La complicidad europeísta de Jacqueline me halagaba.

—Nuestro palacio de las siete galaxias no puede compararse ni siquiera a Le Petit Trianon.

Hasta la primera galaxia llegaba el ruido de los chapuzones y las risotadas de Monseñor Cushing. De vez en cuando la sombra de un niño desnudo cruzaba veloz la celosía. Jacqueline hojeaba un libro de Avedon y Baldwin. En dos vasos largos hervía la bebida azul y las hojas de menta empezaban a macerarse. Cerré los ojos para sentir el contacto sexual de la picazón en la garganta. Las burbujas me arañaron hasta el dolor. Empecé a sudar.

Jacqueline no sudaba bajo la plastificación maravillosa de su piel enmaquillada. Divagué la vista por la continua pared de la habitación circular, recordé una borrachera hasta entonces olvidada.

—¿Tiene usted un dólar? ¿Me presta usted un dólar?

Eché mano del billetero con excesiva precipitación. La carcajada de Jacqueline paralizó mi oferta.

—Maravilloso. No me ha defraudado. Usted es un caballero español.

Prosiguió la relajada contemplación del libro, de pronto me lo encaró abierto.

—Atroz, ¿no?

Asentí y quedó satisfecha.

No quería quitarme la chaqueta para que no viera la pistola sobaquera. No por la pistola, ni por las imágenes de burda violencia que pudiera inspirarle, sino por la fealdad del tirante que sostenía la funda, como una tétrica corsetería de inválido. Pero tenía calor. Incluso es probable que hiciera calor. Me levanté para acercarme con disimuladas ganas a la celosía. Sobre el césped, la familia Kennedy comía emparedados. Atardecía. Las aguas de la piscina recuperaban una falseada tranquilidad bajo las sombras grises. Un criado negro pescaba hojas muertas y flotantes. Robert Kennedy hacía la vertical y sus dos hijos mayores le imitaban. Miré, dudé, volví a mirar. John Fitzgerald Kennedy fumaba una larguísima pipa de la paz subido a la copa de un castaño de Indias. La sombra de una nube precipitó la atardecida. Se oscureció la piel de los cuerpos, la piel del mundo. Destiló brusca blancura la dentadura colectiva de los Kennedy. La voz de Jacqueline me llegó como una compañía que ya empezaba a necesitar.

—¿Cree usted que nuestro sistema de vigilancia no será suficiente para detectar a Carvalho?

—Usted no conoce a los gallegos.

—Oh, sí. Conozco a uno, o a dos. Un almacenista de Detroit y un cocinero de Adlai. No les noto nada especial. De momento no son invisibles.

—Son peligrosos y obstinados, como los judíos.

Jacqueline, con un dedo, selló en sus labios los míos, mientras miraba con recelo las esquinas inexistentes de la estancia circular.

—Calle, por favor.

Llegaba el sólito murmullo del violoncello. Infalible: las seis treinta de la tarde, hora de Washington. Jacqueline se puso en movimiento, la seguí. Pulsó un botón y el resorte desplazó la estantería. Abrí la puerta del ascensor y casi sin distancia temporal me hallé junto a Jacqueline en la séptima galaxia. El salón tenía un kilómetro cuadrado, totalmente forrado de un tono incoloro.

Flotaba una tarima lacada en negro, sobre ella: Pau Casals. Interpretaba la sardana de las seis treinta, hora de Washington. La sardana de Sant Martí del Canigó. Algunas damas desnudas se turnaban en las esquinas de la tarima, a la manera de gárgolas pensativas sobre el vacío incoloro. En aprovechamiento de las pausas, como en busca de un punto de aderezo, el maestro les tocaba con el arco ora la espalda, ora el estallido céreo de las nalgas apretadas por la flexión. Después proseguía su interpretación llena de hermosos maullidos, en el supuesto de que pueda haber maullidos hermosos. La estancia estaba ingravidada y el cojín que me arrojó Jacqueline tardó muchísimo en llegar a mi mano.

Me senté en el aire sobre el cojín. Abrí la boca de par en par para recibir las bocanadas de gas de la felicidad, patente Westinghouse. El gas se filtraba a través de unos orificios romboidales también colgados de un supuesto infinito. Tenía un tenue sabor a ginger ale.

Algo que hace plenamente feliz a Jacqueline es cualquier conversación valorativa del Palacio de las Siete Galaxias. En la complejidad de todo su recorrido, lo enseña con el entusiasmo confesional de cualquier recién casada al mostrar una y otra vez los setenta metros cuadrados de su apartamento de renta limitada. Esta vez recorreremos diez mil metros cuadrados casi sin notarlo; una cinta circulante te convierte en privilegiado viandante sin esfuerzo.

El desfase lingüístico de Jacqueline se pone en evidencia cuando califica de muy mono a un menhir de cuatro metros de altura, de puro acero lamido por el sol, en el que consta, a manera de estela imperial, toda la genealogía Kennedy. O cuando grita con semihisteria muy estudiada: «¡Qué emoción! ¡Qué emoción!» al adentrarnos en la red de colectores trasplantada, verdín por verdín, rata por rata, de los decorados hollywoodianos para la versión en technicolor del Fantasma de la Ópera.

Incluso en los desvanes decorados con el pe y la pa de las novelas supuestamente juveniles de la Alcott, Jacqueline se cree obligada al comentario hilvanador. La palabra «primoroso» le brota de los bonitos labios como un surtidor de baratijas de papel rizado, de matracas de malísima madera pintada de amarillo anilina o de molinillos de papel y caña tierna, que al masticar aún sabe a limo de río. Jacqueline te lleva desde los desvanes a los sótanos, como en un vuelo sobre alfombras mágicas que el talento de Reagan te mete en la sangre, a través de una persuasión magnética que nos posee sin posible defensa. Jacqueline habla de sus luchas para que se construyera el palacio según el proyecto de Walter P. Reagan, frente a la visceral oposición de su suegra.

