En una de las dependencias laterales de la Casa Blanca se ha instalado un bar provisional destinado al personal más o menos subalterno. Es un rincón agradable, decorado según el estilo de los refugios montañeros. Jacqueline lo hizo ambientar por el especialista en decoración de la cadena de albergues Valley; tiene la frescura de una vieja casa de piedra en verano, el calor de una vieja casa de piedra en invierno. Allí nos reunimos a veces los agentes especiales y algunos mandos de la policía al servicio de vigilancia del presidente. Con ellos pasé el último fin de año y con ellos consumo algunas de mis veladas, jugando al póker, charlando de mujeres o escuchando canciones representativas de las distintas nacionalidades de los agentes. Predominan los norteamericanos, pero también hay un buen puñado de irlandeses auténticos, algún escandinavo e italiano. No hay agentes ingleses. Kennedy no quiere agentes ingleses porque los considera lentos de reflejos.

Sean Poverty es el más charlatán. A veces me carga como sólo puede cargar un irlandés o un gallego charlatán. Es decir, un celta charlatán es mucho más cargante que cualquier sudamericano o meridional europeo charlatán. Porque los celtas son monótonos en la inflexión de la voz, sus dejes son poco variados y siempre parece que cuenten la misma historia. Pero a veces, Sean Poverty está tocado por una invisible vara mágica inspiradora y cuenta historias interesantes. Sean había pertenecido al séquito del ex presidente Horty. Cuenta cómo el presidente escudriñaba continuamente el suelo por si veía algún céntimo perdido. Estuviera donde estuviese, Horty se agachaba y cogía la moneda. Cuando era joven intentaba disimular o hacía un comentario sarcástico para demostrar su desinterés real por la cantidad adquirida. Pero después, Horty recogía la moneda sin recato y se la guardaba en el bolsillo del chaleco. Horty, según Poverty, creía en las brujas y era muy mal hablado. Le gustaba la carne muy hecha, casi reducida a fieltro requemado, y se hurgaba las narices con los dedos y los entredientes con las uñas. En cambio, no toleraba llevar una camisa más de cuatro horas.

Sean Poverty fue pescador de bacalao y conoce todos los mares de todos los nortes de este mundo. En cambio, teme los mares del sur y cree en la leyenda del Salto Infinito, según la cual a partir del ecuador las aguas se precipitan en una catarata que nunca llega a ninguna parte; una perpetua catarata prolongada hacia la profundidad absoluta. No se sabe si a media profundidad, más arriba o más abajo, habita una doncella inmortal, con siete tetas, cuatro pies y dos ojos rojos fosforescentes. Es una doncella cárdena que se alimenta de aletas de peces transparentes y ciegos. Se llama Maureen y es hija de Sistorix el Azul, gran rey del viento malva del atardecer. Trágico destino el de este rey, capado por un ballenato lleno de perversidad y lujuria a quien las brujas de Erín condenaron a dar vueltas sobre sí mismo eternamente. Por eso, unos metros antes de precipitarse la cascada, un pequeño remolino constante señala la presencia del ballenato loco que gira y gira sin poder parar por los siglos de los siglos.

A Sean Poverty le llamamos «el Cuatrero» porque robaba gallinas en Irlanda para cometer abusos deshonestos. Fue encarcelado por tan aladas costumbres y pasó dos semanas en la celda de castigo, pero un guardián, movido por el aprecio del paisanaje, le llevó a la celda un plato especial a base de cerdo guisado con berzas. Fue aquel guardián un hombre providencial en su vida. Abrió ante sus ojos las perspectivas de una existencia honrada y constructiva. Confió en Sean y le ofreció el puesto de jefe del economato de la cárcel; allí, Sean pudo cebarse a base de latas de sardinas, jamón de York, bacalao seco y judías pintas. Se hizo amigo del gordo cocinero, un abortero al que se le escapó el control de una aguja de hacer punto y abrevió la existencia de una muchacha de la campiña de Dublín. El cocinero era una de las atracciones de los guardianes y los presos selectos. De noche le sentaban sobre una pequeña silla con la ayuda de cuatro hombres, le ponían manto de cubrecama, corona de cartón y báculo de escoba. El gordo cocinero llegaba pronto al trance y recitaba las letanías de Enoch Connolly en convocatoria de las Siete Doncellas Aladas. Después se organizaba una pintoresca comitiva tras el cocinero que recorría las galerías radiales de la cárcel, penetraba en las celdas donde dormían los novatos y les obligaba a bajarse los pantalones entre las luminarias de velas lagrimeantes. Entonces el cocinero sopesaba con la cuchara el cuelgo de los cojones y, en caso de desaprobación, daba un cucharazo en cada pelotilla que provocaba alaridos y algún intento de rabioso desquite que los guardianes impedían para evitar escándalos.

Una noche el cocinero se durmió mientras recitaba las letanías de Enoch Connolly y un marinero inglés bujarra le prendió fuego al manto real. El cocinero notó el calor en su pálido, inmenso, terráqueo culo; corrió cuanto pudo con el grito por delante y el fuego por detrás. Caído, pisoteado, manteado, dejó de ser cocinero en llamas, pero también hombre. O al menos así clamaba con lágrimas en los ojos al día siguiente. Sean fue uno de los que opinaron que el cocinero nunca lo había sido, que su hija no era su hija y su mujer, menuda pero bien formada, no era su mujer en la cama como no era pelirroja de nacimiento.

Sean era un pozo de historias. Un pozo tan hondo como el desplome de la catarata del Salto Infinito. A veces, cuando le veo rompiendo una pancarta con la mano derecha, agarrando una melena fugitiva con la izquierda, con una rodilla sobre las entreingles de un cuerpo caído y el pie de la otra pierna semihundido en un estómago sorprendido, me hago cruces y no concibo cómo tal nivel de eficacia puede corresponder a un hombre tan dado al recuerdo y a la fantasía.

Lady Bird:

Me molesta que huela usted mis camisas cuando yo no estoy en la habitación. Muchas veces, con la lupa, descubro la huella de la puntita de su húmeda nariz roja sobre mis impecables pecheras. También noto que me registra usted los bolsillos, los cajones, que chupa mis bolas de naftalina y se limpia los dientes con mi cepillo.

Si vuelvo a descubrirle en estos actos o espiándome por los pasillos disfrazada de dios romano de plástico, según el diseño de Walter P. Reagan, juro que se lo contaré todo a su marido.

Morrison es un capitán.

Un capitán a lo Errol Flynn: el capitán. Nos inspecciona como herramientas delicadas, en muchos momentos yo diría que incluso nos conduce con una fuerza energética ocular que nos acompaña a lo largo de todo el día. De no ser por su manía de frotarse continuamente la cara, como intentando borrarse los millones de pecas, uno no comprendería por qué Morrison ha sido tan torpemente desconocido por los cazatalentos del cine. Cuando se frota la cara con sus manazas, arrastran a su paso la consistencia de sus facciones y se revela lo gelatinoso de su musculatura facial. Parece entonces un monstruo víctima de quemaduras horrorizantes. La gelatina del rostro forma como un abandonado manotazo de masa blanda de harina y huevo, en el que destacan las rasgaduras de los ojos y la boca a punto de diluirse.

Morrison se frota el rostro cada dos o tres minutos, esté donde esté, y de no sospechar que tiene el cerebro y el alma como ladrillos, yo diría que el oficio le angustia, le molesta y quiere borrar su identidad culpable. Pero por lo demás siempre es un capitán. Le falta la lancha de desembarco, el tremolar de las banderas acosadas por los obuses o las flechas, le sobra agua en la cantimplora y su úlcera de duodeno no le permite ingerir más de diez latas de alubias en su jugo por año. Y sólo cinco si las judías se fríen con tasajo de tocino salado. Pero sus ademanes nos reclaman desembarcos cuerpo a cuerpo, acciones heroicas y desesperadas que nunca estamos en condiciones de realizar.

