Clareaba cuando el taxi dejó a Carvalho en el hotel Ópera. En el ascensor amartilló la pistola dispuesto a deshacerse de cualquier obstáculo que le impidiera tomar una ducha caliente y relajarse un rato entre sábanas propicias. Abrió la puerta de la habitación de golpe, igual hizo con la del cuarto de baño. Puso el seguro y se duchó larga, golosamente. Ya en la cama se masturbó para tranquilizarse y buscó primero en el techo y luego en la caverna formada por las sábanas sobre su cabeza un motivo para dormirse. No lo halló. Se levantó, se vistió, recorrió un aburrido horizonte de porras, churros y cortados sobre los mostradores de las madrugadoras cafeterías del barrio hasta encontrar una en la que, si bien no estuvieron dispuestos a hacerle un pan con tomate y jamón, tampoco le expulsaron ante esta abusiva y evidentemente catalana pretensión y se avinieron a cocinarle un pepito de lomo adobado, con el inevitable sabor a iguana o a cocodrilo capón que tienen los pepitos de lomo adobado madrileños.
Marcos Ordóñez Laguardia era un practicante acérrimo de la vieja cultura del partido, cultura ante todo connotada por el sentido de la puntualidad. «Si un camarada se retrasaba cinco minutos, mala señal. Seguro que estaba en dificultades. Eso nos educó en el sentido de la puntualidad», aclaró Marcos Ordóñez a Carvalho cuando le comentó la matemática coincidencia entre que sonaran las nueve de la mañana y que el viejo comunista apareciera por la puerta de la «Fundación José Díaz». Como un reguero discontinuo fueron llegando los restantes empleados, acogidos por la tolerante sonrisa de Ordóñez y algún que otro comentario sobre lo calentito que se estaba en la cama. «Es que tú eres de los de antes de la guerra, Marcos. De acero. Un konsomolazo eres tú, Marcos.» Se cachondeó una morena que llevaba medias de costura y un lunar junto a la boca. Marcos sonreía satisfecho por su triunfo mañanero cotidianamente repetido, que le estimulaba incluso a empezar los días bajo el signo de un éxito pequeño pero seguro. Parecía un anciano mandarín, educado, pulcro, con una amabilidad casi japonesa.
—No quiero engañarle. Santos me advirtió que usted quería hablarme. Quiso prepararme para lo peor. La sinceridad es una virtud comunista. Eso le he contestado.
¿Quién había matado a Garrido? ¿Nadie? ¿Todos? No, él se reconocía incapaz de aislar un rostro, un brazo asesino, un motivo. ¿Por qué? ¿Para qué?
—El para qué está claro. Para desacreditar al partido. El porqué, ése es el misterio. ¿Por qué un camarada asumió el crimen? Sé por qué me interroga a mí. He tenido una historia desgraciada pero también se ha exagerado. No existe el parto sin dolor. No existe la Historia sin dolor. En el mismo momento en que yo era apartado de la dirección y me ponía a trabajar en una fábrica en Checoslovaquia, miles de griegos eran masacrados por la contrarrevolución capitalista, miles de asiáticos y africanos sufrían persecución por sus ideas antiimperialistas. ¿Cuántos no fueron torturados y murieron? ¿Quién tiene en cuenta eso? Y en cambio siempre se tiene en cuenta los errores, grandes o pequeños, sin duda inhumanos cometidos por el movimiento comunista. Yo podría quejarme y no me quejo. Aprendí, aprendí mucho, eso sí. Sufrí y mucho, eso también, pero sabía que mi sufrimiento tenía una finalidad histórica, que trascendía de mi peripecia personal.
—¿Tenía eso en cuenta también cuando se cagaba en el partido o en la madre que parió a Garrido?
—No le negaré que a veces me he cagado en eso y en mucho más. Todos hemos odiado a veces lo que más amamos. El odio pasa, el amor queda.
—¿Se justificó Garrido ante usted?
—No directamente. Eran otros tiempos. Se estaba luchando contra el estalinismo a veces con procedimientos estalinistas y en vida de Stalin. De hecho la tendencia o corriente de opinión a la que yo pertenecía era mucho más estalinista que la de Garrido. La Historia le ha dado la razón a él.
—¿Qué sintió cuando vio a Garrido asesinado?
Una parálisis repentina ha convertido el viejo rostro en una máscara, pero lentamente vuelve el movimiento muscular y los labios musitan:
—Perplejidad.
—Usted hizo la guerra en el frente de Madrid, no en retaguardia sino en el frente. Usted es un hombre que sabe pelear. Luego combatió en Catalunya.
