Iba a decirle: «Carmela, estoy en apuros, ¿sabes tú dónde puedo tomarme unos buenos callos a estas horas?», cuando se dio cuenta de que la paralizada mirada de Carmela se debía a que no estaban solos en el coche y sobre el asiento trasero emergía el hombre al que había afrentado en el VIP como marica pegajoso. Cacheó a Carvalho con una mano sabia mientras la otra permanecía oculta.
—Quieto y tú ya sabes lo que has de hacer.
Carmela lo sabía. Buscó una salida a Princesa por detrás del edificio España y bajó hacia Puerta de Hierro. Salieron a la carretera de La Coruña.
—Madrid es un pañuelo. Nos hemos vuelto a encontrar muy cerca del VIP y ahora me llevan a escenarios repetidos.
—Nos llevan —apuntó Carmela.
El hombre no contestó. Se había respaldado manteniendo una distancia equidistante entre Carmela y Carvalho.
—Cuando veas anunciar El Mesón del Cojo reduces velocidad. No he comido nada. Estoy en ayunas.
—¿En ayunas tú? Vas a morirte. Pero no creo que este señor te deje tomar un bocadillo.
—¿Adónde vamos? ¿Hay cena preparada?
El otro cerró los ojos y arrugó la nariz. Le aburrían.
—Voy a llevarme un mal recuerdo de Madrid. He dormido poco. Casi nada. Es una ciudad donde no existen las puertas ni la intimidad. Te llevan por donde quieren. No he podido ir a los restaurantes de moda.
—Yo he hecho lo que he podido. Eleva una queja por escrito.
Carmela tenía voz de estudiante a punto de pasar un examen.
—El Mesón del Cojo —dijo el otro.
Carmela redujo velocidad.
—La próxima a la derecha.
Se metieron en una carretera bordeada de rejas y setos.
—A la izquierda. —Luego.
—Derecha. Poco a poco.
El hombre se inclinaba hacia ellos con una pistola empuñada y dirigida hacia la cabeza de Carmela.
—¡Joder! ¡No me asustes! —gritó Carmela, histérica.
—Tranquila, Carmela. Esto acabará bien —comentó Carvalho.
—Para delante de la cancela verde.
Cancela verde. Qué riqueza de vocabulario, pensó Carvalho. Se detuvo el coche. El hombre se inclinó para sacar la llave de contacto y metérsela en el bolsillo. Empujó suavemente a Carmela para que saliera del coche, salió él y desde la acera con un gesto conminó a Carvalho a salir. Carmela, Carvalho y el hombre atravesaron un jardín entre acacias y llegaron ante una puerta de rejería andaluza tras la que aparecía el resplandor de la iluminación interior.
Se abrió la puerta. Un hombre calvo, pequeño, delgado, frotándose las manos como si tuviera frío. O tal vez el frío existía entre las paredes agrietadas, salpicadas de marcas de humedad y erosiones abstractas. Ni un mueble. Tal vez por eso le pareció confortable el volumen del hombre gordo, un volumen sonriente que salió a su encuentro en compañía del visitante nocturno del piso de Carmela.
—¡Qué caro de ver! Tranquilos. Los dos. Tranquilos. Son mis huéspedes. Mi sobrina y mi sobrino. Lamento lo mal decorada que está esta casa. Es fría. Inhóspita. Cuanto antes acabemos, mejor. No hay ni donde sentarse.
—Necesito sentarme.
—Eso me parece, señor Carvalho. No tiene usted buen aspecto. Es demasiado bravo. Parece de otra época. Me parece que usted ha aprendido el oficio en las novelas de Klotz. Raner se mueve mucho, es violento, agresivo. Eso ya no se lleva. Fíjese en los personajes de Le Carré. Ese es el modelo. Oficina, mucha oficina. Archivo, mucho archivo. Computadoras. Todo se deshumaniza. Smiley utiliza la cabeza, no los puños. Perdone que siempre le hable de Smiley pero es que el personaje me fascina.
—Estoy en ayunas.
—Ni un mendrugo en toda la casa. Con más motivo. Cuanto antes acabemos mejor. Me parece que usted ha llegado al cabo de la calle. Nos interesa saber quién ha sido el elegido.
—Eso ya lo saben.
—No me consta.
—¿Puedo apoyarme en la pared?
—No.
Era un no que le condenaba a seguir allí de pie, como Carmela, como los demás que habían establecido un círculo alrededor de los dos rostros pálidos. Carvalho echó la cabeza hacia atrás para liberar la espalda de una dolorosa tensión de acero. El techo estaba lleno de estucados florales rotos que iban al encuentro de una lámpara de lágrimas perdidas.
—Basta un nombre.
Basta un nombre. Un condenado a muerte. Unas horas ganadas a Santos Pacheco para preparar una estrategia envolvente. Esto era lo que menos le importaba. Al fin y al cabo ellos no eran sus clientes.
—Compréndalo. Me debo a mis clientes. Para usted también existe el secreto profesional.
—El nombre.
Carvalho dijo que no con la cabeza. El gordo apenas movió un brazo. El hombre calvo, bajito, delgado, friolero, se acercó a Carmela y la abofeteó en las dos mejillas hasta hacerla tambalear. El gordo y Carvalho se miraron. Los ojos del sicario eran de hierro.
—El nombre.
Carvalho miró a Carmela. La muchacha se había cubierto la cara con las manos; ni lloraba ni se quejaba.
—He de consultar con mi socia. Está llevando la peor parte.
—¡No les digas nada a estos hijos de puta! —gritó Carmela con una voz postiza de barítono ronco.
El hombre calvo intentó repetir la operación y ante la muralla opuesta por las manos de Carmela le clavó un puñetazo en el estómago que la dejó sentada con las piernas abiertas y el estupor en los ojos.
—Ya lo ve. El nombre.
No, dijo la cabeza de Carvalho. El verdugo se inclinó hacia Carmela, la agarró por el pelo y la hizo poner en pie. Voló la mano libre en busca del cuerpo de la muchacha y se encontró con un cuerpo que salía a su encuentro y una patada en la espinilla. Las manos de Carmela se habían cebado en la cara del hombrecillo, las uñas rompían sus párpados y bajaban por las mejillas dejando surcos de sangre y pieles desgarradas. El hombrecillo soltó el cabello para protegerse la cara y Carmela pasó a un cuerpo a cuerpo ciego. Fueron hacia ellos los otros dos desoyendo una muda y tardía orden del gordo. Carvalho fue a por él a pesar del ojo de la pistola que había aparecido en la mano del hombre cubito. El patadón en la bragueta del gordo demostró que era sensible a determinadas agresiones de la realidad. Sobre Carvalho cayeron dos cuerpos humanos que no se ponían de acuerdo entre inmovilizarle y machacarle a puñetazos. A borbotones respiraba y a borbotones le gritaba a Carmela que se marchara.
—¡Que se va! —dijo alguien y Carvalho se encontró a merced de un solo atacante. Oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Se puso en pie e inició la carrera hacia la puerta. No sabía quién le pegaba. Quién le cogía por las piernas y le tiraba al suelo. Quién se le sentaba sobre la espalda. En el horizonte de zócalos despintados que sus ojos recorrían no aparecían las piernas de Carmela. Le pusieron en pie y le empujaron contra la pared. El gordo en un rincón con las manos en los cojones, el hombre calvo lleno de sangre propia y de la que a Carvalho le manaba de la nariz. El rubicundo acompañante nocturno del gordo, con la pistola en la mano. Faltaban Carmela y el hombre impasible.