De pronto, tras la composición del más épico de los falsos cromos de álbum infantil, Morrison se relaja. Hunde su no muy robusto cuello en el pecho y se calza las manos en los bolsillos de los pantalones. Camina entonces en un vaivén de puntilla y talón rapidísimo, que le permite alejarse sin que el espectador apenas lo advierta. Parece como el final de un gag afortunado en el que Jerry Lewis ha fingido ser Errol Flynn, ha dado el pego durante unos minutos, pero descubierto, Jerry Lewis camina en un vaivén de puntilla y talón rapidísimo, hacia un mutis de delirio, cuando la sala revienta en sus junturas por los aplausos.

Morrison me respeta.

Gracias a él he conseguido penetrar en el puro meollo Kennedy y apenas me distrae con otras ocupaciones. Jackie y John le tratan con mucha menos consideración que a mí, por ejemplo nunca le invitan a cenar. Pero le tienen confianza. Más que a mí. Kennedy me dijo un día que no soporta las maneras de los agentes de la CIA más corrientes. Morrison, según el presidente, conserva esa inquietud ciática que le lleva a estirar el cuello sin ton ni son y a mirar a izquierda y derecha, incluso cuando va al cine, como si la tensión vigilante no le abandonara nunca.

He fracasado cuantas veces he intentado llegar a sus vivencias extraprofesionales. No contesta nada que pueda situarle más allá de la realidad en que coincidimos. Si le preguntas qué color prefiere, encoge el cuello y se cuelga de las facciones un mohín de indiferencia. No sé si le gusta el boxeo o las mujeres. Una vez le hice un comentario sobre las nalgas de unas muchachas que paseaban más allá de las verjas de la Casa Blanca. Le dije algo así que cuánto me gustaría darles con mi porra en las nalgas y Morrison dijo que eso es cosa de la policía de uniforme. Cuando le aclaré el sentido de la palabra «porra» no pareció afectado, ni siquiera se creyó obligado a respaldarme con una sonrisa de recepción. Me dejó en el aire, desairado, con el comentario envolviéndome la cabeza, como una molesta nube que yo mismo había situado allí.

No tiene opiniones políticas muy claras, aunque a veces se muestra muy radical en su derechismo. Ahora que apuro el recuerdo, resulta que hace ya algunas semanas me comentó que Kennedy es tan honesto como ingenuo.

—Cree en la posibilidad de la coexistencia exterior e interior.

—¿Tú no?

—Da lo mismo. Yo cumplo mi trabajo. Es posible que pudiera estar de acuerdo con él, pero sé en qué país vivo y él no; me temo que el presidente no sabe en qué país vive.

Como demostración me enseñó un artículo de Walter Lippman que llevaba recortado en el billetero. En él se comparaban las virtudes americanas de Kennedy y Johnson. Según Lippman, Kennedy es un presidente de lujo, excesivamente culturalizado, desconectado del nivel del país. En cambio Johnson es más «americano». Morrison estaba de acuerdo con Lippman. Me sorprendió su faceta lectora. Me sorprendió un inédito Morrison cargado de opiniones propias o compartidas con Walter Lippman. Le traspasé parte de mi sorpresa.

—No, no son opiniones mías. Ya hablaremos. ¿Te gustaría asistir a una reunión de amigos? No es nada subversivo. Son gentes de la John Birch Society. Muy fanáticos. No estoy totalmente identificado con ellos. Pero me gusta escucharles. Son sanos.

Morrison nunca habla de su mundo afectivo. No se le conoce un acompañante femenino. Parece haber nacido en las caballerizas del poder por generación espontánea. Con respecto al palacio y a los Kennedy, parece como el antiguo aprendiz de tienda de ultramarinos, que ha crecido en la tienda y con él el guardapolvo, monstruosa mixtura de pariente y criado que finalmente goza de la protección del dueño de la tienda para hacerse algún día con colmado propio o de arriendo. Morrison parece criado a la sombra de los Kennedy, hasta tal punto es un apéndice perfectamente encajado en la mecánica biológica del palacio. Pero nunca podrá tener el poder, ni en arriendo ni en propiedad. No le supongo ambiciones. Aunque puedo equivocarme. Siempre me ha recordado el feroz personaje del sargento de la novela de Mailer Los desnudos y los muertos.

Incluso le pregunté si alguna vez había posado para la novela de Mailer, y su catastrófico sentido del humor le hizo contestarme que había combatido en Europa y que el único literato próximo había sido mi poeta lírico de Toledo (Ohio). Compañeros de tienda, el poeta había muerto cerca de Dresde, en un tiroteo absurdo entre soldados ingleses y americanos.

Días después, Morrison me trajo un papel amarillento en el que conservaba un poema del compañero muerto.

—Todo el día hablaba del libro que estaba escribiendo. Se titulaba A la sombra de las muchachas sin flor. Era un libro verde, nos decía.

El poema del amigo de Morrison no era malo. Soportaba los restos del postromanticismo de la promoción de poetas ingleses del 30, pero ya se adivinaba en ellos la muerte del tiempo y el espacio, el amor tajamiento de la experiencia personal:

Paseo por una ciudad

sin orillas;

miente la tarde,

espejos, despedidas, humos

que denuncian retornos

me deja solo

el paso de muchachas alejadas,

no pronuncian mi nombre, no decretan

mi muerte,

entonces regreso

a los artesonados pasillos del recuerdo

pieles, carnes, repletas siluetas en sus cueros

el ruido de los párpados al cerrarse

y tal vez

tal vez un grito literario puso nombre

al instante en que fui feliz

a la sombra,

siempre a la sombra,

de las muchachas en flor.

Por un momento, muy fugaz, creí que el poema era del propio Morrison. Pero allí estaba, a unos metros, en plena preparación de un recorrido de Kennedy, con todas las pecas fijas sobre un tablero iluminado en el que proyectaban irreales «sombritas» como topos, con el ceño de Errol Flynn al borde de un desembarco en una Normandía.

Era del todo imposible.

Uno se encuentra cumpliendo este oficio para evitar el desempleo o cualquiera de las variadas formas de sub-empleo que se establecen en los países que no son desarrollados ni subdesarrollados, sino todo lo contrario. En esos países, nada sirve para nada y nadie para nada. Vivir la historia se basa siempre en un simulacro de realidad y de comportamiento. Estos países podrían desaparecer del mapa y apenas se notaría, todo en ellos es pequeño y escaso, y sólo esa rara sentimentalidad que saben destilar los pueblos para no recurrir al suicidio colectivo impide que sus habitantes se lancen al mar como las ratas que huyen de un movimiento sísmico. Son países que no pueden hacer la revolución ni construir un capitalismo de verdad; por esta doble condición, las castas dominantes no pueden ser liberales ni dictatoriales, pero tampoco pueden recurrir a una síntesis que, en definitiva, sería una concesión liberal. Y entonces son alternativamente dictatoriales y menos dictatoriales. Todo el mundo teme de todo el mundo, porque todo es precario y provisional, eternamente provisional, inamoviblemente provisional. Las minorías se cuentan de uno en uno y las mayorías de tres en tres (aunque la tendencia hacia la represión sexual y las fachadas encaladas impide que los tercetos progresen como protoforma de vida colectiva). La economía de estos países se puede compilar en un solo libro de Debe y Haber y bastaría un economista seisdedos para que pudiera llevar la contabilidad nacional. En cuanto a la cultura más vale no hablar, o bien, hablemos. Allí se establecen las reglas de un mercado comme il faut y los profesionales de la cultura se aplican a la tarea de crear mercancías. Esas mercancías se dividen básicamente en dos clases, correspondientes a dos estuchados diferentes: artículos para diccionarios enciclopédicos y horas de clase para adolescentes repetidores. Excepcionalmente, algunos intelectuales con años de profesionalidad encuentran el chollo de poner pies de foto a ciertas obras en papel satinado, donde salen negras en sus propias tetas y el puente colgante de Bilbao. Otra serie de intelectuales con horas de vuelo pueden dar siete u ocho conferencias a viajeros cursos de estudiantes americanos. Estas conferencias se pagan en dólares.

