—¡Usted no es un profesional! ¡Usted es un kamikaze!
El gordo daba paseos semicirculares en torno a Carvalho. Los otros dos tenían la artillería en las manos.
—Déjanoslo. Basta de contemplaciones.
—Un kamikaze. Odio a los kamikazes. Odio a las personas irracionales.
Volvió el hombre impasible. Cerró la puerta meticulosamente, se acercó al gordo, le dijo algo a la oreja. El gordo contestó susurrante. Los otros habían callado esperando noticias que no llegaron. El hombre impasible salió de la habitación por una puerta lateral. Carvalho se deslizó pared abajo y se sentó en el suelo. Aún le sangraba la nariz y le dolían algunos golpes de los que había recibido en la espalda. Quería dormir. Cerró los ojos y recibió un mensaje de calor desde algún punto de su cuerpo. Le dolían los ojos de tanto tenerlos abiertos. La espalda le agradecía el respaldo de la pared. Carmela no estaba. Era feliz.
—Aproveche los cinco minutos que tardará mi amigo en hacer una consulta. Está perdido. De aquí sólo saldrá con los pies por delante. ¿Es dinero lo que quiere? Ponga un precio a la información.
Carvalho comprendió de pronto que lo que diferenciaba a unos perseguidores de los otros es que unos querían saber lo que ya sabían y otros querían saber lo que no sabían. Los otros le habían marcado, apaleado, pero con una extraña seguridad en sí mismos. En cambio éstos no sabían, era evidente que no sabían ni siquiera quién podía ser el asesino.
—¿Un cigarrillo?
El gordo le ofrecía una cajetilla de Ducados especiales.
—Sólo fumo puros.
—Lo tiene mal. Los cubanos han tenido dos cosechas malísimas y los stocks de habanos parecen agotados.
—Suelo fumar canarios.
—Allá usted.
El gordo puso la espalda contra la pared y se deslizó para sentarse aplastado al lado de Carvalho. La contundencia del choque de su culo contra el suelo hizo que se le levantaran las piernas y aparecieran calcetines negros sujetados con ligueros. Hombro con hombro, el gordo le dedicó una larga meditación sobre lo que somos, de dónde venimos, adonde vamos. Lo importante es la vida. Es intransferible. Personal e intransferible. Carvalho no supo en qué momento del discurso se quedó dormido. Era consciente de que dormía en malas condiciones, pero se aferraba al sueño como si fuera un alimento del que dependiera su vida misma. Le despertó el forcejeo de los otros dos para conseguir poner en pie al gordo. Recompuso sus pantalones y chaqueta el hombrón y fue despacito hacia el marco de la puerta donde permanecía el hombre impasible como un maniquí de escaparate anunciante de la moda de otoño. Bisbisearon. El gordo volvió al centro de la sala. Su rostro era una mueca sonriente. Fue hacia Carvalho. Le contempló desde la omnipotencia de su longitud y su latitud. Se inclinó lentamente hacia él. Le puso las manos sobre los hombros. Luego se apoderó de los brazos de Carvalho, de los codos y desde allí lo levantó para dejarle apoyado contra la pared, con el rostro amarillo por el baño de luz de la lámpara enferma. Se apartó el gordo como para contemplar su obra.
—Lástima que no nos hayamos conocido en mejores circunstancias. Es usted un hombre bravo. Me hubiera gustado que fuera mi sobrino de verdad.
Los otros cuchicheaban con el hombre impasible. Parecía como si algo estuviera a punto de acabar. Se habían guardado la tensión dentro de sí mismos, aunque las pistolas seguían en sus manos como encendidos carbones moribundos.
—Tal vez sea mi último trabajo. Ya le dije que quiero retirarme. Tengo siete quinquenios, siete.
Carvalho le vio venir. Se reconoció sin fuerzas para intentar nada, como si la huida de Carmela hubiera sido su propia liberación. El gordo le tendía una mano. Con la otra le obligó a estrechársela.
—Por lo que parece ya no necesitamos que usted diga nada. Puede marcharse.
Puede marcharse. Puedo marcharme. Del recelo a la asunción de la situación. Agita el cuerpo Carvalho para que los huesos vuelvan a su descarnado sitio, se constituyan en esqueleto de animal fugitivo.
—Tiene sueño. Se nota. Lamento no poder ofrecerle ni una cama.
