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El puente aéreo en su estación madrileña parece siempre un ensayo general de repatriados catalanes en el contexto de una película sobre la guerra de las galaxias. Carvalho se metió su tarjeta azul en el bolsillo superior de la chaqueta y sin desearlo, trató de convencer a Carmela de que regresara a Madrid. Carmela no le decía ni que sí ni que no, pero seguía caminando a su lado, arriba y abajo de un estúpido y ancho pasillo que iba desde un almacén de horribles bocadillos de jamón a palo seco hasta nada, hasta la más absoluta de las nadas. Imposibles los deseos, también se habían acabado las palabras y tal vez por eso Carvalho propuso tomar algo, una cerveza por ejemplo, le propuso a la antialcohólica Carmela. Águila siempre fresquita con su sabor tan natural, canturreó ella.

—¡Marchando dos cañas! ¡Y una empanada de lomo!

—¿Será buena esa empanada?

—Es simbólica. Es un monumento al lomo desconocido.

Pero se la comió y al buscar mejor acomodo para sus codos pidió disculpas al vecino. Allí estaba, a un palmo de su rostro, el pájaro triste de Cerdán, sus cejas caídas, sus ojos caídos, su labio caído.

—Tantos años sin vernos y ahora día sí, día no.

—Es cierto.

—¿Has acabado tu trabajo en Madrid?

—Totalmente.

—Yo voy a Barcelona.

—Lo intuyo.

—Hay mucho que hacer por allí. ¿Te sigues relacionando con viejos camaradas?

—No.

—Yo sí. Están casi todos desencantados, es el resultado de una política revisionista, reformista. Voy a tratar de hacer algo. Hay que conseguir una mínima unidad de acción y desde ella forzar a los partidos históricos a reaccionar, a tirar por la borda una dirección pequeñoburguesa.

—Te deseo un gran éxito en tu trabajo.

—Somos pocos. Calumniados. Cansados.

—Me recordáis el chiste de los gallegos. Cerdán suspiró resignado a asumir una vez más la incongruencia racionalista de Carvalho.

—¿Qué chiste?

—El de los cinco mil gallegos errantes por la Casa de Campo y gimiendo lastimeramente: ¡Nus hemus perdidu!

—La situación no me hace reír. Me hace llorar.

—Es lo tuyo.

—Seguimos viviendo en tiempos en los que no podemos ser amables. ¿En qué se han quedado las sonrisas del neocapitalismo? ¿No son una burla a la clase obrera y a los pueblos oprimidos del mundo, la sonrisa del pactismo eurocomunista?

Cerdán se aplicó a masticar desganadamente un horrible bocadillo de jamón a la madrileña, pan adoquinado, jamón plastificado y aire serrano.

—¿Qué tal la salud?

—No me acompaña.

—¿A pesar de la gimnasia y del rigor dietético?

—A pesar de todo.

—¿Has probado con un régimen de bacalao al pilpil, champán frío y follar como un loco?

—Tengo un humilde sueldo de adjunto. Tú, en cambio, no haces política, ni carrera universitaria, ni nada. Pero te van bien las cosas. Parecías tímido pero eres un hombre de recursos. Por cierto…

—¿Qué?

—No. No recuerdo qué iba a decirte. Déjalo.

—Sí. Sí lo recuerdas. El otro día estuviste a punto de hacerme la pregunta después de lo del libro. Es una pregunta que se te ha quedado dentro como un quiste. ¿La hago yo por ti?

—A ver.

—¿Qué hacías aquel día en Vía Layetana, en el cubil de la policía de Barcelona? ¿Qué hacía un rojo como tú bajando tranquilamente las escaleras de una casa como aquélla?

—No exactamente así, pero mi pregunta se parecería.

—Tengo la tentación de no contestarte.

—Puedes hacerlo.

—Podríamos convenir una cita para dentro de otros veinticinco años. En este aeropuerto. En otra de tus escalas de la revolución aplazada y al final de otro de mis negocios y entonces te lo diría.

—Yo no viviré otros veinticinco años.

—¿Me lo juras?

—Casi.

—Entonces quiero ser misericorde y te voy a desvelar mi secreto. Te confieso mi culpa. Soy casi gallego. Y no hay gallego que no tenga una criada, un guardia civil o un policía en su familia, más cercano o más lejano al parentesco. Hay que asumirlo. Desde que nací he sabido que había llegado a una familia de criadas, guardias civiles y rojos condenados a muerte en 1936 o en 1939. También el proletariado es pluricultural.

—Un pariente.

—Un pariente.

—Podías haberlo dicho.

—Era un joven esteta.

Cerdán abandonó definitivamente la lucha contra el bocadillo, Carmela leía El País ajena a la conversación entre los dos hombres, Carvalho veía a su primo Celestino en el fondo del vaso, un mocetón céltico, ignorante, buena persona, con las manos sucias de fascismo.

—No me gusta, Pepiño. Pero si me niego me la juego. Hay que pasar por esto. Ya procuro escamotearme lo que puedo.

O las manos sucias de tierra o las manos sucias de carne humana.

—Pronto embarcaremos.

—Eso parece.

—¿Viajamos en el mismo avión?

—No creo.

Cerdán consideró que era una respuesta científica, a pesar de que Carvalho no se molestó en cotejar el color de las tarjetas de embarque.

—Adiós.

Carmela levantó los ojos del diario.

—No ha sido un encuentro muy amable que digamos. Es evidente que te cae fetén.

—A este hombre le debo un cincuenta por ciento de lo que he sido y absolutamente nada de lo que soy.

—Es un hombre honesto.

Carvalho se encogió de hombros. «Pasajeros provistos de tarjetas azules dispónganse a embarcar.» Carmela le cogió por un brazo y caminaron como un matrimonio hacia la sala de embarque.

—Vuelve algún día. Cuando hayas resuelto la contradicción entre el culo abstracto y el culo concreto de las camaradas.

—Has de engordar cinco kilos. Mi conciencia me impide acostarme con mujeres que pesen menos de cincuenta kilos.

—¡Pero si peso cincuenta y tres!

—Qué lástima. ¿Por qué no me lo dijiste?

Carmela le besó en los labios con una boca pequeña y dulce. Carvalho procuró dejar cien pasajeros de distancia entre él y un Cerdán que subió al avión y tomó asiento sin volver la cabeza.