Y todo lo demás es miseria o, lo que es peor, premiseria o postmiseria, económica e intelectual y vana palabrería fascista, liberal y marxista. Y hay que ver cómo presumen de institucionalización de lo no institucionalizable, de liberalización de lo no liberalizable y de lo propicio de las condiciones objetivas. La madre que les parió.

Hoy me ha preguntado Jacqueline mis opiniones sobre los toros y la poesía de España. Que quién era más valiente: «el Litri» o Dominguín. Que quién era más valiente: el Goytisolo o el Blas de Otero. Le he dicho que lo bueno del Goytisolo es el volapié y que «el Litri» siempre me ha parecido monacal y algo reaccionario.

La verdad es que, o se está con Muriel o se está en la CIA. El otro día lo pensaba a las cuatro de la madrugada, cuando me despertó con sobresalto la frenética llamada en una puerta que no era la mía. La llamada me recordó cuántas veces temimos oírla Muriel y yo, con la angustia por el otro en la piel más sensible.

Y también, la verdad sea dicha, esto de la CIA es una bicoca.

El presidente, hoy, ha recibido una invitación formal para visitar Dallas. El gobernador de Texas, Connally, ha insistido con argumentos que a Kennedy le han parecido muy válidos. No se puede vivir de espaldas al petróleo del país, sobre todo en un momento en que la Alianza para el Progreso obligará a reajustes al sur del Río Grande, en detrimento de la hegemonía de algunos petroleros texanos. Kennedy ha dicho algo así como que la democracia químicamente pura ya sólo puede ejercerse equilibrando lo que está desequilibrado por las reglas del juego de la espontaneidad. Connally no le ha entendido y creo que Robert Kennedy tampoco, pero asentía. Robert no asiente como pelotillero, asiente porque él sí es un inmejorable instrumento de expresión política. El presidente ha filosofado con desparpajo sobre el futuro de la democracia. El liberalismo, venía a decir, es algo más que una doctrina política-económica-social. Es un temple, en el sentido existencial de la palabra. Algo que recuerda mucho aquellas afirmaciones de Bretón en el primer manifiesto surrealista: Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna se basa en mi única aspiración legítima. Tese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. Lionel Trilling, que asistía a la entrevista, ha dudado sobre la fidelidad de la cita de Bretón. La ha considerado excesivamente dogmática y antiliberal. Para Trilling, el final de la cita debiera variar… es preciso reconocer que se nos ha legado una POSIBILIDAD de libertad espiritual suma. Kennedy ha recurrido a una edición de Bretón y la cita era exacta, pero Trilling ha insistido: en los anales de las declaraciones de Kennedy la cita debiera aparecer reformada. El presidente ha empuñado el teléfono con decisión y ha solicitado línea directa con París. De Gaulle estaba en La Vendée, acariciando niños vestidos con trajes regionales y el contacto se ha demorado unos minutos. Por fin, De Gaulle al aparato. Ha dado su visto bueno a la corrección, siempre y cuando Bretón sea consultado. En los archivos del FBI, André Bretón seguía teniendo ficha como comunista. Kennedy ha rogado a Trilling que viajara a París para negociar la suave enmienda del Primer Manifiesto Surrealista. Trilling ha pedido unas dietas de viaje abusivas, en opinión de Edward Kennedy que es algo tacaño.

El presidente ha hecho un mohín delicioso y un amplio y vano gesto que traducía exactamente el laissez faire, laissez passer.

Sólo he presenciado una fiesta de gala en el Palacio de las Siete Galaxias, pero jamás la olvidaré. Las siete esferas de cristal resplandecían con una luminosidad percibióle desde el Potomac, cada esfera adoptaba una tonalidad diferente, que no correspondía con los colores tradicionales. Jacqueline me dijo que los colores luminosos del palacio eran: indoor, kegisem, duluen, corís, salial, paudá y balisem. El kegisem es el color del palacio de las recepciones. Se prepara con polvo de ala de libélula y zumo de lilas en estado de buena esperanza. Es indispensable que el mezclador de color sea un alquimista indio que sólo viaja de noche y se alimenta de incienso muy relavado. El alquimista debe ponerse casulla de obispo y braguitas de doncella quinceañera. Ha de rodear siete veces el crisol del Bulu Domenián y ha de decir:

Dolisa dalei dondia siminem

dalei dosiá uliante cosima

Los colores del palacio están estudiados para hacer frente a la infiltración de Bacterioon. Las partículas de Bacterioon forman un polvillo en torno a las esferas, se agitan exasperadas bajo la lente de un gran microscopio colocado en un satélite artificial. A simple vista no se perciben y los viejos del lugar señalan que las oleadas invasoras han remitido considerablemente desde el inicio del cerco en 1956. Entonces Kennedy sólo era senador, pero ya las brujas del Egeo propagaban las nuevas de las sibilas y hasta en las charcuterías de Mac Arthur Street se sabía que Kennedy llegaría a la presidencia más tarde o más temprano.

A medida que los invitados llegan, penetran en el gran zaguán de cristal donde la familia Kennedy les recibe bajo un arco iris artificial. John Kennedy se mueve dinámico, estrecha manos, pero todo el mundo sabe que su ligero encorvamiento se debe al trono semiinvisible que ha diseñado para él Charles Eames. Cuando Kennedy se cansa, adopta la postura de sentado y el trono se revela bajo su cuatro anatómico, lleno de pedrería del plástico más caro de este mundo incrustado en hojalata selecta.

Cuando los invitados están distribuidos, brotan por doquier jardines colgantes, ascendientes, trepadores y daniásicos. Sólo entonces Kennedy adopta una pose solírica y los kerosoles del pativien se dejan querer por las artas satisfechas. Entonces, los introductores de embajadores tocan clarines electrónicos y comienza la cabalgata de los nuncios. Aparecen lenguas de fuego con sus colores nacionales sobre sus cabezas y una voz en off, profunda como el firmamento, va diciendo sus nombres y la naturaleza del obsequio que ofrecen al presidente.

España: Miel y arrope, un borreguito de Ocaña y un cántaro negro de Cangas de Narcea.

Portugal: Requesón de Évora, elaborado por las diez manos más cortas de las doncellas más delgadas del lugar.

URSS: Una tonelada métrica de siemprevivas azules, cultivadas junto a una laguna sin nombre del Ural.

Francia: Una botella de oro llena de Beaujolais, cosecha 345 a. C.

Gran Bretaña: Una gaita que no suena. Había pertenecido a un mariscal que nunca existió, vencedor en cien batallas y pariente lejano de un vencedor en Wimbledon.

Siam: Una virgen de pechos pequeños y trasero salido, que ya nació con pose de bailarina, con las palmas de las manos hacia arriba y media sonrisa nacarina.

Italia: Un cuadro sinóptico creado por un grupo de sacerdotes progresistas especializados en lenguas semíticas y campeones del mundo de ciclo-cross:

Tosquedad

Aliento

Dioptría

Esquina

te voglio bene

dolmen

Adriana

Checoslovaquia: Un pan dormido, de color amarillo, realizado por una campesina eslovena que estuvo a punto de ser madre de un cosmonauta soviético, pero abortó.

Alemania: Un caracol de acero oxidable.

Segovia: Un perro canelo mal llamado El Rubio, refugiado en una vieja iglesia románica del Temple.

Grecia: Una sirena congelada, de ojos sin pupilas, escamada en tornasol.

Kennedy acogía todos los regalos con una inclinación de cabeza y Jacqueline daba una palmada cariñosa en las cabecitas de los niños que los entregaban.

Finalizadas las ofrendas, todos nos sentamos y por los altavoces se dijo que T. W. Adorno iba a pronunciar una lección magistral sobre el twist. Después, del centro del salón ha emergido una gran tarima con la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Von Karajan. Adorno actuaba de solista y sólo hablaba cuando Karajan le daba la entrada. Ha formulado una severa condena del twist y ha lanzado una advertencia a los adolescentes del mundo entero. Como no dejen de bailar ritmos castrantes, él, T. W. Adorno, dejará de pronunciar conferencias radiofónicas sobre la correspondencia entre George y Hoffmannsthal. Al acabar la conferencia varios adolescentes cultos (entre ellos el hijo mayor de Bob Kennedy) han acudido al lado del maestro para disuadirle de su decisión. Tras largo forcejeo lo han conseguido y Adorno ha aplazado su decisión hasta el próximo año lunar.

