Fonseca adoptó la más crítica de las sorpresas al ver la caja metálica sobre las rodillas de Carvalho. Sus cejas se alzaron para interrogar a Pérez-Montesa de la Hinestrilla. El rostro del director general se achicó más de lo normal en busca de la consistencia metafísica de la autoridad. Aquel rostro rechazaba la pregunta y la duda colgantes de las cejas de Fonseca. Carvalho les veía interpretar los papeles de capataz receloso y administrador resoluto sin quitarle ojo a Sánchez Ariño, perplejo ante el misterio de sus propias uñas, diríase que abismado en otro mundo sugerido a partir de la superficie estriada de sus poderosas uñas. Si alguna vez apartaba los ojos de tan mágica convocatoria era para escupir indiferencia y hastío sobre los restantes actores.
—Me parece que… —dijeron los labios de Fonseca.
—Lo que a usted le parezca es cosa suya.
Le cortó el subdirector. Pero Fonseca había decidido que del rey abajo ninguno y señalaba con un dedo la caja situada sobre las rodillas de Carvalho. El subdirector se puso tacones postizos para subirse a su propia voz y emitir un rotundo:
—Basta.
Fonseca se encogió de hombros y le guiñó un ojo a Carvalho.
—Donde manda patrón no manda marinero. Por mí que saque fotocopias y las distribuya entre sus compinches.
—No creo que valga la pena. Los informes escritos nunca fueron su fuerte. Usted siempre ha preferido la comunicación oral.
—Muy agudo. Muy inteligente. Hace cinco años me habría gustado tenerle aquí. Entonces hubiera visto dónde se metía usted la agudeza y la inteligencia. Yo me sé muy bien dónde se las habría metido, una detrás de otra.
Pero sonreía, con la evidente voluntad de poner al mal tiempo buena cara.
—Si sabe algo y no lo comunica a los que somos los legítimos representantes del gobierno ya sabe lo que se juega.
—Lo mismo le he dicho yo —respaldó Pérez-Montesa de la Hinestrilla.
—Esto no es una película de espías. Hay mucho cabrón por ahí suelto y usted ya lo ha comprobado.
—Incluso por su propia seguridad —añadió el del chaleco para congraciarse con los dos.
—Por su propia seguridad, claro. Eso es lo principal.
Estaba entusiasmado Fonseca ante el nuevo argumento puesto al descubierto.
—Su seguridad es lo que prima.
—Lo que priva —corrigió el subdirector.
—Lo que priva, sí.
Carvalho se levantó, pasó ante Fonseca recibiendo una amenaza energética, como si la violencia contenida en Fonseca tratara de electrocutarle y dejó sobre la mesa del enchalecado la caja de zinc.
—Me han convencido. No quiero enterarme de nada. Ahí está la caja.
—Está de guasa. Se ha enterado de lo que ha querido y ahora se quiere quedar con nosotros.
—Señor Carvalho, quiero advertirle por última vez que contrae una grave responsabilidad ante el país, ante el gobierno y ante su propia conciencia.
El breve discurso del subdirector general había sido rotundamente cabeceado por Fonseca. Carvalho quedó muy impresionado y se encogió de hombros sin rebeldía, comprendiendo que todo cuanto le decían era por su bien, pero víctima de una lógica personal y profesional que, era cierto, podía conducirle al desastre. Tal vez el encogimiento de hombros no fue lo suficientemente elocuente, lo cierto es que Sánchez Ariño impidió su mutis poniéndole una palma de la mano en el pecho. Una palma de la mano contundente, que había salido al encuentro del pecho con fuerza.
—¿Esta puerta es suya?
Sánchez Ariño frunció una mejilla a manera de sonrisa.
—¿Estoy detenido? ¿Ha llegado el momento en el que diga: exijo hablar con mi abogado?
—Déjele salir, pero, señor Carvalho, le hablo muy seriamente; repito, ha contraído una grave responsabilidad ante el país, ante el gobierno, ante su propia conciencia.
—No lo repita. Ya ha debido quedar grabado y filmado.
Señaló Carvalho el orificio del techo. La palma de la mano de Dillinger se apartó de su pecho. Salió del despacho dejando a su espalda el relax de los actores detrás del telón caído. Esto no es moverse, sino ser movido. Se repetía mientras ganaba puertas, pasillos, estancias hacia la salida del edificio, y ya en la calle dudó entre borrar sus propias huellas o hacerlas ostensibles. Hablar con Santos, pero también hablar con otros, poner un adjetivo histórico al asesinato. Otro taxista desencantado de la política, del alcalde, de la ciudad, del taxi, de la vida. ¿Profesor Waksman? ¿Usted sabe quién era? ¿Un buscador de oro? ¿Qué dice? El que inventó la estreptomicina, eso que vino después de la penicilina. ¿Y después qué vino? Potingues, muchos potingues, pero de verdad nada. El portero tiene hoy un continente rigurosamente identificado con el contenido. No se rasca los cojones bajo la librea y acompaña a Carvalho hasta el ascensor con la sumisión de un profesor adjunto en los años cincuenta. Llega al piso de James Wonderful, alias Jaime Siurell, deja atrás la puerta, sube unos escalones en dirección al piso de arriba, espera. El portero debe haberlos avisado por el interfono, estarán esperándolo, cuatro, cinco minutos, se pondrán nerviosos, se abrirá la puerta. Se abre la puerta, el centroeuropeo de la noche de Gladys se asoma, se asegura de que no hay nadie en el descansillo, lo comenta desde la puerta.
—No está.
—¿Has mirado bien?
