Kennedy suele ser campechano con sus servidores. Pero a pesar de las miradas de curiosidad que me lanza, comprendo que para él apenas soy otra cosa que un ayuda de cámara especializado en mirar a izquierda y derecha, con el ceño fruncido y la mano suelta. Me hubiera gustado conocer a este hombre antes de que aprendiera a ser presidente, antes de que todos sus órganos se hubieran modificado según las funciones presidenciales. Mira como un águila avizor por encima de las cabezas y las mieses, aunque la fuente democrática de su poder y la estética del sansculotismo le obliguen a echarse gotas de colirio en los ojos para darles brillo, encanto de remanso, sin quitarles ni un grado de su aquilina vigilancia. Mueve los brazos en una estudiada, aparentemente relajada parsimonia de todopoderoso. Pero nunca consigue eliminarme la impresión de que sus brazos pueden abrazar todas las fichas que puntean el tapete y llevárselas ante la impotencia legal o tramposa del croupier neofrancés. Camina como si su casa fuera el mundo. Sonríe como si su sonrisa nos salvara la vida. Miente como si no. Olvida con encanto. Un poder desodorado emana de sus axilas, que no parecen de este mundo y en sus escasos momentos de sorprendida intimidad, se descubre pronto el carácter fotográfico de esa intimidad, como es descubrimiento continuo el publicismo de su pulso, de su respiración o de sus excrementos.
El aristocratismo campechano es uno de los más repugnantes arropes que embadurnan las buenas, malas y falsas conciencias de la aristocracia de este país. Basta ver la relación de Kennedy con sus hijos. Si me dieran un dólar por todas las veces que John John pasa por debajo de sus piernas sin que el presidente tenga la lógica, tamerlaniana apetencia de sentarse encima y aplastarle, ya habría podido jubilarme con una pensión de comerciante inglés de novela victoriana. Y me bastaría medio dólar por todas las fotografiadas caricias mejillares que el presidente ha malgastado en su hija.
Yo prefiero el talante déspota de Tamerlán. Abstenerse de estas delicias de la omnipotencia es falsearla. Por más alcohol que ponga en sus manos Armadoras de disposiciones que cambian vidas y haciendas, no conseguirá dejar de ser Tamerlán, defensor de un sistema que lucha a muerte para sobrevivir. Portador de catastrofismo y dolor, no conseguirá evitarlo por mucho que sustituya el perfil rapiñador de Henry Ford por una dulzona sonrisa céltica de irlandés bien criado y lector de Robert Frost.
Míster Phileas Wonderful me acarició con sus ojos cordiales, como un paquete de tabaco entreabierto y ofrecido, como una tapicería de sofá de tacto hogareño. Míster Wonderful acariciaba con la sonrisa de amplio vividor, ancho, alto, sesentón bien conservado, algo amarillas las abundantes canas bajo la acción de cotidianas colonias coloreantes, un detalle apenas molesto en contraste con la regularidad y blancura extasiante de una dentadura en cinerama. Elogió mis progresos a lo largo del curso de adiestramiento y planteó sin rodeos el asunto de la profesionalidad.
—Tiene usted la formación crítica de Isaac Deutscher y el sex-appeal de John Gavin.
—Lo reconozco. Y además la encantadora brutalidad de un miembro de las juventudes hitlerianas.
Míster Phileas Wonderful no estaba de acuerdo con mi adjetivación. Había luchado como militante socialista en casi todos los líos europeos del siglo y finalmente había comprobado su conversión en técnico de inseguridades.
—Es cuestión de profesionalizar el amateurismo de la acción, comercializarla. El socialismo podrá imponerse sin que usted o yo muramos en la guerrilla y si lo abandonamos a tiempo viviremos mucho mejor hasta que llegue esa, hoy por hoy, lejana consecuencia. La CIA es un campo de experiencias fascinante, sobre todo cuando uno puede acceder a puestos de dirección. Normalmente, incluso nosotros tenemos una idea equivocada de lo que somos. Nuestro trabajo tiene un nivel de modificación poética de la historia: somos lo único que se enfrenta a la descarada con el avance del comunismo, precisamente porque no nos importa que a la larga gane. Se trata de un mero desafío técnico: cuánto tiempo seremos capaces de ir entreteniendo ese avance. Es una actividad mucho más bonita que contribuir al avance. La grosería moral del revolucionario salta a la vista. Un revolucionario es, como el santo, el mártir o la virgen, un ventajista repugnante. Usted mismo puede haberlo comprobado.
Cada gesto de asco le permitía enseñar un fragmento de su impresionante, irreal dentadura.
—No hay ser tan molesto como el místico revolucionario, convertido en severo juez del comportamiento ajeno desde la legitimidad de su irreprochable sacrificio histórico. En cambio, un agente de la CIA es un ser marginado, un incomprendido poeta de la contrarrevolución. Pero créame, sabrá convenir conmigo en que sin la CIA no habría ni historia ni dialéctica. Un agente de la CIA es no sólo un poeta de la revolución sino un legitimador de la revolución.
—Y está mejor pagado que un revolucionario.
—Bastante mejor.
Convino Wonderful mientras me ofrecía otro cigarrillo:
—¿Qué fumaba usted cuando era un revolucionario?
—Celtas.
—¿Qué es eso?
—Tabaco español.
—En mis tiempos se llamaban de otra manera. A lo que iba; un agente de la CIA vive una existencia poco vistosa, aunque tenga que hacer cosas supuestamente repugnantes. Nunca es víctima de la obscena solidaridad con nada ni con nadie. Es un héroe aséptico y total.
Mister Phileas Wonderful es en la actualidad un experto en propaganda norteamericana. En momentos difíciles para el prestigio USA, Wonderful sabe convertir las derrotas en victorias, los asesinatos en beneficencia, las invasiones en turismo, la coacción en protección. Wonderful es el supervisor de los slogans que en todo el mundo reciben los agentes internacionales de la USIS, en un cómodo aunque delicado retiro.
Siempre he comparado a Wonderful con Muriel. Wonderful era el antimuriel, por eso me tranquilizaba tanto, por eso me absorbía tanto. Muriel me mantenía siempre en la repugnante tensión de la pretendida autenticidad, sin que ella lo tuviera muy clarificado; pero sí disuelto en su sangre, sus células. En cambio, Wonderful era tan controladamente siniestro que merecía el adjetivo de delicioso. Le imaginaba a lo largo de su historia, preparando atentados, reunido con los delegados de la Internacional, cambiando de Internacional con calculado nerviosismo, apostando por bazas revolucionarias y democráticas hasta que un día se vio aplastado por un invierno de exilado, probablemente acuciado por la miseria heroica. Tremendamente lúcido como para comprender lo irrepetible de su vida, que se vive solamente una vez, que hay que aprender a querer y a vivir, que apenas si hay tiempo de hacer algo por uno mismo. Son los fantasmas que yo vi aparecer en la penumbra del campo de batalla que había quedado después de la discusión con Muriel sobre el mérito y demérito de Rousseau o Voltaire.