Toynbee iba por los salones diciendo en voz alta, para quien quisiera escucharle, que bajo el reinado de Kennedy los historiadores dirán que «florecieron las artes y las letras». Kennedy (lo he leído en sus ojos) ha vacilado entre arrojarle a los perros o sonreír modestamente. Después le ha arrojado a los perros. Algunas voces de protesta fueron ahogadas por las impertinentes estridencias del arco de Casáis, con el que el maestro reclamaba silencio.

Después se ha iniciado el baile y Jacqueline ha llenado en seguida su carnet con los nombres de jóvenes húsares de Alejandra. En el centro del salón ha brotado un surtidor de martini seco y algunos jóvenes diplomáticos han intentado lanzarse vestidos al pequeño mar interior que Kennedy ha dispuesto en la segunda galaxia. El viejo Joe Kennedy les ha echado a bastonazos.

Hace unos días estuve a punto de contraer un compromiso formal con Nancy Flower, una puericultora de la institución Ann Mary Moix. La recogí a ocho kilómetros de Washington, calada por la lluvia, con el pelo rubio convertido en ramo de pasamanos colgantes sobre los hombros. Nancy se quitó las medias nada más sentarse a mi lado y de refilón pude ver la exacta curva de su pantorrilla mientras la media abandonaba poco a poco la carne, como una piel que se resiste a la soledad. La muchacha se frotó las piernas repetidas veces y con la boca pegada a las rodillas intentaba calentarlas con el aliento. A veces perdía su ojo izquierdo sobre mis manos al volante o en el recorrido de mi perfil enfrentado a la autopista. Después practicó un largo desperezo con la espalda contra el asiento y los brazos cruzados tras la nuca: entonces comprobé que el pecho de Nancy era escaso, que su talle era alto y delgadísimo y que la línea que se iniciaba en la punta de la barbilla y terminaba en la punta de sus pies, tras el recorrido por el cuerpo sentado, era un espacio geométrico abierto y perfecto, que pedía la admiración de una mano curiosa y educada. Nancy, experta en gestos adecuados, ha dejado caer después la cabeza sobre el hombro izquierdo y así he podido ver su rostro de frente, unos segundos, porque Nancy, con un delicioso vuelo de cuello, ha dado un giro de 180° (aproximadamente) y su rostro se ha enfrentado al paisaje tránsfuga y hervido bajo la lluvia. Desde su precario mirador me ha hablado con una voz espesa, como la mermelada de frambuesa. Sí, yo era extranjero. ¿Cómo lo había notado? ¿Tan malo era el escaso americano que había utilizado en nuestro breve diálogo? Mi americano no es muy bueno, pero por otra parte mi forma de conducir es reveladora. Un americano no conduce con las manos sobre los radios del volante, tampoco mira con ese escepticismo los reclamos publicitarios de los márgenes ni empieza el examen visual de una muchacha mirándole las pantorrillas. Tres sofismas evidentes, pero que di por lógica de la buena e incluso me admiré facialmente con la más encantadora de las muecas.

Era mi día libre. Cenamos en Gilber’s House un excelente goulash. Después, Nancy se dejó desabrochar la blusa a tres manzanas de su casa. Mi mano derecha ya conocía la notable consistencia de sus senitos cuando aparqué el coche ante la puerta de su casa. Después, Nancy tuvo el buen gusto de mantener su mano agarrotada en torno al conmutador de la luz mientras descendíamos al eufemístico abismo del placer. Poco después, descendimos por segunda vez y Nancy volvió a asirse al conmutador, detalle que me agradó sobremanera.

Al día siguiente nos encontramos en un snack de Monroe Street y paseamos bajo las farolas encendidas de Hudson Square. Nancy dio de súbito unos pasos de ballet, asió un farol con una mano y giró a su alrededor. Se detuvo ante mí y sin apartar sus ojos de los míos cantó:

Esta noche parece

más estrellada que las restantes,

hasta las azoteas

parecen al alcance de mi mano,

mi corazón dice

que me enamoré de un rey extranjero,

pero mis labios

desconocen el lenguaje del amor.

Yo di unos taconazos de claque y con los brazos ora en cruz, ora unidos por las manos sobre mi regazo, di unas vueltas en torno a Nancy, que volvía a girar alrededor del farol. También canté:

El amor no necesita palabras,

necesita besos, caricias y el tacto limpio

de sábanas desnudas, como el deseo

que permite decirse a los amantes:

todo es felicidad lo que yo veo.

Nancy insistía:

Esta noche parece

más estrellada que las restantes…

Yo no cejaba:

El amor no necesita palabras,

necesita besos, caricias y el tacto limpio…

Nuestro duelo canoro duró un cuarto de hora. Finalmente nos sentamos, cansados, con los pies metidos en el redondel de un alcorque y la espalda enfrentada al tráfico nocturno. Nancy dijo en un tono desenfadado: I love you. Recordé a Muriel. Recordé aquel pequeño piso sobre descampados en el que iniciamos nuestra vida en común, que empezamos a llenar con los primeros objetos de nuestra propiedad, que pronto estuvo continuamente ocupado por las voces de nuestras discusiones. Muriel tenía la cara pequeña. A veces, cuando dormía, bastaba un hoyo en la almohada para que su rostro desapareciera de mi visión. Tenía los ojos algo redondos, pero muy incisivos y cuando sonreía, uno siempre quedaba con la sensación de que aquella sonrisa merecía algo a cambio. Muriel y yo estuvimos caminando con las manos unidas hasta el minuto antes de nuestra separación.

Yo quedé con la vista fija en su largo cuello por si volvía la cabeza. Preparé mentalmente una frase ingeniosa para reparar la cadena de nuestros días y nuestros deseos. Tal vez eligiera un mal paisaje para aquella despedida: la calle más comercial de la ciudad, la de más sabrosos escaparates, la más repleta de promesas. La cuestión es que Muriel no regresó sus ojos a mi inmóvil esperanza y tal vez nunca la volveré a ver.

Sarro, piojo, piorrea, caspa, lechuga, orinal, mierda, mastuerzo, cojones, por cojones, de cojones, mis cojones, gargajo, correoso, padre, madre, colgajo, cascajo, cojo, manco, lisiado, tarado, mamón, capullo, tierra, yermo, bierzo, cierzo, pipí, pis, meaos, cagarro, pulga, arador de la sarna, sarna, sarpullido, sinvergüenza, pendón, entraña, mis entrañas, hijo de mis entrañas, hijo, culo, nalga, cogolludo, cojonudo, paja, manirroto, ojete, mostrenco, capar, capador, orgánico, órganos, huevos, gallinejas, mollejas, pendejo… Mi lengua se frota de esta manera por la cueva de mi boca, las jotas me arrancan la fina piel de la campanilla y hasta los residuos más escondidos de todas las leches que he mamado salen tras las palabras de mi idioma.

A veces es imprescindible realizar estos ejercicios, con un cigarrillo entre los dedos, a medio consumir. Atardecido, Washington se oculta tras los cristales, bajo la neblina. La losa del mundo pesa sobre el centro del propio cerebro. Nuestra sinfonía de jotas apenas si puede cosquillear el relajado horizonte anglosajón, siempre a medio pronunciar, siempre ambiguos los sonidos, como si las palabras no se tomaran en serio.

Uno de los divertimentos de lady Bird consiste en atravesar a su marido con agujas de hacer punto. Son agujas de pasta y metal plateado, muy finas. El matrimonio alega que se trata de una variante kiowa, antropológicamente inexplicable, de la acupuntura. Pero hasta los más lerdos saben que es un continuo intento de asesinato prolongado por toda su historia matrimonial y especialmente sañudo ahora que llegan a la flor de la vejez.

