—Estar está.
La portera no había abandonado el original aire de sospecha con el que había acogido a la extraña, acelerada pareja que le preguntó si el señor Santos estaba en su piso. La mujer asintió y les dejó subir sólo cuando Carmela le enseñó el carnet del partido.
—Hay tanto facha por ahí suelto.
Carvalho y Carmela casi quemaron la resistencia del timbre y nadie les contestó. De nuevo estaban ante la portera recalcitrante, recelosa ante aquella incongruencia.
—Estar está.
—Pues si está y no nos contesta es que algo ha pasado. ¿Tiene usted una llave?
Estudió la mujer los rostros de Carmela y Carvalho. Parecía convencida ante el de Carmela, pero no ante el de Carvalho.
—¿Usted también es del partido?
—Este señor es muy importante y ha venido de fuera para ver a Santos.
Enarcó las cejas, suspiró rendida, se metió en la portería y volvió con un puñado de llaves en las manos. Mientras subían los escalones entablados, la mujer buscaba la llave del apartamento de Santos y comentaba como para sí:
—Treinta años que le conozco, ya son años y nunca ha pasado una cosa así. Ventura, porque yo sigo llamándole Ventura, tiene siempre el mismo carácter, llueva o haga sol. Ya es difícil una cosa así, sobre todo en un hombre, porque donde hay un hombre hay un lunático y no exagero.
La portera tomó posesión del rellano, valoró todos los ingredientes de la puerta y pulsó el timbre con la limpieza, seguridad y familiaridad de una experta que además era de la tribu. Contemplaba a Carvalho y Carmela como diciéndoles: A mí sí que me contesta. Y a ella tampoco le contestó. Se enfrentó a la puerta enervada por una súbita sospecha, rasgó el agujero de la cerradura con la intromisión certera de la llave y ante los tres expedicionarios apareció un recibidor sin nada que les recibiera y un pasillo más oscurecido que iluminado por una desnuda bombilla encendida.
—Señor Ventura, ¿está usted ahí? (Es que durante veinticinco años para mí se llamó Ventura y Ventura sigue siendo.) Señor Ventura, ¿está usted ahí?
Allí estaba. Semidormido en un sillón de mimbre, sobre un fondo dé estanterías de pino sin barnizar llenas de libros.
—Se ha dormido.
Carvalho empujó a la portera para llegar cuanto antes a Santos, le tomó el pulso, le abrió un párpado.
—Café. Todo el que puedas hacer. O mejor dicho, el café hágalo usted. Tú llama a un médico del partido si puede venir inmediatamente, si no, llama a una ambulancia.
La portera repitió los gestos de Carvalho. Tomó el pulso. Levantó un párpado. Miraba al hombre y a la mujer con la boca abierta.
—¿Una embolia?
—Café. Usted haga café o se muere.
—¡Jesús!
Tomó posición de corredor negro norteamericano recordman de cien metros libres y salió enseñando las suelas de goma de sus zapatillas afelpadas. Carvalho echó hacia atrás la cabeza de Santos, le abrió la boca, metió dos dedos hasta el galillo y se produjo una reacción nerviosa en el durmiente, como si tosiera desde el estómago.
Insistió Carvalho con la mano llena de saliva y una primera arcada se materializó en una baba espesa y blanca que se desparramó por la barbilla blanquinegra, mal afeitada, de Santos. Venció el cuerpo hacia adelante. Las arcadas se sucedían, como si un émbolo interno fuera acercando a los labios el mal oscuro del sueño de la muerte.
—Café.
Estaba demasiado caliente. Carvalho lo rebajó con agua, desgajó la contraportada de cartoné de un libro sobre el teatro de Maiakovski y construyó un embudo que introdujo en la boca jadeante de Santos.
—Aguante el embudo.
La portera aguantó el embudo con una mano, con la otra acarició los cabellos blancos del durmiente. Carvalho dejó caer un chorro de café sobre el embudo y la cabeza de Santos empezó a decir no, como si rechazara el brebaje, pero Carvalho insistía y Santos se volcó hacia adelante escupiendo café y una leche blanca que salía entre asfixias, como los estampidos de una cañería obstruida.
—Pobrecito. Parece un suplicio chino.
