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—Supongo que hoy vendrán todos.

La secretaria hizo un guiño escéptico. Mir hizo una valoración aproximada de las carpetas que quedaban junto al canto de la mesa mostrador, llena de carpetas frescas donde los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España encontrarían el orden del día el esqueleto del informe político elaborado por el Comité Ejecutivo como colectivo y una propuesta de convocatoria de Congreso Extraordinario para comienzos de 1981, exactamente entre el dos y el seis de enero.

—¿El seis de enero? ¿Y los Reyes Magos?

Leveder pedía explicaciones a todos los miembros del Comité Ejecutivo que encontraba entre los grupos.

—¿Cómo vamos a normalizar nuestra relación con la sociedad si no podemos compartir con nuestros hijos la alegría de recibir los juguetes de manos de Sus Majestades los Reyes Magos?

—Anda ya.

—Pues a más de uno le va a zurrar la badana la parienta, porque ya es el colmo que hasta el día de Reyes se tenga que hacer política.

—Mi mujer me pregunta si estoy casado con ella o con el partido.

Leveder iba provocando pequeñas tempestades dialécticas.

—Mir. Tengo una idea para resolver el problema del día de Reyes.

—Para mí no es ningún problema.

—¿Y los niños? Esperan ilusionados el regalo de Reyes.

—Tengo a los hijos crecidos. Y además son republicanos desde que nacieron.

Se marchó Leveder riendo y Mir le guiñó el ojo a la secretaria.

—Este se cree que he nacido ayer.

—Siempre está de broma.

—No, si es un tío cojonudo, pero le veo venir.

De buen humor por el éxito dialéctico a costa de Leveder, Mir repartió sonrisas.

—Me he enterado que Santos está enfermo. ¿Algo serio? ¿Quién preside?

—El secretario de organización.

Contestó Mir a Sepúlveda Civit. En un corro reían estruendosamente algún comentario de Leveder.

—Mir. Acércate, se habla de ti.

—¿Qué ha dicho de mí este euroanarco?

—Propone que el día de Reyes vengan nuestros hijos a la sede del Congreso y tú les des los juguetes vestido de Rey Mago.

—Buena idea. De negro. Eso es lo que he hecho toda mi vida. De negro. Lo propondremos al final. ¿Qué hace éste aquí?

Se preguntó en voz alta al sorprender la entrada de Carvalho guiado por un miembro del servicio del orden. El detective avanzó hacia Mir, leyó en sus ojos, la molestia por su presencia.

—Santos me ha dado permiso y me ha dicho que usted resolvería mis problemas.

—Es mi oficio. ¿Qué problemas?

—Cobrar y ver qué pasa hasta que empiece la reunión.

—Cobrar. Eso allí. Salga a la derecha y pregunte por Céspedes; es el responsable de finanzas y ya está advertido. Para lo otro ya no tiene problema porque ha llegado hasta aquí.

—¿Ha llegado Esparza Julve?

Mir le estudiaba la cara.

—¿Por qué no ha de venir?

—¿Ha sido convocado normalmente?

—Como todos los demás.

Se aguantaban las miradas.

—Por si acaso voy a cobrar.

Royo, el de las finanzas, era un hombre blanco, calvo, cauteloso y aragonés. A la proverbial nobleza baturra atribuyó Carvalho el comentario inicial.

—Buenos cuartos se lleva usted.

—¿Le duele?

—¿A mí, de qué? Una vez pagados, bien pagados están. Lo que me duele es lo poco en serio que este partido se toma lo de las finanzas. Cada vez que presento un informe se me duermen o se van a mear y luego Royo es el que ha de tapar todos los huecos y a veces no tengo suficientes manos para tantos huecos. Hay quien se cree que la revolución se hace gratis. ¿Se lo barro?