Cuando Johnson era un niño, el médico de cabecera dijo a sus padres que tenía el corazón en la punta de la nariz y por eso la tenía tan gorda. Nadie le creyó. Lo interpretaron como una broma suscitada por el niño, algo narizotas. Pero es sabido que Johnson no tiene el corazón en su sitio y lady Bird le clava las agujas por si alguna vez lo encuentra. La señora Truman le aconsejaba que probara traspasarle la punta de la nariz.

Lady Bird tiene miedo a que sea verdad, a que allí tenga el corazón y el juego termine con un éxito de su paciencia que pondría fin al placer de ejercerla.

Bacterioon sólo es visible bajo la potente lente del microscopio Davy Crocket, instalado en el satélite artificial Moonstar. Con todo, la visión es insuficiente para aclarar todos los misterios que plantea esta sustancia bactericida, que sólo ofrece el aspecto de una difusa pulverización, cada vez más presente, en abierta competencia con el mismo aire, infiltrándose por todas las ventanas abiertas de la materia viva y de la materia muerta, enturbiando los canales sanguíneos del hombre y cubriendo poco a poco, como una suave tela, hasta sus más pequeños rincones. Nada se sabe sobre la real naturaleza de Bacterioon. Se la supone presente en todo tiempo y lugar, autogestante y autolúcida. Más misteriosa es la mutación que le permite entrar en relación inteligente con los seres humanos y formar, entre otras asociaciones, la de los cuerpos especiales de agentes secretos que van activando en todo el mundo la lenta pero segura conquista de Bacterioon. Quien ha tratado de defender a la humanidad de este peligro sólo ha conseguido aplicarle vagas palabras que se aproximan apenas a algunos de los efectos de Bacterioon. Esas palabras son relativismo, asepsia, escepticismo…, pero todo lo quieren decir y nada dicen. La palabra destrucción es la que más traduce la complejidad de significados de esta potencia misteriosa. El astrólogo Niemeyer sostiene que se trata de una sustancia bioquímica que se crió en la epidermis de los clochards de París y se extendió por todo el mundo. En cambio, Nosdratus, gran alquimista y hechicero del Labour Party, jura y perjura que Bacterioon nace con la misma humanidad y sólo se desarrolla cuando se dan las condiciones óptimas para su crecimiento. Los historiadores partidarios de las explicaciones menstruales, dicen que la acción de Bacterioon se renueva cíclicamente cada trescientos años. Según parece todo empezó para ellos en el paraíso terrenal. Fue el bacterionismo lo que impulsó a Eva a jugarse el destino del género humano por una manzana. Fijar la aparición de las siguientes apariciones cíclicas es muy difícil hasta la caída del Imperio romano. Después, ya todo cuadra perfectamente: la invasión árabe; las discordias unitarias europeas en cuanto a política y religión se refiere; la putrefacción moral del Renacimiento; la funesta revolución liberal que hundió los principios de la familia, el sindicato y el municipio. Trescientos años después, es decir a fines del siglo XX, Bacterioon volverá a hacer una sonada. Se aprecian gérmenes de relajamiento moral a escala universal. Bacterioon actúa a través de las formas más impensadas y en general mina ante todo la moral y las costumbres. Así, De Foe, Addison, Steele, Swift, Rousseau, Diderot, Voltaire… los grandes agentes intelectuales de Bacterioon en el siglo XVIII, se aplicaron ante todo a destruir toda clase de normativas, cualquier forma de constancia de la lógica del comportamiento del ancien régime. En la actualidad, los profetas del nuevo anarquismo y del libertinaje son agentes de Bacterioon. Y de no mediar una enérgica acción por parte de la URSS y Estados Unidos para resucitar el pionerismo, el escultismo y los juegos educativos y olímpicos, es muy probable que las próximas generaciones abran de par en par las puertas de Troya y los chinos se aprovechen de una situación que ni les va ni les viene.

Pero yo sé, mejor que nadie, que Bacterioon no es nada de esto. Yo sé que Bacterioon no es otra cosa que el miedo histórico al cambio, pertrechado en sus últimas fronteras, resistiendo el asalto definitivo de la razón, desesperadamente opuesto al nacimiento de la libertad, obligando a luchar por lo que es evidente. Y si alguien me preguntara por qué Kennedy, la CIA, el stalinismo, Bacterioon, el fascismo real o encubierto luchan por lo mismo y son aparentemente antagónicos, yo le diría que en último extremo no se combaten entre sí. Se limitan a vigilarse como sistemas de seguridad que garantizan los fallos y los fracasos sucesivos hasta llegar a Bacterioon: la definitiva retaguardia de la no-verdad.

Kennedy quiso que yo estuviera presente en la audiencia concedida a un grupo de republicanos españoles exiliados. Antes presencié la introducción del nuevo embajador de Thailandia y una breve entrevista-salutación de Kennedy y Johnson. El vicepresidente le ha pedido a Kennedy una plaza de embajador para un tejano, amigo suyo de la infancia. Kennedy, a cambio, ha conseguido que el Congreso apruebe el presupuesto espacial que presentará dentro de una semana. Johnson se ha quejado de los rumores que circulan sobre las próximas nacionalizaciones petrolíferas en Brasil, Argentina y tal vez Perú. Los industriales del petróleo están nerviosos ante el riesgo de que cunda el ejemplo. Kennedy ha argumentado que el consentimiento de estas medidas es indispensable para el buen éxito de la Alianza para el Progreso y que a costa del sacrificio de determinados intereses petrolíferos se conseguía un compromiso político interesante ante la opción revolucionaria del castrismo. Johnson ha dicho que la cosa, en Tejas, se hubiera resuelto con un buen garrote y Kennedy, mientras le palmeaba la espalda despidiéndole, le ha prometido un par de entradas para el partido de los Yankees contra los Gigantes.

Después ha penetrado la delegación española. La operación de entrar en el despacho ha sido laboriosa. Algunos ancianos políticos iban en sillas de ruedas, otros en parihuelas, no faltaban tampoco los peatones, pero entraban poco a poco, dando a su andadura un cierto aire de solemnidad. Han inclinado la cabeza ante Kennedy y han formado un círculo a su alrededor. Es una expedición que está dando la vuelta al mundo. Venían en vía directa desde Lourdes, donde habían ido con peticiones políticas. Uno de los ancianos, el más inválido, no ha parado hasta que se ha hecho el silencio y hemos podido escucharle:

—¡Yo ya se lo dije a su padre en 1940, excelencia! ¡Ya se lo dije! ¡Su padre me dijo: Mestres, cuento con usted! ¡Recuérdelo, excelencia, Mestres, cuento con usted!

Ante la perplejidad de Kennedy, uno de los asistentes ha aclarado que Mestres creía que Kennedy era el hijo de Roosevelt y que han sido inútiles todos los intentos de disuadirle de su error. Kennedy ha bajado la cabeza con brillo de lágrimas sintéticas en los ojos y ha dicho:

—Cuánto sufrimiento consume la Historia. Como diría Durrenmatt: ¡Qué tiempos éstos en los que hay que luchar por lo que es evidente!

Un anciano secretario de municipio burgalés, ex miembro del partido de Martínez Barrios, ha pronunciado unas palabras en nombre de todo el grupo:

—Excelencia, desde 1939 hemos tenido varias veces el honor de dirigirnos a un presidente norteamericano. Una vez más recordamos a su excelencia la deuda contraída por Estados Unidos con España desde los tiempos de la Independencia. Claro es que la ayuda estatal fue entonces concedida a los revolucionarios por razones de estrategia antibritánica. Pero las clases ilustradas del país, los españoles que defendían las luces contra la oscuridad, eran la génesis moral de esta actitud estatal. Y, en definitiva, excelencia, somos aquellos mismos españoles. Sobre nosotros ha caído la maldición del holandés errante. Los españoles liberales conocemos un exilio alternativo desde 1814. Ya dijo un gran poeta español, excelencia, Antonio Machado, San Antonio Machado podríamos llamarle, que en España a todo movimiento progresista de superficie, se le opone otro en profundidad que acaba por anularlo. Un día llegará en que por fin nazca la España aplazada una y otra vez. En sus manos está gran parte de la fuerza moral y material del mundo libre. No queremos ser esclavos del Kremlin, pero tampoco esclavos de las fuerzas más retrógradas. Una vez más, excelencia, pedimos la ayuda de su gran pueblo.