También Wonderful había cambiado de camisa, cargado de santa indignación liberal frente al brutalismo staliniano, como yo me había rebelado contra el purismo esquemático de Muriel. Pero progresivamente se habría hecho más sincero, más consciente de sus reales motivaciones. Ni siquiera ahora la dentadura postiza y las canas teñidas disimulaban sus rasgos de español, sus rasgos de isleño de la Historia, loco y acobardado. Wonderful sabía que yo conocía su historia, su origen. Con tablas de actor de carácter muy curtido daba por sentado que yo comprendería su arqueología, porque se correspondía en bastantes puntos con lo que ya empezaba a dejar de ser mi historia. Y a mí me fascinaba la excavación en aquellas ruinas tan bien conservadas, tan restauradas, tan declaradas de interés nacional. Amaba su libertad y la capacidad de superar el autodesprecio mediante la asunción de un total desprecio por la otredad. La vida es una sucesión de movimientos hacia el éxito, él y yo sabemos que en último extremo tenemos la posibilidad de acometer un movimiento vedado para la inmensa mayoría de los pobladores del hormiguero: el movimiento de llevar la mano a la pistola sobaquera, quitar el seguro, apuntar y no preocuparnos por el qué dirán.
La esposa del agregado cultural de la embajada de Austria es rotunda. Cuando la agregada se desnuda, sus carnes parecen como prevenidas para el desembarco y saltan por su propio peso. Parece como si cayeran, pero quedan en el aire, elásticas, algo vacilantes, pero seguras de sí mismas, como las atletas lanzadoras de peso cuando comprueban la elasticidad de la pierna que va a respaldar el lanzamiento del cuerpo. Son bicolores, semitostadas por el escaso sol de Washington y por el aparato de sol artificial.
La señora del agregado cultural austríaco mide 97 de pecho y 90 de cadera. Nadie podría hablar de lo que es una mujer sin haberla palpado. El frío de las posaderas tiene una consistencia extracarnal, una consistencia de fruto inexistente. Recorrer con el cuenco de la mano el torno de su pierna es un viaje del que nadie quisiera volver.
La señora del agregado cultural austríaco aprendió el amor en la Escuela de Viena. Es el suyo un estilo inconfundible. Sus gemidos son de una pronunciación perfecta y sus aleteos finales superan en delicadeza la muerte de Margot Fonteyn en El lago de los cisnes. Desde la melena hasta el diseño de los dedos del pie, la agregada cultural es un perfecto animal. Cuando la agregada cultural va vestida, sólo experimentan deseos de agresión un 65 por 100 de la población masculina de Washington y un 44,3 por 100 de la femenina. Pero cuando la agregada se desnuda, pese a que el Instituto Gallup no lo ha verificado, los agresores serían el 98 y el 76 por 100, respectivamente.
Los labios de la agregada cultural son fibrosos y adhesivos. Practican un doble movimiento de posesión y despegue cuya lentitud sólo podría compararse al ralentí de un salto de caballo. La agregada cultural siempre camina con expresión concentrada, como los cazarrecompensas. Vive las veinticuatro horas del día pendiente de su arte. Imagina nuevas técnicas, ejercita continuamente ante un espejo de siete lunas que le regaló Sukarno, agradecido.
Nunca ha tenido una hora baja. Nunca ha tenido un minuto de ridículo afeminamiento. Su disposición para el amor es perfectamente viril, en sus acciones no se conduce con el falso aplomo de la tímida experimentada, ni con la brutal seguridad de la buscona. Es como si el acto de acoplamiento se hubiera elevado a la categoría de deporte olímpico y la agregada ganase siempre, siempre, la medalla de oro.
Cuando la agregada ha conseguido lo que quería, nunca se despide. Se viste en silencio, te da la espalda y se marcha antes. Si te enamoras de ella, te abandona y si te suicidas por ella, no comment. En las recepciones nunca habla, sólo una vez se ha desnudado en público.
Dicen que ocurrió en Londres, que una tremenda angustia explotó en el pecho de los comensales. Pero sólo uno lloró, como si se le hubiera muerto el hijo predilecto.
El rumor ha circulado durante horas, incontrolable.
El FBI ha comunicado que tal vez Pepe Carvalho había penetrado en el país a través de la frontera canadiense. Primero, Hoover me lo ha informado con una sonrisa confiada en los labios. Para él Pepe Carvalho es un buen profesional del crimen, pero no por ello deja de ser lo más parecido a un puertorriqueño. Para Hoover el único gallego importante es el general De Gaulle.
Los conocimientos históricos de Hoover están en relación inversa con su obscena confianza en sí mismo. Ha consultado el tablero electrónico situado en los sótanos de la Casa Blanca. El intruso pronto ha sido localizado a cincuenta kilómetros de la frontera. Pero no era Pepe Carvalho. Durante unos minutos he tratado de saber quién era. Los recelos de Hoover son evidentes y me ha negado, con cierta elegancia, la información. Ya estaba dispuesto a exigírsela cuando todo lo ha trastocado la brusca irrupción de Bob Kennedy en la estancia.
El rebote de la puerta contra el muro, el rayo de sol arrancando destellos de su flequillo movedizo, el espacio rápidamente engullido en tres zancadas, la tensión del cuerpo electrizado por la indignación, la sonrisa de despecho y desprecio, las manos asidas a las caderas… Bob Kennedy ha provocado un silencio que yo había olvidado desde mi estancia en las sedes policiales en papel de víctima o incluso desde mi primera infancia, cuando mi padre o algún profesor saciaban vampirescamente sus impotencias en el terror que podían leer en mis ojos. Es el silencio del terror y la culpabilidad. Bob acusaba a Hoover con el índice.
—¿Por qué no me ha avisado? Un criminal peligroso penetra en los Estados Unidos con el fin de matar nada menos que al presidente y yo soy el último en enterarme.
Hoover ya se había repuesto. Sin contestar ha vuelto la espalda al ex fiscal general para seguir el examen del mapa electrónico con las manos en los bolsillos. Las venas del cuello kennedyano estaban al tope, los delgados labios se han abierto y adelantado para escupir la palabra:
—¡Cerdo!
Hoover se ha reído levemente, ha disculpado el insulto con una cabezada condescendiente. Dos agentes del FBI se han acercado a Bob para colocarse a su lado. Pero no bien establecidos, ya Bob ha lanzado un codazo lateral al de su derecha, mientras con la izquierda daba un golpe de karate en la nuez del otro agente. Después parecía que iba a lanzarse sobre Hoover. Éste ya le daba la cara y era la suya una cara sonriente, tranquila. En la mano de Hoover adquiría evidente consistencia su Parabellum negra preferida. El cañón de la pistola ha topado con el duro estómago de Bob. El aliento de los dos hombres era casi uno solo.
