orgullo. En cambio, tal vez me equivoque, en cierta ocasión he creído ver un matiz de censura en la mirada que dirigía a Ethel, que se ha permitido rebañar un plato sin la ayuda del tenedor.

Los fotógrafos de Life han filmado casi exclusivamente la tríada formada por el presidente y los dos niños. Cuando han acabado la película, los niños han sido enviados con la nurse y la hierática faz del presidente comensal se ha distendido, como liberado de una intensa preocupación. La locuacidad de Kennedy ha aumentado a partir de este momento y ha hecho media docena de chistes históricos relativamente afortunados. Robert no los reía, los sonreía. En cambio, a Edward le faltaba quijada para morder las carcajadas que se le escapaban. Rose repartía dos miradas, la una, admirativa, la dirigía a su hijo al término de cada chiste; la otra, valorativa, la esparcía entre el grupo de mirones que alternábamos el bocado de tarta helada con la hilaridad filo-presidencial.

Ya con los primeros frescores de la atardecida, John se ha relajado, ha abandonado su espina dorsal al capricho de la ley de la gravedad y de su asiento y se ha dirigido a Robert.

«—A ver, Robert, si tú fueras Presidente y te encontraras con Kruschev, vamos a ver, en Copenhague, por ejemplo… Más claro… en una conferencia cumbre… ¿qué le dirías?»

John miraba de reojo hacia los mirones en espera de sus comentarios faciales ante la respuesta de Robert.

«—Le saludo a usted en nombre del pueblo americano.»

Una salva de aplausos y una monótona salmodia de Edward: muy bien, muy bien, muy bien… Steinbeck le ha dicho algo al oído y Edward se ha corregido inmediatamente: O Kay O Kay O Kay (horas después, cuando Truman Capote le ha preguntado el porqué de su queda corrección, Steinbeck ha contestado que la expresión Muy bien… muy bien… era poco popular y un Kennedy III debe empezar a cultivar su fisonomía pública).

La fiesta ha terminado con un partido de baloncesto entre hermanos y hermanas Kennedy contra cuñados y cuñadas. Peter Lawford ha llegado justo en el momento de iniciarse el match. Lo ha desembarcado un helicóptero especial y ya venía vestido de baloncestista. Después apenas si ha jugado. En cambio, Sargent Shriver, pese a que le sobran algunos kilos, se ha revelado como un excelente pivote.

Los Kennedy auténticos han ganado por 173 a 19, pero todos han reconocido que ni Jacqueline ni Lawford tenían su día.

Todas las asistentas del Palacio están graduadas en el Converty College, la mejor central de asistentas del hemisferio occidental. Por eso, cuando vi lo compungida que estaba una de ellas y los sollozos entrecortados con que jalonaba la uniforme salmodia de: «No hay derecho… eso al presidente no se le hace…» he temido lo peor. La emotividad de una asistenta del Palacio de las Siete Galaxias es una de las emotividades más controladas de este mundo. Sobre todo desde que una camarera filipina derramó una cafetera hirviente sobre la bragueta del jefe de Estado Mayor. Ocurrió unos días después de la jura presidencial de Kennedy y sólo la invasión de Bahía Cochinos pudo impedir que un golpe de estado militar derribara la democracia americana.

He acelerado mis pasos por el túnel secreto y al llegar a la antesala presidencial he visto cómo Hoover y Altan Dulles cuchicheaban en un rincón. Morrison, el jefe de agentes, se había entregado a la voluntad de un enorme sofá que lo tenía casi engullido. Sus ojos estaban rojos y se estrujaba las manos una vez por minuto. El plan Bowles se ha filtrado. El embajador soviético en Viena ha insinuado a nuestro embajador en aquella capital que era muy posible un conocimiento del plan Bowles por parte de la Unión Soviética. El embajador norteamericano ha inclinado la cabeza por el peso de la sonrisa y le ha felicitado cordialmente.

Kennedy está furioso. Ha mandado azotar a Salinger para aplacar algo sus furias. No porque Salinger tenga algo que ver con la filtración, sino porque Salinger es el único masoquista de todo el trust. Lo peor ha sido la nueva muestra de mezquindad soviética que ha dado la agencia Tass al divulgar un resumen del plan. De buena mañana, Kennedy ha llamado al embajador soviético y le ha vociferado una protesta más que enérgica. El embajador ha dicho que su país se había movido en aras del espíritu del mutuo entendimiento y que en la comprensión de las dificultades que plantearía la publicación del plan por parte de Estados Unidos, ha preferido adelantar acontecimientos. Kennedy le ha llamado cínico y el embajador ha contestado que el presidente confundía el cinismo con la dialéctica.

La cuestión es que el resumen del plan ha aparecido en el New York Times de esta mañana, y que antes de las once ya había cola de embajadores ante el palacio, en demanda de explicaciones sobre las repercusiones del plan en sus países respectivos. El plan Bowles es una traducción estratégico-política de la filosofía de Sylvester. Se trata de un intento de racionalización político-económica a escala universal, con una vigencia posible de cien años, con un cálculo bastante perfecto de toda la posible evolución político-económica de la Tierra. Ante todo, el plan presupone un reparto de la galaxia en la siguiente proporción: 55 por 100, Estados Unidos; 40 por 100, la URSS; 5 por 100 a repartir entre Alemania, Inglaterra, Francia, Japón, China Comunista, Canadá y Australia. En cuanto a la tierra, la reestructuración de las zonas de influencia no se ha detenido esta vez en un simple reparto político. Estados Unidos propone además una distribución de funciones en relación a una bipolaridad económica evidente: el campo socialista y el capitalista. Dentro de cada uno de esos campos, pero en especial dentro del campo capitalista, el plan Bowles ya prefigura una ordenación racional de cada economía nacional en relación a un mercado unitario internacional identificado con la zona de influencia. Así España, por ejemplo. Según el plan Bowles, España estará dividida en dos zonas fundamentales.

1.ª España sin periferia. Una especie de círculo central dedicado a la producción de determinados productos agrícolas, a saber: coles, berzas, boniatos, judías, garbanzos, avena, rábanos, lechuga, coliflor y tomate (rigurosamente prohibida la producción de laurel, por ejemplo, debido a que Grecia goza de esa concesión en régimen de monocultivo).

2.ª Periferia de España. Dedicada al Turismo, las Artes y las Letras. Casi toda la población española que no se haya destinado a la repoblación de la luna, deberá someterse a planes de estudios muy severos para cubrir los puestos de trabajo que corresponden a la división. Un mínimo destinado a la agricultura, ya que se prevé una total mecanización del campo. Un sector importante de población se dedicará a las artes y a las letras, siempre y cuando sean artes y letras aplicadas. Podrán escribir en castellano si se trata de literatura de consumo interior, pero el inglés será obligatorio en caso de ser literatura de consumo zonal. Finalmente, el tercer sector de población se dedicará a profesiones relacionadas con la hostelería: desde camareros hasta limpiabotas, más un cuerpo especial femenino destinado al Patrullaje Sexual de Costas, de uso exclusivo de los demandantes de turismo.

