45

Julio estaba apoyado en una esquina de la fachada del hotel leyendo As.

—Suba por la acera hasta la segunda manzana. Le espera Carmela. No lleva el coche de siempre. Es un Talbot azul.

Carvalho cogió las palabras al pasar. Se volvió dos veces para comprobar si era seguido. Carmela le abrió la puerta desde dentro.

—¿El marido sano y salvo?

—Pobrecito. Me lo han dejado lisiado. Pone una carita. Los hombres no sabéis estar enfermos. Si hubierais parido alguna vez. Y lo que viene luego. Que si dolores de cabeza. Que si el estómago caído. Te veo mal. ¿Has vuelto a encontrarte con aquella gentuza?

—Con gentuza parecida.

—Santos te espera.

Detuvo el coche en Gran Vía esquina plaza de España. Le señaló la escalada anodina de la Torre de Madrid hacia un hermoso cielo de tarde vencida. Piso diecisiete.

Es un piso franco. Pregunta por Pino Betancort, el piso está a su nombre. Cruzó la plaza a la espalda de los bobalicones Quijote y Sancho. Nadie le preguntó adónde iba hasta que llegó ante una mujer morena de ojos grandes, con las faldas estampadas y largas hasta mediar altas botas negras. Santos estaba incómodo sobre el bajo sofá litera de un living lleno de símbolos de mujer emancipada. La mujer morena cogió un bolso, los saludó con la cabeza y se fue. Carvalho se dejó caer junto a Santos y le habló de la dulzaina, de la insignia especial, de la señal de muerte, de los kiwis gallegos y neozelandeses, de Esparza Julve, de Julvito, sí, de Julvito, de la entrevista con Pérez-Montesa de la Hinestrilla, el del chaleco, ¿el del chaleco?, el del chaleco, Fonseca. Santos se puso en pie como si levantara cuatro cuerpos como el suyo. Salió al balcón a contemplar el panorama del viejo Madrid atejado por la tarde caediza más allá de la agonía otoñal de la plaza de España, entre el decorado del palacio Real y el de la Vie Lumiére de la Gran Vía. Diecisiete pisos de distancia entre la realidad y el deseo, pensó Carvalho, sin saber por qué, y sin moverse del sofá. La cabeza blanca de Santos Pacheco detellaba por el resol. Por aquella cabeza ya no pasaban las sombras animadas de las dudas, sino recuerdos, una, dos, tres, mil biografías en relación con Esparza Julve, con Julvito. Carvalho había visto en los ojos de Santos la progresiva conformación de un ruego: ése no, por favor, otro cualquiera, ése no. Volvía Santos de la terraza para decir:

—¿Por dinero? ¿Por odio?

—Eso lo sabe sólo él. Pero a partir de los datos seguramente fue por dinero. Desórdenes de conducta. Quiebra fraudulenta. ¿Usted sabía algo de eso?

—Algo.

—¿Qué desórdenes?

—Fue después de casarse y de alejarse del partido. Había vivido la dura vida de un huérfano del partido, de un combatiente comunista y de pronto era un hombre libre con dinero en el bolsillo. Nadie podía ayudarle. Yo tuve noticias de lo que le pasaba, pero no podía ayudarle económicamente. Nunca pensé que fuera algo tan dramático, que le llevara adonde le ha llevado.

—Todo encaja. La época. El viaje a Alemania. Seguramente comprobaríamos que no trabajó en ninguna fábrica, que recibió un entrenamiento especial.

—Tanta doblez. No me lo explico.

—Se puede odiar lo que se ama y sobre todo si ha condicionado una vida llena de excepciones.

—Eso debió ser. Todos le rodeamos del culto a su padre. Todos queríamos que se pareciera a nosotros. Siempre queremos que los nuevos cuadros se parezcan a nosotros. Que hablen como nosotros. Que piensen como nosotros. ¿Le importaría marcharse?

Volvió a salir a la terraza. El sol se había movido lo suficiente como para que la cabeza ya no brillara, pálida, opaca, abandonada entre los hombros, vencida hacia el vacío.

—Mi trabajo ha terminado —dijo Carvalho sin atreverse a entrar.

—Por favor. Déjeme unas horas. Le localizaré antes de la noche. Mañana cumpliremos con usted y podrá marcharse.

Las palabras salían de aquella cabeza inmóvil, era indudable.

—No me consta que los de la Dirección General de Seguridad no se hayan enterado.

—Hasta mañana.