—Si yo le hablara, si yo le contara todo lo que sé, todo lo que tuve que oírme.

Pero ahora es feliz, cuando penetra en la habitación del placer invernal y de pronto esquía sobre un declive ilimitado, a una velocidad y con una destreza de Toni Sailer. Incluso yo desciendo rápido y diestro, yo que jamás me puse unos skis como no fuera a la fuerza, en la ya muy divulgada persecución de James Bond en la peripecia literariamente falsificada en Al servicio de su Majestad. Si todos los perseguidores de Bond sabían lo que yo, bien puede explicarse su aparentemente milagrosa escapatoria.

Cada relación vivencial del palacio es una maravilla que conduce al talento superior del arquitecto programador: el inconmensurable Walter P. Reagan. A los dieciocho años ya sorprendía a la opinión especializada con su proyecto del palacio para los Kennedy. Sus buenas relaciones sociales le habían abierto las puertas kennedistas en plena adolescencia e hicieron posible lo que fue calificado en su tiempo como el más ambicioso proyecto de la arquitectura americana desde la construcción de las Montañas Rocosas.

Un examen del proyecto y una lectura de su escandaloso manifiesto: Por una concepción vegetal de la arquitectura, indican el absoluto maximalismo de Reagan con respecto a sus colegas coetáneos. Reagan rompe las barreras que separan la arquitectura de la cosmología y la poesía, entendida como poiesis integradora de todas las artes. Incluso el enunciado Palacio de las siete galaxias es meramente poético, puesto que su verdadero título debiera ser El palacio de los siete planetas. Siete esferas de metal de aleación giran en movimientos de traslación y rotación en torno a un eje propulsor, unidas por comunicaciones tubulares que le dan una apariencia similar a la de un sistema planetario, formalizable por un molde de fundición. Cada una de estas siete esferas cumple una función dentro de la complejidad vital de la gran familia Kennedy. Buen conocedor de toda la historia de la arquitectura sicológica, Reagan se ha adelantado al deseo del mimetismo y ha conseguido unas tensiones miméticas integradoras que traducen los ambientes según los disfraces anímicos de las personas. No por ello descuida la formalización y sostiene que esa forma exterior es un momento de casi imperceptible transición, una sutil frontera entre la historia de la inmensa otredad y la historia de la intimidad. «Hay una historia de la intimidad —dice Reagan— que ha de tenerse en cuenta para cualquier planteamiento del interiorismo.» Las tensiones dialécticas fundamentales entre tradición y revolución, implican una gran tensión dialéctica (la dolein) que interrelaciona tensiones dialécticas de sector y de nivel (dolein alfa y dolein sub). De ahí que la deducción de una línea de programación pase por una complejidad de percepciones históricas que van de lo general a lo familiar, pasando por lo estructural. Según Reagan, el arquitecto perfecto sería Dios o un dios: «El arquitecto perfecto sería Dios, pero como en el momento de planear algo habitable es muy difícil convocarle, hay que sustituirle, sea como sea. El arquitecto que más se acerque a un conocimiento presque total del momento histórico (sadorein), que nunca podrá ser el conocimiento absoluto, es el que más podrá acercarse a una solución menos imperfecta». De ahí que Reagan se despache con unas propuestas de formación profesional realmente implanteables, que harían de un arquitecto un sabio, a la manera como lo entendía el humanismo renacentista, pero con el nivel, la diversificación y la profundidad de conocimientos del tiempo presente. «En caso de que la arquitectura sea incapaz de dar una respuesta casi exacta a las necesidades derivadas de los programas de vida, más vale que no se ejerza. Es preferible el cogitus interruptus que la evidencia del fracaso en el límite del forcejeo. Es preferible, pues, proponer la vida bajo un puente o bajo las estrellas, sin otra ambientación que la naturaleza misma.»

Según Jacqueline, que lee muchísimas revistas de divulgación sobre la cuestión, a Reagan no le han faltado críticas por este maximalismo. El propio Wallace Ivens las recoge en una exégesis reaganiana recientemente publicada: «Reagan cometió el error de dejarse llevar por una lógica cultural correctamente iniciada, que a partir de un punto abandona la historia para convertirse en un programa voluntarista ético-estético. Es muy difícil recomendar a la humanidad que se arriesgue a la intemperie, por culpa no ya de la ineptitud de un 90 por 100 de arquitectos, sino por su insuficiente aptitud. E igualmente desaconsejable si se debe a condicionamientos económicos derivados de la propia impotencia o de una incorrecta organización social».

Jacqueline es muy consciente de los excesos de este complicadísimo enfant terrible.

—En la revista de ex alumnos de Harvard dijeron que Walter y yo habíamos flirteado el pasado fin de año. ¿Usted qué cree? No. No. No hubo nada. Simplemente, somos buenos amigos.