Planes similares afectan a todas las naciones del mundo y los embajadores han acudido al Palacio a discutir punto por punto todo cuanto afecta a sus países respectivos. Ha habido nuncios especialmente afortunados. El embajador sueco ha conseguido que el cupo de producción de tenedores de acero inoxidable se haya visto aumentado y, además, Kennedy le ha prometido estudiar con cariño su propuesta de que a Suecia corresponda la fabricación de todos los saleros de mesa de la zona capitalista. Otros han sido muy desafortunados en su gestión. El embajador irlandés, que ha entrado muy sonriente y palmeado la espalda de Kennedy, mientras decía:

—… John, ¿es cierto que quieres convertirnos en un país de católicos y pastores?…

… Ha salido de la audiencia con la punta de los hombros superando la altura de la cabeza. Kennedy no sólo ha mantenido la solución irlandesa del plan Bowles sino que además, en castigo por el desenfado del embajador, les desecará el lago Shanon. Más de un comentarista exterior ha pronosticado un conflicto armado entre Estados Unidos e Irlanda. Fuentes generalmente dignas de crédito informan de que el presidente De Valera ha encargado diez frases históricas a un especialista español. Éste le ha proporcionado una lista de trescientas dieciocho y De Valera ha seleccionado las siguientes:

1.ª Dios hizo antes al último irlandés que al primer americano.

2.ª Lucharemos por una Irlanda exacta, verde y libre.

3.ª América para los Estados Unidos, pero Irlanda para los irlandeses.

4.ª La dignidad de un pueblo no se mide por su fuerza de agresión sino por su capacidad de resistencia moral.

5.ª (Variante.) La dignidad de un pueblo no se mide por su renta nacional per cápita, sino por la cantidad de valores eternos per cápita.

6.ª Hay un salvajismo peor que el prehistórico. Es el salvajismo de los pueblos que no han sabido asumir su propia Historia.

7.ª Irlanda será lacustre o no será.

8.ª Que cada niño irlandés se convierta en un testigo de la agresión. Y que no la olvide (esta frase ha sido muy elogiosamente comentada por el poeta chino Has-Hua-Pyu, de la dinastía Ming).

9.ª Que vengan los americanos. Nosotros no nos iremos.

10.ª Dios nos libre de nuestros amigos, que nosotros ya nos cuidaremos de nuestros enemigos (plagio evidente de la frase con que el Che Guevara liquida su polémica ton Bettelheim).

Ante la magnitud del desafío irlandés, el presidente Kennedy se ha apresurado a enviar un obsequio a De Valera y la promesa explícita de que el Shanon no sería desecado. De Valera ha encargado inmediatamente una frase de agradecimiento a Francois Mauriac y a vuelta de correo ha recibido la que a su vez ha remitido a Kennedy:

Aunque tú por modestia no lo creas,

las flores en tu sien parecen feas.

Morrison me ha llevado a una reunión de la John Birch Society. Iba a ser una reunión fascinante, me adelantó, porque se planteaba el debate de si Goldwater podía competir con Kennedy en las elecciones de 1964 con alguna garantía de éxito. En un saloncito marrón, lleno de sillas de tijeras sucias enfrentadas a una tarima sobre la que pendía una lámpara verde, las gentes más conscientes de Washington cruzaban las últimas palabras y cuchicheos antes de que los conferenciantes iniciaran el debate. Yo tenía mis bolsillos y mis manos llenos de folletos: The Blue Book, The life of John Birch, Color, Communism and Common Sense, American Opinión, None are call it Treason, Towards a Socialist America. Tres oradores sermoneantes se han declarado antipacifistas y han citado a Lenin para demostrar que el pacifismo aliado con la subversión constituyen las termitas de Occidente. En éstas la puerta se ha abierto para que entrara, con una plena conciencia de que estaba entrando, un enorme supermán con sombrero tejano y el habano de rigor. Es míster H, me ha susurrado Morrison con expectación y respeto. Míster H se ha sentado a nuestro lado y con un ademán ha invitado a los silenciados oradores a que prosiguieran su exposición. He respirado profundamente por si percibía efluvios de petróleo dispersados por los rincones del cuerpo de míster H. Pero olía a la más cara lavanda del mercado. Llevaba desodorante hasta en las uñas.

—En las reuniones de sociedad —estaba diciendo un orador—, los liberales, sean machos o hembras, son lamentables. Se muestran aburridos, doctrinarios y estúpidos. Son incapaces de ponerse cómodos y de encontrar interés en una conversación animada. Si la conversación versa sobre literatura o cualquier otra clase de arte, los liberales intentan desesperadamente tomar la palabra y en general lo consiguen. Se muestran más ruidosos e insistentes que las personas normales. El autor de un libro anticomunista ni siquiera debe ser discutido: no es una persona seria, es una «bestia fascista» (risas y siseos). Si el autor es un liberal poco importa que el libro sea un infecto montón de estupideces. Es importanteeee y aún es mucho mejor el libro si lo ha escrito un negroooo. Pero por encima de todo, los liberales aprecian la novela pornográfica. Cuanto más innobles sean los detalles, mejor. Es literatura honestaaaa…

Las risas coreaban el dislocado fonetismo del orador, un cura de no sé qué patrulla religiosa de Oklahoma. Yo mismo he reído varias veces porque los liberales siempre me han parecido algo afeminados, más mujeres que hombres. Míster H disfrutaba como sólo puede disfrutar un millonario tejano cretino, un millonario tejano cretino de película dirigida por un liberal de Hollywood. Las risas de míster H complacían muchísimo al orador que, enloquecido, ha proseguido el in crescendo de su inspiración. Ha adornado la condena del liberal como hombre social con todos los gestos del repertorio teatral pre stanislavskiano, yo diría que era un estilo derivado del gran Taima y de alguna manera asumido por el inmenso Enrique Borras. Al llegar al momento en que sostenía que todos los liberales roncan, el orador se ha puesto a roncar y su propio ruido ha sido como un freno roto para su reprimida imaginación de podrido Lewis Carroll. Del ronquido ha pasado a imitar al cerdo, al cuclillo, ha fingido volar por la estancia comunicándonos una sensación de amenaza, nos ha dado el culo y ha soltado una incivil ventosidad que sus labios atribuían a los usos y costumbres de los liberales, ha abofeteado a sus compañeros de terna y ha intentado bajarle las bragas a una descolorida muñeca escolar que hasta entonces le escuchaba con arrobo. Poseído por el mal, sin controles, se arrastraba por la tarima como un poseso de lujuria y crimen en una clara encarnación del malvado espíritu de Jefferson. Hasta tal punto se ha esforzado en hacernos evidente el peligro liberal, que mediante una concentración suprahumana ha conseguido convertirse en un alacrán zumbador y agresivo que míster H ha tenido que aplastar con sus botas de millonario tejano.

Todos nos habíamos refugiado en el fondo de la sala. Sobre la tarima, míster H pisoteaba una y otra vez al alacrán. Morrison tenía en la mano la pistola. Yo tenía mi mano cobijada en el calor del sobaco por si acaso. Míster H nos ha asegurado que no volvería a repetirse.

El presidente Kennedy hoy ha visitado la Academia Nacional de Cosmonautas. Se ha interesado por todo el proceso de selección y por todo el entrenamiento que convierte a un hombre normal en un superhombre. Ante todo, le han dicho, un cosmonauta es preferible que sea casado, fuerte de constitución pero normal, tirando a vulgar de aspecto, con un mínimo de dos hijos. Estas características son fundamentales para que el americano medio se solidarice con sus representantes en el espacio. Nada más entrar el presidente en la nave donde comían los cosmonautas, el decano le ha dicho: «Hola, presidente, tiene usted mejor aspecto que la última vez que le vi por televisión». Kennedy ha palidecido y Werner von Braun ha tosido al borde de la congestión. Resulta que el cosmonauta ha malgastado la frase que debía decirle a Kennedy en el momento del amerizaje después de la proeza, no en el momento de la visita presidencial. Un compañero cosmonauta ha dado un codazo al olvidadizo y éste ha enmendado su lapsus: «Presidente, bienvenido a esta antesala del espacio. ¿Se viene con nosotros?» Un suspiro de alivio colectivo ha precedido a la carcajada de Kennedy, perfectamente ensayada durante tres días en presencia de Lee Straferg. El aplauso ha sido bastante nutrido y un cosmonauta le ha dado a Jacqueline un ramo de gladiolos.