Kennedy les contestó:

—Señores, cada vez que pienso en España siento una punzada en el corazón. Es lo que siente todo americano que con mayor o menor proximidad siguió los acontecimientos de vuestra guerra civil. Pero la política se sustenta de realidades. Y la realidad actual es la firmeza del régimen político español, el interés estratégico anticomunista que tiene la España de Franco. Les propongo otra audiencia. ¿Por qué no van a Madrid a parlamentar? Los años han pasado, las heridas deben cicatrizar. Yo les enviaré una carta de recomendación y conseguiré garantías de que podrán entrar y salir de España sin problemas.

Mestres interrumpió el discurso presidencial:

—Yo se lo dije a su padre en 1940… Y su padre me dijo: «Mestres, cuento con usted». Después no volví a ver a su padre… Venía conmigo Prieto. Entró en el salón como si nada y le dijo: «Franklin, chico, qué bien te conservas». Y su padre de usted, señor presidente, le dio un abrazo enorme, como la plaza de toros de Barcelona. Su padre me dijo: «Mestres, cuento con usted»… Churchill ya me lo había dicho, Mestres, cuento con usted… Attlee… Stalin… Mestres, cuento con usted.

A Jacqueline le gusta pasear por las orillas del río artificial que cada miércoles forma meandros en torno a las galaxias, mágicamente ingravidado por el talento programador de Walter P. Reagan. Le place coger flores, cargarse el halda, puesta a manera de blanda cesta en las que se las voy arrojando. La muchacha canta deliciosas canciones cargadas de nostalgia, mientras no la abandona una cenefa floral iluminada con colores Caran d’Ache.

Una cruz, la losa fría,

cuatro flores ya marchitas,

eso es todo lo que queda

del vivir de nuestra vida.

Cuéntale al mundo tus dichas

y no le cuentes tus penas,

que más vale que te envidien

que no que te compadezcan.

Jacqueline entonces, cuando se me confía en castellano tiene la misma voz que la del doblaje de Grace Kelly en las películas españolas.

—Dígame. ¿Me considera usted hermosa?

—Me está prohibido galantear a la esposa del presidente.

—Prohibido, ¿por quién?

—Por mi honor, señora.

Grita Jacqueline mientras inicia el correteo por el bosque al que me tiene acostumbrado cada miércoles. Mientras corre, desparrama las flores sobre la grama espontánea, sobre las setas apetitosas que nadie me permite coger porque no confían demasiado en mis seguridades y temen que desencadene una epidemia. En vano les digo lo ricos que son los rovellons con butifarra de La Garriga. Reagan no programó el asunto, las setas no estaban previstas.

Para ser feliz me basta

un libro que me entretenga,

unos labios que sonrían

y un beso que me sostenga.

—¿Sabe usted? —dice Jacqueline mientras corre y parece dejar atrás un 53 por 100 de corta melenita—. No soy feliz.

Se detiene de súbito con estudiada reducción de marcha y punto muerto.

—Lo he intentado todo, todo. Mi hermana la princesa me invita a cruceros con gente fabulosa, pero después vuelvo y retorna la tristeza.

—Los cruceros son muy agradables.

—No lo sabe usted bien. Hay gente fascinante. Aristóteles.

—¿Onassis?

—Una magnífica persona. Créame. No un personaje. Una persona.

Afirmaba apasionadamente Jacqueline con los ojos cerrados, los hombros adelantados y el labio inferior muy chupado por el superior.

—Pero aquí, en Washington, no le faltan incentivos. La gente también es interesante. El propio presidente.

—¿Interesante, John? Si usted lo dice. Pero es muy pesado. Un verdadero rollo, se lo juro. Si yo le contara. Algún día tal vez se lo cuente. Y usted no sabe lo pesados que son los demás. John es un encanto al lado de los demás. Sobre todo de ese grupito de cerebros que le rodean. De cerebros nada, aquí entre nosotros… Pero una es buena y se contiene, ¿sabe usted?, porque una sabe cumplir sus obligaciones. No soy como otras, y no lo digo por señalar a nadie, no. ¡Pero si una hablara! ¿A que no me coge?

Y entonces, como cada miércoles, corremos hasta las puertas de palacio. Si entonces me vuelvo, como la mujer de Lot en añoranza de horizontes perdidos, descubro, como siempre, que el río ha desaparecido, sustituido por una impecable noche estrellada en el technicolor de la Columbia de los años cuarenta.

Pero yo no me vuelvo estatua de sal.

Cada vez que me acuesto con Nancy Flower o con la secretaria especial de Robert Kennedy, o con una camarera del Stuart Hotel, salgo del lance con la cabeza llena de imágenes de rotos recuerdos. Después reconstruyo los rostros a partir de los fragmentos y siempre resultan fotografías irreales de vivencias con Muriel. A veces es el peso sostenido y tibio de su cara encajada en el hueco de mi mano. A veces es el espionaje de su respiración. A veces la maraña de su pelo sobre la almohada o sobre la arena de la playa. Una sonrisa. El embarazo de una despedida o una llegada emocionada. No es que Muriel sea mejor o peor que estas muchachas, tampoco su cuerpo era más hermoso, sobre todo si lo comparo con el de la secretaria especial de Robert Kennedy. Muriel, la incómoda Muriel, era un testigo interesado de mi vida y aunque todo interés sea ambiguo y en el interés de poseer yace el sustrato de la destrucción, la posesión abriga como una manta vieja de tiempo, pero llena de la vitalidad de una lana conocida, adaptada a la piel desnuda como una patria tibia.

Mantener la unidad de una pareja es un ejercicio artificial, pero yo conozco muy pocos ejercicios rigurosamente naturales: comer, orinar, cagar, dormir y, tal vez, fornicar, aunque este acto cada vez se me revela más cultural. Sí, es un ejercicio artificial que precisa el continuo cálculo de las pérdidas y las ganancias. Sobre este precario equilibrio es posible mantener una vida en común, incluso duradera. Pero a veces, y sobre todo bajo la opresión de las circunstancias exteriores, el equilibrio se pierde y pierdes rueda como el ciclista que ha quedado retrasado con respecto al que marca el tren de marcha y abre el viento. Y sucede que nunca más recuperas esa distancia y cada vez quedas más lejos de una situación pasada.

Tal vez retorno siempre a la rota imagen de Muriel porque me asalta la angustia del ciclista que pedalea solo y con la sensación de que ya no puede ganar esta carrera, ni otra siquiera porque tampoco nunca podrá abandonar la carrera que nunca ganará. Resulta muy complicado sustituir unas convenciones vitales por otras y, en definitiva, esta sustitución siempre se revela absurda porque la vida, lo tengo muy estudiado, es una sucesión de movimientos sin éxito.

Kennedy, sobre todas las restantes zonas del palacio, ama un pequeño despacho de ex presidente en el exilio, que se ha hecho decorar por el precoz Alexander, el gran rival de Walter P. Reagan. Uno de los sueños más acariciados por el presidente es la posibilidad de un derrocamiento, un azaroso exilio romántico en una ciudad marinera y el retorno triunfal por encima de la mortificación de la derrota.

Alexander ha ambientado la dependencia con un franciscano style pasado por la influencia de escenografías de Los justos, de Camus. El vestuario del ex presidente en funciones está a la altura de las circunstancias: no falta el tosco jersey cuello de cisne, ni la chaqueta de pana, ni la sobada pipa que Kennedy muerde con probada entereza frente a las tribulaciones históricas que padece. Muerde la pipa con rigor dental, muy utilitario ante la acristalada ventana desde donde escruta el mar imaginario por donde llegará la fragata todopoderosa del todo está dispuesto.