Es la voz de Wonderful. Vuelve a salir el rubio indolentemente pero sin sacar la mano del bolsillo de la chaqueta. Se aventura hasta la escalera de acceso al descansillo y luego va hacia las escaleras de subida, donde le esperan las plantas de los zapatos de Carvalho que se le vienen sobre los ojos y le pulverizan el mundo en polvo de estrellas mientras el olor a la propia sangre le carboniza la nariz. Carvalho le golpea junto a la oreja y en el cuello. Permite que se desplome lentamente, como si el cuerpo temiera el encuentro del suelo de parquet y buscara una caída blanda. Salta Carvalho sobre el caído. Con una mano se apodera del marco de la puerta abierta, con la otra sostiene una pistola que entra en el piso antes que Carvalho. Está abierta la puerta de comunicación del recibidor con el living y al fondo de todo ve a Wonderful de pie, expectante, parpadeando para precisar la imagen que avanza hacia él.
—Shuster, ¿qué pasa?
Ante Wonderful, como un parapeto, la silla de ruedas sobre la que el viejo deja caer las manos, víctima del desaliento que le produce comprobar la presencia de Carvalho.
—¿Qué buscas aquí? Eres idiota, completamente idiota, no has aprendido nada.
Habla con más soltura que en el anterior encuentro, hasta se diría que sus ojos han vuelto a sus órbitas, pero las lágrimas de ojos inválidos, a la intemperie, cuelgan de las pestañas melladas. Quita las manos de la silla, deja caer los brazos, Carvalho se le acerca y de pronto Wonderful se agacha, concentra toda la fuerza que le queda en los brazos que empujan la silla como un proyectil contra Carvalho. El detective ha escogido contemplar ese rostro rabioso lleno de venas, rojeces, aguas sucias, arrugas malvas y recibe el impacto de la silla en las rodillas y en el vientre. Cae de rodillas, respira hondo, deja que Wonderful recupere la agilidad necesaria para avanzar hacia un mueble bar y cuando las manos temblorosas del viejo están a punto de alcanzar el cubil del arma, la voz neutra de Carvalho le paraliza.
—Usted no tendrá nunca esa pistola. En cambio yo tengo una. Sea sensato.
—Imbécil. Eres un imbécil. ¿Qué has venido a buscar aquí?
—Me faltan algunos datos.
—¿Quién te los va a dar? ¿Yo?
Una esperanza desarrugaba el rostro del viejo. Carvalho dio media vuelta rápidamente y disparó antes de que lo hiciera el latinoamericano con el brazo en cabestrillo. Cayó el hombre sobre su brazo roto y dejó al descubierto la presencia de una sombra que buscó refugio en la escalera. Carvalho se lanzó sobre Wonderful, lo agarró por el cuello del batín y le hizo avanzar por delante. El latinoamericano con la mano del brazo sano se aguantaba la sangre que le manaba del pecho. Carvalho no tuvo que decir nada. Wonderful le abrió camino gritando:
—¡Cuidado con lo que hacéis! Voy por delante.
Dos hombres airados contemplaron cómo Wonderful y Carvalho tomaban el ascensor pegados el uno al otro. Uno de los dos era el rubio impasible. A Carvalho le pareció que sonreía.
Al pasar ante el portero, Wonderful extremó la dificultad de su andar. No fue lo suficiente como para que el servicial cancerbero no se ojiabriera hasta el desgarro ante el milagro de que el inválido anduviera. Esta sorpresa fundamental le impidió apreciar la rigidez del brazo de Carvalho sobre los hombros de Wonderful y aunque le extrañó que Carvalho, de pronto abandonara al viejo sobre la acera, dejándolo tambaleante, sin más motivo que saltar sobre más que coger un taxi, con la cantidad de taxis que hay por aquí, la extrañeza fundamental seguía obedeciendo a la erección súbita del viejo. Wonderful siguió un momento la estela del taxi de Carvalho. Luego se dejó acompañar y preguntar.
—Hace días que puedo dar algunos pasos. A mi sobrino le hacía ilusión que le acompañara hasta la puerta. A veces cosas así estimulan más que la mejor medicina. Hacía tantos años que no le veía. Es el hijo de mi hermana pequeña, la preferida.
También Carvalho volvió la vista atrás para contemplar la despedida del anciano, su sometimiento al portero que le reconduciría a casa. Imbécil. Eres un imbécil. No has entendido nada. Y además vas disparando contra la gente, rompiéndoles brazos, cuanto más poderosos son tus enemigos más temerariamente te comportas, no llegarás a viejo ni tampoco volverás a ser joven. Era cierto. Imbécil. No has entendido nada. ¿Qué te importan a ti los adjetivos? Deja los adjetivos para los políticos. Asesino: fulano de tal y ya está. Se apoderó de una cabina interponiendo su cuerpo entre ella y una acalorada mujer que sin duda la había visto primero. Mientras localizaba a Santos escuchaba el monólogo indignado que le dedicaba la mujer asomada a los cristales como una orangutana airada.
—Usted perdone, pero era una emergencia. Buscaba un médico.
—Eso se explica y una lo atiende como una persona que es.
Pero Carvalho no atendió el ensayo de discurso moral y volvió al taxi.
—¿Adónde?
—Vaya dando una vuelta.
—¿Una vuelta? ¿Por Madrid? ¿No es usted de aquí?
—No.
—Se nota. ¡Una vuelta por Madrid en taxi! Pero le dio la vuelta, de atasco en atasco.
—Dicen que a la hora de comer se circula bien. Ya lo ve usted.
La hora de comer. Por primera vez en muchos años la cita con la comida no le decía nada.
—Déjeme en la puerta del Ritz. El taxista canturreó:
¡Ay qué placer
es bailar un fox-trot
con un doncel
que nos hable de amor!
Aunque cien años llegase a vivir
yo no olvidaría las tardes del Ritz.