He creído observar que los cosmonautas, viciados por sus prácticas antigravitatorias, caminan a saltitos. En general se agrupan en equipos de tres y uno de los tres es seleccionado por su vis cómica. Otro presupuesto selectivo es la pureza étnica y la variedad de nacionalidades originarias. Sin que se exija un certificado de ario puro, sí hay una discriminación basada en el ángulo de la quijada y en el trazado de la nariz. La adoración que sienten los americanos por los orígenes germánicos, escandinavos y anglosajones, ha sido compartida por los técnicos de la NASA y, especialmente, por Von Braun. Malas lenguas aseguran que el científico ex alemán alberga en su casa a Martin Bormann y a Hitler disfrazados de chófer y jardinero, respectivamente. Sin embargo, se insiste, sólo lo hace por motivos sentimentales, ya que la posibilidad de una segunda carrera política por parte de Bormann e Hitler es prácticamente inviable.

Una de las experiencias más interesantes de la visita ha sido la asistencia a la clase de oratoria espacial. Míster Ronald Samuelsson (un recomendado de Adlai Stevenson) hacía recitar a todos los cosmonautas una serie de frases a pronunciar desde sus metas. En caso de que la meta fuese orbital terrestre la frase ensayada era:

Hola, chicos, me estoy metiendo la tierra en el bolsillo.

Y, tras un silencio algo grave:

En verdad os digo que Dios está presente en la cumbre del Everest y en la fosa de Tonga.

Si la meta es una experiencia alrededor de la luna se admite un lenguaje más enfático.

La maravilla que contemplo es similar al efecto que puede producir en un ciego la recuperación de la vista. Gracias, Dios mío.

Se ha entablado una polémica sobre el empleo de la palabra Dios en estas frases. Kennedy no era partidario de su abuso; en cambio, Robert insistía: «Lo que diga un cosmonauta allí arriba es como una sublimación de la filosofía norteamericana de la vida».

Kennedy se ha molestado algo por esa desviación intelectualista de su hermano y ha contestado agriamente que entonces lo mejor sería recitar una frase de Pearson o Dewey. Como Robert no sabía de quiénes le hablaban se ha escondido bajo el follaje de su flequillo y no ha abierto la boca en el resto de la visita. Kennedy ha pontificado a continuación sobre el empleo de la palabra Dios, que no debe hacerse en vano. El presidente de la NASA ha declarado que había recibido presiones por parte de la Conferencia Mundial de las Iglesias para que la palabra Dios estuviera presente en un 65 por 100 de las primeras frases del cosmonauta. La NASA había planteado una contraoferta y estaba a punto de llegarse a un acuerdo sobre las siguientes bases: la palabra Dios aparecería en un 45 por 100 de las primeras frases del cosmonauta en todos los viajes espaciales a realizar hasta el año 2000 y en un 32 por 100 de todo el diálogo restante con la central de Houston. Kennedy ha dicho que le parecía un porcentaje excesivo, pero que se rendía ante la evidencia de su utilidad. Dean Rusk, que no seguía la conversación de cerca, ha sorprendido a muchos preguntando qué daba la Conferencia Mundial a cambio. Ha sorprendido a muchos, pero no al director de la NASA que ha contestado, sonriente:

—Garantiza el apoyo propagandístico del clero bajo su control a todo el programa espacial. Sólo reserva un 10 por 100 del clero a las diatribas retrógradas; es decir, se está usurpando el espíritu de la creación, etc. Y otro 10 por 100 del clero será autorizado a recordar las ofensivas terrestres del imperialismo norteamericano cada vez que lleguemos a algún hito importante.

Después hemos presenciado una fase del entrenamiento. Casi todos los cosmonautas han sido aviadores y algunos tienen formación previa, científica o técnica, sobre estas cuestiones. Son todos de derechas, sin llegar al extremismo y tienen una cultura general que les permite hacer alguna observación interesante durante el viaje post-hazaña. Por ejemplo, saben que si llegan a París han de decir al cicerone oficial: «Quisiera hacer un hueco de media hora para darme una vuelta por el Louvre». Si llegan a Estocolmo han de preguntar por la casa donde nacieron Greta Garbo y John Gilbert; si la visita es a Madrid, deben interesarse inmediatamente por la caída de la d en posición intervocálica; si llegan a Roma, deben decir, más o menos: «La Roma de César sigue siendo la Roma de César».

Capítulo aparte es la selección de esposas, que ha motivado más de un drama familiar. En cierta ocasión, se rumorea en los mentideros, un cosmonauta fue obligado a cambiar de esposa durante los veinte días posteriores a la hazaña porque la de verdad tenía los dientes superiores montados sobre el labio inferior, y las fotos familiares parecían incompletas sin la presencia de Jerry Lewis. En otra ocasión se sometió a una operación de cirugía plástica a la esposa y a la suegra de un cosmonauta, ya que vivían todos en la misma casa y era muy violento pedirle a la suegra que no saliera en las fotografías. En los primeros tiempos las cosas eran diferentes y así se consintió que la esposa de Glenn apareciera con los brazos sin depilar. Pero desde que Jacqueline ha llegado al poder, la fotogenia y la gracia media de una esposa de cosmonauta son cualidades sine qua non para la conquista del espacio.

Cuando nos marchábamos, Kennedy ha cogido a un mono experimental y ha posado con él en brazos. El mono ha dado un beso en la boca al presidente y todo el mundo ha dirigido una mirada inconsciente, fugaz mirada a Jacqueline.

He sido requerido por la embajada española. Una invitación para almorzar con el agregado cultural. Unas judías navarras con chorizo y pimientos rellenos a la vasca. El agregado cultural es de Balmaseda. Me ha pedido una información, personal, de lo que hablaron el otro día Kennedy y la oposición española. Se lo he contado, todo de pe a pa. Me ha preguntado varias veces si había comunistas entre los asistentes. Ni por el color, ni por el acento, ni por el aliento, ni por la andadura reconocí a ningún comunista. Uno de los asistentes estaba más serio que los demás y ante las intervenciones ajenas se llevaba la mano tras la oreja y la obligaba a dirigirse hacia el que hablaba. También tomó algunas notas. Ése es el comunista, me dijo el agregado. Yo no lo creo porque no intentó poner orden en ningún momento, pese a las frecuentes interrupciones y robos de palabras que se practicaron.

Curiosamente, Morrison no estaba bien acabado. Le faltaba esa gorra que la cultura de los mass media ha puesto rodante en manos de criados embarazados. Toda su persona era una gorra, intranquila, manoseada. Míster H, consciente de la fascinación, le lanzaba de vez en cuando miradas de serpiente gorda. Listo el tejano. Me ha tratado como a un europeo. Basaba la entrevista en una supuesta complicidad mutua, ante la perplejidad embarazada de Morrison.

El triste intermediario presenciaba, más alelado que sorprendido, el vuelo de las sutilezas tejanas y europeas. Míster H ha agradecido mi visita y después ha justificado su manifiesta curiosidad por conocerme.

—Quiero comprobar si nuestro presidente está bien guardado.