Poco a poco han distendido los músculos del rostro, ha ido asomando una primera vergonzante, finalmente decidida sonrisa. Después, la risa les ha apartado como repelidos por una descarga eléctrica. Sin apenas poder hablar.
—¡Edgar, Edgar, eres grande!
—¡Oh, Bob; tú, Bob, Bob, qué entrada!
—Lo venía preparando por el camino.
—Parecías James Cagney en sus mejores tiempos.
Han caído al suelo vencidos por la risa. Cada vez que recobraban la compostura, bastaba el cruce de una mirada para que las carcajadas y las lágrimas volvieran a fluir. Hoover se ha tomado unas pastillas contra las emociones y ha seguido riendo sentado en el suelo.
He salido de la estancia tras los pasos de Bob. Al llegar a la zona más oscura del pasillo, Bob se ha revuelto rápidamente y me ha arrinconado contra la pared.
—¡No le quite el ojo a Hoover! ¡No me fío!
No he tenido tiempo de cerrar mi oreja al aliento fonético de Bob. Un puñetazo cortante, kennedyano, contra mi bajo vientre, me ha doblado. Poco después, semiinconsciente todavía, he visto pasar ante mi nariz las dos rayas perfectas del pantalón gris de Hoover.
—¡Este Bob!
Iba diciendo y reía.
Jacqueline me cuenta, a veces, fragmentos de su vida. Me veo entonces en la obligación de corresponder. El otro día ella se explayó sobre el tema de la suegra y las cuñadas. Yo intenté transmitirle el fondo y la forma de mis relaciones con Muriel, de mis perplejidades ante nuestra hija. Pero entre Jacqueline y yo había una desconexión lingüística evidente. Yo hablaba como un playboy nostálgico de su etapa de romanticismo pequeño-burgués y ella como la directora de un consultorio sentimental. Derivé entonces a una burda narración de mis trabajos: agitados unos, rutinarios otros. Así desbordé el didactismo de Jacqueline, que parecía sorprendida por la brutalidad de algunas situaciones que yo había protagonizado y por el cinismo expositor de mi relato.
—¿Pero eso lo hizo usted?
—Es posible.
—¡Cómo es posible! ¡Lo hizo!
—No lo niego.
Jacqueline me dijo casi en serio que yo era un tipo peligroso y que empezaba a comprender el abandono de que me habían hecho objeto mi mujer y mi hija. Me resultó duro admitir que mi niña me hubiera abandonado. Pero probablemente era lo cierto.
La conversación con Jacqueline sirvió de detonador para que se abriera el televisor de los recuerdos. Allí estaba Muriel, miope, sonriente, con toda su ideología a cuestas, convertida en cuerpo mismo. Por ejemplo, aquel empecinamiento suyo en no depilarse las piernas porque era una inadmisible concesión a la manipulación cosificadora de la mujer convertida en objeto sexual. Pero tenía unas piernas bastante bonitas que no podía enseñar por culpa de la asombrosa tenacidad de su vello, lanzas negras que atravesaban sin piedad incluso la dura lana negra de los más historiados leotardos. Hablar, vivir, con Muriel era un duro ejercicio de gimnasia ideológica. El uno dos, uno dos nos acompañaba de día y de noche y, en ocasiones, al borde mismo del acto del amor, me obligaba a comentar el último texto político o la última polémica derivada del turbio asunto de una línea política general demasiado contemporizadora.
—Estamos empeñados en el asalto a la contradicción de primer plano y tendemos a olvidar el asalto a la contradicción fundamental.
… podía musitar Muriel, por ejemplo, mientras yo intentaba desabotonarle la chaqueta del pijama a las dos de la madrugada. Yo me veía entonces obligado a contestar:
—No hay dos impulsos dialécticos sucesivos. Sería una regresión a la dialéctica lineal hegeliana. En el asalto a la contradicción de primer plano está el asalto a la contradicción fundamental.
—Qué brillante eres…
… musitaba Muriel, ya en la esperada frontera del espíritu y la carne. No era mucha su carne, es cierto. Pero pese al escepticismo de los testigos exteriores, estaba mucho mejor situada de lo que falseaban sus maneras y sus usos de vestuario. Y en los momentos decisivos, pocas mujeres me han compensado mejor que Muriel, ni siquiera hay una distancia excesiva entre su habilidad y la de la agregada cultural austríaca, pese al décalage profesional.
Tal vez sea la distancia temporal. Pero veo de inmejorables colores nuestras vicisitudes políticas y económicas de la adolescencia. Los terrores que compartimos. Nuestro mutuo apoyo cuando se precipitó sobre nosotros la noche negra de la Historia. Y tal vez mi vida a su lado hubiera proseguido un devenir lógico sin aquella discusión provocada por el siniestro biólogo, luego he comprobado que con la intención de distanciarnos y sacar tajada del asunto. También yo llegué condicionado a la discusión sobre Voltaire y Rousseau. Me pareció excesivo que Muriel, la mañana del mismo día, comprara agua destilada para lavar la cara y el culito de la niña. Todo porque lo había leído en un manual pedagógico de la URSS. La tormenta que no estalló por la mañana tuvo sus rayos y truenos por la noche. Y allí estaba el ángel nocturno que se aprovechó para romper nuestras vidas y convertirse en el heredero de mis funciones fatalmente nocturnas (Muriel tenía aversión a hacer el amor a la luz del día). Aunque no hay mal que por bien no venga y desde que me separé de Muriel y cambié de camisa, no me puedo quejar de cómo me han ido las cosas. Pero debería ser más fuerte y prescindir de cualquier literatura para satisfacer mi apetito ético, estético o sentimental. Es una debilidad impropia de un hombre como yo, con una potencia de pegada similar a la de Floyd Patterson y una envidiable, envidiada potencia amorosa.
—Ser español es un problema.
Había pensado en voz alta para derivar del todo la peligrosa conversación sentimental con Jacqueline.
¿Qué estarán haciendo Muriel o la niña? Seguro que la pobre chiquilla estará sometida a un riguroso programa de lecturas graduadas. A los nueve meses la dejé y ya Muriel había comprado Así se templó el acero, de Ostrovski, para que lo leyera en cuanto pudiera. Yo quería bastante a mi niña, aunque siempre la miré con la prevención que merece toda mujer que irá a parar a brazos de otro hombre.