El paradero vital de Walter P. Reagan es un perpetuo guadiana. Desengañado de las inmediatas y poco meditadas aceptaciones de sus teorías, Reagan tampoco ha hecho el juego a todos los profetas contraculturales que este país fabrica por minuto, para abastecer de variedades a toda la demanda de los excedentes de población culta. Reagan dirigió durante algún tiempo un plan de ordenación territorial en la Guayana, durante el mandato del doctor Jagan. Pero a la caída del matrimonio rojo, inició una ruta aventurera que desaparece en Thailandia para reaparecer en Nepal o Acapulco. Hijo de una excelente familia de Boston oriunda del Mayflower, Reagan puede permitirse el lujo de la consecuencia y la perseverancia en la consecuencia. Sin embargo, hay quien le califica de «arquitecto de salón consumido por el apetito voraz de minorías cultas y sensibles». No es que Reagan superara nunca el techo de esta clientela, pero en el terreno de las intenciones, es posible que siempre la haya desdeñado. «El mundo —op. cit. —debería ser reorganizado por los arquitectos. Su aspecto es el lenguaje de su propia impotencia y confusión. Tal vez mejorando su aspecto se mejorara su historia. No, tal vez: puedo jurarlo sobre las tablas de la Ley.» El cambio de aspecto (sundergrafus), según Reagan, no puede ser sectorial: «De la misma manera que la lucha de clases no puede tener un happy end sectorial, sino internacional, la reorganización cosmológica será contradictoria hasta que no sea universal. No desconozco los niveles de utopía que tiene una propuesta como la mía que debe pasar por la constitución no ya de un poder arquitectónico universal, sino por una fijación previa de la necesidad que provoque ese poder. La necesidad existe, pero a la concienciación de esa necesidad se enfrentan poderosos intereses económicos y políticos que no quieren arriesgarse a un proceso revolucionario, sea al nivel que sea. Sin embargo, cada vez más, la reorganización cosmológica es un hecho irremediable. La colectividad humana dará una progresiva importancia a la preocupación ecológica. Formulada esta necesidad, no habrá más remedio que satisfacerla, antes de que sea evidente para la conciencia universal que el freno es la represión establecida. Los poderes establecidos antes preferirán transigir en la revolución cosmológico-arquitectónica que en la otra. Lo que desconocen en su pequeñez filistea es que los niveles y sectores tienen una goma unitiva que les mutuo-implica en un juego de acciones y reacciones en cadena. De la misma manera que una manzana podrida contamina a las restantes del saco, la verdad ecológica conduce a la verdad histórica».

Kennedy conoció a Reagan desde su adolescencia. Siempre conservó hacia el muchacho un trato deferente, esperanzas fundadas en su genialidad. Jacqueline cuenta que cuando Walter le enseñó el proyecto del palacio, Kennedy comentó:

—Si yo me construyo un palacio así, se produce el primer golpe militar en la historia de los Estados Unidos.

—De eso se trata.

Le respondió Reagan que es antiposibilista en política, religión y matemáticas. No enfrió tan brutal comentario las relaciones entre los dos hombres, ni frustró el proyecto pese a las resistencias de Rose.

—A eso le llamo yo estirar más el brazo que la manga. El dinero que falte, ya lo pondrá el viejo Joe y yo me aguanto sin un montón de cosas que necesito desde la Gran Depresión.

El empeño de Jacqueline superó todas las dificultades y el palacio fue inaugurado dos semanas después de la toma presidencial. Para cubrir las apariencias, los Kennedy simulan vivir en la Casa Blanca. La existencia del palacio pasa inadvertida porque Reagan, con muy buen criterio, lo ha situado en el aire, oculto por una sustancia gaseosa y superfría que transparentiza la corporeidad de la construcción. Uno de los pasatiempos más recriminados al pequeño John John es que se pase el día vertiendo líquidos inconfesables sobre la cabezota de la Casa Blanca; vista en eficaz perpendicularidad desde su habitación del Palacio de las Siete Galaxias.

Los cursos de capacitación no habían sido desagradables. Algo molesto el proceso de la primera metamorfosis, pero más por un presupuestario sicológico mal educado, que por los actos y efectos consiguientes. Los primeros días del tratamiento de individuación me deprimieron. Fue una torpeza por mi parte no haber avisado al médico, pese a los consejos iniciales de Mr. Phileas Wonderful.

Seguía oponiendo resistencia mental a las palabras repetidas continuamente por el altavoz de mi estrecha botella. No quería creerlo: Cada cual, cuando amanece, es como el día anterior, decía la voz gangosa y yo temía una conspiración global para cambiarme.

Durante treinta días permanecí en aquella botella, inmerso en aquel líquido malva. Todo ocurrió según lo previsto. A los veinte experimenté una sensación de cosificación. Como si la botella no contuviera más que líquido y yo fuera líquido mismo. Dos días después se operó la reacción esperada: sentí cómo nacía en mí un núcleo arraigante, un triple corazón y un triple cerebro, crecidos al unísono en el centro de mi prepotencialidad. Me sentí fuerte y solo, la fortaleza en relación lógica con mi soledad.

En las clases teóricas nos habían contado hasta el martirio la historia del pionero de la individuación. Un autodidacta japonés que terminó sin éxito su experimento, pero que había entreabierto una interesantísima puerta. Encerrado en un piso deshabitado, completamente vacío, incluso eliminadas con aspirador las últimas motas de polvo, desnudo, inmóvil, consiguió sobrevivir tres meses sin probar alimento. Pero sus gritos y un extraño hedor a óxido obligaron a la interrupción de la experiencia.

El profesor, con un largo puntero, señalaba en la pizarra los tres errores fundamentales del experimento precursor:

a) La no identificación entre ambiente y alimento físico. Se supera actualmente mediante la inmersión total en líquido fetal.

b) El nulo tratamiento de preparación sicológica. Para combatir la afluencia de pensamientos (en el sentido negativo) el precursor repitió continuamente fragmentos del libro rojo del presidente Mao. Eso había condicionado, fundamentalmente, la no consecución de un letargo gratuito total.

c) La no idoneidad del espacio escogido para el encierro y el proceso de individuación.