¿Han visto ustedes películas de Hollywood mejor o peor promocionadas por siniestros productores liberales y dirigidas por no menos siniestros directores salvados de la Gran Depuración, en las que aparecen zafios millonarios tejanos, parafascistas, sanguinarios, tragones, jodedores y desescrupulados? Pues me ahorran la descripción de míster H y me brindan la oportunidad de decir dos palabras sobre teoría literaria. Aunque suene a digresión, es el momento de valorar lo que ha hecho la cultura de masas por las reglas de la comunicación. Si yo les digo que míster H es una mezcla de Rod Steiger y King Kong, me ahorro tres capítulos de cualquier novela del todavía hoy inédito escritor madrileño Juan Benet y casi una novela entera de Robbe-Grillet.

A lo que íbamos. Míster H tenía un rostro tan malvado como el de Rod Steiger en el momento de flagelar a una huérfana que acaba de perder a su padre en un naufragio y tiene la madre paralítica. Tiene, además, la presencia física de King Kong con sombrero tejano de souvenir. Hablábamos de hombre a hombre y de cigarro a cigarro, con los labios entre el lenguaje y la chupada y los ojos entorpecidos por el humo.

Cuando me ha dicho:

—La vida de un presidente tiene un precio elevado.

Me he limitado a preguntar:

—¿Cuánto?

—Un millón de dólares.

Al oír esta cantidad, Rod Steiger se transformó rápidamente en el Orson Welles de míster Arkadin. Míster H ha consultado ocularmente con Morrison, pero sin demasiada confianza. Sin aguardar su respuesta me ha sonreído mientras hacía equilibrios con el puro apenas prendido por la película de saliva de los labios.

—Uno y medio.

—Pero yo no lo hago. Yo me limito a consentirlo.

—Entonces es muy caro.

—Lo hago yo y dos millones. No discutamos más.

—Muy caro.

—Muy barato. Le hago un precio especial porque Kennedy me cae muy gordo.

—Es increíble. Un europeo como usted. Yo pensaba que Kennedy sólo nos caía mal a los americanos.

—Es un payaso democrático que cree desempeñar el papel de augusto y desempeña el del que recibe las bofetadas.

—Eso suele ocurrimos a todos —musitó Morrison, pero en tan bajo tono de voz que incluso supuse haberle entendido mal, dada la evidente profundidad chejoviana de lo que había dicho.

Míster H me ha prometido los comprobantes del ingreso bancario condicionado una hora antes de la muerte de Kennedy. Morrison ha seguido mi retirada a través de los pasillos del club J. Casi me pisaba físicamente los talones. Sin verle la cara ya sabía que me odiaba. Por eso he parado en seco ante la puerta circulante, con el codo retrasado para que se le clavara en el costillar. Me he disculpado con mínima convicción.

El presidente ha estado muy nervioso todo el día. Durante una semana no ha hecho otra cosa que leer novelas del Far West, especialmente aquellas que tienen tejanos como protagonistas. Quiere causar buena impresión a los tejanos, camina arrastrando los pies como caminan los vaqueros tejanos en las novelas, no se quita ni a sol ni a sombra un sombrero blanco de ala ancha y también arrastra las palabras como los tejanos. El jefe de protocolo de Robert Kennedy ha intentado convencerle de que aprendiera a echar el lazo y que nada más llegar a Dallas enlazara al gobernador Connally y le derribara. Este acto tendría un doble simbolismo: el poder federal sobre el poder de cada estado individual y, a otro nivel, la atracción sexual que Washington experimenta hacia los distintos estados. Tras una consulta de los más reputados psiquiatras de Washington, el jefe de protocolo ha sido internado en la fundación John Dewey Sr., donde testigos presenciales de su ingreso cuentan que ha entrado maquillado con pomada blanca y recitando las majaderías que Shakespeare (autor prolífico y excesivamente mitificado) pone en boca de la pálida Ofelia tras la muerte de su padre, escondido tras una vergonzante cortina.

El menú del presidente ha cambiado. Pese a su afección hepática, come un bistec de quinientos gramos, con dos huevos fritos encima, para comer y cenar. Dos veces en una semana ha celebrado barbacoas en los jardines artificiales del quinto palacio, aderezadas con salsas aterradoras que provocaban llamaradas verdes de todas las bocas kennedystas. El ex embajador Joe Kennedy se ha resistido a estas comidas, pero Robert se ha impuesto y casi a la fuerza le ha metido en la boca un trozo de carne sanguinolenta de cinco centímetros cuadrados, untada con un tabaco tan fuerte que casi hacía ruido al incidir sobre el paladar de los comensales. Hay que tener en cuenta que los paladares de las razas nobles (y los anglosajones están emparentados bastante directamente con los arios a través de los sajones) no soportan los picantes. Por suerte, los Kennedy son troyanocélticos y están fisiológicamente mucho mejor preparados.

Yo, la ventaja de ser latino, me lo he comido todo sin pestañear y Jacqueline, que cuando exagera la amabilidad llega a parecer tonta, me ha puesto como ejemplo ante el resto del servicio.

Quedamos citados en la cumbre del monte. Muriel llevaba una túnica de organdí, rosas frescas en las manos, piernas blandas de sueño. Los cielos teñidos de licores infantiles (grosella, menta, elixir d’amour, naranjada) circulaban hacia el pozo rojo del poniente. El decorado vegetal había sido facilitado por una empresa muy acreditada dentro del ramo y la música de fondo la ponía el mejor de los violinistas más ciegos, probablemente extraído de una minúscula edición de El músico ciego, de Korolenko. Dos mil atletas olímpicos corrían vestidos de negro sobre el cielo cambiante, portaban antorchas humeantes pero sin llama. Cinco mil vírgenes desgarraban los jerseys de pura lana virgen tejidos para cinco mil novios marinos, ahogados en el fracaso que interpretábamos, en el mejor crepúsculo literario de la historia de los siglos.

Muriel era consciente de la trascendencia del acontecimiento y había redactado unas cortas líneas de presentación, un orden del día y un análisis político de los hechos. En mí había un ávida dollars con claros apetitos pequeño-burgueses que me conducían a una actitud singularizada ante mis semejantes. Yo estaba esclavizado por mis relaciones de producción de intelectual, productor individual, con remuneración a destajo, lo que me impedía una mínima comprensión de la realidad a partir de una conciencia de clase y por lo tanto la aplicación de una moral de clase a las normas correctas de la convivencia. Por otra parte, mi condición de productor individual me había condicionado una estructura mental de pequeño propietario agrario, individualista, francotirador, insolidario, que podía llevarme al exceso de una supervaloración subjetiva de los valores de la cultura burguesa, subjetivismo claramente manifestado en la sospechosa elección de Voltaire frente a Rousseau.

Ante evidencias tan sumarias, se le hacía difícil no ya la convivencia constante conmigo, sino incluso la intimidad sexual. La profunda desconfianza hacia mí le planteaba una barrera en las participaciones definitivas y desde hacía dos meses y siete días no había conseguido llegar a niveles orgásmicos satisfactorios. Durante todo aquel tiempo no había manifestado sus profundas insatisfacciones porque esperaba que una adecuada reeducación, un programa de sanas lecturas y compañías podían ayudarme a superar, o al menos a ser consciente, de la alienación padecida por la mecánica de mi trabajo. Pero la brutalidad parafascista del día anterior había puesto en evidencia lo difícil de superar mis condicionamientos y tal vez la imposibilidad final de frenar mi irremediable declive hacia las más terribles simas del fascismo teórico y práctico. No es que se sintiera muy alentada a sacrificarse toda la vida a una convivencia que no le satisfacía, pero aún hubiera postergado una decisión tan tajante, de no mediar la existencia de la niña, gravísimamente dañable en el futuro por la educación de un padre que no sabía distinguir el bien del mal.