Mister Phileas Wonderful solía concederme el placer de su conversación con más frecuencia que a los demás cursillistas. Lo justificaba por el paisanaje, pero yo sabía que le atraía la propia imagen trucada que en mí le devolvía el espejo que siempre le separa del mundo. Durante las primeras charlas mantenía el pudor ideológico inicial para justificar su actitud, que ya era la mía. El stalinismo era intolerable y había traicionado la esperanza revolucionaria, en estas condiciones, ¿íbamos a hacerle el juego?
Pero un día dijo, como si no hablara conmigo, como si hablara desde un proscenio, encantado por la hipnosis de las candilejas:
—Todo empieza cuando descubres que eres el ser más inmotivado de este mundo. Que has perdido una guerra, un país, la cara, todas las patrias convencionales. Lo descubres semiaplastado por la orografía de Manhattan, bajo caedizos rascacielos que amenazan tu inexistente esqueleto de gusano. Tienes frío por debajo del frío, la angustia ya te ha abandonado el estómago, ya está en tus pies, convertidos en plomo horroroso. Y en el año cuarenta en Nueva York. Absurdo. Iba de puerta en puerta. De abrazo en abrazo de antiguo ex combatiente de la Brigada Lincoln. Todo eran promesas, hasta que alguien empieza a decir cosas coherentes. Entonces me juré que nunca más pasaría frío, del físico ni del otro. Que nunca más perdería nada. Que nunca más tendría miedo. Que nunca más tendría en la garganta la bola del mundo. Que recuperaría nombres y apellidos, sonrisa en los labios de los ascensoristas, respeto en los ojos de un policía.
A partir de aquí, Wonderful siguió hablando en inglés. Había mueca de asco en su cara súbitamente envejecida, como si se le hubiera borrado el atezado y reaparecieran las arrugas ocultas por el maquillaje. Una mueca de asco dirigida a algo o alguien entrevisto en un rincón de la sala vacía. Crucé la frontera de las candilejas y me acerqué a lo que tanto asco o terror daba a mister Phileas Wonderful. Un viejo hombre, pajarillo desplumado, flaco, vestido bicolor, desdentado, barbado, con las uñas negras y los zapatos relucientes, una maleta de cartón a su lado, los oídos llenos de silbidos de tren, en los ojos amarillos y blandos, sonrisas de pánico, confiado en que nadie tendrá ningún interés en acrecentarlo. Tras la espalda del hombrecillo, a través de la ventanilla del tren, corría un paisaje monegral, de oteros grises y espinos sin madre, secos y rodantes bajo el sol y detrás del viento.
—¿Gusta?
El hombrecillo ofrecía un pedazo de lengua de vaca estofada. Goteaba salsa marrón encebollada desde el borde de la navaja hasta la tapadera de aluminio de la fiambrera.
—¿Gusta?
La lengua empujaba cortesías a través de la brecha dental enmarcada en dientes de oro y encías rojiblancas.
—Mister Wonderful, mister Wonderful —dijo la secretaria. Se rompieron los cristales en los ojos del viejo Tobías—. Mister Wonderful —dijo la secretaria.
Wonderful se me adelantó unos pasos para recoger el aviso confidencial con la oreja inclinada hacia los labios de la muchacha. Al regresar, su rostro había recuperado la sonrisa de anuncio.
EPÍSTOLA URBI ET ORBE
Leída por el presidente Kennedy en el día de acción de gracias de 1963, en la explanada central del Palacio de las Siete Galaxias, en presencia de un 60 por 100 de los cargos ejecutivos de la nación y de la totalidad del cuerpo diplomático.
Señoras y señores:
En días como el de hoy es cuando más lógico resulta hincarse de rodillas, levantar la mirada confiada hacia la paz del cielo y decir: gracias. Gracias no tanto por los bienes recibidos como por las evidencias asumidas. Y la asunción de las evidencias es el mayor bien que puede recibir un pueblo. Y es evidente que la más preclara evidencia que podemos asumir nosotros, el pueblo norteamericano, es la de nuestro destino privilegiado al frente de la marcha histórica de la humanidad. Para los que sólo conciben la marcha de la Historia como una evolución material desprovista de toda trascendencia que no sea lo positivo de los resultados, cada vez más positivos, yo recito hoy mi oración, porque nosotros, el pueblo norteamericano, sabemos que no hay destino humano sin providencia y que no hay grandes comportamientos históricos sin providencia. Dios condujo a su pueblo más allá del Nilo y le dio un guía: Moisés. Y allí nació la historia de Occidente, bajo el dedo protector de la providencia.
Y en esta hora difícil en que el destino del hombre cristiano se halla comprometido en la más dura de las luchas por la supervivencia, repito, gracias. Gracias en nombre de mi pueblo, que me escogió como conductor y guía y que me confirió esta alta misión sin más prerrogativa que la de sus mismas vacilaciones y esperanzas. Yo, como norteamericano, soy uno más entre vosotros, en cuanto a lo que aspiro y en cuanto a lo que temo. Mis fuerzas son las vuestras y, como vosotros, confío en esas fuerzas extras que Dios concede a quien se alinea en su bando. Y con esa ayuda hemos de vencer. En un día como el de hoy hemos de proclamar cuál es el instrumento de nuestra victoria. Ese instrumento no es ningún arma terrorífica cuya capacidad de destrucción agarrote los músculos del valor, no. Nuestra arma no será mortífera, ni es secreta. Es el arma de la evidencia del ejemplo victorioso. Que nuestros enemigos abran los ojos y vean en la salud de nuestro pueblo la evidencia de nuestro destino óptimo y en la salud de nuestras obras la eficacia de un método de comportamiento coordinado con la voluntad divina.
Somos la nación más rica de la tierra. Pero bien poca cosa seríamos sin la riqueza espiritual. Si alguien me preguntara por qué con ese convencimiento en la superioridad espiritual no descuidamos la fabricación de proyectiles teledirigidos, yo le diría que los caminos de Dios son insondables e imprevisibles y quién sabe cuál es su instrumento, quién sabe o quién conoce el lenguaje del más allá. En la disuasión de la fuerza no hay que ver tanto una proclama de escepticismo como un acto de humildad ante las explicaciones que nos exceden.
San Agustín, en cierta ocasión, paseaba por una playa.
Vivía una de sus épocas de máximas vacilaciones, dudas, preguntas ante el misterio de la vida y la muerte. Espíritu liberal y democrático, San Agustín lo cuestionaba todo, porque ésa debe ser la actitud de la honestidad intelectual. Paseaba, pues, como he dicho, por una playa y se encontró con un niño que iba echando agua en un hoyo en la arena. Hacía uno y otro viaje con un cubito de plástico. Una y otra vez. Una y otra vez.
«—¿Qué haces, pequeño? —preguntó el santo.
»—Quiero meter en este hoyo a todo el mar.
»—Pero —dijo el santo, sonriendo, ante tanta maravillosa pureza e ingenuidad—, eso es imposible.