Chester B. Whole perfeccionó la experiencia. Inmediatamente se abrieron clubs de individuación sólo al alcance de millonarios y militares de carrera. Afortunadamente, una de las convenciones de Ginebra había decidido restringir la individuación a contados seres humanos, en razón de su profesionalidad: agentes secretos, políticos, cardenales, sociólogos urbanos, lógico-matemáticos, cantantes de ópera, acróbatas, sordomudos y afiliados a sociedades secretas.

¿Por qué siempre me parece la música de Casals una despedida?

Una despedida rabínica. De rabino digno pero astuto, obligado a la diáspora. Y entre cilindros, el canto del rabino alcanzaba un colorido importante, en el dudoso caso de que haya coloridos importantes. Alguien me había dicho alguna vez que los ruidos de Bach manifiestan la infiltración de la burguesía en la superestructura. En la consistencia de la ingravidez es mucho más fácil sentir sensualmente convenciones lingüísticas como patetismo o grandeza. El espíritu dispone sus células para la violación. Algún día la biología descubrirá su escondrijo de pieles en carne viva, las cultivará como perlas japonesas. O las exterminará definitivamente, según aconsejen las previsiones estadísticas. Se desconoce de qué canales procede esa sangre especial, tan necesaria para la violación espiritual. Se reconocen los síntomas: se estrechan los esfínteres, revienta el pecho, te hundes en una emoción simiesca. Es el trémolo de la rogativa. Sin duda una rogativa rabínica. Yo he visto la montaña, la montaña que mata aviones ingleses. La he visto emerger más allá de las simas del Sitjar, donde caían vacas de costosa procedencia, incluso vacas muy aptas para una congelación sine qua non en la planificación de la Red del Frío. Pero bajo la rogativa rabínica late el pequeñito orgullo del boy scout. Lo juraría. Incluso las huidas, las caídas fugaces del tono conservan estrecha relación con los juegos formativos del scoutismo. Y esa grandeza. Oh, esa grandeza malgastada en títulos de nobleza. ¡La leyenda de los siglos! Por Dios, qué vergüenza.

Como un combinado de vodka y ginebra, como un ángel blanco servido por un barman algo calvo, algo marica, llamado Truman Capote. Es una invitación a la épica. Todo el arte es una invitación a la épica. Arma las manos y las espinas dorsales, desarma las braguetas. Trampa sublime, alcahueta de la supuesta dignidad humana. Pero yo tengo una pistola sobaquera, la tendré siempre. Dispararé hasta el último cartucho contra cada cerdo que busque amparo en la podrida dignidad colectiva de la especie. ¿De qué ceguera surge esa podrida dignidad? ¿Quién mide su peso y su calidad?

Quisiera no moverme de esta parcela de la nada. Quisiera que siempre interpretaran esa música, que siempre la interpretara ese viejo arruinado por la historia y su propio continente semántico. No es cierto que cualquier paisaje sea bueno para una despedida, cualquier melodía propicia para el recuerdo. Quiero esta melodía en mi última despedida. Cuando circulen por nuestras venas los batiscafos de Bacterioon y la suerte esté echada, cuando toda la épica adquiera su contingencia final. Oh, entonces colocaré dos sillas de tijeras en el interior de mi cerebro ensangrentado, me sentaré con riesgo junto a cualquier pontífice de la dignidad humana. Le abofetearé en un perfecto interrogatorio que no conduce a otra evidencia que el propio acto de interrogar imposibles respuestas. Todo con una morosidad y una precipitación alternantes: ya estarán cerca los batiscafos de Bacterioon. En vano él intentará situarse a éste o al otro lado del paraíso. El marfil y el rojo hilachado de los alvéolos le aterrará. Entonces quiero esta música, esta misma, toda, del todo. Entonces le gritaré que ahí tiene la dignidad colectiva de su maldita especie: un conjunto de ruidos con éxito convencional que no existiría sin el jueguecito cultural.

Y el pontífice llorará, le colgarán horribles mocos amarillos sobre el bigote pacifista.

En vano intentará levantarse.

Mis sillas me obedecen. Además, ya todo será inútil. Ya aparecerán en las fronteras de la sangre las proas de Bacterioon.

Los clarines eléctricos anuncian precisamente la hora de la cena en la quinta galaxia. Jacqueline suele entregar el cartón olfativo del menú: Tarta de col, filetes de cerdo con salsa de mostaza y un mousse de chocolate. Debió notar mi mohín de disgusto al llegar al capítulo de los vinos porque me interrogó con cierta alarma:

—¿No le gustan los vinos de Monterrey?

—El clarete tiene un sabor demasiado acidulado, no se combina bien con los filetes.

Jacqueline se echó a llorar:

—¡Ethel tiene la culpa! Siempre dando órdenes absurdas al maître. Yo, en esta casa, soy un cero a la izquierda.

Comprendí que estaba a punto de provocar un rompimiento entre las cuñadas y elogié las excelencias del Monterrey abocado con la tarta, sobre todo si habían conseguido darle un bouquet final algo rancio. Se alivió el disgusto de Jacqueline, pero no lo suficiente. Durante toda la noche se empeñó en conocer mi opinión sobre todos los platos y cada uno de sus ingredientes.

—¿Ha quedado bien la salsa? ¿No cree que hay un exceso de crema de leche y que el sabor de la mostaza está demasiado diluido? ¿Y las manzanas? ¿Ha quedado bien vaciado el corazón?