Por todo ello me rogaba que atendiera a razones, que no creara sucios problemas legales, pues de todos es sabido y reconocido que el Derecho es una superestructura en conexión con los intereses de la clase dominante y que, en definitiva, todas las prerrogativas de la patria potestad eran consecuencia de la solapada conspiración para que la jerarquización familiar respondiera a la jerarquización parafeudal de un sistema parafascista.

No tenía inconveniente en que yo visitara con cierta frecuencia a la niña, siempre y cuando fuera en su presencia o en la de una persona ideológicamente responsable que pudiera poner freno a mis desmanes. Me agradecía de antemano cuanto pudiera hacer en el futuro por el bienestar de mi hija, ya que ella nada necesitaba de mí y la libertad tiene una indudable base económica.

Le respondí que se metiera a la niña en el culo.

Hoy, Kennedy se sentía filósofo. Está rodeado del pleno de su corte, incluida la reina Ginebra y Erec Kennedy; también estaba Perceval Kennedy y Lanzarote Sinatra. Kennedy ha hecho un brillante análisis de la filosofía americana de la vida, desde Emerson hasta los novelistas pensadores de la generación beat. Ha hablado del espíritu frustrado de la pradera y del horizonte sin límites, del individualismo creador y aniquilador, de las tostadas con melaza y de Lewis Carroll, del star system y de Tennessee Williams. El presidente tenía un día inspirado y los asistentes han permanecido en silencio mientras Federico II peroraba. Ha comparado a Nelson Algreen con Baroja, incluso su mediocridad ideológica. Ha sido excesivo para mí. He salido en defensa de Baroja ante el escándalo de todos. La mediocridad ideológica de Baroja es un mínimo defecto que sólo se revela en sus libros de opinión, pero que en cambio queda perfectamente disimulada en cuanto recurre a la simple narrativa como procedimiento. Las novelas reportaje de Baroja, incluso las escritas en torno a la temática de la caída de la monarquía y el advenimiento de la república, son tan extraordinarias como las mejores novelas reportaje de Hemingway. Robert Kennedy ha gritado que quedo automáticamente desterrado al Ponto Euxino, pero Kennedy ha intercedido e incluso se ha interesado por las fuentes críticas en que yo basaba mi argumentación. Le he contestado que no hay más fuentes críticas ni más leches que el vago sustrato cultural que a uno le queda después de haberse tragado dos o tres mil libros. El presidente, que ha leído treinta y tres mil, ha cabeceado un sí rotundo y todos han emitido un suspiro de alivio. Sin proponérmelo me he convertido en el segundo centro de atención de la sesión y aunque me he remitido al último rincón de la estancia, notaba las miradas puestas en mí. Era el fetichismo del éxito, por mínimo que sea, que a todos estos americanos les pone calientes, como un par de tetas perfectas o el supuesto culo de la estatua de la Libertad. El embajador soviético se me ha acercado en un descanso y ha hecho un simpático gesto paródico del aplauso. Hemos sostenido una breve conversación sobre el tiempo en Washington y los baños de mar en Crimea. He sido extraoficialmente invitado a visitar la Unión Soviética en mi primer período de vacaciones. Al despedirse me ha encarecido una vez más que cuidara del presidente. Es un excelente muchacho.

Una noche espléndida intentaba imponerse al lucerío de la ciudad. Desde la azotea última del séptimo palacio la recuperación del aire natural me ha paralizado como una evidencia o la sorpresa de un buen recuerdo. Después ha caído sobre mis codos mi propio peso y el peso de una cierta tristeza que reservo para estos momentos propicios. Y, como en las películas americanas de los años cuarenta, una mano femenina de los años cuarenta se ha posado sobre mi hombro. Yo me he vuelto y he exclamado con fingida sorpresa:

—¿Usted?

Pero ya tenía unos labios pegados a los míos, y después en el lazo de mis brazos ha quedado el cuerpo exacto. Nos hemos puesto a contemplar la ciudad que disimulaba el sueño bajo luminarias blancas y naranjas.

Después intenté apresarle un seno. Atraerla hacia mí. Besarla. Pero Muriel me rechazó con decisión e inició el descenso de la montaña.

He sorprendido otra vez a lady Bird mirando por el ojo de la cerradura de las habitaciones privadas de Bob Kennedy. La he zarandeado para que advirtiera mi presencia y ha intentado salir del paso imitando con los labios el sonido del cuclillo.

—Soy un cuclillo, soy un cuclillo.

Mi cara de escepticismo la ha devuelto a la realidad.

Pero aún ha intentado revolotear para mantener la ficción. Con gran sorpresa por mi parte ha conseguido arrancar el vuelo al tercer intento, aunque con una torpeza propia de un cuclillo de su edad. Se ha roto un ala contra el estucado del techo y ha quedado a mis pies bastante rota, con una sonrisa implorante de solidaridad.

La he devuelto a su marido con la advertencia de que sea la última vez que vuelve a dar un escándalo semejante.

Con los preparativos del viaje a Dallas apenas si veo a Nancy Flower. Por eso nuestra cita de hoy ha sido casi un reencuentro. Estaba algo deprimida, tenía rota la conversación y no hemos hecho el amor. Me ha dicho que algunos días le asalta una extraña sensación de extranjería. Su propio cuerpo, los demás, las cosas, la orografía… todo le parece una misma, gelatinosa continuidad de materia repugnante. Es la obscenidad de formar parte de algo, es la obscenidad de estar comprometido sin permiso con la biología y la geografía. Le he dicho que los americanos de su generación tienen el gran slogan vital de la Nueva Frontera y ha hecho amago de vomitar. Después, Nancy se ha puesto inclusive pedante y ha hablado de los incentivos para vivir y coexistir, tan lamentables como los incentivos para matar. La he besado, pero ha apartado la cara. Me he puesto a ojear un Life atrasado y ella ha intentado leer algunas líneas de una novela de Malcom Lawry. De reojo he visto cómo me observaba con fijeza y he creído que había llegado el momento. He dejado la revista, me he colocado a su espalda y he bajado mis manos hasta agarrar sus senos. Oh, no. Oh, no. Hoy no. He dado algunas vueltas por la habitación. Se ha echado a llorar. No le pasaba nada, ha contestado a mi pregunta. Otra vez: no me pasa nada. He cogido una rodaja de jamón embutido de la nevera y un resto de pan de molde de un cajón. Nancy seguía llorando con la cabeza entre las rodillas. Le he preparado un buen vaso de ron con canela, como a ella le gusta. No. Tampoco ron con canela. Y me ha indignado mi propia mecánica de solidaridad. ¿Qué me importa Nancy Flower con angustia metafísica? ¿Qué me importa Nancy Flower al margen de la convención de una cama? Nada. Absolutamente nada. Su tristeza es un estorbo y un obstáculo que frustra el día de hoy. Por estética le he preguntado si necesitaba algo. No. Cuando ya me iba me ha abrazado y me ha jurado que nada de lo nuestro había cambiado, pero que tiene días así. He pronunciado algunas frases de asunción, pero no muy entusiasmadas. Nancy me ha dicho que si yo quería lo haríamos. No. Ahora he negado yo, porque realmente no tenía ganas. Por si acaso, me la he mirado de arriba abajo. Pero el apetito no ha retornado. Vuelvo mañana. No, mejor, vuelvo después. Mañana me voy a Dallas. Después será imposible. Nancy es igual, lo comprendo perfectamente. Nancy se ha puesto a llorar más intensamente y ha necesitado una silla para soportar con éxito las convulsiones. Desde la floristería de la esquina le he hecho llevar un ramo de flores.