Kennedy encanece algo cuando penetra en la estancia de sus sueños. Encorva más la espalda, pero compensatoriamente su semimirada es más fiera y se le cierra la barba en un alarde tecnológico que Reagan no había conseguido y Alexander sí, dueño de los resortes que convierten la arquitectura humana en naturaleza misma. Pisa el presidente la tarima deslucida de la que crece una vieja mesa de roble con la parsimonia del que sabe esperar. Allí se retira para meditar el malogrado ex presidente las decisiones que escapan a la consulta del trust, y son muy pocos los llamados a conocer ese definitivo reducto de su intimidad.

Por eso pronuncié el fatídico no sé si debo cuando el presidente me invitó a merendar en cámara tan secreta. Ante mi sincera turbación de súbdito emocionado, Kennedy sonrió como sólo puede y debe sonreír un presidente kennedista. Asumió, pues, mis rubores, mis respetos, mi distancia y me poseyó mediante una pernada espiritual que yo aún debía agradecerle.

Penetré en su reducto a las cuatro de la tarde. Kennedy oteaba el horizonte marino con el catalejo. Con vago ademán, apenas voluntario, me indicó silencio y asiento. Escogí un viejo arcón cubierto de herrajes entre bruñidos y cuidadosamente enmohecidos. Kennedy volvió de su atalaya, borró de su ojo con la mano la frustración y el sueño de horas y horas de acristalada espera. Bebió un largo trago de ron en una barrica holandesa y eructó patética, exiliadamente. He olvidado describir el semantema de su tuertedad, a la que sólo he aludido al hablar de su semimirada. Pues en circunstancias como la que describo, Kennedy está tuerto y bien tuerto, luce un impagable diseño de Peter Chermayeff a manera de ojera piratesca.

Devolvió un libro sobre una alacena de vieja madera nudosa y se dejó caer, como es lógico debido al agotamiento literario que suelen padecer los personajes en estas situaciones. Cayó bien caído sobre el sillón de barco, lógico en el contexto decorativo, levemente modificado por un gabinete especial de diseñadores de la firma McGuire.

—Créame, Salvador —me dijo—; la mayor calamidad de la vida humana no es la peste ni el hambre, sino las pasiones humanas no puestas en razón; por lo cual dijo San Juan Crisóstomo: «Entre todos los males es el hombre malísimo mal; cada bestia tiene un mal, y ése es propio de ella; mas el hombre es todos los males. Aun el diablo no se atreve a llegar a un justo; pero el hombre llega a despreciarle». Y en otra parte dice por la misma causa: «Comparado se ha el hombre a los jumentos; pero peor es compararse que nacer jumento; porque no es culpable estar por su naturaleza privado del uso de la razón; pero que el hombre, dotado de la razón, sea comparado a los brutos, éste es el delito de la voluntad».

Y así nos hacen de peor condición nuestras pasiones. No es creíble lo que padecen los hombres de los mismos hombres: de un envidioso, de un colérico y de cualquier apasionado. David, ¿qué es lo que padeció de la envidia de Saúl? Destierros, hambres, peligros, guerras. A Elias, ¿cómo le paró el deseo de venganza de Jezabel? Más le afligió que una pestilencia, porque del mismo vivir tuvo hastío. A Nabot, la codicia de Acab le quitó la vida más presto que se la quitara la peste. ¿Qué garrotillo o pestilencia hubo como la ambición de Herodes, que acabó con tantos miles de niños? ¿Qué contagio más mortal se puede temer que la condición de Nerón y de otros que, poseídos de su pasión, quitaron a muchos las vidas por darse a sí un gusto? No, por favor, Madariaga, no me interrumpa. Usted sabe que el gran Tulio había escrito «Los deseos son insaciables, y no sólo destruyen a personas particulares, sino a familias enteras, y aun a toda una república arruinan. De los deseos nacen los odios, los pleitos, las discordias, las sediciones y las guerras». ¿Qué géneros de tormentos y muerte no ha intentado el odio y crueldad humana? ¿Qué suerte de venenos no ha hallado la pasión de los hombres? Orfeo, Oro, Medesio, Heliodoro y otros muchos autores hallaron quinientas maneras de dar veneno encubierto, y otros muchos las acrecentaron. Pero respecto de lo que pasa en algunas partes el día de hoy, fueron ignorantes; porque ya no hay cosa segura, pues se han dado veneno, aun cuando se daban las manos de amigos, los que se reconciliaban; sólo en el sentido del oído no ha topado puerta la ponzoña; de los demás ya se ha señoreado.

Yo escuchaba con mi propia personalidad transfigurada. La maravilla de Alexander, preformando programas de vida, me había hecho asumir incluso la textura física de don Salvador de Madariaga. Kennedy contemplaba ahora amargamente el esqueleto de un martín pescador, directamente importado de los cuatro cuartetos de Eliot. Por el ojo presidencial pasaba un shakespeariano cortejo de muerte, sobre un fondo de duras batallas entre comparsas de categoría. En un rincón de su pupila, Jacqueline, con postiza melena rubia de Ofelia enloquecida, arrojaba flores a los miembros del senado. Una música de orquestina empezó a dar entradas para que el presidente prosiguiera su reflexión en alta voz. Kennedy se subió a la quinta, con la voz perfectamente ajustada al tono que le marcó la orquesta:

—Las mayores miserias de todas son las que los hombres se causan a sí mismos con sus desenfrenados afectos. Por éstos dijo especialmente el Eclesiastés aquella notable sentencia en que excedió a lo que los filósofos dijeron de la miseria humana. «Alabé —dice— a los muertos más que a los vivos; juzgué por más dichoso que unos y otros a aquel que aún no ha nacido ni vio los males que se hacen debajo del sol»; porque no hay cosa que más ofenda a la vida humana que las sinrazones de los hombres, odios, desafueros, violencias, inhumanidades que causan las pasiones. Por lo cual hubo filósofos que aborrecían grandemente a todo el género humano, por verle guiarse por pasión y no por la razón, entre los cuales Timón, filósofo ateniense, fue el inventor y el más apasionado predicador de esta secta, porque no sólo se nombraba enemigo capital de los hombres, diciéndolo a todos en su cara; pero hacía obras tales, que confirmaban sus palabras, como fueron no conversar ni morar entre gentes, vivir siempre en el desierto con las bestias y fieras, apartado de toda vecindad y poblado, porque nadie le visitase, y viviendo en aquel desierto, jamás quería ser visto, hablado ni visitado de hombre, si no fue de un capitán ateniense, llamado Alcibíades; pero a éste no trataba por amor ni por amistad que con él tuviese, sino porque entendía había de ser azote de los hombres, nacido para su tormento, especialmente porque sabía que sus vecinos, los atenienses, habían de padecer por su causa muchos trabajos y fatigas. Ni se contentaba con ese aborrecimiento que tenía a los hombres, ni con huir su compañía, como de animales furiosos y crueles; pero procuraba hacer todo el daño que podía para destruir y arruinar al género humano, inventando nuevas maneras para asolar y acabar los hombres. Para esto hizo poner entre los árboles de su huerta muchas horcas para que todos los desesperados y cansados de vivir se fuesen a ahorcar allí. Y como algunos años después, para ensanchar su casa, le fue forzoso derribar aquellas horcas, se fue a Atenas, donde, sin vergüenza ninguna, hizo congregar al pueblo, dando gritos por las calles como pregonero que quiere pregonar algo de nuevo. El pueblo, oyendo la voz ronca y bárbara de aquel tan horrendo monstruo, sabiendo (días había) de qué humor pecaba, se le allegó luego, esperando alguna novedad. Viendo él ya los más de los ciudadanos principales y plebeyos juntos, comenzó a decir a voces: «Sabed, ciudadanos de Atenas, que por cierta necesidad que me ha sobrevenido quiero hacer derribar las horcas de mi huerta; por eso, si alguno tiene devoción de ahorcarse, sea luego». Y sin hacer otra arenga, acabada tan amorosa oferta, se volvió luego a su casa, donde acabó el resto de su vida en esta opinión, filosofando siempre de la miseria del hombre. Cuando le tomaron las ansias de la muerte, aborreciendo a los hombres aún hasta la postrera boqueada, mandó que su cuerpo no fuese enterrado en la tierra, por ser el elemento en que comúnmente reposan y toman su descanso los hombres, y en donde comúnmente se entierran los cuerpos humanos, temiendo que sus huesos no fuesen de los hombres vistos y sus polvos tocados de ellos, sino que le enterrasen a la orilla del mar, donde la furia de las ondas estorbase a todas las criaturas y defendiese el paso de su sepultura, en la cual mandó se pusiese este epitafio, que refiere Plutarco: «Después de mi vida miserable, me enterraron en esta agua honda, no cures de saber mi nombre, lector, que Dios te confunda». En dos palabras, Madariaga, esto cansado del poder y pienso abdicar en mi hermano Robert nada más consiga arrojar del trono a los usurpad res de la dinastía Orange. Los Estuardos somos invencibles.