Yo aprobaba con entusiasmo creciente. En parte porque penetraba con agrado en los sabores de la cena y en parte porque era consciente de la animosidad que nacía en Robert Kennedy, consecuencia de la solicitud que me mostraba Jacqueline. Por otra parte, y pese a mis sonrisas, el maître empezaba a odiarme y es de todos sabido el instinto asesino de los maîtres; incluso de los maîtres de las mejores familias.

Robert Kennedy acentuaba su antipatía habitual. Cuidadosamente despeinado, bien trazadas las arrugas artificiales que acentuaban su edad política y su sonrisa publicitaria, departía con el embajador soviético y de vez en cuando me miraban con irónico acuerdo. Mientras comíamos, el hijo mayor de Robert Kennedy leía fragmentos del Libro de los reyes. Cuando llegó a la coronación de Joas a los siete años de edad, Carolina palmoteo de gozo.

El embajador aprovechó el fin de la cena para acercarse a mí y decirme al oído:

—Cuídenos al presidente. La suerte de la humanidad está en sus manos.

Robert Kennedy debió oírlo o estaba avisado del encargo, porque me dirigió una mirada importante. Me senté junto a él, frente a la chimenea (en pleno verano, en el Palacio de las Siete Galaxias se provoca un clima interno invernal para justificar las chimeneas encendidas). El ex ministro de Justicia me indicó con un gesto que mirase hacia su hermano. J. F. Kennedy leía a su acostumbrada velocidad. Las páginas se sucedían ante él como movidas por un mecanismo automático sincronizado con sus ojos. En medio segundo leía una página de Hemingway y en dos, una de La crítica de la razón pura. En días de especial bonanza mental podía leer tres libros simultáneamente.

—Como San Francisco de Sales —comentó Robert, que nunca leía nada.

De pronto el presidente se levantó y comenzó a caminar hacia la puerta. Fui tras él, dispuesto a no dejarle solo ni un momento, con la mirada del embajador soviético en mi nuca. Pero saltaron sobre mí Robert y Edward, me doblaron los brazos sobre la espalda y me derribaron. Me pegaron sin discriminar el sitio hasta que las luces se apagaron. Nuevamente se oyó el cello de Casáls, una penetrable claridad fue trasparentando un muro. Tras el cristal se percibía una masa acuática de piscina privilegiada. Una docena de hermosos peces policrómicos cruzó el escaparate. Tras ellos, John Steinbeck y Nelson Algreen, vestidos de hombres ranas victorianos. El Magníficat crecía. Temía lo peor. Me dolían todos los huesos. Edward Kennedy seguía sentado sobre mi espalda y uno de los pies de Robert me apretaba el culo contra el suelo.

Un oh total salió de todas las gargantas.

J. F. Kennedy cruzaba el escaparate con un estilo de braza perfecto. Vestía un traje de hombre rana con posibles.

Edward Kennedy me abrazó entusiasmado y me besó en la sien.

Aprender a matar fue lo más difícil.

Las vacilaciones, decía el profesor, generalmente no proceden de una repugnancia natural, sino cultural. El profesor no era alemán, como ustedes podían haber supuesto. Era un ex relojero suizo que había obtenido su sabiduría en la directa contemplación de la naturaleza.

—El acto de matar es instintivo, vitalmente lógico. Luego, las inhibiciones se encargan de adulterarlo. Las inhibiciones se disfrazan con una capa de moralidad. Pero en realidad se trata de repugnancia por la mera formalización, desacreditada a lo largo de una educación visual. Recuerden la primera imagen de la muerte que fijaron en su cerebro: Caín, quizá feísimo, con una descomunal quijada de burro en la mano. Abel, barbilampiño, blanco, yaciente. Después la literatura, el cine, todo, tiende a desacreditar la muerte aunque proporcionalmente la avale si la suministra el héroe. Fíjense en que el villano mata sin contenciones, sin límites. En cambio las matanzas del héroe han de justificarse siempre, ética y estéticamente. A la muerte se le ha dado un carácter ultra: o es épica o es vergonzosa. Ustedes, a lo largo de una vida profesional, que les deseo sea dilatada, comprobarán que la muerte no es otra cosa que un ademán afortunado.

La teoría del ademán afortunado presidía las cinco horas de clase semanal destinadas al arte de matar. Presidía también mis irregulares conversaciones con Wonderful, el director de la escuela, siempre tan amable conmigo. Las clases prácticas fueron al principio muy enervantes. Comenzamos con enemigos de trapo, acabamos con cobayas humanas auténticas; ejercicio de fin de curso. Empezamos aprendiendo a disparar, a apuñalar, a estrangular con dogales hindúes. Después los ejercicios admitían variantes. Fue muy comentada mi versión del estrangulamiento hindú sustituyendo el dogal por la cadena de un water closet. Un asesinato in situ y con material de mano, comentó el profesor, que no hubiera realizado mejor el malogrado Orestes Docali.

Pero matar con la mano era lo más difícil de todo. El cuerpo humano tiene veintidós puntos mortales. Puede llegarse a ellos mediante un golpe o mediante la aprehensión. La mano, si es experta, puede hundirse en los tejidos adversarios, aprisionar el bulto de la vida y tirar de él hasta desgajarlo. Los enemigos mueren entonces con una perfecta limpieza, los ojos cerrados, también los labios, sin una expresión que culpabilice al agresor. Sus brazos se doblan, las palmas de las manos se te oponen, pero sin tocarte. Es algo así como la prueba de multiplicar. Si se obtiene esta gesticulación, el ajusticiamiento ha sido perfecto.