Primero intenté alcanzarla. Después pensé que era mucho mejor dejar que consumara ella el crimen. Ya volvería, pensé. No, no volvería. Era evidente. No es que me importara gran cosa. Era consciente de que el escozor producido por la idea de no volver a ver a la niña era un escozor cultural, repugnantemente condicionado por toda una educación que crea cordones umbilicales falsos entre los padres y los hijos para garantizar la obscenidad de la biología. Pero el resultado era una angustia que me impulsaba a alcanzar a Muriel.

Aceleré el paso y me puse a su altura en las estribaciones de la ciudad. La negrura brotaba de las primeras calles del extrarradio, caminamos juntos en su silencio hasta llegar a las primeras aceras anchas e iluminadas.

—Es probable que me vaya —le dije, sin respuesta por su parte—. Tal vez se pueda arreglar algo por aquí. Pero yo estoy cansado de romperme una y otra vez los cuernos.

Las luces de los comercios ponían iluminaciones en las hieráticas facciones de Muriel. Pensé que la mujer de Mao debió avanzar con idéntica expresión hacia la caldera donde la arrojaron las tropas de Chang Kai-Shek o que Sacco y Vanzetti caminarían con idéntica firmeza hacia el ajusticiamiento, y que aquel rostro no distaba mucho del de Ivés Montand cuando interpretaba en el Olympia Le chant des partisans. Incluso me parecía oír el canto interpretado por los transeúntes, acelerantes de su marcha entusiasmados por la canción, braceantes, multitud en torno a nosotros, generando un calor que ponía rubores en las mejillas de Muriel. La multitud nos rodeaba y coreaba Le chant des partisans. Los niños de teta clamaban ser los que rompían los barrotes de las prisiones para sus hermanos, los tranviarios ponían dinamita en los cojones de las estatuas, los mineros salían de las cloacas con sus cascos-linternas iluminando el único camino. Muriel dirigía la manifestación vestida de pom pom girl decente y yo marchaba a su lado como pom pom boy consorte. La niña revoloteaba sobre nuestras cabezas con carita de Lenin y alas de Camilo Cienfuegos. En éstas sonaron las descargas y tras las balas llegaron los obuses.

La bomba atómica cayó a las nueve de la noche, a las nueve en punto de la noche. Cuando en el cielo todo eran misterios y en el mar estelas borradas por el sepia nocturno, cuando el frío te hiela todos los ramajes interiores del cuerpo, huesos o venas y el helor te pone agua en los ojos y un aire amargo mal situado entre los pulmones y el corazón.

—Adiós.

Me dijo Muriel. Aceleró sus pasos. La seguía con la mirada por si se volvía. Pero había advertido que llevaba una cesta de malla de plástico en el bolso y que probablemente se metería en el primer comercio que encontrara.

Me encogí de hombros y me metí en la CIA.

Lady Bird,

¿de qué color es el fondo del mundo,

el centro de la tierra,

el confín izquierdo del universo?

Yo amo las preguntas más intolerables,

pero no tolero su olor de extranjero.

Lady Bird,

¿conserva el déshabillé de la primera noche,

las bragas ducales, la bacía de oro,

el pájaro disecado que cantó al amanecer?

Deme un trago largo y márchese lento,

cargado de cosas que me han dado miedo.

Lady Bird,

¿en sus cuatro horizontes cabe el deseo,

el terror, el recuerdo, la pasión, el olvido,

los relojes rotos, el alfiler sangriento?

Poseerán la tierra, pero yo no lo veré;

he nacido vieja para amar las ruinas,

amo mi rancho, mi poder y mi gloria.

Disparé primero.

Eso está por ver.

El día que nací yo reinaba Saturno;

anillado el despeñadero,

pintado de púrpura macabra, fingía homenajes.

Qué sucia gente,

ha pasado usted y ha pasado la muerte,

no sabría apreciar un barbacoa.

Me encantan las fiestas campestres.

Me lo pensaré.

He llegado a Dallas cuarenta y ocho horas antes que Kennedy. Mis contactos con la policía local han sido rutinarios. Yo ya conocía las pocas simpatías de que goza Kennedy en Texas, quizás el Estado de la Unión donde la superestructura ideológica de los petroleros más haya impregnado la sabiduría convencional de la gente. Hasta los guardacoches tienen una postura moral de hacendado con profundos intereses en Venezuela o Argentina. Estoy convencido de que este país se merece una emisión especial de dólares con el mismo valor, pero más grandes y plastificados, dólares tejanos con la grandeza de un buque cisterna. Como a través de un proceso aristotélico, aquí se vive la última causa de efectos que he presenciado en otros viajes y misiones especiales. Recuerdo a los niños limpiabotas de Río de Janeiro, a los indígenas ventrudos de Para y Manaos, a aquel quechua boliviano que Barrientos interrogó personalmente en mi presencia. El orden de los hombres y las cosas es el primer efecto de esta última causa. El equilibrio de la oferta y la demanda entre los hombres y los pueblos tiene su fiel en estas tierras, en estas oficinas rotuladas a plena fachada, en estos hombres empurados, sombrerados, altos, rectangulares, que al hablar expresan todo el desprecio que sienten por cualquier forma de otredad: hormiga, peón mejicano, muchacha cigarrera filipina, peón caminero de Jaén, esas barcas viejas que los pescadores de Veracruz embrean una y otra vez, o esa colilla que los presos se pasan con el manipulado cuidadoso del que juega con la última oportunidad.

La policía local se ha limitado a darme una credencial especial y a acompañarme durante doce horas seguidas, una y otra vez, a lo largo del recorrido que hará Kennedy. Un solo punto peligroso. Un momento en el que el coche atravesará un amplio espacio dominado desde lo alto de un puente. He telegrafiado a Washington mis conclusiones y Morrison ha dispuesto un servicio de seguridad normal. Mi misión prácticamente ha terminado con este estudio previo. Durante el recorrido de Kennedy debo estar un poco en todas partes, supervisar, observar. En fin, nada. Yo sé que lo difícil es estar al lado del «paquete». Sé que el comportamiento de un «paquete» sufre cambios radicales durante estos viajes. Recuerdo mi última misión junto a Trujillo. Jamás he visto a un hombre más receloso, pero con más orgullo para disimular su miedo o su recelo. Usted, viejo, mire al norte. Vigíleme el norte, amigo. Que yo por mi cuenta ya vigilo el este, el sur y el oeste. Esta frase, Trujillo la había dicho a todos sus agentes especiales anteriores, pero no estaba deteriorada por el uso porque el Benefactor hablaba con una gran plasticidad y aunque se repetía siempre parecía improvisar. De la corte del Gran Tamerlán a la corte de Federico II el Arabizado, en un año había recorrido un largo camino histórico-cultural. La única conclusión sincera que había sacado es que por mí podían reventar Samarcanda y Sicilia, Trujillo y Kennedy con toda su fotogénica familia.