»El niño se puso grave y le contestó:
»—Más imposible es desvelar los designios de Dios.»
Desvelar, desvelar; en la raíz de esta palabra está la sabiduría misma. Quitar el velo que nos separa de la verdad es el camino para llegar a la sabiduría. Pero todo hombre lúcido sabe que hay un velo que está demasiado lejos y que hay que reservar un más allá de misterio que impide quitar el último velo. Ésta es la humildad que ha hecho grande a nuestro pueblo. Dejar para Dios la última explicación de nuestro comportamiento y no caer en el pecado de querer ser tan conscientes como el Gran Visor de la Eternidad.
Desde este instante de eternidad, desde este lapsus de Historia que nos ha tocado conducir, gracias, Señor, por los frutos a que nos has llevado, por las metas que nos has fijado.
No considero ni siquiera tema del Reader’s Digest el asunto de Pepe Carvalho. Bacterioon es otra cuestión. ¿Cómo entra en contacto Pepe Carvalho con Bacterioon? He intentado convencer a Hoover de que las investigaciones han de ir por allí. Morrison, mi inmediato superior, es de la misma opinión. Pero Hoover, que no nos puede tragar a los de la CIA, se empeña en la búsqueda del cuerpo. Ninguna descripción de Carvalho coincide con la anterior y ya no queda ninguna esperanza de que pueda coincidir con la ulterior. En La Paz, tras el atentado contra Paz Estensoro, Carvalho era un hombre delgado, alto, aquilino, muy moreno, de ojos magnéticos. En Siria, después de la última intentona del Baas, Carvalho es un oscuro, pequeño hombre calvo con lentes bifocales. En Kenia sería un tragasables rubio panocha. ¿Quién es Pepe Carvalho? Todos los informes sobre él son muy secretos, pero también muy inútiles. Con él llega la muerte, silba y se lleva las vidas como imantadas. No tiene una línea previsible de acción. Ni siquiera sus acciones son continuadas, más bien diríase que alterna la acción rápida con largos períodos de inacción que sirven para el desarrollo de su mito. Hoover cree que Carvalho no existe, que Bacterioon no existe, que todo es obra de las fuerzas tradicionales: las internacionales de la masonería, el comunismo y los sodomitas.
Pero la existencia de ambos es tan evidente como misteriosa su relación. ¿Cómo una sustancia no orgánica puede llegar a una relación inteligente con un ser humano?
Yo comprendo la indignación ciega de Hoover.
Es como luchar contra el aire, como mantener una alerta ante cada respiración. Que por primera vez acepte la colaboración de la CIA ya es una prueba de cuánto le preocupa el tema. Sean Poverty, el agente responsable de mantener el orden público en torno al Palacio de las Siete Galaxias, opina que Carvalho es una potencia sobrenatural, diabólica, como las deidades negativas de su Irlanda natal. En cambio, Khan, tras utilizar calculadores analógicos de la tercera generación, opina que Carvalho puede existir en un 70 por 100 de posibilidades y no existir en un 30 por 100.
¿Quién es Pepe Carvalho?
La pregunta levanta cejas, hunde omoplatos, pone en huida muchas miradas. Normalmente los profesionales juzgamos con bastante distancia las hazañas de nuestros colegas. Sólo nos entusiasma, y siempre hasta cierto punto, la excepción real. Incurrimos en la mitificación muy de tarde en tarde. A veces transigimos y la mitificación es algo así como una debilidad voluntaria que nos relaja, como si jugáramos a creer en los Reyes Magos. De esta manera al mitificar a un colega le cargamos con un montón de tensiones que en el fondo sabemos intransferibles. Es el juego equivalente al de tomarse en serio a James Bond, juego practicado con excesiva frecuencia entre nosotros. Yo, que he tenido a Bond al alcance, casi, de mi mano, podría hablar mucho sobre el gallito Bond. Pero no conviene tirar piedras sobre el propio tejado.
Pepe Carvalho, en cambio, no es un mito literario. Es un ente real mitificado, casi totalmente desconocido y que les sirve de punto de referencia a la inmensa mayoría de mis colegas. Yo sé que Pepe Carvalho amanece todos los días con la misma problematicidad de casi todos nosotros. Que su prestigio es tan hijo de sus circunstancias como de una desesperada voluntad de sobresalir en el oficio. Reniega de su trabajo como cualquiera y tiene la común tendencia a justificar la última moralidad de lo que hace por la evidencia de lo que ya está hecho.
Por lo demás, la mínima biología constituye el principal apoyo para su oficio de vivir. Los mínimos estímulos del sobrevivir le deben ayudar a pasar los ratos perdidos y a olvidar cualquier sospecha de que también se pierden los ratos no perdidos. En fin, que Carvalho tiene sus problemas, como todos.
Khan habita en la parte superior de la cuarta galaxia. Está por encima del mismísimo trust de los cerebros que rodea habitualmente a Kennedy. Tiene un hilo telefónico especial en conexión con la isla californiana donde un grupo de científicos vaticina el devenir de todo mediante el cálculo de probabilidades.
Existe un proyecto secreto de hibernar a Khan y a Walt Disney, con el fin de hacer de ellos testigos de excepción del mundo posterior al año 2000. En el caso de Khan sería en premio a sus servicios por haber sabido descifrar lo que nunca pasará (gracias a sus prevenciones, Khan espera controlar el futuro). En el caso de Walt Disney se persigue que la retina technicolor de la cosmogonía rooseveltiana sobreviva a las lentes de contacto con el áspero tacto de la realidad. Ambos poetas de la imagen (el número imaginario y el Pato Donald) merecen la opípara jubilación de la eternidad.
Khan, al igual que su gran amigo y rival, Sylvester, es un profeta tranquilizante. La guerra atómica nunca ocurrirá, según él y será definitivamente sustituida por la serie de guerras convencionales (guerras civiles entre el bien y el mal) en zonas marginales de la tierra. La guerra de España, según Khan, ya fue un ensayo general de la nueva estrategia. Claro que allí no se daba como contexto el peligro de una destrucción nuclear, pero sí el peligro de un conflicto universal, que pese al resultado óptimo de aquella guerra, no pudo evitarse.
Lo importante, según Khan y sus asesores, es que las grandes naciones conductoras de la civilización industrial, no se vean complicadas en enfrentamientos mutuos. Los desfases de equilibrio potencial entre los países socialistas y los capitalistas, deben arreglarse mediante guerras marginales que afecten a zonas, en sí mismas, marginales: estas zonas se corresponden con países situados, ya para siempre, al margen de la dirección de la Historia. Todo este equipo de pensadores está muy influido por las teorías del profesor Sylvester, cuya hegemonía intelectual nadie discute en Washington. El profesor Sylvester se dio a conocer a los setenta años de edad gracias al programa televisivo Usted sabe y nosotros le premiamos. Sylvester, funcionario de correos jubilado, que había hecho un curso de filosofía por correspondencia, participó con el tema Comportamiento sexual del arador de la sarna. Dos semanas después era famoso en todo el país y le imitaba Bob Hope en el show de Ed Sullivan.