Deja a su espalda la amabilidad del gordo. Camina hacia la puerta dudando entre echar a correr o avanzar hacia ella de espaldas, con la vista enfrentada a la posibilidad del disparo. ¿Por qué no corres? Y se contesta: por estética. Incluso pierde unos segundos reflexionando en la cantidad de cosas que hace por estética, por esclavitud a modelos de conducta que ya nunca podrá replantearse. Y así pensando llega a la calle, al frío de la noche, a la noche y la puerta se cierra a su espalda y la vida es un sendero bajo las acacias. En medio del sendero oye el ruido de la puerta abierta a su espalda, unos pasos, una propuesta que escucha paralizado.
—Las llaves del coche. Su compañera se ha dejado las llaves del coche.
Es el hombre impasible. Le tiende las llaves.
—¿Dónde está ella?
—Es su problema.
Y le da la espalda para volver a la casa. El coche está donde estaba. Es un objeto que le liga a Carmela, sin el cual no podrá encontrar a Carmela. Se recuesta sobre el morro y espera. Carmela aparece por una esquina, primero vacilante, pero luego corre hacia el coche y contempla a Carvalho como si fuera un resucitado. Le coge las manos. Le pone una mejilla herida sobre el pecho. Él la incita a que se meta en el coche. Se pone Carvalho al volante. La casa queda como un peso lejano, como un peso que aminora a medida que el coche adquiere distancia.
—No te preocupes. No había otro remedio.
—No les he dicho el nombre. Me han soltado por las buenas. Al parecer o ya lo saben o no les interesaba saberlo. ¿Y tú? ¿Cómo has conseguido escapar?
—No he escapado de nadie. No me ha seguido nadie. Primero parecía que me seguía uno, pero ni siquiera ha salido del jardín. Yo corría como una loca, pero me he vuelto por si tú habías conseguido seguirme.
—Tal vez tenían miedo al escándalo. Una persecución por las calles. Imagina.
—¿A qué escándalo? Todas estas casas están deshabitadas. He tratado de entrar en alguna para telefonear y pedir ayuda al partido, a Julio, no sé. No quería alejarme mucho por si te sacaban. Por si intentabas escaparte.
—Lo entiendo tanto que no entiendo nada. Quiero dormir. Conduce tú. ¿Te ves con ánimos?
Carmela se puso al volante y no hablaron hasta llegar a Madrid.
—Al diablo el sueño. ¡No he comido nada! ¡Estoy en ayunas!
—Si te presentas en un restaurante con esos chorretes de sangre, la armas.
—Y tú tienes las mejillas rojas.
—Yo me pongo maquillaje y ya está.
—¿Vamos a cenar a El Amparo? Nueva Cocina Vasca. ¿No te dice nada el nombre?
—¿Bacalao a la vizcaína y todo eso?
—Por favor, no sigas. Si no estás deshecha te propongo ir a cenar y después bailar.
—¡Oh! ¡John! ¡Querido! ¡Ésta puede ser nuestra noche!
—De momento llévame al hotel. Me ducho. Me quito las llagas de encima y como nuevo.
—No tardes —le dijo Carmela cuando Carvalho saltó del coche.
No, tranquilizó Carvalho con la mano. Pidió la llave de perfil para no enseñar las huellas de la lucha y se precipitó hacia el ascensor.
—¡Señor Carvalho, un momento, por favor!
El conserje le tendía un sobre en el que destacaba el reclamo urgente escrito por una mano nerviosa. Andando y desandando, Carvalho rasgó el sobre:
Estimado señor Carvalho:
He repasado mentalmente cuanto hemos hablado y vivido en estos últimos días y he llegado a la conclusión de que el verdadero responsable de todo lo ocurrido he sido yo. Mi ceguera ante los hechos y ante las personas que los han protagonizado es la gran causante de la muerte de Fernando, de los graves daños que esa muerte puede causar en mi partido y en el proceso democrático español. Asumo la responsabilidad de la confianza que habíamos otorgado a X para llegar adonde ha llegado y hacer lo que ha hecho. En él creí ver encamadas las mejores virtudes de un buen revolucionario y tal vez lo único que vi fue mi propia imagen reflejada en un espejo propicio.