Durante mis paseos por Dallas comprobé que no se había extinguido en mí lo que Muriel llamaba mi séptimo sentido pequeño burgués: la tendencia a echar raíces, adaptarme a una norma de vida. Sentía nostalgia de Washington, de los lugares conocidos, de mis recorridos habituales. Deseaba que llegara cuanto antes Kennedy para ver a mis compañeros, al propio presidente, a Jacqueline. No hay nada tan triste como comer solo. Comer solo rodeado de tejanos aguerridos ante un bistec de dos palmos cúbicos. Comer un bistec tejano es realizar una contraescultura cúbica, ir variando la forma de un cubo de carne en un acto de improvisación gastronómico-surrealista. Cada pedazo arrancado a la materia carne libera un lugar en el espacio y la nueva forma tiene casi una vida propia en espera del nuevo asalto. Es la guerra. O, al menos, una batalla complementaria de la gran guerra contra la gran vaca. En la gran sociedad de la abundancia postindustrial, en los restaurantes servirán a la gran vaca entera, despellejada, erudita, y uno se la irá comiendo en los ratos de ocio. Un programa para el ocio. He descubierto un programa para el ocio. Comer vacas tejanas tostadas, con un suave aroma petrolífero. Ganadería e industria petrolífera, la vieja pugna de la inacabable novela de Erna Fober. Estos tejanos deberán exportar vacas congeladas al alcance del ocio del último peón guatemalteco, del último camarero español. Tal vez por entonces, dentro de cien años, los españoles hayamos perdido el respeto reverencial que nos sugiere un bistec de cien gramos, lejana estrella en aquellos oscuros cielos de la posguerra. La liquidación del recuerdo de la guerra civil y de la posguerra es la condición sine qua non, para que los españoles nos integremos para siempre en el limbo de la sin sustancia y la mediocridad. Es la última vez que hicimos algo digno de aparecer en la primera página del New York Times.

La papelera tenía la cadena y el candado según lo previsto. Comprobé que dentro estaba el fusil con el teleobjetivo y volví a cerrar rápidamente para impedir la intromisión de cualquier mirón. La distancia de la papelera hasta el inicio de las escaleras del puente era ideal. Me bastaba coger el fusil, saltar dos o tres tramos de escalones y tendría un ángulo de tiro propicio.

Recordé mis primeras experiencias de tiro a blancos vivientes en la Escuela de Reconversión Profesional. Tenía ya tres meses de adiestramiento psicológico sobre mis espaldas y me soltaron a una vieja gorda tunecina. La vieja corrió según lo convenido, dando vueltas en torno a un punto determinado. Yo debía apuntar en la tercera vuelta, cuando estuviera frente a mi objetivo. Pero la vieja de pronto salió en línea recta hacia la puerta del vallado, tropezó y cayó varias veces con aparatosidad de vieja y gorda. El instructor contuvo mi actitud de cazarla en plena escapatoria, en sus facciones leí claramente el insulto que me dedicaba: sanguinario.

La vieja se quedó junto a la tapia, empapada en fatiga. El instructor subió a un jeep y fue hasta ella. Bajó y le mostró el papel del contrato. A distancia supuse que le estaba leyendo las cláusulas, todo con una amabilidad depuradísima. Con una mano el instructor sostenía la póliza, con la otra se ayudaba en la argumentación de los párrafos determinantes. La vieja le discutía alguna cosa porque juntos miraban el papel y volvían a discutir. Por fin parecieron llegar a un acuerdo. El instructor dio una palmada en la espalda de la mujer, la ayudó a subir al jeep y la descargó en el círculo de tiro.

Esta vez sólo le di tiempo a que diera una vuelta. El tiro la convirtió en un saco de gelatina que se fue venciendo hasta recostarse totalmente en el suelo sin el menor prurito estético.

Al instructor no le gustó mi precipitación.

—Este hombre estará allí porque aquél es su sitio —me aseguró Morrison con la quijada más acentuada que cuando ordenaba desembarcos.

—¿No se moverá?

—No sé si usted me ha entendido. Creo que no. No tiene otro sitio. Usted, que tiene cultura, tal vez podría decirlo mejor que yo. Ese hombre, sin ese puente, sin esa roulotte, sin el permiso municipal que le hemos dado para que sitúe su roulotte y su comercio, precisamente en ese puente, no es nada. Ahora, en cambio, es un trotamundos cargado de agradecimiento.

—Por poco tiempo.

—No se enterará nunca de su torpe fortuna.

Morrison tiene los pies sobre la mesa que no es suya. Temo por el palisandro de una manera irracional. De buena gana daría un manotazo a esos pies para que cayeran al suelo que es su sitio. Pero míster H no dice ni una palabra. Se limita a mirarnos desde su sillón gerencial, curioso o perplejo. En sordina, la radio va preparando al pueblo de Dallas para la recepción a Kennedy.

—Ya está aterrizando. Vaya a su puesto.

Tal vez he volado por un raro cielo de recuerdos. Me acompaña Muriel en una mañana de otoño, junto a un estanque con lotos, o tal vez sin lotos, algo vencida su habitual ronquera mental por el bienvenido calor de un día bueno bajo el sol. El mismo sol que me sorprende a la salida y me aplasta bajo la evidencia de que estoy en Dallas, de que he elegido ser un verdugo y no una víctima. Tan elementales debieran ser los títulos en las tarjetas de visita: víctima, verdugo. Nada más.

Con el dinero que cobre dejaré todo esto. Buscaré una muchacha no muy lista, fresca y huraña. Me la llevaré a una isla de poca presencia. Quemaré las naves. Sólo me quedaré algunos libros y algunos discos. Sólo me quedaré las naves del recuerdo.

—Tengo ya el suficiente dinero para ser Ubre.

Grité casi más que dije en voz alta para sorpresa de caminantes. No sólo os apunto con mi pistola, imbéciles. Además puedo compraros algo, a casi todos os puedo comprar la cara de babosos que tenéis.

Y casi sin darme cuenta, el puente cruza el final del horizonte. Está allí.

Aquél era el puente.

Paseé arriba y abajo. Nada objetivo motivaba mi desazón. Pero el puente me atraía y lo recorría una y otra vez, sin saber por qué. En el extremo izquierdo dormitaba una roulotte. La rodeaban algunos niños y gritaban: «¡Que salga, que salga!» Un hombre viejo quedó enmarcado en el dintel de la puerta de plancha. Iba medio maquillado de payaso y se llevó una mano plana sobre las cejas, como oteando un inmenso horizonte. Los niños se pusieron a reír y se daban codazos entusiasmados. El viejo hacía viejas payasadas. Fingía dormir. Fingía caerse. Se caía. Fingía llorar, pero no lloraba porque sus ojeras rojas no se diluían y sus ojos se adivinaban secos tras el arácnico rimmel. En la camioneta había un rótulo: «Fred, el amigo de los niños». Y Fred se metía en la roulotte una y otra vez y una y otra vez reaparecía con algo nuevo: un loro, un mono, una silla de tres patas sobre la que no conseguía sentarse. Después sacó una alfombra mágica y se montó encima. La alfombra dio cuatro o cinco vueltas a la roulotte en un vuelo perfecto. Los niños querían subir, pero Fred hizo una cómica mueca de prohibición y se metió la alfombra mágica en un bolsillo. Después vi cómo tragaba el fuego que despedía un alambre y cómo se ponía un viejo traje de baño para lanzarse dentro de un gran barreño sin agua. Fred empezó a gesticular como si pronunciase un sermón o un discurso, pero no decía nada y a los niños aquella sustitución les hizo mucha, muchísima gracia.

Abandoné el puente y al llegar a su base seguí contemplando las payasadas de Fred, allá arriba, cada vez más rodeado de niños. Faltaba una hora escasa para la llegada de Kennedy. De vez en cuando pasaban parejas de motoristas rumbo al aeropuerto y los policías se iban situando cansinamente a lo largo del trayecto. Me rozó el codo de una muchacha vestida de amarillo. Sobre la sucia agua contenida en un tonel destartalado flotaban cáscaras de almendras y un estuche desvencijado de Lucky Strike. Hundí el estuche empujándolo con un dedo y me quedó un cerco de grasa negra en torno a la primera falange. Me metí en un bar para utilizar el lavabo. Frente al espejo imité algunas payasadas de Fred. Dije con los labios algunas frases de Kennedy, pero mi voz no las elevaba a la categoría de proclama. Dije: «La conquista del espacio es la gran aventura de nuestra generación». «Somos demócratas porque hemos aprendido a respetar el valor de la persona.» «Los pueblos pobres del mundo miran hacia nosotros con rencor, pero con esperanza»… El espejo me devolvía manchas de vapor que difuminaban mis rasgos y manchas de óxido junto al marco metálico. Tiré varios palmos de toalla y siempre salía rota. Me sequé las manos con mi propio pañuelo y cayeron al suelo las llaves del coche. Las tres llaves quedaron separadas, con el llavero absurdamente abierto y sorprendido. Tardé en superar mi irritación y en decidir que no cabía otra salida que agacharme y rehacer la relación entre el llavero y las llaves. Mis dedos tenían una desacostumbrada torpeza. Tardaron en pasar las tres llaves por el aro y luego el conjunto quedó en la palma de mi mano, sin que ni él ni yo supiéramos qué había que hacer.