—Sabía manejar el machete, si es a eso a lo que va a parar. Es cierto. Convenientemente entrenado es posible que aún tuviera fuerzas para volver a utilizarlo, aunque sólo fuera una vez. Tal vez sea ya un viejo arteriosclerótico y no razone como en otros tiempos. De todo eso puede deducir que apuñalé a Garrido a pesar de que me había rehabilitado y dado un puesto de dirección. ¿Sabe usted cómo nos llaman a los dirigentes del partido? El Frente de Juventudes, porque quien más quien menos todos tenemos treinta años en cada pierna. Pero no busque entre los viejos. Pertenecemos a la vieja cultura. Todos somos Bujarines. Todos habríamos preferido la muerte antes que dañar objetivamente al partido. Los jóvenes son diferentes. Si les pregunta si serían capaces de sacrificarse por la marcha de la historia le contestarán que a ellos no les va la marcha. Han vivido otras circunstancias. Me gustaría verlos enfrentados a una guerra civil o a lo que fue la clandestinidad en los años cuarenta y cincuenta. Pero nadie escarmienta en cabeza ajena.
El discurso prosiguió rememorando antiguos ejemplos de cultura del sacrificio marxista. El propio London.
¿Conoce usted el caso de London? El propio London sólo ha hablado cuando su ejemplo puede servir a las nuevas directrices del comunismo, al socialismo con rostro humano. A Carvalho se le cerraban los párpados.
—¿Tiene usted sueño?
—Apenas he dormido.
—Hay que dormir las horas justas. Los excesos se pagan.
Lecumberri Aranaz estaba encajonado en un despachito de la Fundación José Díaz, manejando una calculadora antigua con bobinas de papel.
—Nunca salen las cuentas. Perdone un momento.
Carvalho aprovechó el momento para un duermevela inicial que se convirtió en un corto sueño profundo del que salió con baba en una esquina de la boca y los ojos parpadeantes asumiendo lentamente la mirada de sorna que le dirigía Lecumberri desde el otro lado de la mesa.
—¿No le iría mejor echar una cabezada?
—Desde que he llegado a Madrid no he podido dormir tranquilamente ni una noche. Cuando no me apalizan me amenazan con pistolas.
—Contra Franco estábamos mejor.
No era un sarcasmo vasco. Más bien parecía un sarcasmo paradójico mediterráneo y, por lo tanto, esteticista. Carvalho se encogió de hombros.
—Usted ha tenido una vida muy interesante. Creo que fue activista de ETA.
—Bueno, la ETA de entonces no era la de ahora. Había menos actividad. Compare usted la estadística de atentados de mis tiempos con la de ahora. No hay color.
Era tan vasco que sólo le faltaba la chapela y una cazuela de pimientos rellenos sobre la mesa, ahora ocupada por la contabilidad de la «Fundación José Díaz».
—¿Qué hace un vasco como usted en una ciudad como ésta?
—A veces me lo pregunto.
—Como activista de ETA debió recibir una formación especial, un entrenamiento para la lucha armada.
—Qué va. Cuatro coñas y un poco de tiro. Repito, eran otros tiempos. Todos éramos unos voluntaristas. Ahora es otra cosa. Se habla hasta de campo de entrenamiento en los Emiratos Árabes o en Libia. Entonces nos íbamos al monte en el País Vasco francés, cuatro capulladas y luego a poner nervioso al franquismo. Eso era todo.
—¿Por qué se hizo comunista?
—Porque consideré que el papel histórico de ETA ya se había cumplido. Aunque sigo pensando que el partido comunista nunca entendió correctamente la cuestión nacional vasca, y así nos va por allá. También creía que incorporaciones como la mía podrían ayudar a vasquizar al PC en Euskadi. Hoy no sé qué decirle. Estas paredes se me caen encima. Comprendo que hago un trabajo útil. Pero estas paredes se me caen encima.
—Usted fue detenido por la policía como etarra.
—Sí.
—Torturado, supongo.
—Bien supuesto.
—Pero no tuvo una condena demasiado alta.
—Cayeron los del proceso de Burgos y se cebaron con ellos. Tampoco me habían encontrado un gran paquete.
—La policía no ha vuelto a molestarle.
—Escaramuzas.
—Tengo entendido que ha pedido usted una excedencia como profesional del partido.
—¿Se ha enterado por la televisión? No sabía que fuera tan popular.
—¿Por qué?
—No estoy a la altura de las circunstancias. Un dirigente del partido sigue sin tener vida privada. Antes era por la clandestinidad. Ahora por la escasez de cuadros y la necesidad de actuar en todos los frentes democráticos. La familia presiona. Tengo casi cuarenta años y apenas he vivido. Me gustaría dar la vuelta al mundo, por ejemplo, o hacer lo que me diera la gana los fines de semana. Pasearme por La Concha. Ver cómo juegan los chavales sobre la arena. Ver crecer a mis hijos. Oír de qué hablan. Tengo una carrera, no soy sólo un activista, estoy cansado. No soy un revolucionario, soy simplemente un antifascista. Ése es un descubrimiento que muchos hemos hecho después de morir Franco y no nos lo hemos clarificado suficientemente a nosotros mismos. Mal asunto cuando militar se convierte en una rutina. Yo estoy seco. Sin ganas. Sin imaginación. ¡Quiero irme a casa! En cuanto nos saquemos de encima el cadáver de Garrido me voy a casa.