Es muy importante apartarse del cadáver sin mirarle. Es un muerto que olvidarás pronto si pierdes el tacto del remordimiento.

Primero matábamos peleles, perfectas reproducciones humanas. Les dábamos nombres humanos. Convivíamos con ellos. Nos inyectaban drogas del afecto, les teníamos aprecio. De pronto nos llegaba la orden de matanza en una clave codificada: cada signo traducía un ademán.

Matar a seres humanos auténticos requería una destreza más psicológica que manual. Eran meridionales del mundo. No sé si este concepto es suficiente. El sur se caracteriza en casi todas partes por la poca valoración objetiva de su población. El sur es siempre una referencia geográfica relativa, porque el sur siempre es norte con respecto a otro sur. Pero cualquier sur, me había hecho observar míster Phileas Wonderful, siempre está degradado humanamente con respecto a su norte referencial.

Ellos sabían de qué iba.

Se lo dejaban hacer a cambio de un seguro de vida. Nada individuados, tenían una obligatoriedad sentimental para alguien que les llevaba a sacrificios tan totales. Ya eran viejos perros sin raza, de nariz húmeda y ojos despoblados. Pese a su poquedad se hacían pagar caro el último trabajo, hasta tal punto que nuestro tesorero se quejaba del alza de precios y solía comentar lo necesario que sería la permisión de un sistema similar a las razzias de esclavos o a la liquidación científica de los prisioneros.

Después, ya profesional, has de matar continuamente. Entonces las víctimas se defienden, algunas saben tanto como tú.

Es lo que decía el viejo Wonderful el día en que celebramos su jubilación.

—En nuestro oficio cada día se aprende algo.

Wonderful ha sumado hasta diez bienios. Era el agente secreto mejor pagado, con todo merecimiento. Era un señor en esta profesión a la que llega tanto piernas. Supo guardar para la vejez que es la suprema sabiduría de un buen agente. Aunque, todo hay que decirlo, se soporten muchas cabronadas en este oficio, la paga de jubilación es bastante buena y los descuentos en los economatos, importantes. El otro día, sin ir más lejos, me compré un somier por cinco dólares.

En la corte de los Kennedy coexisten eunucos dálmatas —acojonados en las arenas de Long Island—, caleseros de Nanterre, cocineros suizos (excelentes), un embajador soviético, pom pom girls de California, viudas de cinco guerras mundiales, dos objetores de conciencia australianos, un campeón mundial de ping-pong que ha traído su mesa predilecta, tres camiseros maricas que duermen en habitaciones separadas, un gaucho disecado regularmente por Ted (precoz taxidermista desde que Rose le regaló un equipo completo el día de su primera comunión), un pelotari vasco cejijunto, media docena de cantantes suaves como un batido de vainilla, dos viejos marinos enamorados de dos gordísimas sirenas de Siracusa, diez defensores de derechos civiles con sus correspondientes defendidos, un sheriff malo, dos sheriffs buenos, un batería de jazz tuberculoso que se masturba en los retretes del todo Boston, un agricultor abisal especializado en injertos de alga Rosalind, un capador de polillas, un poeta concreto que cruje al andar, una virgen samoyeda que se perdió en el polo norte, una doctora española especializada en zonas erógenas, dos cantantes de jazz con cáncer de garganta, un defensa central del Manchester United y un interior izquierda del Manchester City, un filósofo alemán especializado en sí mismo (su mujer le precede por los pasillos pidiendo silencio a los que se les cruzan), dos presidentes de juntas de vecinos de Ankara, un primo hermano de Hitler, que se le parece mucho en el andar y en la especial entonación de la palabra espátula, un meteorólogo, un domador de gallinas, un dentista florentino, príncipes enanos abandonados en los cubos de la basura, un campeón de partidas simultáneas de ajedrez, el traductor de Oscar Wilde al ucraniano y la verdadera princesa Anastasia, definitiva baza legal que Occidente se reserva para reclamar el trono de la URSS, un segundo antes de la agresión nuclear.

La primera vez que hablé con Kennedy fue a los pies de la estatua de Lincoln. El presidente suele pasear dando vueltas a la estatua, seguido de sus doce ayudantes negros, que se mueven con la perfección de los boys de Ethel Merman. Allí fue mi presentación, de la mano padrinal de Alian Dulles, sempiterno comedor de bananas que le envía en cajas especiales la delegación de la United Fruit Company desde Guatemala. El presidente rehusó compartir la banana que le ofrecía Dulles y compuso una sonrisa de fotografía de Life. No de fotografía a toda plana, no de fotografía a dos columnas. Más bien era una sonrisa de pequeña fotografía, de esas pequeñas fotografías sin pie que suelen acompañar al subtítulo de un artículo kennedysta en una revista femenina y kennedysta. La sonrisa J. F. K. era una sonrisa de esas pequeñas fotografías con retícula, fotografías de rincón de reportaje, voluntariamente arrinconada para destacar su humildad expresiva y atraer la sabia atención de los lectores buscarrincones donde degustar la información con verdadero human interesting. Era una sonrisa de padre que lleva a su hijo sobre los hombros de joven recién casado que se vuelve hacia la joven recién casada y en el destello de sus ojos pone brillo de atardecer en Mallorca, no muy alejados los acostumbrados humildes árboles de humilde fotografía de rincón propicio, ni tampoco muy alejado el estanque de aguas deliciosamente podridas con humildad de aguas podridas, con lotos en olor a sapo y un barquito de papel abandonado por un niño contratado por el Departamento de Estado para que abandone barcos de papel en estanques de aguas podridas, cercanos a presidentes de Estados Unidos susceptibles de ser fotogénicos, sobre todo con fotogenia especial de foto de rincón de Life, reticulada, con bruma artificial.