Con la espada en alto, iluminada mediante un resorte que Kennedy apretaba en el pomo, Kennedy parecía dispuesto a abalanzarse sobre mí en un fatídico tajo. Pero se calmó poco a poco y ambos miramos hacia la ventana. Caía lluvia artificial más allá del cristal. Una lluvia paralelísima, algo lenta, no muy conjuntada, pero de gruesos lagrimones, presente, irrefutable. Kennedy limpió el polvo de los libros de la alacena con un plumero envejecido. Paseó un dedo ante los libros, pendiente de caer en picado sobre los libros elegidos. El alcotán vio las presas y separó dos volúmenes que el presidente me tendió, uno en cada mano. La distancia impedía que yo los cogiera y la voz de Kennedy me sirvió de nexo informativo:

—El pasado de mi formación espiritual y el futuro.

El pasado era The temporary and the eternity, de Juan Eusebio Nieremberg, S. J., y el futuro, The Way, del P. Escrivá de Balaguer.

—Acabo de recibir este libro. Lo he devorado en una noche, es sobrecogedor. A usted recurro, don Félix, por el paisanaje que le une al autor. Está usted mucho más próximo de su definitiva comprensión. Al calor de la influencia de este libro estoy dispuesto a que germine la semilla de los nuevos Estados Unidos de América. Yo plantaré esa semilla y la espiga crecerá hasta el cielo. El american way of life pasará por el camino hacia la New Frontier que ha de llevarnos a la Great Society. Quiero que usted me asesore, Félix. Precisamente usted.

Me guiñó un ojo, cómplice pero grave.

—Estoy preparando la reconquista espiritual de los Estados Unidos, porque la dualidad jesuítica entre lo espiritual y lo temporal condicionaba mi manera de ver las cosas hasta ahora. La dualidad entre lo temporal y lo eterno está superada estratégicamente. Hay que espiritualizar lo temporal cargándolo de proceso hacia la eternidad, cargándolo de sentido de marcha, de camino, en una palabra. Ya dijo San Antonio Machado: «Caminante no hay camino, se hace camino al andar».

—A Dios rogando y con el mazo dando.

Intervine tan afortunadamente que el presidente me contestó:

—La paz sea contigo.

Kennedy había recuperado la plena verticalidad, calzaba pata de palo y renqueó hasta la ventana. Se crispó sobre el catalejo. Volvió su rostro, ya sin tuertedad, hacia mí y gritó congestionado:

—¡Por fin, Lequerica, por fin!

Lady Bird mete gatos muertos en el depósito de agua de mi retrete. Sé que dice cosas desagradables sobre mis relaciones con Jacqueline. Hoy he intentado clarificar las habladurías con el presidente y Kennedy no me ha dejado terminar. Ha convocado a toda la corte, a Jacqueline, a lady Bird, a mi modesta persona. Sin dar explicación alguna nos ha cogido la cabeza con las manos a Jacqueline y a mí y nos ha besado las frentes con una pureza de obispo ciego, cojo y manco.

Nancy Flower tiene piel de irlandesa, cabello castaño rojizo de irlandesa, calorcillo de muchacha celta propensa al flujo, manos delgadas y frías, tobillos algo dilatados y un culito glotonamente redondo. Quiso ser actriz de teatro, pero perdía el aplomo cuando pisaba el escenario. Durante la representación de El zoo de cristal, de Tennessee Williams, en un teatro de aficionados, cometió un desliz tan lamentable que nunca más volvió a la escena. Desempeñaba el papel de Laura, la hermana-hija tan encantadora y frágil. Al llegar a la escena segunda del acto segundo, cuando entra por el foro de la izquierda, evidentemente desfallecida, los labios trémulos, los ojos desmesurados y fijos, avanza unos pasos seguros hacia la mesa:

—Oh, mamá… lo siento muchísimo.

(Se tambalea. Tom la aferra y la conduce al sofá-cama de la sala.)

Nancy era consciente de que lo había hecho muy mal y no se le ocurrió otra cosa que balbucir una disculpa ante el público: soy joven aún.

Desde entonces yo no sé bien a qué oficios se ha dedicado. Pero debe haber viajado mucho porque conoce geografías insospechadas: por ejemplo, ha visitado en varias ocasiones los países del campo socialista y tuvo un novio turco con el que no llegó a acostarse nunca.

Ha ocurrido un hecho insólito en los anales de la historia de la tercera generación de calculadores analógicos. Durante toda una noche los computadores han actuado incontrolados a partir de una pista informativa: la genealogía de los Kennedy. Las conclusiones de estos jóvenes calculadores son muy interesantes. Según parece, con anterioridad al tronco común del i-e (indo-europeo) hay un embrión lingüístico original: el kenedeset, lengua de un rincón de Prusia, donde se originaron las razas nobles. La palabra kenedet quiere decir eso: palabra, y de ella procede el apellido Kennedy. Los kenedets fueron la casta dirigente del pueblo Kenedem: sacerdotes, caudillos, acróbatas y misses Universo. Una rama de los kenedets participó en la defensa de Troya y hay una notable infidelidad histórica cometida por Virgilio que ha impedido durante siglos el rastreo de la verdad. El caudillo troyano que tuvo amores con Dido, reina de Cartago, no fue Eneas, sino Keneas, y era un kenedet auténtico. Eneas recibió de los dioses el encargo de fundar Roma; eso dice Virgilio, pero no hay que olvidar que era, prácticamente, un escritor a sueldo de Octavio Augusto. Lo más probable, según los calculadores de la tercera generación, es que el encargo divino fuera mucho más ambiguo y que Virgilio se aprovechara de las circunstancias para llevar agua a su molino.

En cambio, cada día prospera más la tesis sostenida por algunos historiadores irlandeses de que Keneas no se detuvo en Roma, sino que siguiera la ruta del Mediterráneo en busca de las tierras del ámbar a las que habían llegado los fenicios y cuya ruta secreta conocía Dido. Eneas o Keneas repostó agua y combustible en la Atlántida y emprendió el rumbo del norte. Al fin, extenuado, llegó a las costas de Irlanda. Allí continúa la extirpe keneana a través de sus descendientes. El cansancio palatal de los irlandeses (de sobras conocido por nuestros lectores) les llevó a buscar un descanso para la lengua después de alzarla para pronunciar el ne de Keneas. La lengua ya estaba arriba y en lugar de neutralizarla para que saliera la a sin obstáculos, la lengua de los irlandeses aprovechó el viaje y se apoyó en los dientes superiores: d. Primeramente, la fonética se mantuvo ligada más o menos a la sonorización histórica. Así, Keneas se convirtió en Kenedas. Pero la terminación en y se impuso y llegamos al apellido histórico moderno: Kennedy. Resulta que el encargo de los dioses a Keneas no había que interpretarlo como dirigido a él, sino a su descendencia. Y la cosa se ve clara cuando descubrimos cómo en el siglo vi de la era cristiana algunos Kenedas se apuntaron en las expediciones vikingas hacia el Mediterráneo. Un Keneda se estableció en Genova y sus descendientes montaron un negocio de palomas mensajeras. La gente les llamó los «Colombos» (palomos) y con el tiempo adoptaron el apodo como apellido. De ahí que nunca se haya sabido hasta ahora que un Keneda fuera llamado impropiamente Cristóbal Colón y que otro Keneda haya instaurado en Estados Unidos la monarquía católica, social y representativa.