He pasado por momentos personales y colectivos muy dolorosos. Ninguno como éste. Me siento rodeado por el fracaso. Yo mismo soy fracaso. Siento que he recorrido un largo camino para nada y quiero personalizar para que conste que el fracaso me pertenece exclusivamente y no afecta al partido ni a su política. Casi cincuenta años de militancia dan un mayor realce a mi angustia ante lo que tengo en estos momentos entre las manos. Tal vez uno de mis defectos, uno de nuestros defectos, sea la prepotencia, el confiar ciegamente en la lógica de los hechos y su análisis, sin distanciarnos lo suficiente, cayendo en una alienación militante que puede atrofiar el sentimiento de la realidad. Escojo palabras que no me suenen a lo que siempre me suenan mis palabras y descubro la pobreza de mi vocabulario cuando quiero salir de un lenguaje «interno», no sé si me explico y cuánto desearía en cambio explicarme. La historia nos ha impedido la normalidad y para bien y para mal siempre hemos sido excepcionales: nacimos como una alternativa al revisionismo socialdemócrata, tuvimos que apechugar inmediatamente con la lucha contra el fascismo, pasamos a ser un movimiento oculto ferozmente perseguido condicionado por la represión nacional y por la bipolarización de la política mundial, hemos salido a la legalidad proclamando la libertad como un instrumento revolucionario pero lastrados culturalmente por una historia de excepcionalidades y supervivencias. Tal vez habría que hacer una tabla rasa y dar sentido al futuro del movimiento comunista más allá de las coartadas de las promociones educadas en la resistencia y en la autorrepresión y no en asumir un proceso de construcción del socialismo en libertad, con las armas de las libertades y de la energía histórica de las masas. Los dioses han muerto pero los sacerdotes hemos quedado. Nosotros respondemos sacerdotalmente al sacerdocio agresivo de la contrarrevolución a la defensiva y tal vez no es manera de responder, tal vez la única manera de responder es perder nuestro sacerdocio, dejar en evidencia los sacerdocios ajenos. Miro a mi alrededor y me doy cuenta, con angustia, que no sólo no hemos caminado por ese camino, sino que nos hemos aplicado en reproducirnos sacerdotalmente en nuestros herederos, herederos sin coartada épica ni ética que acabarán creyendo que el socialismo es el resultado de ocho horas diarias de trabajo bien hecho aunque mal pagado y ese mal pagado es una coartada mientras no se tiene el poder, coartada que ha desaparecido entre los sacerdotes de los países socialistas donde el poder conlleva privilegios materiales. Afortunadamente el socialismo queda como proceso y como objetivo emancipatorio de los hombres y los errores de los partidos como el nuestro son errores instrumentales que no invalidan el sentido progresivo de la historia, el sentido progresivo de la emancipación humana contra todas las limitaciones. Ese sentido se salva en cada militante anónimo capaz de comprender el sentido colectivo de la lucha y de la larga marcha y sacrificar parte de su libertad individual luchando por la libertad colectiva y si es preciso sacrificando su vida por una historia más justa. Hay que purificar el egoísmo para comprender, para ser consciente de los males derivados del egoísmo primario, bestial o del egoísmo racionalizado de la cultura y la civilización capitalistas.
Teniendo tan claro el objetivo, tan obvio el sujeto, ¿qué nos impide replantear el método y el instrumento? Una cultura, una falsa conciencia de nosotros mismos como colectivo, una falsa conciencia conservadora, conservadora metodológica e instrumentalmente. Cuanto le digo no es fruto de la depresión total que me embarga, sino de muchas reflexiones y conversaciones, a veces sostenidas con el mismo Garrido, consciente como yo de que nos movíamos empujados por la lengua del glaciar de nuestras acumulaciones históricas, pero incapaz, tanto él como yo, de provocar el escándalo de una revolución cultural interna iniciada en la rotura de las estatuas y en la cremación de las reliquias.
Y ahora me encuentro frente a frente del cadáver de Fernando, asesinado por mi ahijado y me siento como un viejo estúpido, fracasado, vacío, al que sólo le queda dar el paso de embalsamar el cadáver y remendar el partido, para que se salven las imágenes. No quiero ser dueño de esta elección, de esta falsa elección y quisiera darle una significación ejemplar al acto de autodestruirme. Le debo esta explicación porque al fin y al cabo a usted recurrimos para que nos diera la absolución y yo asumo que esa absolución es imposible. Incluso en la instrumentalización que la contrarrevolución ha hecho y hará de todo lo ocurrido se beneficia de nuestra propia dramaturgia y espero que mi mutis, al menos, provoque un respetuoso silencio.
Salud.
JOSÉ SANTOS PACHECO
Madrid, 12 de octubre de 1980.