J. F. K. sonrió a Alian Dulles, decía, y Alian Dulles también sonrió. Era la suya una de las sonrisas más molotovianas que he visto en mi vida, incluida la de Molotov. Cuando Molotov sonreía, los cameramen de Hollywood filmaban con teleobjetivo, porque sabían lo apreciadas que eran sus sonrisas para el montaje de películas anticomunistas. La sonrisa de Dulles era molotoviana, hasta tal punto que los cameramen soviéticos nunca la filmaban para no hacer contrapropaganda. Dulles comía bananas con una grosería irritante. La reacción presidencial no se hizo esperar. Kennedy le quitó la banana de un manotazo que la situó, convenientemente destruida, sobre la aguileña nariz de Lincoln. Alian Dulles se puso en guardia con el brazo derecho caído, el izquierdo hostigando a su rival. Inútil. J. F. K. hizo un amago de darle en el hígado con el puño derecho y cuando Dulles se cubría, el izquierdo presidencial llegaba estruendoso hasta la nariz antagónica.

El anciano se sentó sollozante en las escalinatas. Gemía y perjuraba que de haber vivido su hermano mayor el presidente nunca se hubiera atrevido a tanto. Kennedy citó dos versos de Tennyson que no venían a cuento, como si recitara un guión malo de la Paramount en los años cuarenta. Alian Dulles sacó un Breviario del bolsillo y cantó algunos salmos de David. Fue entonces cuando Edgar Hoover retomó el asunto de mi presentación y sustituyó a Dulles en el papel de padrino. Kennedy me dio un apretón de manos. Cuando le dije que era español, el presidente recitó un verso y medio del Libro del Buen Amor. Cambió pronto de tema para demostrarme su total desacuerdo con Pérez de Ayala en el demoledor ataque a Cejador.

—Cejador es un hombre honrado.

Con todos los respetos le objeté que apañada estaba la literatura con críticos exclusivamente honrados.

—La honradez es una gran cosa.

—Pero muy poca cosa en crítica literaria.

El presidente insistió en que, de momento, la crítica literaria dependía sólo de la honradez crítica, por una parte, y de la inteligencia acumulativa del crítico, por otra. El fracaso de la metodología crítica es ostensible, remachó Kennedy.

—Claro es —añadió— que puede resultar de sumo interés una síntesis entre la crítica ideológica y las abstracciones y generalizaciones conseguidas por la rudimentaria neoestilística ya que…

La palidez del presidente nos comunicó la llegada de un molestísimo lapsus que corrigió inmediatamente uno de sus boys negros con los ojos cerrados…

—… ya que en las conquistas de Leo Spitzer y sus muchachos sobra un mucho de timidez ante el predominio de la crítica ideológica en el período de entreguerras. Yo sigo…

Pero ya el presidente había recogido el hilo y proseguía con una simpática voz, voluntariamente fallona por lo estrangulada…

—… con sumo interés los vanos esfuerzos del estructuralismo para llegar a una ciencia literaria. El estructuralismo es un vano esfuerzo neopositivista, escogido por el capitalismo imperialista para meter una cuña ideológica dentro del pensamiento marxista. Y sobre todo para restar votos al partido comunista francés, votos procedentes de los normaliens de izquierda y de toda la pequeña burguesía intelectual en general.

La socarronería del presidente me alertó sobre lo que descubriría días después. Uno de los secretos más celosamente guardados por la CIA es una academia de agentes estructuralistas, posteriormente infiltrados en las universidades europeas. Uno de los mayores éxitos de estos agentes fue el ataque cardíaco que sufrió Pierre Vilar cuando un alumno norteamericano le aseguró que Marx había frustrado, y por lo tanto usurpado, la posibilidad coyuntural de otro Marx más inteligente y más marxista; la época estaba en condiciones de proporcionarlo.

No fue éste el único descubrimiento que me confirmó la rotunda eficacia del trust de los cerebros al servicio de Kennedy. Vivir en la atmósfera próxima a Kennedy era lo equivalente a vivir en la corte siciliana del gran Federico arabizado. Si el gran Federico se vestía con turbante y adoptaba costumbres árabes, Kennedy era un apasionado coleccionista de toda clase de noticias sobre la personalidad de Fidel Castro. No ocurría otro tanto con Kruschev. Y es que frente a Castro entraba en competencia su juventud y su sex-appeal. Kennedy se miraba al espejo que le había enviado La Begum y preguntaba cada noche:

—Dime, espejo mágico, ¿soy el más hermoso de los presidentes?

Y el espejo contestaba:

—Depende. Para Latinoamérica el más hermoso sigue siendo Fidel Castro.

Kennedy, más al día que la madrastra de Blancanieves, no respondía con un alarido colérico. Sonreía con dos gotas de melancolía en cada juntura de los labios y se pasaba la mano por el despoblado mentón, en una pose extraída de la portada de su obra: Perfiles del valor. Soñaba con una invasión de Estados Unidos por imperialistas de Costa Rica. Entonces, Kennedy, con doce de los suyos, huiría a las Montañas Rocosas y organizaría la reconquista popular de los Estados Unidos. Se dejaría la barba, como Castro, y como Castro improvisaría un discurso tan redondo como La Historia me absolverá. Ya veremos cómo el talento de Walter P. Reagan conseguía periódicamente satisfacer el sueño de Kennedy.