La portera acusaba a Carvalho de crueldad porque el detective volvía a meter el embudo en la boca de un Santos convulso, sollozante, balbuciente, babeante y de nuevo el vómito se convirtió en un incontrolado intento de rotura del propio cuerpo. Más tarde, los ojos cansados de Carvalho velaron el fondo donde un joven médico atendía a Santos y acogían con fastidio los intentos de Carmela de racionalizar la situación. Avisar al partido. ¿Para qué? Avisar a su familia. ¿Para qué?
—¿Cómo para qué, para qué…?
—Este hombre ha intentado suicidarse sin pedirle permiso al partido ni a su familia. No lo conviertas en un tema del orden del día del próximo Comité Central o en un reproche de presunta viuda. Además se enterarían todos los periódicos.
El argumento de los periódicos fue convincente. Carmela asintió y volvió junto al médico.
—Yo no asumo la responsabilidad si no le llevamos a un hospital. Reacciona bien pero puede haber complicaciones.
—No podemos asumir el escándalo político.
Oponía Carmela mientras Carvalho miraba a Santos. Qué te importa a ti ahora un escándalo político. Sería injusto que te sacaran en las páginas de la Historia en calzoncillos. Preferible que te saquen con tu traje de presidiario, con tus disfraces de conspirador, con tu armadura de mármol. Los ojos de Santos eran dos rasguños lagrimeantes. Su cuerpo yacía sobre una cama de metal llena de desconchados, una silla al lado de la cabecera, libros por el suelo sobre papeles de periódico, una ventana a un patio interior. Lo más parecido a una celda. Lo demás era un pasillo hacia el norte de una cocina mellada en sus azulejos blancos, fogones de hierro de las llamadas «cocinas económicas», carbón de piedra, carboneras blancas con las pantorrillas tiznadas pesando el carbón por arrobas. Y hacia el sur un cuarto de baño limpio entregado a la conspiración del óxido, óxido en el espejo, en los goznes de la tapa de la taza, en la ducha, en el calentador eléctrico de capacidad mínima. Un comedor sala con una mesa de pino en el centro, tres, cuatro sillas de pino y enea, estanterías, libros, Lenin, Lukács, Stalin, Storia del Partito Comunista Italiano de Paolo Spriano, Escritos políticos de Togliatti, El comunismo de Bujarin, Scritti politici de Rosa Luxemburg, Stalin de Isaac Deutscher, Anti-Dühring, La formación histórica de la clase obrera de Thompson, Carlos Marx de Mehring, Historia del pensamiento socialista de Colé, Manual de Economía de la Academia de Ciencias de la URSS, La alternativa comunista de Berlinguer, El derecho a la pereza de Lafargue, Teoría de los cuatro movimientos de Fourier, Rebeldes primitivos de Hobsbawm, El marxismo de Lichstein, cuatro o cinco Lefebvres, tres o cuatro Garaudys, La confesión de London, obras escogidas de Mao, Memoires d’un révolutionnaire de Serge, Carta a los comunistas españoles de Arrabal, Autobiografía de Federico Sánchez de Semprún, Obras completas de Maiakovski, Así se templó el acero de Ostrovski, Saggi sul materialismo storico de Labriola, Para conocer a Lenin de Fernández Buey, Historia del movimiento obrero europeo de Abendroth, Humanismo marxista de Fromm y otros, Socialismo de Ramsey McDonald, Obras escogidas de Gramsci, La revolución soviética de Carr, Obras completas de Balzac, Crítica del gusto de Galvano della Volpe, La Mina de López Salinas, Central Eléctrica de López Pacheco, Veinte años de poesía española de José María Castellet, Escritos sobre Heine de Manuel Sacristán, Rousseau y Marx de Galvano della Volpe, Estudios socialistas de Jean Jaurès, Socialisme et culture, de Jean Kanappa, La crisis del movimiento comunista de Fernando Claudín, Eros y civilización de Marcuse, Historia del PCUS, Trotski de Deutscher, Correspondencia secreta de Stalin con Churchill, Los procesos de Moscú de Broué, ¿Qué es socialismo? de Norberto Bobbio, La alternativa de Rudolph Bharo, Enterrad mi corazón en Wounded Knee, Enterrad mi corazón en Wounded Knee, Enterrad mi corazón en Wounded Knee…