Las opiniones de Sylvester empezaron a cotizarse en cualquier terreno del saber humano. Pronto se comprobó que Sylvester era a Khan lo que la presentelogía a la futurología. Sylvester sostenía que las suertes derivadas de la revolución industrial ya estaban echadas. Los países que se situaron a la cabeza son los conductores de la Historia. La categoría superior de la etapa actual de la humanidad no puede ser el poder factual, porque el poder factual implicaría el riesgo de la destrucción. La categoría superior es el poder potencial o poder disuasorio. Ese poder potencial consecuencia del desarrollo industrial y del nivel tecnológico se traduce en el control de los medios de destrucción-disuasión nuclear y en los medios de comunicación y expansión espacial. El control de la vida y de la relación espacio-tiempo determina los atributos del poder y están en manos de los Estados Unidos y la URSS. Después hay que tener en cuenta a un número limitado de peones privilegiados (sic transit) o potencias de cierto desarrollo industrial y tecnológico que no han podido subir al carro triunfal de la subera atómica. Y el resto, el resto del mundo es silencio y lo mejor que puede hacer es permanecer en silencio. Las verdades ideológicas, emotivas, biológicas (en el sentido no bioquímico de la palabra), apenas si tienen poder determinante. Tampoco sirven apenas las verdades dialécticas aportadas por el marxismo, ya han sido utilizadas para dar de sí todo lo que podían: la aparición de un poder antagónico a escala universal: la URSS. El industrialismo en su etapa superacional y la progresiva racionalización del mercado universal, han convertido la dialéctica en dinámica racionalizada y racionalizadora.
Khan es menos optimista que Sylvester. El viejo ex funcionario cree que la Historia y la Geografía dependen fundamentalmente de la Estadística y la Topografía. Su lema predilecto es: «La Humanidad será perfecta el día en que prescinda definitivamente del principio idealista de que el hombre es la medida de todas las cosas». Khan, de acuerdo en el fondo, sostiene que hasta llegar a la plena asunción de esta filosofía media un período histórico muy peligroso en el que serán liquidadas las verdades morales, ideológicas y emotivas. Pero ambos monstruos se entusiasmaron con la aparición de Kennedy: «Kennedy —declaró Sylvester al redactor de Christian Science Monitor— dará un acelerón considerable a ese período de liquidación, al mismo tiempo desarmará a la derecha americana y a la izquierda universal».
Sylvester y Khan están muy divididos en el asunto Bacterioon. Sylvester opina que es un poder reaccionario y que puede manifestarse por lo tanto bajo formalizaciones revolucionarias o de extrema derecha. Khan ve en Bacterioon una estratagema más de la internacional comunista y sus centros impulsores: China, Cuba, Vietnam del Norte, Corea del Norte, La Sorbona, Berkeley, el barrio madrileño de Arguelles y las comunidades catalanas de benedictinos y capuchinos de Montserrat y Sarria. Sylvester hila más fino: «Bacterioon es la sustancia del relativismo y de la duda de la propia duda, pero esa sustancia está manipulada por un cerebro fanático antihistórico. De momento, ante la estrategia kennedysta, se disfraza de escepticismo, pero pronto sacará la pistola». Sylvester reconoce que es difícil mantener la capacidad de entusiasmo, una vez castrados los órganos emotivos y racionales individuales. Pero para ello hay más de cuatro marcas de pastillas no alucinógenas, que a partir de 1964 serán repartidas con carácter gratuito en todas las escuelas públicas de un país marginal (Austria) a título experimental. De no ser nocivos los resultados, todos los niños norteamericanos recibirán las mismas tabletas durante su diaria toma de leche federal en polvo.
Khan, que está en todo y es, en el fondo, un opositor entusiasta de Sylvester, ha convencido a sus computadores para que programen un plan nacional de Tabletas Para la Integración (TPI). De momento están en fase experimental, entre simios jóvenes, las pastillas contra el marxismo-leninismo y contra la opinión, muy extendida, de que unas razas tienen el pene más largo que otras.
El ayuda de cámara de los Kennedy me ha hecho un regalo espléndido. Tres trajes del presidente que apenas si se ha puesto en dos o tres ocasiones y media docena de pares de zapatos muy usados. El sastre presidencial me los ha probado, en quince días estarán a mi medida. Me ha ido de perilla porque empezaba a estar mal de ropa y estas cosas en Washington son caras. Creo que este regalo presidencial puede reportarme algún disgusto. El embajador de una nación con la que nos unen entrañables lazos de amistad también iba detrás de los trajes y ya le había lanzado alguna indirecta a Jacqueline. Ella, que es una delicia de mujer cuando no se ve en la precisión de expresar abstracciones, le respondía invariablemente: «Calma, calma, habrá para todos». Que conste que yo no moví ni un dedo para conseguir el regalo.
Hay un tipo de intelectual ingenuo que durante casi treinta años se ha adueñado de la crítica cultural. Las emociones de ese intelectual se exteriorizan preferentemente en la solitaria sensibilidad de su esfínter anal. Los latidos del esfínter han subrayado toda su predisposición al cabalismo. Cuando se insinúa la posibilidad de seres extraterrestres, el intelectual ingenuo se estremece porque ¿acaso la Atlántida no pudo ser una colonia marciana? ¿Escepticismo lingüístico?: Rimbaud. Todo es para él una novela policiaca inducida. ¿Marrase?: Nietzsche y el Nazarín de Pérez Galdós. Cuando el intelectual esfínter posee una daga malaya y lleva un kimono más o menos japonés, su cabalismo es extremo oriental y las abundantes dinastías chinas le aportan improbables personajes que nadie se toma la molestia de identificar históricamente. Yo, que no soy un intelectual, que soy un agente secreto con cultura autodidacta, hoy he jugado al cabalismo. Ha sido cuando he visto llorar a John F. Kennedy al enterarse de la muerte de dos niñas negras atropelladas por un jeep. Entonces me he inventado una máxima poética china del siglo III a. c. (hacia mediados de siglo). Dice así:
Los altos montes azules
se fingen a veces cielo.
Sólo la continuidad del río
conoce la sombra de sus valles,
su consistencia muerta
de piedras caídas de una altura sorda.