Tardíamente, a punto de conciliar el sueño, se consolaba al comprender que el rasurado es a un sistema democrático capitalista lo que el ceño fruncido al stalinismo. Rezaba tres padrenuestros a Fray Junípero Serra y entregaba su coraza humana al pegajoso oscuro vaho de la noche.

Champolión —me decía lady Bird—, ¿es cierto que orejear no dispuye la tros ta dura dar carnavaco domi-nodo? Do yon der tupe diarianai do poyo. Do yon dai fago dura trosta chita. ¡Sai, sai, la sota direta!

Jacqueline escribe poemas en francés. En varias ocasiones ha estado a punto de dejármelos leer, pero su intención inicial no ha prosperado, tal vez no inspiro confianza como lector amable. Temo que mi impasibilidad no haya sido tan total como yo creía. Quizás haya visto en mis ojos la punta del estilete del escepticismo. Jacqueline es tímida y no muy brillante, aunque su inglés tiene una entonación de inglés apto para decir cosas brillantes. Es una frustración similar a la de lady Churchill, a quien acompañé en las jornadas que pasó en las Bermudas en 1959, apenas iniciada mi carrera profesional. Lady Churchill es el continente del aplomo como una piel falsa sobre la carne de la irresolución.

El lenguaje de Jacqueline está frustrado. Sus cejas, su entonación, sus sonrisas, sus gestos en demanda de turno para hablar, prometen la brillantez misma. Pero de sus labios sale el 50 por 100 lingüístico restante, mediocre, apagado, aunque con una cierta gracia prestada por la sensibilidad y una buena dosis de sentimentalidad pervertida.

Soy un buen observador del lenguaje totalizador del ser humano. Más de una vez la tremenda elocuencia del silencio de mis enemigos me ha salvado la vida. En Jacqueline me quedaba un pequeño tanto por ciento por descifrar. Conocía yo los ingredientes lingüísticos de la pijería de Nueva Inglaterra, también el lenguaje convencional de joven americana ex iconoclasta con ambiciones artísticas, el condicionamiento de sus ojos no muy grandes y demasiado separados (por eso la sonrisa de Jacqueline es mucho más oral y labial que ocular), el stanislavskismo de su columna vertebral y sus brazos sueltos, con el que Elia Kazan ha impregnado el lenguaje cultural del norteamericano sensible. Pero había una pequeña zona oscura cuyo significado desconocía. Era el chupeteo del labio superior sobre el inferior, mientras la boca se distiende como en una sonrisa de pato; Jacqueline recurría a este signo cuando ironizaba o cuando quería ser de una gran precisión descriptiva, es decir en la cumbre del devaneo brillante. Al decirme hoy que escribía poemas en francés, he comprendido que su recurso lingüístico supremo procedía de la influencia de la lírica francesa declamada en alta voz, del respeto ejercido por la pronunciación de palabras como Mallarmé. El libro inédito de Jacqueline se llama Le jeu de vivre, parió el título con sumo dolor porque dudó mucho tiempo entre otros títulos posibles: La douleur des jours, Mort à l’âme, Comme çi, comme ça… Steinbeck se inclinaba por este último título, pero Jacqueline desistió cuando Robert se opuso, porque el título evidenciaba un escepticismo, una inseguridad que en nada beneficiaba la carrera política del presidente. John F. Kennedy fingió desentenderse, pero yo sé que durante un fin de semana en los Apalaches consoló a Jacqueline y le prometió aceptar el título Comme çi, comme ça cuando cumpliera su segundo mandato presidencial en 1968.

Tras mucho respetuoso rogar, Jacqueline me ha recitado uno de sus últimos poemas en francés:

Le jour beni ton nomme: amertume

quand le baiser fleuri est mort

prêt de la nuit ton ombre

rappelle une tristesse d’adieu;

le fleuve plus noir n’oublie pas

les chants des jours méchants

et moi, moi, je suis seule

et parcour les lourdes routes

des désirs, les lois, l’espoir d’antan.

No ha querido seguir. Con rubor me ha mirado a los ojos.

—¡Qué tonta soy! Me prometí cien veces no decir nada a nadie sobre mis versos y cien veces vuelvo a decirlo.

—Tienen un gran poder evocador.

—¿Usted cree? Mi hermana la princesa me anima a escribir. Me dedica unas cartas largas y cariñosas. Es muy buena.

He intentado que siguiera recitando.

—Déjemelo leer a mí.

—No, no. Cuando estén más elaborados.

—No le haré ningún comentario.

—¿Ni revelará el secreto a nadie?

—Lo juro.

Tras mucho insistir me ha enseñado unas canciones de protesta y testimonio, claramente diversificadas.

Canción de testimonio por Jacqueline de Bouvier

Cruzan las garzas cielos luminosos

en la vieja ruta de Kentucky

y mi corazón sigue triste.

Bajo los cielos, bajo las garzas,

bajo las nubes, bajo los soles,

en la vieja ruta de Kentucky.

En la vieja ruta de Kentucky

sigue la buida de un hombre,

y mi corazón está triste.

Blanco o negro, bajo lluvia o sol,

huye por la ruta de Kentucky

y mi corazón está triste.

Si nadie huyera, pasaran garzas,

hiciera sol o lluvia, en esperanza,

mi corazón no estaría triste.

Canción de protesta por Jacqueline de Bouvier

Despierta, yanqui,

sonó el doblón;

no más dinero, no más dolor,

dolor, dolor.

Tu oro antiguo

no tiene ley;

no tiene patria su desnudez,

dolor, dolor.

Tira tu oro

a un mar humano

y así seremos, todos hermanos,

dolor, dolor.

Pueblos de Cuba

y Panamá, no más dinero

no más dolor,

dolor, dolor.