Con el llavero en el bolsillo me fui a la barra y pedí un vodka con ginger ale. El camarero era mejicano y le hablé en castellano. Pero apenas si sabía algunas palabras sueltas. Con el vaso en la mano fui hasta la puerta. La gente iba formando hileras compactas a ambos lados de la calle. Ni una pancarta en aquel sector. Bebí rápidamente y me dirigí hacia una de las centrales de control. Di la clave y me informaron que no había ninguna anomalía. Alguna pancarta ofensiva, pero ya estaba rodeada por policías de paisano. Los helicópteros sobrevolaban las azoteas y en algunas ventanas vi la inconfundible cara cuadrada con sotabarba que caracteriza a un 70 por 100 de la policía estadounidense. Me encaminé hacia el puente. Había más gente caminando al albur que alineada en espera de Kennedy. Pasaron varias camionetas con altavoces que pregonaban consignas publicitarias. Divisé una pancarta a lo lejos, pero no podía leer su contenido. De un coche patrulla estacionado salía la voz alterada de un locutor. Enseñé mi credencial y metí la cabeza por la ventanilla: «… y en estos momentos el presidente Kennedy va a iniciar el recorrido por la ciudad…»

—Ya ha llegado —dije para mí, pero en voz alta.

—A ver cuándo se va —contestó sin mirarme uno de los policías sentados en el coche.

—¿Le molesta la visita de Kennedy?

—Prefiero a Bop Hope.

Los otros tres se echaron a reír. Uno alcanzó el punto de las lágrimas y se sujetaba el vientre con las dos manos. Sobre un dedo, a semejanza de un botón que cerrase el secreto de aquel vientre inmenso, un enorme sello de oro que reproducía la cabeza de un comanche.

—No se enfade, «fede». ¿Usted es un «fede»? Aquí, en Texas, no nos dejamos impresionar por los presidentes de Washington. Por eso vienen tan pocas veces de visita. Eso les gusta a los caballeros del este. Y a las tías del este. Hay que ver cómo les gusta John a las tías del este.

Saqué la cabeza y me vi envuelto en una girándula de gentes bicolores y tricolores, banderas del Estado, algunos cantos, papelinas de maíz tostado, surcos de reactores en el cielo, un estrato de sol roto sobre las cabezas, y sobre el estrato, el puente. Fui hacia el puente, cada vez a mejor paso. Mi cabeza se dividía entre la contemplación balanceante del puente que se acercaba y el ruido de las sirenas que avanzaban a mi espalda. Cerca de la base del puente me detuve porque el ruido de las sirenas casi me despellejaba el cogote.

Vi los insectos motorizados rompiendo el túnel de aire entre el gentío. Al fondo avanzaban los ojos muertos de los primeros coches de la caravana. Las motos rasgaron mi inmediata zona de visión y por el jirón se metió un coche, y otro, y otro… en el que iban John, Jacqueline y Connally avanzaba a marcha algo más lenta. Estaba a unos cien metros.

Entonces me eché el fusil a la cara y apunté con seguridad de robot. De mi ojo brotaba un cañón metálico que brilló mil veces más que el sol. El estampido llegó a mis oídos mucho después que el griterío de la gente. Vi a Jacqueline tendida sobre el cuerpo inclinado del presidente y a un agente saltar de su coche al presidencial casi sin que se detuviera la marcha. Pero yo no estaba quieto. Desde que había desaparecido el estampido ya corría hacia el puente y sólo cuando agarré la baranda de la escalera metálica para dar impulso a mi subida, me di cuenta que en el otro extremo la estela del gas se iba del tubo de escape de una berlina.

No hay duda de que ha trabajado usted muy bien, Morrison. Ni siquiera yo era uno de los entusiastas de su plan. Pero las cosas han salido muy bien. Pepe Carvalho ha actuado en el momento oportuno, ha estado donde usted quería que estuviera. Se ha comportado como usted, como yo, queríamos que se comportara

Como él mismo quería comportarse. No lo olvide.

Es cierto. Incluso eso. Como él mismo quería comportarse. Es un final feliz.

Mister H enciende las luciérnagas de sus ojos y despide rayos dentales. Tira a un blanco de corcho dianas de plumas caras, pintadas de verde de music-hall. Morrison se trabaja las manos con un cortaúñas cromado.

Ha trabajado usted muy bien, Morrison. Desde el instante en que metió a ese hombre en nuestro plan hasta el instante en que está a punto de salir. Alguien pintará esta noche de purpurina triunfal las mejores estrellas de Texas. Ha llegado el día de la liberación y el oxígeno. Fíjese, fíjese. Respiro como si tuviera quince años y en mis pulmones pudiera entrar todo el aire del mundo y salir un huracán sin piedad.

Mister H derrumba pisapapeles y encendedores pesados como catedrales. Le basta respirar para introducir el vaivén en el cuerpo de su mesa palisandro, los globos de opalina pendulean y hasta los tabiques prefabricados se comban como velas de una nave imaginaria.

Me comería una vaca.

Cómasela.

Morrison se pasa las manos por la cara, pero no se le borran las pecas. Se estremece por el viento provocado por míster H y hunde el cuello entre las solapas de su chaqueta a cuadros.

El hijo de perra ha muerto.

Quiero cobrar y marcharme.

Ahora sería contraproducente. Todo el mundo olería el pastel.

Sé disimular. Mi oficio es, básicamente, saber disimular. Quiero cobrar y marcharme. Queda poca cosa por hacer. No se preocupe, lo haré y en paz. Después me iré.

Déjeme soñar a su lado, Morrison. El mundo sin Kennedy es más mío, no sé cómo explicárselo.

El mundo sin Mussadecq también fue más suyo.

Gracias, gracias, Morrison.

El mundo sin Enrico Mattei, también fue más suyo.

Gracias, gracias, Morrison.

Pero aún le queda mucho por hacer. Y esta vez no seré yo el que lo haga. Estoy cansado. Este montaje ha excedido mi capacidad de aguante. Lo termino y en paz. Quiero cobrar y marcharme. Ya queda poco por hacer.

¿Se quiere jubilar?

Llámele como quiera. Quiero recuperar mi capacidad de relación con los demás. No quiero volver a tratar con gentes como usted o Pepe Carvalho. Quisiera ser farmacéutico o croupier, padre de familia o playboy de medio tono.

Y sin embargo, tiene un raro talento para dirigir intrigas. Es usted temible.

Soy un técnico. Eso es todo.

Con lo que cobre tendrá, el futuro asegurado.

Si usted lo dice.

Yo pago bien. No puede usted quejarse.

Yo quiero la parte de Pepe Carvalho.

¿Por qué?

No estaba previsto que yo le matara. Su muerte le cuesta a usted su parte.

Aún no lo ha hecho.

Es cuestión de minutos.