Nuestra tribu llevaba plumas en el corazón y pintura de guerra en el alma. En las reuniones, yo, a veces, conseguía distanciarme, situarme en la noche, más allá del cristal. Desde allí veía la fragilidad de mi gente en la inmensidad hostil del mundo, entonces me reconciliaba incluso con el perverso biólogo, porque estaba condenado a muerte, como todo el mundo, y además iba a llevar una vida muy perra mientras tanto. Yo ya sabía que la actitud épica, incluso tan oscura como podía serlo en nosotros, proporciona mucho alimento moral y un pequeño lugar en la Historia, del que uno toma posesión no sin enjundia. A veces, la conciencia de estas compensaciones me hacía devaluar nuestro compromiso. Pero luego me evadía, salía fuera, me situaba detrás de los cristales y contemplaba la precariedad biológica de mi tribu. Cuan aplastables eran, qué débiles de uno en uno, frente a las ventoleras, qué víctimas propicias frente a los poseídos por el miedo a la Historia, qué patéticas podían ser, en cualquier momento, sus plumas y sus pinturas.
Muriel era siempre la más emplumada, la más pintada. Agresiva como un gallo peleón, alzaba el cuello por encima de nuestros abatimientos, en busca de la cabeza en que cebar el pico. Cuando le daba por la histeria épica yo me echaba a temblar y procuraba distraerla con conversaciones tangenciales: por ejemplo, la teoría del valor en Ricardo, Marx o Keynes. Muriel había leído quince veces El capital, había dirigido tres o cuatro seminarios sobre el librito y no lo entendía. Una vez, durante la lectura de un libro de Sweezy, gritó como víctima desganada y me señaló, convulsa, una página de letra pequeña:
—¡Aquí está todo, aquí está todo! Por fin lo entiendo.
Desde entonces aquella página de Sweezy fue en nuestro hogar algo así como el padrenuestro en el de los abuelos de usted, amigo lector, porque los míos no rezaban.
Muriel tenía sus vencimientos, casi siempre provocados por la tarta de manzana y las ancianas. Le angustiaban las ancianas y procuraba ayudarles siempre a cruzar la calle, muchas veces sin consultar primero con ellas. La vejez le daba casi tanto miedo como la muerte: eran la obscenidad misma, eran la Obscenidad Absoluta, enseñando el culo arrugado y cárdeno en el fondo de un paisaje que entonces se revelaba absurdo. Muriel odiaba la literatura del tema de la muerte. Decía que estaba manipulada siempre por la clase dominante para evitar que la gente se preocupara por la vida y la realidad. Incluso las medievales danzas de la muerte le parecían burdas farsas alienantes que servían para compensar post mortem las justas aspiraciones del proletariado medieval. Cuando yo intentaba oponerle la precisión de cuán difícil es aplicar el término proletariado a las clases populares de la Edad Media, Muriel se irritaba hasta la desconsideración.
Irritada era otra persona. Se hacía las necesidades en mis antepasados más tópicos e inmediatos, me acusaba (y cuánta razón tenía) de contrarrevolucionario y, finalmente, si mi superior riqueza de vocabulario la desbordaba, se echaba a llorar y se encerraba en el retrete. Más de una vez soñé en la posibilidad de que pudiera perderse para siempre por el agujero de la letrina. ¡Con qué satisfacción, en muchos momentos, habría yo tirado de la justiciera cadena!
Pero ella no era rencorosa. Poco después salía y buscaba niveles de discusión más estables: la deficiente interpretación de Lefebvre al tránsito de la cantidad a la cualidad o el idealismo implícito en las posiciones de Narville, por una parte, y de Jean-Paul Sartre, por otra. Por cierto que a Sartre no lo podía tragar y en lugar de llamarle Juan Pablo le llamaba Juan Jacobo, para marcar gravemente cuál era la real ubicación temporal del pensamiento sartriano. Era su único rasgo de humor cultural.
Por lo demás estoy seguro de que me quería y que nunca comprendió ni comprenderá el lento odio que acumulé contra ella a lo largo de nuestro Camino de Perfección. Y es que en cinco años de convivencia cotidiana no conseguí darle ni un baiser florentin. Cometí el error de decirle que había aprendido este desliz erótico en la lectura de Apollinaire.
Muriel siempre le había considerado un poeta reaccionario.
He leído un folleto inquietante. Lo edita una asociación de antiguos beatniks de Boston. Es una especie de testamento ideológico y sentimental, pero, en mi opinión, preñado de amenazas. Para ellos, Kennedy es el enemigo público número uno. Hasta Kennedy, los Estados Unidos habían demostrado al mundo su impotencia para asumir el desafío dialéctico de la revolución. Sólo el nefasto Roosevelt —dice el folleto— jugó inteligentemente la carta de un posible progresismo americano universal. Roosevelt intentó sustituir el conflicto por la competición: en Teherán, Yalta y Potsdam se sentaron las bases de la paralizadora coexistencia pacífica. Era sólo el principio. Entre Roosevelt y Kennedy, una vuelta al realismo americano, al Gran Garrote y al Gran Gendarme del Universo. ¡Aquéllos eran tiempos! No había desfase entre escaparate y trastienda. En cambio ahora, bajo el kennedismo, el fascismo americano (sic transit) se disfraza de jeffersonismo.
He enseñado el folleto a Kennedy. Le ha hecho mucha gracia. Dice que el estilo le recuerda mucho la escritura de un amigo suyo de Harvard, en la actualidad un alto ejecutivo de la Tidewater Oil Company.
—Me gusta mucho este párrafo en el que dice que yo he convertido la ley rooseveltiana de la competición en la superley de la integración.
Por si acaso he realizado algunas investigaciones sobre la gentecilla que ha redactado, impreso y divulgado el folleto. Como siempre se trata de una mescolanza de confusas gentes que no usan ropa interior, son poco aseados y procuran ser vegetarianos, aunque sin dogmatismos aparentes sobre la cuestión alimenticia.
Y es cierto, el cabeza visible ha estudiado en Harvard y era hasta hace muy poco un alto ejecutivo de la empresa de Paul Getty.