Asintió Carvalho. Se metió el cheque en el bolsillo y volvió a la amplia antesala. Nada más entrar tuvo la sensación de que la escena había cambiado sustancialmente. Un silencio prácticamente total embalsamaba los corros no disueltos. Los cuerpos asumían una rigidez discutida por las cabezas que trataban de mirar hacia cualquier parte menos a una, exactamente hacia donde Esparza Julve estaba recogiendo su carpeta y dialogaba convencionalmente con la secretaria, en voces que se crecían entre el silencio instalado. Esparza Julve se metió la carpeta bajo el brazo, se acercó a un grupo de camaradas, hizo algún comentario contestado por monosílabos. Probó fortuna en otro grupo. En otro. Su paso se había vuelto cansino. Desde su posición Carvalho adivinó que Esparza trataba de acercarse a la puerta sin dar la impresión de huida. Pero allí estaba Mir, ante él, sin mirarle, ordenando: La reunión va a empezar. Esparza trató de rebasar a Mir pero no pudo. Le cogió por un brazo y le empujó sosegadamente hacia el salón. Esparza sonreía pálidamente, trataba de hacer algún comentario jocoso. Carvalho siguió a la pareja hasta que entró en la sala, se quedó en el marco de la puerta viendo las espaldas de Mir y Esparza hasta que llegaron a la primera fila de mesas. Mir abandonó a Esparza, quien buscó su sitio habitual y lo ocupó. Como si hubiera sido una señal, los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España en pleno se pusieron de pie, apartaron ruidosamente las sillas, formaron un círculo compacto en torno a Esparza Julve, un círculo distanciado, como creando un vacío de aire puro en torno al punto putrefacto, un círculo silencioso, ojos como clavos, duros, llorosos algunos, rojos, airados, despreciativos, Esparza Julve se levantó lentamente, recogió la carpeta, avanzó unos pasos, llegó hasta un punto del círculo y por allí se abrió, como obedeciendo a una orden secreta. Fue entonces cuando alguien gritó con la voz estrangulada: ¡Se nota, se siente, Garrido está presente! Esparza Julve pasó ante Mir sin mirarle. Carvalho desocupó la puerta para dejarle paso y el hombre pasó a su lado mirándole de reojo, con el hocico sudado y los ojos de un animal que teme morir.

—Guárdese el miedo para afuera. Aquí sólo le han ejecutado moralmente. Pero fuera, mientras viva, una pistola le estará apuntando. Es usted el cómplice más molesto del mundo.

—¿De qué me habla?

Pero no se paró. Se escapaba como si resbalase por un túnel de sudor. Se había cerrado la puerta del salón. Empezaba la reunión del Comité Central. Carvalho salió tras los pasos de Esparza Julve. Le dejó ganar terreno. Bajar escalones de marmolina con la fingida agilidad de unas piernas que le dolían como si fuesen el corazón. Carvalho se demoró para que su seguimiento no pudiera ser interpretado como una persecución. Corre, corre, conejo. Y dejó que el conejo saliera con treinta metros de distancia, abiertas automáticamente las puertas de cristal, como si contribuyeran a la escenografía del drama y en el momento en que las puertas se volvían a cerrar, una ráfaga de ametralladora las convirtieron en un cielo de telarañas sobre el que se insinuó la silueta desformada de Esparza Julve cayendo como un pellejo de vino taladrado por mil muertes. Carvalho se tiró al suelo y la recepción del hotel Continental se llenó de gritos y de voces. Carvalho se alzó y corrió hacia las puertas que mantenían una rota consistencia. La cercanía de Carvalho puso en marcha la célula fotoeléctrica, las puertas empezaron a abrirse como si nada hubiera pasado y luego se descompusieron en polvo de vidrio dejando al descubierto el guiñol sangriento sobre los escalones de salida. Carvalho pasó junto al cadáver de Esparza Julve sin mirarlo, como si fuera un traje vacío. Carmela estaba entre el público contenido por la policía. Interrogó a Carvalho con la mirada. El detective se hizo acompañar hasta el coche y se metió dentro, esperando que Carmela reaccionara y se pusiera al volante.

—¿Quién era?

—El asesino de Garrido. Le han matado.

—Ha sido desde un coche. Yo estaba telefoneando a la guardería desde la cabina de la esquina. Había un coche aparcado en doble hilera, como otros muchos, y de pronto han empezado a disparar con ametralladoras mientras despegaban. ¿Quién era?

—Esparza Julve.

—¿Estás loco? ¿Pero sabes de quién hablas?

—Ya era un cadáver cuando salió del hotel. Le habían matado de desprecio.