Cuando en el banderín de enganche para agentes secretos se me preguntaron los motivos de mi decisión, pregunté a mi vez si les interesaban motivos épicos, ideológicos, sentimentales o criminales. El supervisor, que conocía muy bien a los líricos griegos arcaicos, quedó maravillado por la sutileza de mi falsa pregunta y me aceptó sin más. La verdad es que no sé por qué busqué este oficio, un oficio que ideológicamente, entonces, me repugnaba. Fue una tarde de septiembre. Llovía y para mayor tristeza llevaba una gabardina azulada. Con las manos aplastaba los regueros de agua contra la tela y el tacto húmedo me daba ganas de llorar. Era una de esas tardes aciagas en que uno está dispuesto a la autocompasión y se excita la emotividad con recuerdos trucados. Ante un café espeso, rodeado de jóvenes estudiantes que salían del Hospital General cercano, en el aire agror de vinagre y solaje de pescado enharinado y frito, reflexioné sobre mi condición social. Repasé, atónito, la lista de cosas que debía pagar en los próximos quince días. Busqué un culpable y no lo había. Era una mecánica vital. Doscientas voces de diccionario ilustrado equivalían a tres plazos del televisor, un alquiler, seis bragas de plástico para la niña, tres bistecs de unos ciento veinte gramos, dos kilos de patatas, dos de naranjas, una cajita de nuez moscada en polvo, una revista ilustrada, diez duros a la portera por vaciar cotidianamente nuestro cubo de la basura, dos sesiones cinematográficas para dos personas, una botella de whisky tamaño petaca. Y no, no llegaba para pagar el plazo en la librería, si acaso para darle algo al vendedor de libros a domicilio. Recordé con repugnancia la cantidad de libros que había comprado y que no había leído. Qué peste a muerto echaban. Los utilizaba para hacer construcciones arquitectónicas. Libros sólidos en la base: las obras escogidas de Marx y Engels editadas por la Academia de Ciencias de la URSS. Los editores me habían hecho una pequeña jugada: los tomos no tenían el mismo grosor. Entonces debía equilibrar uno de los dos libros base con ayuda del estudio de Ráfols sobre la pintura del Renacimiento. El Ráfols tenía la ventaja de su encuadernación en pasta dura.
Bien sentadas las bases, los muros deben ser libros chaparros y gorditos, por ejemplo: Cumbres borrascosas, Guerra y Paz, un tomo de las obras completas de Pérez Galdós. La primera techumbre ha de ser delgada pero dura (hago notar lo descalificadas que están las ediciones modernas para este juego arquitectónico). Un buen techo era una vieja edición del Robinsón Crusoe, tampoco iba mal una edición no menos vieja del Robinsón suizo. Es importante que las paredes maestras sean de libros encuadernados en cartoné, en cambio el tabicado bien pueden resolverlo los libros en rústica. Mis mejores tabiques los constituían El estado y la revolución, de Vladimiro; Los ojos del padre eterno, de Zweig; Las noches blancas, un catecismo de tercer grado, el primer manuscrito, las Lecciones de cosas, etc. Los parterres, tapias, cancelas, montes, arbolados, los conseguía mediante los cuentos infantiles checos que Muriel se hacía traer para el futuro lector de nuestra hija.
Otro recurso era jugar a la carta más alta a base de libros. Se vacían las estanterías y se forma un montón de libros en el centro de una habitación. Los jugadores han de sacar los libros del interior del montón. Un árbitro valora el libro y da el ganador. Por ejemplo, yo sacaba Canguro, de Lawrence, y Muriel Americanismo y fordismo, de Gramsci. Si el juez era una persona normal daba la victoria a Lawrence. Pero si el juez era un asqueroso progresista, entonces triunfaba Gramsci. Había lances espectaculares, decisiones difíciles, roturas irreconciliables. El día en que Muriel, mi mujer, y yo nos acometimos a cuchillada limpia fue consecuencia de que yo canté Cándido y ella Emilio. Yo siempre he opinado que Rousseau era un perfecto idiota, que tuvo la inmensa suerte de vivir en una época que dictaba las ideas. En cambio, Voltaire era un tío. De Rousseau me molesta esa cachondería de bragueta irresponsable; esos niños entregados al hospicio. Además la cachondería de Rousseau es la cachondería de amanuense culo gordo que empuja los genitales y los electriza para todo el día. En cambio, Voltaire era un señor.
Pues bien, el árbitro era el alfeñique biólogo, con gafitas, barros y varices, voz atiplada y seborrea capilar. De sus labios imperfectos salió el veredicto:
—Emilio, de Rousseau.
—¿Por qué?
Muriel. —¿Por qué? Pues porque lo ha dicho el árbitro.
Árbitro (sonriente). —Me atengo al juicio crítico emitido por la enciclopedia soviética. Allí os enteraréis de quién ha sido más importante para la historia del movimiento obrero, si Voltaire o Rousseau.
El esbirro del Kremlin me miraba dióptrico y legañoso, con un ligero tembleque de contracción del esfínter de su cloaca.
Yo. —¡Rousseau era un hijo de puta, y un sinvergüenza, y un burócrata y una rata de biblioteca, y era suizo!
Muriel. —¡Ya vuelve con sus apriorismos geográfico!
Árbitro. —El pueblo suizo, más tarde o más temprano se incorporará a la lucha pacífica en pro de una democracia nacional y social. Guillermo Tell y Rousseau son las muestras del genio de una raza.
Yo. —¡Es un pueblo de esquimales, de alemanes disfrazados de suizos!
Árbitro (grave y cariacontecido). —Debo recordarte la larga lista de mártires del pueblo alemán en defensa del socialismo.
Muriel. —Además he ganado yo y ya está.
Yo. —¡Por cada mártir alemán en defensa del socialismo hay quinientos mil socialistas mártires de los alemanes!
Muriel. —Ya salió el maximalismo pequeño burgués, ¡ya salió!
Árbitro. —¡Lo contaré todo, todo!
Yo. —¡Tú a callar, burócrata!
Árbitro. —¡Eres un aliado objetivo de los enemigos de la clase obrera!
Yo. —¡Mastuerzo! ¡Hijo de la gran puta!
Muriel (me araña).
Yo (le pego un puñetazo en la nariz).
Arbitro. —¡Fascista! ¡Fascista!
Yo (casi mato al árbitro de un guantazo).
Muriel ha abierto la ventana y grita a pleno pulmón:
¡Socorro! ¡Socorro!
Yo me dirijo al público en medio de un silencio sólo roto por los alaridos de Muriel. Recito:
Ésta es la historia de una exasperación;
amé la victoria y la revolución,
el virus del consumo fue mi perdición,
neurótico hice el juego a la contrarrevolución.
(De los bastidores empieza a descolgarse un camarada vestido de obrero metalúrgico, con los brazos en cruz y la boina bien encasquetada. Sobre su camiseta azul lleva el rótulo: Héroe positivo.) Dice:
Castigo ejemplar merece tu audacia,
pactar con el virus de la tecnocracia;
por no leer a los clásicos perdiste la gracia,
el pecado de orgullo será tu desgracia,
vendrán largos tiempos de gran abundancia
si amante confías en tu burocracia,
caerá el gran maná que toda hambre sacia.
(Un agente del fascismo internacional entra en escena disfrazado de camillero de la Cruz Roja. Con disimulo me da un cheque firmado por valor de tres mil dólares.) Grito alborozado para que el público se entere:
¡Tres mil dólares! ¡Tres mil dólares!
(Caigo de rodillas con los ojos desorbitados y las manos agarrotadas sobre el cheque.) ¡Gracias, Rockefeller, gracias!
(El héroe positivo se saca un pulverizador del bolsillo y me fulmina.)